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Sangre y saliva

Muerte súbita

Álvaro Enrigue

Barcelona, Anagrama, 2013

264 pp. 17,90 €

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Resulta tentador afirmar que este libro trata de un partido de tenis, u ofrecer una de esas listas estrambóticas de los diversos temas que aborda, como si juntar temas disímiles constituyera por sí solo un indicativo de calidad literaria. Pero ninguna de estas cosas es suficiente. La mayor parte de ese libro –ganador del premio Herralde el pasado año y la quinta novela del autor mexicano Álvaro Enrigue– versa sobre la contingencia, sobre la causa y el efecto. Versa sobre el hecho de que, aunque podamos querer echar la vista atrás sobre lo que llamamos «historia» y ver cómo lo atraviesa un único hilo, incluso progresivo, que le otorga sentido, lo cierto es que cualquier momento, ya sea presente o pasado, está formado por innumerables fuerzas complejas que actúan unas sobre otras. Este híbrido de novela e investigación es una mezcla de episodios históricos, por un lado, y dramatizados y enteramente ficcionales –del mundo renacentista en Europa y del recientemente descubierto Nuevo Mundo–, por otro, fracturados en cincuenta y nueve secciones, muchas de ellas de sólo una o dos páginas de extensión. Es absorbente, malvadamente irreverente e irónico hasta el punto de resultar doloroso.

Le agradará saber que lo que se nos da para servirnos de referencia es algo sencillo: un partido de tenis entre el pintor Caravaggio y el poeta Quevedo. Este es el fulcro narrativo, al que se vuelve regularmente. Es mediodía en Roma el día de su partido, en octubre de 1599, y el sol brilla sobre ellos. En medio del atontamiento de sus terribles resacas, ninguno de los dos puede recordar por qué está jugando al tenis con el otro, ni por qué el perdedor tiene que morir. Una subtrama nos dirá la razón, otra, por qué están utilizando una pelota de tenis rellena con el cabello de Ana Bolena. Una tercera nos ofrecerá la historia resumida del amuleto de la buena suerte que lleva Quevedo, envuelto con el cabello de Cuauhtémoc, el último emperador azteca. Y una cuarta nos contará por qué, sobre el trasfondo de la Contrarreforma, es relevante que dos prostitutas, amigas del pintor que coquetean con él mientras ven el partido, han posado como modelos para los lienzos de la joven estrella.  

La otra función del partido de tenis consiste en proporcionar el drama. Quevedo, el «cojo», camina renqueante por la corte, mientras que su amo, el duque de Osuna, insta a sus hombres a apostar grandes sumas a favor del poeta para subir la moral. Caravaggio anda pavoneándose y cantando suavemente, le vierten vino en la boca, una de sus amigas prostitutas le da masajes en los hombros, y en un momento dado se dedica, punto tras punto, a golpear la pelota directamente contra la cabeza de Quevedo. Apuntes ocasionales sobre lo sucedido la noche anterior dan paso a revelaciones más claras.

Mientras que el partido prosigue con frases staccato, rebosantes de acción, el estilo de las restantes secciones puede resultar sobreornamentado. No puede resistirse al empleo de frases hiperrecargadas; un ejemplo espantoso se extiende durante catorce líneas. Y sus lectores necesitan estar preparados para sentir que están empezando un nuevo libro cada diez o veinte páginas. He aquí una muestra de comienzos de sección:

«El enciclopedista francés Francois M. de Garsault, autor de varios manuales para la fabricación de objetos suntuarios…»
«En el Libro de Apolonio, el rey de Tiro es desviado por una tormenta y va a dar a la ciudad de Mitelene…»
«Hay en la colección de grabados del Museo Metropolitano de Nueva York una litografía hecha por un artista flamenco anónimo…»

Y así sucesivamente. Como sugieren estos ejemplos, el libro esconde una copiosa labor de investigación. Como si la narración no fuese ya suficientemente fragmentaria, todas las subtramas mencionadas más arriba se ven salpicadas de breves digresiones en torno al tenis tomadas de diversos libros de referencia renacentistas. En ocasiones parece como si Enrigue hubiese logrado averiguar tanto sobre el tema que no hubiera sido capaz de controlarse. Quizás ha introducido hasta la última brizna de información que ha podido encontrar; o, por el contrario, se ha mostrado relativamente comedido, evitándonos dos tercios de la misma, por lo que deberíamos estarle agradecidos. Sea como fuere, estas páginas desentonan dentro de una obra por lo demás centelleante.  

En su mayor parte, la novela avanza desplegándose con descripciones que el autor señala claramente como imaginadas, pero que no pierden por ello un ápice de su viveza. Enrigue llena las lagunas entre lo que se conoce –las diferentes direcciones en las que vivió el artista, los nombres de ciertos protectores y amigos, las fechas en que se hicieron y completaron los encargos, etc.– con otros elementos que debieron de estar igualmente presentes. Después de que Caravaggio concluya por fin el ardientemente esperado Vocación de san Mateo: «Debe haber cruzado la plaza rápido, a escondidas como iba, sin saludar a los vagos que lo habrían extrañado durante las noches que le tomó pintar el cuadro». Esta razonable extrapolación de los hechos se encuadra dentro de la escuela de «la verdad de la ficción» de Vargas Llosa, de no ser porque Enrigue deja que se vean claramente las costuras, a fin de que parezca no existir casi ni el más mínimo asomo de artificio en lo que está haciendo.

Además de un retrato rabelaisiano de la vida privada de Caravaggio, tenemos una especie de secreta historia sexual de la Conquista, centrada en Hernán Cortés. Enrigue reserva su invectiva más directa para este mercenario burdo y brutal: «Existe, por ejemplo, un inexplicable Frente Nacionalsocialista Mexicano conformado por 32 skinheads. Los 32 skinheads tarados que forman parte del Frente son admiradores de Hitler e incluso ellos aclaran en su website que Cortés era un canalla». En una escena hilarante, Cortés interroga a su traductora y amante, Malinche, al tiempo que hace el amor con ella, sobre las implicaciones diplomáticas de una cita inminente que tiene concertada con el emperador Cuauhtémoc.

Obviamente, Enrigue se siente fascinado por un siglo que vio tanto el descubrimiento de un nuevo continente como la masiva reconfiguración de la Iglesia en Europa, la «hoguera de la modernidad» prendida por el papa Pío IV. Ocasionalmente, sin embargo, es presa del entusiasmo animado por la trascendencia de su tema, repitiendo frases como «la idea que cambió el mundo». Tenemos incluso a Malinche acariciando «el clítoris que cambió el mundo» (el suyo).

La subtrama de la Conquista tiene una ulterior relevancia para la novela, que se revela con exquisita lentitud. La destreza de los amatecas nahuas se utilizó después de la Conquista para hacer lujosas e iridiscentes mitras para obispos. Los tejedores de plumas indígenas aplicaron sus estilos tradicionales a nuevas historias que les proporcionaron sus señores católicos, a consecuencia de lo cual se produjo un sorprendente efecto sincrético. Vasco de Quiroga emplea para este propósito a un especialista llamado Huanintzin, que realiza una pieza que será tanto vista por Caravaggio en la casa de su patrón como llevada en el Concilio de Trento. Con la luz adecuada, la mitra de plumas de Huanintzin brilla de tal modo que hace que cobren vida las figuras, las escenas religiosas retratadas en ella.

En torno a la misma época en que la obra de Huanintzin estaba utilizándose para edificar a los nuevos conversos, Caravaggio estaba siendo presionado para trabajar al servicio de la Contrarreforma con el propósito de mantener dentro de la fe a los rebeldes europeos. Sus cuadros de escenas eclesiásticas mostraban a seres humanos humildes que habían pisado la tierra en otro tiempo, en lugar de las figuras alegóricas espirituales que resultaban familiares desde el Manierismo. En la descripción de Enrique, «Un santo afluente y con paisaje es la representación de Dios; un santo en un cuarto es la representación de una humanidad a oscuras cuyo mérito es que, a pesar de ello, mantiene la fe; una humanidad material, olorosa a sangre y saliva […]».

Tanto el pintor como el tejedor están intentando crear algo que trascienda su forma. Del mismo modo que se pensó que las figuras en claroscuro de Caravaggio eran demasiado reales, que olían un poco en exceso a «sangre y saliva», la mitra de Huanintzin muestra a un Cristo ascendiendo «no como carne torturada en la historia, sino como un pájaro que se eleva para seguir al sol porque murió en combate». Difícilmente podría tratarse de una idea ortodoxa. Ambos ya han dejado de servir a polvorientos arquetipos religiosos, sino evocando ideales espirituales. En una hermosa descripción de la mitra, quizás el clímax de la novela, se dice que procedía de un universo en el que «lo terreno y lo divino no están separados más que por el velo diáfano de una conciencia abatible».

Esto podría ser una metáfora, por supuesto, de lo que Enrigue está intentando hacer: destellar más allá de su forma, de tal modo que en vez de realidad, por un lado, y literatura, por otro, haya una especie de síntesis, de unidad. Pero este artista no es tan fiel. En uno de diversos pasajes autorreferenciales, que interrumpe bruscamente una sección sobre Vasco de Quiroga –«No sé, mientras lo escribo, sobre qué es este libro. Qué cuenta […]»–, lo más que puede decir Enrigue sobre aquello de lo que trata el libro es «Individualidades gigantescas que se enfrentan. Todos cogiendo, emborrachándose, apostando en el vacío». El de Enrigue es un mundo ateo, un «vacío». Al contrario que para Caravaggio y Huanintzin, para él los personajes carecen de un ideal al que ascender. Y, por ello, la intransigencia en cuanto al retrato de los personajes, con todas sus máculas, más que ennoblecedor, resulta fuertemente iconoclasta.

Nuestro sentido de la palabra «historia» como un relato factual de hechos pasados representa una suerte de estrechamiento, de endurecimiento de la palabra original, que sugería las mucho más expansivas nociones de «narración, relato, reseña, crónica». Se trata de un impulso en gran medida carente de creatividad de la mente moderna que necesita distinguir entre hecho y ficción; cuando la palabra «historia» se utilizó por primera vez, eso importaba menos. La nueva novela de Álvaro Enrigue es ficción histórica en este molde más amplio, más cálido: se halla concienzudamente bien informada, pero es concienzudamente inventiva. No sólo eso: el autor señala con claridad dónde termina su conocimiento y dónde empieza la conjetura literaria deliberada. Y, de alguna manera, consigue hacerlo de un modo que hace que no se resientan los refinados efectos de este libro extravagante y espléndido.

Ollie Brock es traductor y crítico literario. Ha cotraducido libros de autores como Eduardo Halfon y Javier Montes. Sus críticas han aparecido en The Times Literary Supplement, The New Statesman y Time. En la primavera de 2013 fue traductor residente en el Free Word Centre. Vive en Londres.

        Traducción de Luis Gago

         Este artículo ha sido escrito
        especialmente para Revista de Libros

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Ficha técnica

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