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Chicas locas

Los peligros de fumar en la cama

Mariana Enriquez

Barcelona, Anagrama, 2017

208 pp. 16,90 €

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Las mesas de novedades de las librerías y los suplementos se han visto poblados de libros de cuentos escritos por mujeres: Mala letra (Barcelona, Anagrama, 2016), de Sara Mesa; Cuentos escogidos (trad. de Paula Kuffer, Barcelona, Minúscula, 2015), de Shirley Jackson; Manual para mujeres de la limpieza (trad. de Eugenia Vázquez, Barcelona, Alfaguara, 2016), de Lucia Berlin; Qué vergüenza (Barcelona, Seix Barral, 2016), de Paulina Flores; Siete casas vacías (Madrid, Páginas de Espuma, 2015), de Samanta Schweblin, o Cuentos de hadas (trad. de Consuelo Rubio, Madrid, Impedimenta, 2017), de Angela Carter. Cristina Fernández Cubas obtuvo el Premio Nacional de Narrativa en 2016 y el Premio Nacional de la Crítica 2015 con la colección de relatos La habitación de Nona (Barcelona, Tusquets, 2015) y Manual para mujeres de la limpieza fue elegido Libro de 2016 en las listas elaboradas por diferentes medios para agrupar lo mejor del año. Todo parece indicar, pues, que la distancia corta goza de un momento de prestigio. El premio Nobel concedido en 2013 a la escritora de relatos Alice Munro puede verse como un feliz anticipo del recuperado reconocimiento del género.

Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973), Premio Ciudad de Barcelona 2016, periodista en Radar, suplemento de Página/12, ha publicado novelas (Bajar es lo peor, Cómo desaparecer completamente), una crónica sobre su recorrido por cementerios, Alguien camina sobre tu tumba, y una biografía de la escritora argentina Silvina Ocampo (La hermana menor), además de dos libros de cuentos que han merecido elogios entre casi todos los lectores: Las cosas que perdimos en el fuego (Barcelona, Anagrama, 2016) sorprendió, perturbó, aterrorizó y fascinó tanto que ahora el sello barcelonés recupera para el público español el que fuera su primer libro de relatos, Los peligros de fumar en la cama, que apareció en Buenos Aires en 2009.

Ambos volúmenes se componen de doce piezas y ambos coquetean con el terror y el género gótico. Aunque presentan diferencias –Las cosas que perdimos en el fuego es mucho más bonaerense y la ciudad tiene una entidad casi comparable a la de un personaje, por ejemplo–, comparten temas, estilo y tono. De hecho, Los peligros de fumar en la cama podría verse como un primer acercamiento a lo que consigue de manera más redonda en su segundo libro de relatos: la irrupción de lo inexplicable, lo paranormal, en lo cotidiano. De ahí procede el terror en los cuentos de Enriquez: lo que no puede explicarse convive con la realidad más reconocible. Ha sido comparada con dos de sus escritores de referencia, Stephen King y Shirley Jackson. Los dos, por cierto, exploraron las fructíferas relaciones entre el terror y la adolescencia en Carrie y Siempre hemos vivido en el castillo, respectivamente. Enriquez sabe que el terror que más miedo da es el que sólo se sugiere, el que deja que sea la imaginación del lector la que lo complete.

Los cuentos de Los peligros de fumar en la cama pueden agruparse en torno a tres temas: las adolescentes que coquetean con los ritos y lo satánico, mujeres solas con algún tipo de tara y zombis actualizados, chicos que vuelven, como el título de uno de los cuentos. Sólo escapa a esa taxonomía «El carrito». En ese relato no hay adolescentes jugando a la güija, ni desaparecidos que vuelven de entre los muertos, ni una chica loca. Lo que hay es un mendigo que lleva la desgracia a un barrio de clase media a través de un mal de ojo, del que sólo se salva la familia de la narradora. El carrito permanece en la esquina donde lo dejó el mendigo: de manera inexplicable, nadie se atreve a moverlo. El relato es una advertencia de que la estabilidad también es frágil. Algún cuento pertenece a varias categorías a la vez: es el caso de «Rambla triste», por ejemplo, en el que aparecen zombis o regresados del otro lado y también una chica al borde de la locura. Sofía vuelve de visita a Barcelona, ciudad en la que vivió cinco años atrás, y que no recordaba que oliera así: «Olía igual que un perro muerto pudriéndose al costado de la ruta, como la carne pasada y olvidada en la heladera cuando se ponía morada color vino tinto». Cuando por fin se quedan solas, la anfitriona de Sofía le cuenta que sus intentonas para quedarse embarazada se vieron frustradas por la medicación que le prescribió la psiquiatra después de unos delirios paranoicos. Y poco después le habla de los niños muertos: «los chicos fueron infelices, no quieren que nadie se vaya, quieren hacerte sufrir». Y es la única explicación que se ofrece al olor del que se queja Sofía: «Vos ya sentiste el olor. El olor de los chicos. Te vi frunciendo la nariz», le dice su amiga.

La brujería está presente en los cuentos de Mariana Enriquez, pero de una manera actualizada y hecha materia, muchas veces relacionada con el deseo sexual: es el caso de las adolescentes que se bañan en las tosqueras y no se explican por qué Diego ha elegido a una chica mayor, «de culo chato», en lugar de a ellas, que «también queríamos coger». También el de las admiradoras de la estrella de rock Santiago Espina que, después del suicidio de su ídolo, interpretan de manera literal la letra de una de sus canciones: «Si tenés hambre, comé mi cuerpo. Si tenés sed, bebé de mis ojos». Y también aparece en su versión más tradicional en «El aljibe», en el que la bruja es «la señora» en cuya casa había un pozo al que la protagonista se asomó sin ningún temor al entrar, pero al que no fue capaz de mirar a la salida: la brujería ya estaba haciendo efecto. Sin embargo, no es un relato sobre cómo operan las fuerzas ocultas, sino sobre cómo el mal puede estar mucho más cerca de lo que pensamos.

Una de las virtudes de los relatos de la escritora argentina es su capacidad para usar el terror y lo paranormal como símbolo y ofrecer una nueva visión de asuntos como el deseo, la soledad, el sexo, los desaparecidos, las relaciones familiares o la crisis. Hay varios temas recurrentes, pero quizás el más frecuente es el retrato de la adolescencia femenina. En una entrevista en Los inrock, explica: «Hay algo a esa edad que es demencial. Las chicas están fuera de control. No es lo mismo una piba que un pibe. Una piba es una bomba de tiempo, que está abierta a todos los peligros, enamorada de esa mierda, y eso es una cosa bastante terrorífica. […] Es un momento muy literario. Primero, porque es muy poético en el sentido más maldito del término, y además porque a una chica de esa edad la podés poner en cualquier situación y funciona, porque son capaces de cualquier cosa». Una muestra de eso es «La virgen de la tosquera», en el que la belleza de las chicas convive con los celos y el mal. Trata con naturalidad el deseo sexual de las chicas, que se convierte en odio hacia su rival con la misma intensidad: «Algunas de nosotras no habíamos cogido a los diecisiete años, un espanto, chupar pija sí, ya sabíamos hacerlo muy bien, pero coger, algunas, no todas. Nos dio un odio terrible. Queríamos a Diego para nosotras, no queríamos que fuera nuestro novio, queríamos nomás que nos cogiera, que nos enseñara como nos enseñaba sobre rocanrol, preparar tragos y nadar mariposa». La venganza llega sin que las chicas pierdan un ápice de elegancia. Al mismo tiempo, no es descabellado pensar que la idea del cuento pudo surgir tras leer las noticias sobre las muertes de jóvenes en las tosqueras (los pozos que quedan después de que se extraiga la tosca y que se rellenan de agua con la lluvia) del país, que aparecen calificadas como «trampas mortales» en los periódicos digitales al primer golpe de buscador.

Uno de los cuentos más perturbadores y redondos del volumen, «Cuando hablábamos con los muertos», se centra en un grupo de chicas que tratan de contactar con desaparecidos de la dictadura a través de la güija. Esa pieza cierra el libro y condensa algo de todos los cuentos anteriores: los conciliábulos de chicas adolescentes que quieren saber y ser mayores, las relaciones familiares, la ambivalencia de lo paranormal, los fantasmas, el estilo oral y el giro final. Pero, al mismo tiempo, como sucede con las últimas canciones de los discos de algunos músicos, anticipa algo del siguiente libro: la dictadura como fuente de terror también paranormal. Así lo explicaba Enriquez en la entrevista en Los inrock: «La dictadura es tan sugestiva […]. Conozco a un montón de gente a la que le pasaba lo mismo, tenía la idea paranoica de que estaban con una familia que no era la suya. Cuerpos que no están. Centros clandestinos de detención en barrios comunes donde a los gritos los tapaban con música fuerte. Crecí en ese clima».

Mariana Enriquez construye los relatos sobre un equilibrio entre lo sobrenatural, lo inexplicable y lo material y tangible –por ejemplo, la chica poseída que se masturba violentamente durante los trances– y juega al despiste con el lector, que intuye que el giro, el susto, va a llegar en algún momento, pero no sabe por dónde ni cómo. A pesar de que conforme se avanza en la lectura se sabe que lo extraordinario va a aparecer, la estructura del relato nunca permite adivinar cuándo. En parte es gracias al ritmo y en parte gracias a que no sólo son relatos fantásticos, sino que la escritora adopta un tono realista y, a veces, hasta costumbrista que le permite profundizar en grandes temas. Los cuentos de Enriquez son historias de terror, pero encierran algo más: un retrato del lado menos amable de las relaciones familiares, exposición de personajes consumidos por la soledad y la locura, exploraciones sobre la sexualidad y reflexiones sobre la fragilidad humana.

Aloma Rodríguez es crítica literaria y autora de París tres (Zaragoza, Xordica, 2007), Jóvenes y guapos (Zaragoza, Xordica, 2010) y Solo si te mueves (Zaragoza, Xordica, 2013).

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