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Las mil y una afrentas

Headscarves and Hymens. Why the Middle East Needs a Sexual Revolution

Mona Eltahawy

Londres, Weidenfeld & Nicolson, 2015

240 pp. £16.99

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El germen de Headscarves and Hymens. Why the Middle East Needs a Sexual Revolution (Velos e hímenes. Por qué Oriente Próximo necesita una revolución sexual) fue el artículo «Why Do They Hate Us?» («¿Por qué nos odian?»), que la autora egipcia nacionalizada estadounidense Moha Eltahawy publicó en Foreign Affairs en abril de 2012. Era su respuesta, a la vez exasperada y apasionada, a la agresión física y sexual que había sufrido a manos de la policía egipcia durante su participación en movilizaciones a favor de la democracia unos meses antes. En ese artículo denunciaba la situación de la mujer en el mundo árabe y argumentaba que enfrentarse a esa situación debía ser parte integrante de las revoluciones de la Primavera Árabe. En sus propias palabras: «Hasta que la ira no se traslade desde los opresores en nuestros palacios presidenciales a los opresores en nuestras calles y nuestros hogares, la revolución ni siquiera ha comenzado».

Headscarves and Hymens desarrolla los principales temas de ese artículo, que afectan a las mujeres árabes en mayor o menor medida dependiendo del país en que residan. Su autora habla con valentía y franqueza de sus experiencias personales para ilustrar las situaciones que plantea y, con ello, dar ejemplo. En efecto, Eltahawy está convencida de la necesidad de que las mujeres compartan sus historias no sólo como una forma de terapia, sino también para dar sustancia a los problemas que les afectan y, así, hacerlos «reales». Porque, además de una denuncia, la obra es también su alegato contra el relativismo cultural de los progresistas occidentales que evitan criticar la misoginia en países musulmanes por «respeto» hacia otras culturas. Según argumenta, esa actitud sólo sirve para apoyar los elementos más conservadores de esas culturas y deja la cuestión en manos de una derecha intolerante y xenófoba que la explota para sus propios fines.

Uno de los primeros asuntos que aborda Headscarves and Hymens es el velo, ya sea el hijab, que cubre el cabello, o el niqab, que también cubre el rostro. El hijab se ha generalizado en el mundo árabe en las últimas décadas, desde que comenzó el llamado «Despertar Islámico» en la década de los setenta. Eltahawy explica que las mujeres se lo ponen por una variedad de razones: la devoción religiosa, la afirmación de su identidad musulmana, la libertad que les otorga para moverse en el espacio público, evitar el coste y los dictados de la moda, o la rebelión contra regímenes que se dicen laicos. Otras lo llevan debido a presiones familiares y/o sociales. Por su parte, los predicadores religiosos y los movimientos islamistas intentan convencerlas de que el hijab es un precepto del islam y añaden relevadoras analogías en las que se compara a la mujer con un dulce al que hay que cubrir para que no se le acerquen las moscas o con una perla que debe estar protegida por su concha.

La propia Eltahawy llevó el hijab durante nueve años. Relata que se lo puso en Arabia Saudí cuando tenía dieciséis años para protegerse de las miradas y las manos de los hombres. Algunos años más tarde descubrió a escritoras feministas árabes, como Fatima Mernissi y Leila Ahmed, y empezó a conocer interpretaciones del islam que afirman que el hijab no es obligatorio y a cuestionarse por qué las mujeres son responsables de proteger a los hombres de sus deseos sexuales. Pero siguió llevándolo, justificando el hacerlo como una elección personal, hasta que llegó a la conclusión que el hijab es un símbolo de rendición al conservadurismo patriarcal y, como tal, incompatible con su feminismo. En el mismo sentido, defiende la prohibición del niqab de países como Francia o Túnez y afirma que quienes dicen apoyar el derecho de las mujeres a llevarlo en nombre de su supuesta libertad personal en realidad apoyan una ideología que no cree que la mujer tenga otro derecho que el de cubrirse el rostro. Y es cierto que allí donde su uso está más extendido (Arabia Saudí y Yemen) la situación de las mujeres es particularmente lamentable.

Eltahawy vivió gran parte de su adolescencia en Arabia Saudí, donde sus padres eran profesores universitarios, y dedica muchas páginas a la situación en ese país. Y encuentra mucho que criticar más allá de la infame prohibición de conducir. Así, discute el sistema de tutela masculina que impide que las mujeres puedan casarse, viajar o incluso someterse a una intervención quirúrgica sin el permiso de su «tutor» (su padre, su esposo, su hermano o, en su defecto, incluso su hijo). O la estricta segregación de géneros, que considera una forma de apartheid. O que se utilicen argumentos morales para impedir que las niñas y jóvenes hagan deporte. La autora denuncia que el régimen saudí ha conseguido que se toleren sus vergonzosas políticas e incluso ha obtenido un asiento permanente en ONU Mujeres (la organización de las Naciones Unidas que promueve la igualdad de género) gracias a su petróleo, a ser uno de los principales importadores de armas del mundo y al prestigio que lleva aparejado entre los musulmanes albergar los dos santuarios más importantes del islam.

Otro de los temas de Headscarves and Hymens es el acoso sexual, que ha ido en aumento a medida de que se extendía el uso del velo, aunque esto resulta sólo paradójico a primera vista. Según las encuestas, un altísimo porcentaje de las mujeres de la región (en algunos países, más del 90%) declaran haberlo sufrido. Es, además, muy polémico: cuando una profesora jordana animó a sus alumnas a hacer un documental sobre el acoso en el campus, y que luego sería publicado en YouTube, fue despedida por dañar la imagen de la universidad. A menudo se culpa del acoso a la propia mujer por no taparse lo suficiente, o llevar maquillaje, o estar donde no debería, lo cual para muchos significa simplemente fuera de su casa. La situación se agrava aún más en situaciones de inestabilidad y conflicto como las que se han producido en Irak, Libia, Siria o Egipto; entonces las mujeres se convierten en blancos de agresión, a menudo sexual, para presionar a sus parientes masculinos o vengarse de ellos, o simplemente para intimidarlas y que no participen en las movilizaciones.

Eltahawy también se ocupa de la mutilación genital femenina, prevalente en su país de origen (Egipto), además de Sudán, Somalia y otros países africanos y, en menor medida, en naciones árabes como Yemen, Arabia Saudí, los Emiratos Árabes Unidos y Omán. Se practica para controlar la sexualidad de las mujeres y garantizar que lleguen vírgenes al matrimonio, puesto que se cree que reduce el deseo sexual, y tiene un gran número de repercusiones físicas y psicológicas. No se trata de una práctica dictada por el islam, aunque un gran número de líderes religiosos la apoyan. La mutilación genital femenina fue prohibida en Egipto en 2008 debido a las presiones internacionales después de la muerte de una niña y su porcentaje de incidencia ha descendido del 90% al 75%, pero muchos siguen defendiéndola; en 2012, la consejera de asuntos de la mujer del presidente islamista Mohammed Morsi la describió como «una forma de embellecimiento». En 2014 se celebró el primer juicio por mutilación genital femenina en Egipto tras la muerte de otra niña, pero los acusados –su padre y el médico que llevó a cabo el procedimiento– resultaron absueltos.

Dichas cuestiones son difíciles de abordar, porque el sexo sigue siendo tabú en el mundo árabe y el comportamiento sexual socialmente aceptable está claramente definido, sobre todo para la mujer. Se espera que las jóvenes lleguen al matrimonio con su himen intacto (norma a la que Eltahawy confiesa haberse sometido hasta que tenía veintinueve años), y las intervenciones quirúrgicas para reconstruirlo antes de la noche de boda son cada vez más frecuentes. Muchos países árabes, desde la ultraconservadora Arabia Saudí al relativamente tolerante Marruecos, criminalizan el sexo extramarital, lo cual tiene el perverso efecto de que víctimas de violación a menudo no la denuncian por miedo a ser acusadas de «fornicación». De hecho, hasta 2014 existía en Marruecos una ley que permitía que un violador evitase la cárcel si se casaba con su víctima; dicha ley sólo fue revocada tras hacerse públicos dos casos de suicidio de jóvenes a las que se había obligado a casarse con los hombres que las habían violado para preservar el honor de sus familias. Una ley similar todavía existe en Jordania, donde se calcula que el 95% de los casos de violación se resuelven con el matrimonio de la víctima con su violador.

Otro tabú es la violencia doméstica, contra la cual las mujeres son muy vulnerables debido a que no está tipificada como delito en la mayoría de los países árabes. Ello se debe en gran medida a una controvertida aleya (verso coránico) según la cual los musulmanes pueden golpear a sus esposas para disciplinarlas. Así, el código penal egipcio permite que el marido pegue a su mujer si lo hace «con buena intención», y el 40% de las egipcias considera que una paliza está justificada por faltas como que se queme la cena, salir de casa sin permiso o no acceder a los deseos del marido de mantener relaciones sexuales. Incluso en Líbano, que es considerado el país más liberal de la región, el 40% de las mujeres encuestadas dicen haber sufrido abuso físico a manos de sus maridos, y un tercio, abuso sexual. En todo el mundo árabe hay mujeres que se ven atrapadas en una situación de violencia doméstica debido a la falta de independencia económica, el miedo a perder la tutela de sus hijos y/o las presiones familiares y sociales.

El islam no sólo sirve de excusa para evitar enfrentarse a la violencia doméstica. En los países árabes (con la excepción de Túnez), las leyes que rigen el estatuto personal –es decir, asuntos como el matrimonio o la herencia– se basan en la sharía (o, para los cristianos, el Derecho Canónico). De acuerdo con esas leyes, un musulmán pueden tener hasta cuatro esposas, las hijas heredan la mitad que los hijos y el divorcio es fácil para los maridos, pero sumamente difícil para las mujeres. En el año 2000, el Parlamento egipcio ratificó el procedimiento conocido como jul, que permite que una mujer solicite el divorcio, tras décadas de esfuerzos y ante la oposición de los conservadores, que denunciaban tal medida como un ataque contra la familia. Y, aun así, el jul sólo es posible si la esposa renuncia a sus derechos económicos, por lo que pocas pueden permitírselo. En los últimos tiempos, feministas musulmanas como las que integran el grupo Musawah («Igualdad» en árabe) han intentado ofrecer interpretaciones del islam más favorables a las mujeres, pero su éxito ha sido muy limitado.

Eltahawy atribuye la misoginia del mundo árabe a una «mezcla tóxica» de cultura y religión. Como explica, es fácil acusar a los islamistas de misoginia porque no la ocultan, pero la sociedad en su conjunto perpetúa la opresión de las mujeres. Incluso las madres liberales transmiten a sus hijas la idea de que su prioridad debe ser encontrar un marido y tener una familia, puesto que cualquier otro estilo de vida lleva aparejado el rechazo social. La mayoría de los hombres aceptan de buen grado los privilegios que les otorga la doble moral sexual y no están dispuestos a cuestionarla. La autora relata su frustración al constatar esa actitud incluso entre muchos de los revolucionarios con que participó en las movilizaciones de la Primavera Árabe en su país. Sin embargo, también encontró a otros dispuestos a luchar con las mujeres por la igualdad. El hecho de saber que esa minoría existe, como conocer las historias de las mujeres árabes que intentan transformar sus sociedades, debería contribuir a que quienes nos consideramos progresistas dejemos de refugiarnos en perezosos estereotipos culturales y apoyemos a esos actores del cambio.

Ana Soage ha vivido en varios países europeos y árabes, y tiene un doctorado europeo en Estudios Semíticos. Enseña Ciencias Políticas en la Universidad de Suffolk, coedita varias publicaciones académicas y colabora como analista senior en la consultoría estratégica internacional Wikistrat.

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