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Ruido de familia

Pureza

Jonathan Franzen

Barcelona, Salamandra, 2015

Trad. de Enrique de Hériz

704 pp. 24 €

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Las últimas tres novelas de Jonathan Franzen (Western Spring, Illinois, 1956), Las correcciones (2001), Libertad (2010) y Pureza (2015), son historias sentimentales, de familia. La literatura popular se ha fundido con el espectáculo periodístico, y en Pureza hay amores, matrimonios y separaciones, pero también un homicidio, un suicidio, espionaje y piratería informática a nivel internacional, filtración de secretos a través de Internet, e incluso un anecdótico misil nuclear robado y rodeado por un caso de drogas y mujeres asesinadas, enredo que decorativamente remite a las fabulaciones de Thomas Pynchon. Atento a los gestos y rutinas morales vigentes, el realismo hogareño de Franzen participa de la alianza periodística entre realidad y fantasía: en el mundo sensacional de los noticiarios, lo que parecía imposible se vuelve verosímil. Y, en su voluntad de hacer una novela popular, Jonathan Franzen asimila con naturalidad esos cuentos de hadas en los que el mendigo acaba por descubrirse hijo de un príncipe, y un príncipe resulta ser hijo de un mendigo. Con un salto a 1953, la época abarca desde los años sesenta del siglo pasado a la segunda década del siglo XXI.

Purity es la historia de cuatro vidas cruzadas, contada en siete episodios independientes, según el punto de vista de distintos personajes: Franzen repite el procedimiento de Las correcciones y Libertad. Su argumento esencial sigue la búsqueda del padre de Pip Tyler, una veinteañera que, hija de madre soltera, también quiere adivinar el verdadero nombre de su madre. A la protagonista de Pureza, Pureza Tyler, la llaman Pip, como al protagonista y narrador de Grandes esperanzas, de Charles Dickens: si el Pip de Dickens se interroga sobre el benefactor secreto que le paga los estudios, la Pip de Franzen suspira por el padre misterioso que podría ayudarle a pagar el crédito de ciento treinta mil dólares con que acabó la carrera.

La quinta de las siete piezas que forman Purity presenta el relato en primera persona. Tom Aberant, propietario de una agencia de noticias en la Red, exhuma sus vínculos con los dos activadores de la intriga, Anabel Laird, su antigua mujer, y Andreas Wolf, fugaz amigo en Berlín durante la caída del Muro. Ya en el siglo XXI, Wolf se ha transformado en «el famoso forajido de Internet», virulento competidor de Julian Assange en la revelación de secretos. Internet está en el centro del libro de Franzen, como lo está en el centro del espectáculo periodístico, y gracias a Internet se unirán los cuatro vértices del cuadrado compuesto por Tom, Anabel, Pip y Andreas: un ancho espacio cerrado de enamoramientos, odios, familias y complicidades criminales.

Todos los matrimonios acaban en desgracia y no hay familia que no sea una vergonzosa maraña de amor, aversión, enfermedades, entrega, egoísmo, culpabilidad y traiciones, por lo menos en el mundo de Pureza, de California y Colorado a Bolivia y el Berlín de la extinta República Democrática Alemana. Anabel Laird y Andreas Wolf encarnan casi cuanto de maniático, egocéntrico y disparatado cabe en las buenas familias, esa fuente inagotable de turbulencias. Tanto Andreas como Anabel son vástagos difíciles de familias privilegiadas. El padre de Andreas pertenece a las altas jerarquías del régimen socialista, y la madre, una catedrática especializada en Shakespeare, es «una joya de la República, una persona de gran encanto físico e intelectual», como su hijo. Niño prodigio, Andreas es, además y nada menos, que el sobrino del jefe de espías Markus Wolf. Anabel es heredera de una de las mayores fortunas de los Estados Unidos de América.

Los dos, Anabel y Andreas, no se contentan con hacer de su vida un continuo reproche a sus padres magníficos: renuncian también a sus privilegios. El alemán arruina su futuro de genio lógico-matemático con un ridículo poema subversivo que le da mucha fama entre sus conocidos, y la estadounidense rechaza el dinero de la familia, «manchado de sangre» de matadero industrial, para dedicarse al arte. El último proyecto que le conocemos es una película sobre su propio cuerpo, dividido en porciones de 32 centímetros cuadrados, de veintinueve horas y media de duración, el número de días del mes lunar. Lleva un año centrada en el tobillo izquierdo, mientras su marido gana dinero escribiendo reportajes. Vistos por quienes se les acercan, Andreas y Anabel ocupan el mismo polo en el juego de antagonismos que plantea Jonathan Franzen: encarnan, frente a los aspirantes a una vida normal, una concepción histriónica o heroica de la existencia, seres extraordinarios que terminan por contagiar su rareza a los normales. Se diría que son sadomasoquistas empeñados en castigarse por las ventajas que despreciaron un día, y en abrumar con sus obsesiones a los demás.

A los dos parecen aplicarse, quizás invirtiendo el orden de los verbos, las palabras de Mefistófeles en el gabinete de Fausto que abren Pureza: «[Ein Teil von jener Kraft] / Die stets das Böse will und stets das Gute schafft» («[Algo de aquel poder] / que siempre quiere el mal y siempre causa el bien»). Los ansiosos de normalidad son el periodista Tom Aberant, castigado por una esposa millonaria e imposible, y Pip, a la sombra de una madre vegana, hipocondríaca, enferma de depresión crónica y cajera en un supermercado. Pip trabajará en una empresa que comercializa energías renovables, hasta que lo que se presenta como coincidencias y son maquinaciones la empujan a colaborar con Andreas Wolf y Tom Aberant. Pip y Tom poseen un rasgo en común: se dejan llevar aquí y allá entre dudas y perplejidades para llegar certeramente a donde quieren.

Dos líneas argumentales se encuentran: Pip desea descubrir quién es su padre y Andreas quiere ocultar su pasado, un asesinato que cometió en 1980, en el Berlín Oriental, donde, caído en desgracia, ejercía de «faro de la sinceridad para adolescentes afligidas». A los varones los evitaba porque las posibilidades de que fueran confidentes de la policía se multiplicaban. Aunque a las jóvenes les aconsejaba superar la promiscuidad, el alcohol y las dificultades de la vida en familia, Andreas, además de ser promiscuo, cultivaba con mimo los problemas con sus propios padres. Franzen le ha diseñado un asesinato que, en principio, no despierta repugnancia en el público lector: la víctima es el padrastro y violador de una niña de quince años. Para aumentar la repugnancia del individuo, líder sindical en una central eléctrica, Franzen lo hace chivato de la policía. El crimen se ejecuta con una pala, que también sirve para enterrar el cadáver, y parece tomado de unas escenas de la primera película de los hermanos Coen, Sangre fácil.

Aparte de alguna película, Franzen podría haberse rodeado de una constelación de libros para escribir Pureza: sus dos novelas anteriores, sobre todo Libertad; El inocente, de Ian McEwan, para el asesinato en Berlín; Grandes esperanzas y George Silverman’s Explanation, de Dickens, además del ensayo en que Q. D. Leavis puso en relación estas dos obras (en Dickens, the Novelist, el volumen que firmó con F. R. Leavis en 1970). Tal como hace Tom Aberant en Purity, George Silverman expone sus experiencias para encontrarles sentido y, como Anabel Laird, renuncia a la herencia familiar y al mundo empecatado, para condenarse a sí mismo con unas palabras que encajarían en labios de Andreas Wolf: «¿Cómo no sentir hacia mí mismo la misma repugnancia que me provocaban las ratas?»

La antítesis entre normalidad (Aberant y Pip) y anomalía (Anabel y Andreas) se adensa con otras contraposiciones: el juego entre la verdad y las apariencias, o lo auténtico y lo falso, y entre lo secreto y lo público. Anabel es más coherente, más auténtica que Andreas, el homicida secreto, que, a la vez que rechazaba a sus padres, se servía de su posición en el régimen para rehuir la investigación policial del crimen cometido. Cuando caiga el muro y la multitud asalte los cuarteles de la policía política, pronunciará un sermón ante las cámaras de las televisiones mundiales: «Este país está lleno de secretos infectos y mentiras tóxicas. ¡Sólo podemos desinfectarlo si lo exponemos todo a la luz del sol!» Andreas denuncia inmediatamente posibles encubrimientos de expedientes, pero ya ha robado el suyo, en el que se lo relaciona con el asesinato de 1980.

El interés de Pureza radica en estas antítesis y paradojas que añaden un tono de comicidad al drama. Andreas, que «había liderado la cruzada para preservar los archivos de la policía secreta y abrirlos al público», destruye su expediente. Guarda un secreto horrible, pero se dedica a revelar secretos ajenos en Internet desde su refugio en Bolivia. Y así se anudan los destinos de Andreas Wolf y el periodista estadounidense Tom Aberant, a quien conoció en Berlín cuando se produjo la destrucción del Muro y con quien intimó en una noche, hasta el punto de confesarle, sin dejar de mentir, la historia del asesinato. Franzen aumenta la diversión paradójica: Aberant, dedicado a la investigación periodística para airear verdades, se ve convertido en cómplice del desenterramiento de un cadáver para volver a enterrarlo en un lugar más seguro.

El eje en torno al que se mueve Pureza es el secreto, los efectos que produce la instrumentalización de los secretos. Un clásico estudioso del asunto, Georg Simmel, avisaba de que la confianza entre amigos se rompe cuando alcanza demasiada intensidad, y otro experto en secretos, Paolo Fabbri, dice que, llegado el caso, «la persona que nos es más próxima es también nuestro peor enemigo». El alemán y el norteamericano rozaron la máxima intimidad en unas horas, un segundo antes de que el seductor Wolf perdiera al fundamentalmente equilibrado Aberant. Veinticinco años después del crimen, la paranoia ante una posible delación futura culminará con el montaje de un proyecto megalómano de filtración de documentos secretos en Internet. El verdadero objetivo de Andreas Wolf es más humilde: espiar a Aberant y velar su secreto bajo la avalancha incesante de secretos que circulan en la Red. Según Fabbri, «si descubrimos algo, inmediatamente cubrimos otra cosa, y viceversa».

Me atrevo a imaginar las tres últimas novelas de Jonathan Franzen como tres entregas de una serie en las que, renovando escenarios, personajes y situaciones, se repiten motivos, figuras y tramas a partir de una matriz única, según la lógica de los relatos televisivos. En las tres, en algún momento, podría darse esa escena de Pureza en la que se abre la puerta de un coche y sale de dentro «el sonido del odio puro»: el ruido matrimonial, familiar, producido por un hombre y una mujer que estuvieron casados y llevan separados y sin ningún tipo de contacto más de veinte años. En las tres hay algún protagonista que impulsa la acción con una dosis de teatralidad y delirio más o menos razonable: Andreas Wolf es casi una réplica del roquero Richard Katz, de Libertad. La madre de Richard anticipa a la de Pip. Y tanto Richard como Andreas traicionan a un amigo poniendo sus secretos en manos de la persona que menos debería conocerlos.

En Pureza resuena también el eco de un personaje que desapareció conforme avanzaba la redacción de Las correcciones: otro Aberant, no Tony, sino Andy, sufridor por causa de su mujer como el Aberant de Pureza. La eliminación de aquel Aberant la contó Jonathan Franzen en una conferencia sobre la ficción autobiográfica incluida en el volumen Más afuera (trad. de Isabel Ferrer, Barcelona, Salamandra, 2012), donde explicaba cómo fracasó en su lucha por escribir la truculenta historia de Andy, «en la cárcel por un asesinato cometido por su mujer»: se había perdido en «una trama absurdamente complicada» para evitar hablar de cosas tan personales como la culpa de soportar un matrimonio deprimente. Me da la impresión de que el Franzen de Pureza ha aprendido a divertirse con sus historias íntimas y, al mismo tiempo, montar improbables tramas fantásticas para que el público se divierta con él.

Justo Navarro ha traducido a autores como Paul Auster, Jorge Luis Borges, T. S. Eliot, F. Scott Fitzgerald, Michael Ondatjee, Ben Rice, Virginia Woolf, Pere Gimferrer y Joan Perucho. Sus últimos libros son Finalmusik (Barcelona, Anagrama, 2007), El espía (Barcelona, Anagrama, 2011), El país perdido. La Alpujarra en la guerra morisca (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2013) y Gran Granada (Barcelona, Anagrama, 2015).

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