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La libertad de expresión en Cosmópolis

Libertad de palabra. Diez principios para un mundo conectado

Timothy Garton Ash

Barcelona, Tusquets, 2017

Trad. de Araceli Maira Benítez

624 pp. 24,90 €

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Que la libertad de expresión está de actualidad en España es indudable. De hecho, la oímos invocar constantemente: por ejemplo, cuando se ha pitado el himno nacional en algún encuentro futbolístico presidido por el rey de España, se nos ha dicho por parte de los patrocinadores de la protesta que nadie tiene derecho a una reparación, y que la libertad de expresión está por encima de todo. Igualmente, tras los terribles atentados en Barcelona del 17 de agosto de 2017, la manifestación de solidaridad y respeto hacia las víctimas que se celebró el 26 de agosto fue apropiada para la causa independentista catalana con profusión de banderas secesionistas e insultos al rey, y quienes ignoraron la prioridad del respeto a los afectados y el pluralismo de la sociedad alegaron nuevamente el valor sagrado de la libertad de expresión. Por tanto, si a alguien le molestó, nos dijeron, que se aguante. Lo mismo podría decirse de las quemas de banderas constitucionales; de retratos del jefe del Estado, etc. Se diría que en España la libertad de expresión es un burladero sagrado e infranqueable desde el que puede insultarse impunemente a los demás.

Esto es así hasta el punto de que tales invocaciones a la libertad de expresión han terminado por levantar dudas sobre su valor. ¿De qué sirve la libertad de expresión si quienes son sus defensores vocales lo hacen para manifestar un odio sectario hacia sus adversarios políticos o hacia parte de la sociedad? ¿De qué sirve la libertad de expresión si no es un vehículo para la expresión de la discrepancia, sino el instrumento con que ejercer una tiranía de la mayoría, o de una minoría, en manifestaciones públicas multitudinarias que fácilmente pueden acabar en violencia? ¿De qué sirve la libertad de expresión si no se busca el entendimiento ni la resolución de conflictos, sino exacerbar las bajas pasiones de ofensores y ofendidos?

Y, sin embargo, la libertad de expresión tiene un valor fundamental en la democracia, que estas manifestaciones de intolerancia y de sectarismo no deben ocultar. Si nos remontamos a la Atenas clásica, la libertad de expresión, la parresía, junto con la isegoría, la igualdad política, constituyen los principios básicos que permitían la deliberación y el autogobierno de la ciudad. Sin libertad de expresión e igualdad política, la democracia no funciona. Ciertamente, nada tienen que ver la democracia de Atenas y lo que nosotros conocemos como democracia, pero en el más formidable de los alegatos modernos a favor de la libertad de expresión, el de John Stuart Mill contenido en On Liberty (Sobre la libertad, 1859), se dispensa a Atenas el homenaje de señalar que, sin esa esfera de discusión libre que ejemplificaba la asamblea, ni Atenas habría alcanzado su gloria, ni sociedad alguna podría progresar. En la fe progresista de Mill se alojaba la creencia de que la verdad siempre triunfa frente al error y de que una verdad que no se expone a la crítica se debilita. Por ello propone Mill que las ideas falsas se debatan públicamente: porque así serán refutadas y, de contener alguna verdad, esta acabará por resplandecer y, gracias a ello, mejorará la sociedad. Si lo que se expone es una verdad, entonces el error quedará falsado y se produciría igualmente progreso. Para Mill, como lector que era de Tocqueville, la censura en las sociedades democráticas la ejerce el pueblo a través de la opinión pública, y no el gobierno; es, por tanto, la discrepancia contra lo establecido lo que ha de protegerse desde el Estado. Resulta interesante constatar, en relación con los ejemplos que he puesto al principio del texto, que Mill rechaza efusivamente que el odio o la mala educación estén amparados por la libertad de expresión y, lo que es más, piensa que el discrepante frente a la mayoría formulará con educación sus ideas, puesto que las expone para persuadir a los demás y no con el ánimo de concitar su rechazo. Ah, ¡qué tiempos aquellos!

Así, pues, para Mill, la libertad de expresión era un instrumento de reforma social. En las sociedades donde está protegida se crea una esfera de discusión en que, como ocurre en la ciencia, la verdad triunfa y acaba imponiéndose sobre los errores. Para Mill, en fin, la verdad es una y el error es múltiple, ni más ni menos.

La fe liberal y progresista de Mill se ha debilitado algo siglo y medio más tarde. La idea de que la verdad avanza arrumbando la superstición y el error puede constituir una descripción plausible del progreso científico, pero resulta menos evidente en relación con el progreso social. Sin embargo, Timothy Garton Ash no sólo renueva los votos de fe progresista en este libro, sino que los amplía al territorio global de la Cosmópolis. La promesa de un mundo mejor, satisfecha por una libertad de expresión protegida, no se aplicaría ya únicamente a las sociedades libres existentes, sino potencialmente a toda la humanidad, hasta el punto de que incluso las sociedades no libres participan ya, gracias a la magia tecnológica de Internet, de una comunidad universal de discusión favorable al progreso.

Por supuesto, Garton Ash no incurre en la ingenuidad de ignorar los límites y restricciones que operan sobre Internet como espacio libre de comunicación universal. Los conoce, y muy bien, y así quedan detallados en este libro. Un libro que, por cierto, es mucho más que un mero libro, pues el ideal cosmopolita que lo anima alimenta un proyecto global de libertad de expresión que va mucho más allá de la obra impresa. Vale la pena acercarse a la página porque la presentación en la misma es mucho más clara que los largos y a veces enrevesados capítulos del libro. Tanto en este como en el portal de Internet lo que se nos propone son diez principios que regulen la libertad de expresión a nivel global y que, de esta manera, den continuidad a la fe milliana de una humanidad mejor a través del avance del conocimiento.

Ciertamente, el optimismo de la escuela liberal cosmopolita de relaciones internacionales a la que se adscribe Timothy Garton Ash es sobresaliente y no se desalienta con facilidad. La primera objeción que puede hacerse al libro es que el lenguaje, tal como lo entienden Mill y su discípulo contemporáneo, no es únicamente un instrumento de entendimiento y concordia, sino una fuente poderosa de discordia. Es por ello por lo que los principios que ofrece el autor buscan regular la libertad de expresión de una manera que sea congruente con los objetivos de la reforma social universal. Pero esto también resulta refutable desde la teoría del propio Mill. Como nos señala en sus Considerations on Representative Government (1861, Reflexiones sobre el gobierno representativo), las instituciones «libres» son prácticamente imposibles en ausencia de un sentimiento de pertenencia colectivo vehiculado en una misma lengua. Si tal sentimiento de pertenencia no existe, porque la gente tiene sentimientos diversos, y no hay una lengua que los enlace en una conversación, no se realizará la función de control del gobierno que constituye la garantía de la libertad. En lugar de controlar al gobierno, la gente mantendrá conversaciones separadas y reinará la incomunicación: me parece que esto es sobre todo lo que pasa en Internet, y el autor se ocupa de ello. Sin embargo, Timothy Garton Ash piensa que la traducción automática mejorará en el futuro y que la comunicabilidad humana avanzará con la técnica, ampliando el sueño milliano a la comunidad humana de la cosmópolis. Pero tampoco esto resulta evidente. Y no lo hace porque los humanos necesitan tanto de identidad como identificación, de identidad como diferenciación y, por tanto, la idea misma de la cosmópolis resulta poco promisoria. Desde luego, Mill soñaba con el progreso de la humanidad, pero no llegaba tan lejos.

Aun así, pese a las críticas que puedan hacerse a Mill y a Garton Ash, la libertad de expresión es importantísima en las democracias: tanto como mecanismo que permite al discrepante manifestarse sin ser tachado de enemigo del pueblo, como para controlar al gobernante en el ejercicio de la libertad del Estado. Por eso se echan de menos otros clásicos, como Benjamin Constant o Alexis de Tocqueville, en la reflexión del libro que comento. Para el primero, la libertad de expresión era fundamental para limitar la soberanía y, de esta manera, proteger la libertad de los individuos. Tan es así que la libertad de expresión le parecía tan importante o más que el gobierno representativo. Por cierto, para Chateaubriand, su némesis en la política de la Restauración francesa, la libertad de expresión era igualmente importante, tanto que cifraba en su protección la supervivencia de los Borbones. Por lo que se refiere a Tocqueville, la grosería de la prensa estadounidense de mediados del siglo XIX constituía, según él, pese a todo, una garantía contra la esclavitud política, pues, a pesar de su mediocridad, creaba los contrapoderes sociales, las asociaciones de la sociedad civil, que permitían a los individuos aislados embridar al poder y, de esta manera, proteger su libertad.

En suma, el libro de Garton Ash abre una discusión crucial sobre la libertad de expresión en el mundo global de Internet, pero su idealismo liberal relativiza su valor. Además, lo hace en capítulos demasiado largos, de narración errática y con ejemplos discutibles. Como nos señala el autor, su obra condensa el trabajo de años, pero se echa de menos un mayor espíritu de síntesis; una mayor claridad de la propuesta, o quizá más realismo y menos idealismo; y un uso más económico y ajustado de las citas de autoridades de la filosofía anglosajona. Evidentemente, el autor conoce la literatura de ese ámbito académico, pero muchas de esas fuentes abrigan una validez relativa o nula para el mensaje de su trabajo.

Ángel Rivero es profesor de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad Autónoma de Madrid. Su último libro es La constitución de la nación. Patriotismo y libertad individual en el nacimiento de la España liberal (Madrid, Gota a gota, 2011).

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