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Novelista global

Las reputaciones

Juan Gabriel Vásquez

Madrid, Alfaguara, 2013

144 pp. 17,50 €

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William Faulkner comentó una vez que sus novelas tenían una introducción, un nudo y un desenlace, aunque no necesariamente en ese orden. Algo parecido podría decirse de las de Juan Gabriel Vásquez, que empiezan por el final y conducen a un punto que, sin ser exactamente el comienzo, revela las fuentes insospechadas de una historia. Así, en el debut del autor, Los informantes, un periodista investiga acerca de los campos de internamiento que hubo en Colombia en la Segunda Guerra y, como resultado, destapa la olla de que su propio padre, un respetado profesor de Derecho, colaboró con los represores; o, en El ruido de las cosas al caer, otro profesor recuerda su amistad con un extraficante, para acabar reconstruyendo las desastrosas elecciones de la vida de este último, que reflejan el clima político de Colombia a lo largo de los años ochenta.

En ambas novelas, la historia de Colombia funciona, si no como una fuerza trágica, al menos como corriente viva. Vásquez le presta gran atención a las repercusiones del pasado en el presente, acentuándolas mediante yuxtaposiciones narrativas; pero también pone en entredicho su validez. Según escribe Vásquez en su ensayo «El arte de la distorsión», la novela como género nos enfrenta con «la imposibilidad de conocer la historia, o, más bien, la idea de que toda historia, puesto que nos es contada, es apenas una versión». Y lo cierto es que en la suyas, los protagonistas suelen desempeñar un papel de historiadores inseguros o poco fiables, que terminan compaginando, ante los ojos del lector, una interpretación imperfecta y provisional del pasado. Lo que diferencia a Vásquez de cualquier otro novelista posmoderno engolosinado con las tesis históricas de Hayden White y compañía es la dimensión moral que le agrega al problema anterior. Vásquez ubica a sus personajes en situaciones –epifanías, dudas existenciales– en las que querer saber es vital.

Siguiendo el patrón anterior, Las reputaciones encamina todo hacia una crisis de conciencia, fruto de un episodio concluido hace años. El protagonista es Javier Mallarino, un caricaturista político colombiano «capaz de causar la revocación de una ley, trastornar el fallo de un magistrado, tumbar a un alcalde o amenazar gravemente la estabilidad de un ministerio». Al comienzo, Mallarino recibe un premio oficial que se caracteriza, en una dudosa metáfora, como «la consagración definitiva, el orgasmo correspondiente a un largo coito de cuarenta años con su oficio». Quizás eso explica por qué el caricaturista parece tan cansado, y hasta un poco harto de tanto jaleo. En cualquier caso, a los sesenta y cinco años ha llegado al punto en que el éxito se mezcla con la autosatisfacción. No en vano le dice a una periodista: «Lo importante en nuestra sociedad no es lo que pasa, sino quién cuenta lo que pasa. ¿Vamos a dejar que sólo nos lo cuenten los políticos? Sería […] un suicidio nacional […]. Nos toca buscar otra versión, la de otra gente con otros intereses: la de los humanistas. Eso es lo que soy yo: un humanista». ¡Bravo, Mallarino!

En las cincuenta páginas de la primera parte, que resumen la curva ascendente de su carrera, la descendente de su matrimonio y su vida de anacoreta en las afueras de Bogotá, la historia monta la imagen casi inexpugnable de un artista íntegro, para echarla abajo en las cien páginas que siguen, golpeando en las grietas que han estado allí desde el principio. La grieta mayor se vincula con Samanta Leal, una mujer de treinta y cinco años que, la noche del premio, viene a pedir explicaciones sobre un hecho traumático que le ocurrió de niña en casa de Mallarino, pero que hasta entonces había quedado velado en su memoria. Resulta que Samanta fue una amiga de infancia de la hija de Mallarino. Y que un domingo, cuando la casa de este estaba llena de adultos, habrían abusado sexualmente de ella mientras dormía en una habitación de la primera planta, tras emborracharse en secreto con su amiga. El abusador habría sido Adolfo Cuéllar, un político que se encontraba allí para congraciarse con el caricaturista. Pero, pese a un cruce con el padre de Samanta («¡Déjeme olerle los dedos, malparido!»), nada se supo a ciencia cierta, ni hubo un proceso judicial. Lo certero es que a continuación Mallarino, paladín de la tinta china, publicó luego una viñeta donde se veía a Cuéllar con los brazos abiertos diciendo: «Dejad que las niñas vengan a mí». Y que eso precipitó el fin de Cuéllar, no sólo en política.

El retorno de lo reprimido, con todo, da inicio al autoexamen. Samanta pregunta a Mallarino: «¿Qué tiene que ver el abandono de mi papá con lo de esa noche? ¿Hay alguna relación? No, qué relación va a haber, yo no la veo. Pero, ¿si la hay, aunque yo no la vea?». Aunque sin respuesta, las preguntas llevan a un replanteamiento de las certezas del protagonista. Si Mallarino acusó erróneamente a un hombre, no puede llamarse «humanista»; incluso si la acusación fue acertada, ha de reconocer ahora que hubo algo bastante problemático, desde un punto de vista moral, en la satisfacción que experimentó al efectuar «la pérdida irreparable de [la] reputación» de un hombre, mientras él se subía al caballito de que «ninguna caricatura es capaz de algo semejante», según dice a otro periodista.

Estos problemas situados en la intersección de lo público y lo privado son típicos de las narraciones de Vásquez. Lo que entra especialmente en juego en Las reputaciones es cómo construimos imágenes, no sólo el pasado, sino de nosotros mismos, que pueden o no coincidir con la verdad del caso. De ahí, sin duda, el siguiente aserto: «eso era la reputación: el momento en que una presencia fabrica, para quienes la observan, un precedente ilusorio». Mallarino descubrirá que la ilusión puede acabar siéndolo para uno mismo. Y no será un descubrimiento grato. La meditación de fondo se liga, pues, con un problema que, aunque guarda relación con la política (cómo convivir con los demás), se inclina hacia la ética (cómo ser auténtico). Es una meditación bien planteada, expuesta con elegancia y dosificada con un sentido impecable del tempo. Con todo, también esconde una de las debilidades del novelista. Demasiado a menudo, los personajes de Vásquez parecen forzados a significar más que a vivir; el contexto narrativo presiona para que alcancen un momento iluminador, tomen grandes decisiones (Mallarino lo hace), condensen una esencia última, o, sencillamente, descubran quiénes son en realidad. Que tal cosa exista es una hipótesis psicológica con la que el lector puede o no estar de acuerdo (yo tengo mis dudas); pero, entretanto, Vásquez, como narrador realista que es, tiene que persuadirnos de que su personaje se mueve por un mundo de una complejidad de motivos similar a la del real. Eso, si no quiere caer en la simplificación fabulística.

Las reputaciones cae en la simplificación fabulística. Es, sin duda, uno de los riesgos de la novela breve, pero el hecho de que esta se deje reducir con tanta facilidad a sus temas (el arrepentimiento, la crisis de conciencia, etc.) habla de un problema mayor: su escasa «densidad de especificación», por usar la frase de Henry James. En cuanto uno le pide especificidades a la historia, el argumento se resiente. Por ejemplo: ¿no sería enjuiciable una caricatura puramente ad hominem como la que hace Mallarino de Cuéllar? ¿Y es plausible que un caricaturista acumulara tanto poder en la Colombia de los años setenta y ochenta, un cruento período histórico en el que nadie se andaba con chiquitas? Puede que sí, puede que no. En cualquier caso, uno empieza a notar que el argumento, en vez de dialogar con una situación histórica particular, podría suceder en cualquier sitio, y que sólo por conveniencia parece haber sido ambientado en Colombia. Dicho de otro modo, no hay particularidades culturales sugestivas, irreductibles. No es de sorprender, en ese sentido, que hoy por hoy Vásquez sea el autor latinoamericano global por excelencia. Ha construido una literatura basada en un estilo internacional, que se hace eco de la de figuras internacionales, como Orhan Pamuk, Salman Rushdie o A. S. Byatt (sobre todos ellos habla Vásquez en sus ensayos), a las que puede leerse con tanta facilidad en el original como en traducción. Ese estilo internacional coquetea peligrosamente con la ausencia de estilo, como no se cansa de señalar Tim Parks, porque en pos de la claridad evita lo que hay de más vibrante en una lengua.

El estilo de Vásquez es tan pulido y neutro que, a no ser por algún colombianismo (deslizados, por lo general, en los diálogos), uno no sabría de dónde es el autor. En Las reputaciones, se permite quizá más metáforas y comparaciones que en sus dos primeras novelas, pero ni siquiera entonces la prosa se vuelve intrínsecamente interesante, y a menudo yerra el tiro, como en el ejemplo ya citado del coito de cuarenta años, o cuando se dice que Samanta Leal tiene «una blusa blanca, lisa como un lienzo de Malévich». De acuerdo, la vemos a través de los ojos de Mallarino, que es un artista plástico; aun así, ¿qué agrega el segundo término a la imagen? Y en la frase siguiente, ¿quién hace la comparación, el personaje o el autor? «El olvido era lo único democrático en Colombia: los cubría a todos, a los buenos y a los malos, a los asesinos y a los héroes, como la nieve en el cuento de Joyce, cayendo sobre todo por igual». Uno desearía que Vásquez mirara menos a través de Joyce y más por su propia ventana. Se lo debe a su considerable talento como narrador.

Martín Schifino es crítico teatral de Revista de Libros y traductor.

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Ficha técnica

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