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Con pocos, pero doctos libros juntos

Poesía reunida

William Carlos Williams

Madrid, Lumen, 2017

Trad. de Edgardo Dobry, Michael Tregebov y Juan Antonio Montiel

560 pp. 21,90 €

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He de reconocer que la primera reacción que me suscitó este libro fue de suspicacia, sospecha y desconfianza. En la sobrecubierta, una fotografía con un primer plano del autor y, rodeándola, una faja promocional que aludía a la última película de Jim Jarmusch, Paterson. Además, no paraba de darle vueltas al título: Poesía reunida. Sabía que William Carlos Williams había publicado durante cincuenta años de labor poética un número muy respetable de obras y la elasticidad semántica del término «reunida» originaba en mí cierta curiosidad e incertidumbre. ¿Cuánta de su poesía estaría «reunida» en este volumen? Los títulos seleccionados, ¿ofrecerían una visión general de su trayectoria literaria? Al consultar el índice, mis recelos aumentaron. Con «reunida», Lumen se refería sólo a cuatro obras, y tres de ellas ya habían sido publicadas con anterioridad en la misma editorial. Por lo menos, se trataba de una edición bilingüe. Pero dos hechos me llamaban positivamente la atención. El volumen no incluía Paterson (lógico, pues ya disponemos de una estupenda traducción en Cátedra); y no se trataba de una antología, modalidad de recolección ya ensayada por las editoriales Era, Visor y Alianza en el ámbito hispanohablante. Era imprescindible encontrar, si es que los había, el propósito y la pertinencia de esta publicación. Y para ello, una lectura atenta del prólogo de la obra iba a resultar determinante. Como les ha sucedido a otros autores, William Carlos Williams ha sido víctima del éxito de alguno de sus poemas. Los ocho versos de «La carretilla roja», que terminaron estampados en las bolsas de una cadena de librerías; el cuadro de Charles Demuth I Saw the Figure 5 in Gold o las archifamosas ciruelas de «Sólo para decirte» pueden ofrecer alguna pista de lo que digo. Además, las opiniones de parte de la crítica especializada ?Karl Shapiro habla de «teorías inocentes»; Linda Wagner-Martin lo califica de «salvaje iletrado»? y de algunos poetas contemporáneos al autor ?Wallace Stevens lo definió como demasiado humano, empático y natural? han contribuido a que la recepción de la obra de William Carlos Williams sea un tanto sesgada o, si se quiere, en excesivo reduccionista. Y es precisamente en esta encrucijada donde la presente obra de Lumen adquiere su verdadera importancia y sentido, porque la edición conjunta de los cuatro libros que la componen pretende, en última instancia, enmendar ciertos tópicos y estereotipos (ingenuidad, simpleza) que han acompañado al autor desde sus inicios literarios y proporcionar al lector una versión de William Carlos Williams diferente, más matizada, respecto a la iconografía oficial del poeta.

El texto con que se abre el volumen, nunca reeditado en vida del autor y secreto venero para sus obras posteriores, es Kora en el infierno (1920), la auténtica novedad de la recopilación de Lumen. Se inscribe en lo que, desde la perspectiva anglosajona, se conoce como el Modernismo poético estadounidense, encabezado por Ezra Pound, T. S. Eliot, e. e. cummings, Marianne Moore, el citado Wallace Stevens, Hilda Doolitle, et alii. Este movimiento supone, entre otras cosas, un impulso a la renovación de la poesía moderna, la americanización de las vanguardias europeas y, como señala Octavio Paz en El arco y la lira, un intento de «trascender la oposición entre versificación acentual y regularidad métrica, ritmo y discurso, analogía y análisis». Precisamente Kora en el infierno fue uno de los libros de la vanguardia poética estadounidense que con mayor radicalidad se emancipó de la tradición lírica inglesa, sobre todo de sus formas y lenguaje. En este contexto, Kora en el infierno puede entenderse como una respuesta crítica a la actitud gregaria que mostró T. S. Eliot respecto a esa tradición en el poema «La canción de amor de J. Alfred Prufrock» (1919), tal y como señala William Carlos Williams en el prólogo de su obra, calificando el poema de Eliot de «refritos, una repetición», y tildando a su autor de «sutil conformista» y «mascador de sofisticaciones». Por otro lado, el proceso de composición de Kora en el infierno fue más o menos el siguiente. Durante un año, William Carlos Williams se propuso escribir todos los días, improvisando y sin corregir nada, unos pequeños poemas en prosa ?aunque la voluntad del autor fue denominarlos «Improvisaciones»? acompañados por comentarios más o menos enigmáticos. Esta modalidad lírica, asociada a la noción de modernidad y experimentación, está en consonancia con la obsesión de William Carlos Williams por abandonar las formas líricas heredadas y lo vincula con la vanguardia francesa, sobre todo con obras como Le Cornet à dés, de Max Jacob, o los poemas en prosa de Pierre Reverdy. De todas las posibilidades de esta modalidad, Kora en el infierno asume su inclinación al uso de imágenes irracionales inspiradas en anécdotas autobiográficas y se aleja de la lógica discursiva con una elaborada arquitectura interna para abordar una indagación de tintes metapoéticos.

Los otros tres libros que Lumen recoge en esta edición fueron los últimos que publicó William Carlos Williams. Se trata de La música del desierto (1954), Viaje al amor (1955) y Cuadros de Brueghel (1962), por el que recibió el premio Pulitzer. Aparecieron en pleno declive físico del autor después de haber sufrido el primero de sus tres infartos, cuando William Carlos Williams tenía ya más de setenta años y por fin estaba obteniendo un reconocimiento que, pensaba él, se había postergado. Son libros que abordan, con un tono reflexivo y un tanto confesional, el tema de la vejez y las problemáticas relaciones entre amor y sexo e imaginación y memoria. El poema con que se abre La música del desierto, «El descenso», resume las que serán sus principales preocupaciones existenciales y formales en esta última etapa poética. En este poema, determinante en muchos sentidos, William Carlos Williams parece haber encontrado la variedad rítmica (el verso de «pie variable») capaz de reflejar lo que el autor definió como «American Idiom», concepto que, al fin y a la postre, se convirtió en la piedra angular de toda su poesía. Ya hemos visto que, desde sus inicios, Williams intenta alejarse de la tradición poética inglesa, sobre todo de la artificiosidad de su lenguaje y de la retórica y versificación de la poesía culta, reaccionando contra la «desolación de una insípida perfección helenística del estilo» que tan bien encarnaba la poesía de T. S. Eliot. Así, en un intento por aproximarse a la realidad estadounidense, incorporó a su poesía el habla de la gente y el ritmo conversacional del idioma que, para él, reflejaban el carácter y la identidad nacionales, eso sí, mistificándolos en ocasiones. No se trata, como podría pensarse, de una cuestión de vocabulario o de modismos, sino de oído, de un especial sentido para la oralidad. Además, compensó la ausencia de dicción lírica de sus poemas con un extraordinario uso de la imagen concreta. Su solución ante este reto fue el «pie variable», un verso agrupado en tríadas que adoptaba una disposición gráfica escalonada; un verso más regular que el verso libre, pero también más cercano al lenguaje coloquial y cotidiano de su entorno próximo, Nueva Jersey. El otro poema que destacaría en esta última etapa es «Asfódelo, esa flor verdosa», perteneciente a Viaje al amor, su libro más autobiográfico. Es un largo poema sobre el perdón, el remordimiento y la culpa vinculados con sus relaciones extramatrimoniales, en el que, además de la presencia de la muerte, expone una interesante reflexión sobre la experiencia, la imaginación y la memoria.

En su último libro, Cuadros de Brueghel, homenaje al peculiar costumbrismo de este pintor, William Carlos Williams ensaya lo que se conoce como écfrasis, convención retórica que consiste en describir una obra de arte visual, en este caso, sin interpretarla. La crítica siempre ha destacado la capacidad de observación de Williams y la virtud evocadora de sus descripciones, concisas, llenas de inmediatez. Si en Kora en el infierno experimentó con su capacidad para improvisar la novedad, ahora iba a examinar su capacidad para mirar y mostrar. Es decir, su capacidad para «ver la cosa en sí sin meditación previa ni posterior, pero con gran intensidad de percepción» y plasmarla luego en palabras concretas sin intervención de las ideas (el famoso mantra de Paterson «No Ideas But in Things»), aunque William Carlos Williams no alcanza en este caso su propósito porque ?me atrevo a aventurar? el lector, al aproximarse a estos poemas, es incapaz de revivir, aunque sea mínimamente, la maravillosa experiencia (estética, histórica) que supone contemplar un cuadro de Brueghel. Nada que ver con A la pintura, uno de los libros más interesantes de la etapa del exilio argentino de Rafael Alberti, o con la reflexión acerca de los vínculos entre poder y arte que propone Pierre Michon en su exquisita nouvelle Los Once, por citar dos textos muy diferentes entre sí en tono e intenciones, pero que toman la obra pictórica como punto de partida.

William Carlos Williams ha entrado definitivamente en el canon y, de alguna manera, está de moda. Por eso, el principal logro de esta recopilación es que permite desactivar persistentes clichés sobre su poesía, algunos de los cuales se habían convertido en dogmas y ofrece, además, al lector la ocasión de acercarse a una obra sorprendente como Kora en el infierno, hasta ahora inédita en castellano. En este sentido, podemos decir que es un libro oportuno. Pero también resulta conveniente señalar que se trata de un libro descompensado, al que le faltaría una obra que mostrase la tendencia de William Carlos Williams hacia el objetivismo en su etapa imaginista (Spring and All suscitaría el mayor número de adhesiones) para proporcionar una visión más completa y fiel de su poesía.

Iván Gallardo es profesor de Literatura.

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