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Las correcciones

El libro del español correcto

Florentino Paredes García (coord.)

Madrid, Instituto Cervantes/Espasa, 2012

568 pp. 29,90 €

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Excepto «del», todas las palabras del título El libro del español correcto indican los problemas que afronta, sin solucionarlos siempre con éxito, el Instituto Cervantes al publicar sus «claves para hablar y escribir bien en español». Los escollos aumentan de izquierda a derecha. Si el artículo definido suena a bravata, «libro» hace que uno se pregunte si está ante una guía, una gramática, un manual de estilo, un diccionario de dudas o qué (es un poco de todo). No quiero ponerme puntilloso, pero, hablando de corrección, ¿«español» o «castellano»? La distinción ya preocupaba a Andrés Bello, que introduce así su Gramática de 1847: «Se llama lengua castellana (y con menos propiedad española) la que se habla en Castilla y que con las armas y las leyes de los castellanos pasó a la América». Con las armas y las leyes: hemos entrado en política. Y con un pie en ese terreno llegamos al quid de la cuestión: ¿qué es eso de «correcto»?

La respuesta que uno dé dependerá de la idea que tenga de la gramática y, en un sentido amplio, la lingüística. Se puede adherir a una postura prescriptiva, que estipula reglas de uso basadas en un dialecto de privilegio; o descriptiva, que observa las regularidades de una lengua sin juzgarla con arreglo a criterios de corrección. En sentido estricto, esas posiciones son incompatibles, porque revelan concepciones hondamente divergentes del lenguaje en general: los prescriptivistas consideran una lengua más o menos como un manual de etiqueta, mientras que los descriptivistas la ven como el resultado de una facultad humana natural. Los primeros dirán, por ejemplo, que no es correcto utilizar el pronombre de objeto indirecto «le» para reemplazar al objeto directo (y llamarán a eso «leísmo»); los segundos observarán que si una comunidad de hablantes reemplaza el objeto directo por «le», entonces «le» es pronombre de objeto directo (y sanseacabó). Desde Nebrija hasta principios del siglo XX la gramática española, como las de casi todas las lenguas europeas, fue en esencia prescriptiva; pero, con el advenimiento de la lingüística estructural y la gramática generativa, el consenso se ha inclinado hacia el descriptivismo. Hoy los fósiles de prescripción, como la Real Academia Española o su homóloga francesa, suelen ser instituciones de propaganda filológica no exentas de chovinismo, aunque últimamente hasta ellas incorporan enfoques descriptivos.

Si ahí terminara la historia, los lingüistas podrían dedicarse felizmente a la descripción y el resto de nosotros desentendernos del empleo «correcto» de las reglas que respetamos al hablar y, sobre todo, al escribir. Pero, en el estado actual de las lenguas naturales, que han desarrollado inmensos léxicos y formalidades, no siempre es buena la analogía propuesta por Steven Pinker –un descriptivista acérrimo– en cuanto a que un lingüista no tiene más derecho que un zoólogo a opinar sobre cómo se comporta su objeto de estudio; imaginen a este, ironiza Pinker, decir que un chimpancé trepa «incorrectamente» a un árbol, o que una marsopa mueve la aleta dorsal sin «respetar las normas». Algo así es, en efecto, ridículo, y a veces lo es el lingüista. No obstante, para expresar esa analogía, no digamos ya para escribir con la elegancia de Pinker, hace falta haber incorporado una serie considerable de recetas comunicativas. En una palabra, prescripciones. La escritura no crece suelta en la naturaleza, sino que es un sistema completamente arbitrario de signos. En cuanto pensamos en ella, empieza el tira y afloja de qué compete a la descripción y qué a la prescripción. Y en ese momento entran en juego, con pleno derecho, los lingüistas normativos.

Antes de meternos siquiera en gramática, notemos que algunos sistemas escriturarios, como la puntuación o la ortografía, son puramente prescriptivos o, lo que en este caso es lo mismo, convencionales. En el Siglo de Oro se puntuaba de manera muy distinta a como lo hacemos ahora, y nuestra ortografía ha ido fijándose sobre la base de reglas más o menos consensuadas que no existían en el castellano de entonces. Ambos sistemas son notaciones. Si quisiéramos, podríamos cambiar el alfabeto romano por el cirílico y la lengua hablada no se modificaría un ápice; el turco, por ejemplo, adoptó el alfabeto romano en 1923 y, tras hacérsele algunos ajustes a este, no ha tenido mayores problemas. Los problemas aparecen cuando se pasa de ese nivel al uso general de la lengua escrita. Una de las claves para escribir bien, al menos en un registro comunicativo, es respetar lo que solía llamarse el genio de la lengua: el orden habitual de las palabras, las formas verbales acostumbradas, un léxico que no suene extraño ni preciosista, etc. Si en discutiendo estas ideaciones compusiere yo agora i de aquí adelante frases como esta, no sólo usted me creería loco, sino que difícilmente nos entenderíamos. La escritura se apoya, pues, en el habla «natural» de una comunidad. Al mismo tiempo, no es un reflejo mimético de ella, sino una estilización. Es imposible escribir tal como se habla, porque aprender a escribir consiste precisamente en establecer un buen número de reglas que el habla ignora. La concisión, la exactitud, la eufonía, la ausencia de ambigüedades y repeticiones, no tienen gran cabida en la oralidad.

En el contexto anterior, surgen dos problemas relativos a la corrección. El primero es que, en una sociedad altamente alfabetizada, los criterios de juicio establecidos para la escritura suelen retroalimentar a los del habla, por lo que una parte de la normativa se desplaza a un área que estrictamente no le compete. Ninguna otra cosa está en juego, por ejemplo, cuando se dice que un futbolista se expresa mal (incidentalmente, los bienhablados que digan eso deberían demostrar cuando menos una habilidad equivalente al tirar penaltis). El otro problema es que las normas se imponen verticalmente, a partir de lo que suele llamarse la «lengua culta», una variedad socialmente prestigiosa del idioma. Cito de nuevo a Bello, que aquí expresa una opinión hoy bastante dudosa: «La gramática de una lengua es el arte de hablarla correctamente, esto es, conforme al buen uso, que es el de la gente educada». ¿Educada por…? Pues por las instituciones educativas. ¿Que perpetúan las normas de…? La clase educada. Los argumentos pedagógicos no neutralizan la circularidad del fenómeno ni la jerarquización de las variedades lingüísticas que conviven en una comunidad. He ahí la olla que destapó el enfoque descriptivo: no sólo lo correcto es siempre correcto para alguien, como sabía hasta Nebrija, sino que en los criterios valorativos de corrección se cuela la ideología de un grupo o clase dominante. Al prescribir, existe el riesgo de hablar en nombre de ese grupo.

De ahí que un libro cuyo título mismo nos proponga la idea de lo «correcto» para todo el español –algo muy distinto de la utilidad de una guía de estilo limitada al empleo de la lengua escrita– resulte bastante sospechoso hoy en día. Para salir airosos, sus editores tendrán que hacer malabarismos con enfoques antagónicos, crear la ilusión de que se complementan, promover una norma que, como bien saben, no es ni mejor ni peor que las demás variantes en el plano lingüístico, pero que domina a las demás en el ideológico, dar consejos útiles que puedan aplicarse en la mayor cantidad de casos posibles sin ofender a nadie y, puestos a pedir, alertar a sus lectores sobre los supuestos que sostienen sus generalizaciones. ¿Es de sorprenderse que no lo logren? En El libro del español correcto se hace un esfuerzo heroico por poner una de cal y una de arena, pero ya los cimientos tambalean.

La introducción plantea los términos con el respeto que exige la corrección política: «El propósito de la obra no es el de censurar ninguna variedad lingüística y menos aún a los hablantes que la usan. La obra –dicen los editores– pretende proponer tan solo pautas y modelos que pueden seguir quienes estén interesados en conocer los usos más aceptados socialmente en español, que coinciden con el llamado “registro culto”». Suena muy sensato, con dos salvedades. Indefectiblemente, El libro socava esos buenos sentimientos al ilustrar un problema tras otro con ejemplos incorrectos, para luego rectificarlos ateniéndose a la norma. Por añadidura, no se detiene a considerar ni explicar por qué algunos usos son «más aceptados socialmente». Compárese, por caso, con la fundamentación de la normativa que da Manuel Seco en su siempre fiable Diccionario de dudas: se propone el uso culto –dice– «porque, aunque toda forma de expresión lingüística, por el hecho de existir y de servir a la comunidad, es en sí perfecta, las formas populares, por su propia naturaleza, son de ámbito limitado y de vida efímera. La norma que este libro trata de presentar es la norma culta porque el nivel de lengua culto es el único que ofrece las condiciones intrínsecas suficientes para servir a la unidad de la lengua en todos los territorios en que se habla». Eso ya tiene otro color. Y otra autoridad.

El libro abarca tanto la lengua oral como la escrita, en cinco partes distintas: «Escribir correctamente», «Hablar correctamente», «El español normativo», «Modelos de texto» y «Herramientas y recursos». Actúa, pues, como un compendio de las «Guías prácticas» del Instituto Cervantes, que en los últimos cinco años ha publicado una Gramática práctica del español, una Ortografía práctica del español, una Guía práctica del español correcto y una Guía práctica de escritura y redacción. Aunque tener todo en el mismo volumen sin duda es práctico, no todas las secciones lo son por igual, y algunas resultan de lo más superfluas. ¿Hace falta explicar las «características formales» del correo electrónico o cómo se escribe un SMS? Una constante acertada, con todo, es dar explicaciones en un lenguaje accesible. Hay muy pocos tecnicismos gramaticales y, en cuanto algún término pudiera suscitar dudas, como «acento diacrítico», va seguido de una somera aclaración. Menos acertadas, a mi juicio, son las banalidades en que incurre la prosa expositiva («Vivimos en una época en la que se escribe más que en ninguna otra»), las vagas citas de autoridad («Tenía razón Winston Churchill cuando afirmaba…») y las «pinceladas humorísticas» que favorecen los editores, al pensar que «la corrección no está reñida con el sentido del humor». Nadie ha dicho lo contrario. Reñidos con el sentido de humor están, sin embargo, los chistes malos, y aquí abundan.

La primera sección, dedicada a las recetas para escribir bien, es la más sólida en el plano conceptual, y contiene buenas pautas para estructurar textos, escribir párrafos y oraciones de longitud apropiada, elegir registros de lenguaje, dar color al léxico y similares aspectos prácticos. Hay también consejos sobre cuestiones ideológicas que repercuten en la lengua. El Cervantes sugiere usar un «lenguaje respetuoso con los dos sexos», aunque en el prólogo advierte que no dirá en cada oportunidad «lectores y lectoras», «todos y todas», etc. (Sí lo hace la constitución de Venezuela al nombrar cada uno de los cargos de gobierno, un uso que ha criticado la Real Academia, granjeándose el repudio público del Gobierno de Chávez/Maduro, lo que puede pensarse como un punto a favor). Acertadamente, se nos propone vigilancia caso por caso, en vez de soluciones de compromiso, como decir «los docentes» en vez de «los profesores». Es un tema delicado, que seguirá discutiéndose, y la prudencia que demuestra el Cervantes es bienvenida. Yo agregaría que, tanto como a los géneros gramaticales, habría que prestar atención a los clichés enraizados en la lengua. (Escribo esto la semana en que un miembro del PSOE ha mandado a la ministra de Trabajo a hacer punto de cruz.)

Intuyo que el apartado sobre la escritura, como cualquier guía de estilo, será útil sobre todo para los que… ups… para quienes escriben relativamente bien y necesitan despejar una duda o retocar la prosa. Me he enterado de que la palabra «no» «no debe usarse anteponiéndolo a un nombre abstracto, uso hoy generalizado en los medios de comunicación» («no conformidad», etc.); parece lógico, pues «no» es un adverbio y por definición los adverbios no modifican sustantivos, aunque el descriptivista que llevo dentro se pregunta por qué, si el uso está extendido, eso no debe usarse. El Cervantes contesta: «Este recurso demuestra pobreza de vocabulario y falta de estilo». No estoy seguro de lo segundo, pero lo primero es cierto y vale la pena adoptar la recomendación. También vale la pena (otro ejemplo) esforzarse por no emplear perífrasis de verbo más complemento «cuando es posible condensar la información en un único verbo», cosa que, como se ve en la explicación de más arriba, el Cervantes no siempre hace. Sin duda «no debe usarse anteponiéndolo» es lo mismo que «no debe anteponerse».

Hay más sugerencias sensatas, como no combinar, por redundante, el indefinido «cierto» con el artículo también indefinido «un» («tiene un cierto encanto»); pero el uso está tan extendido que probablemente ninguna normativa pueda detenerlo. Es notorio cómo el Cervantes se resiste a la noción de uso. Así, desaconseja utilizar el pretérito de subjuntivo para reemplazar al pretérito, el pluscuamperfecto o el pretérito anterior de indicativo («Hoy falleció quien fuera presidente entre los años», etc.), «a pesar de que es un uso muy generalizado en el lenguaje periodístico». Lo anterior ejemplifica un prejuicio bastante generalizado entre los prescriptores, que ante ese lenguaje sólo saben prorrumpir en vade retros. A mí, por razones obvias, me parece menos maligno, y lo cierto es que muchos de sus atajos, como el del pretérito del subjuntivo, aligeran bastante la prosa. Ya que entramos en el tema, el Cervantes haría bien en replantearse si la siguiente oración, que exhibe como correcta, no carga con el peso de su desaliño: «Era una persona afable, simpática, estaba siempre al servicio de todos y tenía un gran sentido del humor». Vamos, que lo sabe cualquier periodista: los elementos de una enumeración deben estar al mismo nivel sintáctico. En otras palabras, no hay que mezclar peras con manzanas. Escríbase: «Era una persona afable, simpática, servicial y divertida»; o: «Era una persona afable y simpática; estaba siempre al servicio de todos y tenía un gran sentido del humor». De paso: ¿no se parece ese «un gran» a «un cierto»?

En otro orden, El libro aconseja abreviar los textos al corregirlos, pero acaba abombado por su voluntad de incluirlo todo. La sección «Hablar correctamente» –un descriptivista diría que los hablantes nativos jamás hablan incorrectamente, aunque la oratoria, en efecto, se aprende– podría quitarse sin problemas, porque sólo ofrece sentido común. Y el espacio despejado serviría para ampliar la sección titulada «El español normativo», donde se enumeran a toda prisa usos incorrectos de infinitivos, modos verbales, o correlación de tiempos, pero no se pone un solo ejemplo real, es decir, no corregido expresamente, de lo que constituye el buen uso, ni se explican los matices semánticos que este permite. Probablemente, con todo, el hilado fino siempre quede fuera de una guía normativa, por muchas directrices y herramientas que esta nos brinde. Escribir bien o ser un buen orador dependerá de algo tan necesario como aprender reglas: exponerse a modelos óptimos. Para eso, la mejor receta es la que daba algo enfadado el escritor argentino Osvaldo Lamborghini: «¡Lean, che!».

Martín Schifino es crítico teatral de Revista de Libros y traductor.

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