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Los peligros de razonar con el sentido común

La mente y el cosmos. Por qué, la concepción neo-darwinista materialista de la naturaleza es, casi con certeza, falsa

Thomas Nagel

Madrid, Biblioteca Nueva, 2014

Trad. de Francisco Rodríguez Valls

160 pp. 16 €

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Thomas Nagel, profesor de Filosofía y Derecho en la Universidad de Nueva York, plantea en su último libro La mente y el cosmos, objeto de este comentario, la incapacidad del materialismo reduccionista que inspira la teoría evolutiva actual para explicar fenómenos tales como la aparición en algunos organismos de la experiencia consciente subjetiva, el pensamiento racional o la capacidad de valorar. En 1974, en un artículo titulado «What is it like to be a bat?» («¿Qué se siente siendo un murciélago?»), todo un clásico ya dentro de la literatura sobre filosofía de la mente, señaló las dificultades a que ha de hacer frente la teoría evolutiva cuando intenta explicar, desde una aproximación materialista, el problema de la percepción subjetiva. Nagel destacaba entonces la imposibilidad de dar cuenta, desde la perspectiva de un observador externo –objetivo–, de la experiencia subjetiva percibida por un individuo concreto. Escogió para ejemplificar un organismo como el murciélago, que posee un sistema de ecolocalización, con el que se orienta en el espacio, del que carecemos por completo los humanos. Nagel sugirió que comprender las bases neurológicas de cómo funciona ese sistema no es lo mismo que conocer cómo percibe su entorno un murciélago. Planteó así lo que se ha denominado el problema duro a la hora de explicar la conciencia. Casi tres décadas más tarde, la opinión de Nagel sobre las consecuencias de esta insuficiencia de la ciencia actual se ha radicalizado hasta el extremo de afirmar, como recoge el subtítulo de su libro, que el materialismo neodarwinista es, casi con certeza, falso. No se trata de que la teoría evolutiva actual no esté en condiciones todavía de explicar estos procesos, sino que procesos psicológicos como la experiencia consciente, dado su carácter básicamente subjetivo, estarán siempre fuera del alcance de una explicación física materialista.

El libro, breve y bien escrito, consta de una introducción y cuatro capítulos en los que el autor desgrana sucesivamente las dificultades de la teoría evolutiva para explicar la aparición de la vida, la conciencia, la razón o la ética. Nagel, uno de los más prestigiosos filósofos de la mente actuales, plantea desde el primer párrafo de la introducción el objetivo central de su ensayo: defender que el problema mente-cuerpo no puede considerarse sin más un fenómeno local que relaciona mente, cerebro y conducta en los animales terrestres, sino que representa algo de una entidad muy superior cuyo entendimiento debe impregnar nuestra comprensión del cosmos entero y de su historia. Y lo hace asumiendo que la imposibilidad del reduccionismo para dar cuenta de los procesos mentales debe modificar nuestra concepción del papel explicativo de las ciencias naturales.

Nagel presenta argumentos de dos clases en contra del neodarwinismo: unos de tipo empírico, que afectan a la teoría científica como tal, y otros de corte filosófico, que atacan las tesis reduccionistas asociadas a la teoría evolutiva. Nagel propone que hay suficientes razones empíricas para poner en duda la capacidad explicativa del neodarwinismo en aspectos muy relevantes. Aunque es consciente de que su opinión es la de un lego en la materia y de que existe un amplio consenso científico en sentido contrario, Nagel defiende que la espontánea reacción de incredulidad que nos proporciona el sentido común cuando nos acercamos a las explicaciones neodarwinistas sobre el origen y la evolución de la vida debe tomarse en consideración como una intuición fundada. No puede aceptarse, a su juicio, una explicación que reduzca la aparición de la vida, la mente, el conocimiento o los valores a meros accidentes, de ínfima probabilidad, fruto de mutaciones azarosas y de selección natural. Estos fenómenos son tan notables que no podemos aceptar una explicación fortuita para su origen si de verdad queremos entender la evolución del cosmos.

El argumento empírico principal que maneja Nagel es, pues, este carácter accidental, contingente, que la teoría neodarwinista atribuye a la presencia de los seres vivos que pueblan la Tierra en la actualidad y a sus atributos más notables, como la conciencia. Nagel se pregunta, primero, por la probabilidad de que la vida en sus formas iniciales haya surgido al poco tiempo de constituirse la Tierra atendiendo sólo a las leyes físicas y químicas. Después, por la probabilidad de que, como consecuencia de accidentes físicos, hayan surgido las mutaciones genéticas viables para permitir que la selección natural produjera los organismos que de hecho existen. En ambos casos la respuesta sería muy próxima a cero y eso le parece que es lo mismo que carecer de una explicación, sobre todo cuando hablamos de hechos tan relevantes como lo son la aparición de la vida o de nuestra especie. Sin embargo, esa intuición es errónea. La probabilidad a priori de que usted, lector que sigue esta reseña, haya nacido, haya decidido leerla y conseguido llegar hasta este punto sin abandonar, es muy próxima a cero; sin embargo, esa misma probabilidad es uno si realmente tal cosa ha sucedido. De la misma manera que sabemos que es muy poco probable (uno entre más de ciento dieciséis millones) que le toque la lotería Euromillones a una persona concreta que juegue una sola columna y, sin embargo, no nos extraña que en muchos sorteos haya alguna persona, o más de una, agraciada.

La presencia de vida sobre la Tierra desde hace unos tres mil ochocientos millones de años es algo que ha sucedido. La Biología actual no está en condiciones de probar cómo se produjo ese proceso, pero en los últimos años se han formulado nuevas hipótesis que aportan verosimilitud a la posibilidad de que la vida haya evolucionado sin recurrir a otra cosa que no sean procesos físico-químicos. Dicha posibilidad nos habla de que la vida puede surgir en cualquier planeta con unas condiciones similares a las que poseía el nuestro al poco de su formación y de que, dado el tiempo transcurrido y el número de planetas potenciales, es probable que haya surgido en más de uno a lo largo de los trece mil ochocientos millones de años de historia del universo. No lo sabemos con certeza, pero no existen datos que conviertan esa hipótesis en algo inviable: de ahí el consenso de la comunidad científica a favor de esa posibilidad. Algo similar puede decirse de la aparición del ser humano. Hace cien millones de años, la probabilidad a priori de nuestra futura existencia era muy pequeña, pero aquí estamos. Una gran parte de las especies que había entonces han desaparecido sin dejar herederos directos: el destino de las especies es su desaparición, al modificarse el medio en que se encuentran más o menos adaptadas. Pero otras han sido las antecesoras de las especies actuales en un proceso evolutivo que, por la evidencia disponible, tiene el aspecto de no tener propósito ni meta prefijada.

Desde un punto de vista filosófico, Nagel esgrime en su crítica al neodarwinismo una batería de argumentos. En primer lugar, la dificultad de aceptar una teoría como la neodarwinista que, si fuese cierta, sería el producto de un cerebro que es, a su vez, consecuencia de un proceso evolutivo en el que el motor que ha dirigido su desarrollo no es la búsqueda del conocimiento en sí. El cerebro humano ha surgido como resultado de la capacidad de nuestros antepasados para desenvolverse en el mundo, tratando de sobrevivir y de dejar descendencia. Es difícil asumir que una estructura cognitiva evolucionada de tal guisa pueda servir para comprender el funcionamiento del cosmos en que se ha originado. Este argumento, como señala Nagel, ha sido utilizado primero por el filósofo creacionista estadounidense Alvin Plantinga. Sin embargo, Nagel deja claro que esa coincidencia con éste y otros argumentos críticos creacionistas no supone que él defienda una posición teísta, algo que rechaza de manera explícita. En su indagación de una teoría del todo, prescinde tanto del reduccionismo como del teísmo y aboga por un monismo neutro: una teoría naturalista que evite el reduccionismo psicofísico y que no pretenda dar cuenta de los elementos relevantes del cosmos como un efecto colateral accidental de las leyes físicas. La vida, la conciencia, los valores deben ser una consecuencia esperable, quizás inevitable, pero en ningún caso sorprendente, del orden interno que gobierna el mundo natural. Dicho orden interno tiene que incluir las leyes físicas, pero si su intuición es correcta y la vida es algo más que física y química, se necesitará una explicación distinta de lo que ofrece la ciencia moderna para poder entenderla. La apuesta de Nagel aboga por la elaboración de una teoría ampliada que debe incluir, como un aspecto esencial de la misma, elementos teleológicos. Sin embargo, Nagel afirma que, en el estado actual del conocimiento científico, lo único que puede hacerse es argumentar para que se reconozca el problema, pero sin ofrecer soluciones ni aportar un esbozo de cómo podrían actuar esas disposiciones teleológicas inherentes al orden interno del cosmos. No aporta, pues, alternativas que permitan decantarnos por un tipo de explicaciones o por otras.

En este sentido, sorprende un tanto que Nagel no revise los debates que se producen en Biología Evolutiva sobre el papel que puede desempeñar la teoría de la complejidad como complemento a la propuesta neodarwinista de mutación aleatoria, deriva genética y selección natural. La capacidad de autoorganización de la materia en redes de interacción y su posible capacidad autocatalítica pueden haber desempeñado un papel decisivo en la aparición de la vida, en la evolución de los organismos pluricelulares, en la existencia de restricciones de desarrollo durante el proceso evolutivo o en la configuración de redes neuronales complejas de las que parece depender la aparición de la conciencia. A día de hoy, nos parece más sensato explorar la existencia de leyes físicas que permitan explicar la transición del caos al orden y la emergencia de propiedades a partir de la formación de redes complejas, que postular un supuesto patrón teleológico en el cosmos que nos ha conducido, de manera más o menos inevitable, hasta donde estamos.

Los otros argumentos filosóficos que utiliza Nagel en su intento de mostrar la inconsistencia del paradigma materialista neodarwinista hacen referencia a la capacidad de la mente humana para razonar y percibir los valores. Aunque se admita que la selección natural ha favorecido en algunos organismos un desarrollo cerebral que nos permite interaccionar de manera más eficiente con el medio, la capacidad de razonar para desarrollar una actividad filosófica o científica, la capacidad para entender el razonamiento lógico o matemático complejo, parece haber evolucionado al margen de su valor adaptativo y, por ello, resulta difícil de explicar en términos darwinianos. A Nagel no le convence que se hable de estas capacidades como un subproducto de otras capacidades adaptativas presentes en el cerebro, a pesar de que es algo que ha sucedido en la evolución de otros rasgos. No le convence, a pesar de que hay especies de primates con un desarrollo cognitivo fascinante, pero alejado del nuestro, y de la evidencia indirecta de que ha habido otras muchas especies de homininos con capacidades intermedias entre los chimpancés y los humanos. Desde un cierto platonismo, le cuesta aceptar que surja en el cosmos de manera casual una mente con capacidad de percibir la Verdad del razonamiento lógico. Y eso a pesar de lo toscas que resultan buena parte de las intuiciones que nos proporciona un sentido común, contaminado de sesgos cognitivos, que nos permiten tomar decisiones rápidas, muy útiles para sobrevivir y reproducirnos, pero que condicionan de manera notable nuestra capacidad de razonar adecuadamente. Sirvan de ejemplo las dificultades ya comentadas referentes al razonamiento probabilístico.

Un argumento similar esgrime respecto de los valores. Nagel defiende el realismo moral, es decir, la afirmación de que existen por naturaleza cosas buenas o malas al margen de los individuos. Desde esta posición, resulta poco creíble que la selección natural haya producido un cerebro como el humano, capaz, según Nagel, de percibir valores objetivos, en lugar de un cerebro capaz de discriminar sin más aquello que le conviene al individuo, al margen de cuál sea su valor real objetivo. La dificultad de atribuir un valor adaptativo a dicha capacidad resulta ahora mucho mayor que en el caso de la razón, lo que lleva a Nagel a afirmar que, si el realismo moral es cierto, el materialismo neodarwinista tiene que ser falso. Sin embargo, desde la ética evolucionista algunos autores han realizado el recorrido contrario: la evolución del cerebro en los organismos con capacidad de aprender ha permitido generar estructuras valorativas, capaces de generar asimetrías de valor entre las conductas y de categorizarlas como adecuadas o inadecuadas en función de las sensaciones de agrado o desagrado. Muy posiblemente, el origen de la categorización ética surge cuando nuestros antepasados homininos aplicaron esa capacidad de generar asimetrías valorativas a la conducta que mostraban unos individuos y otros en las interacciones cooperativas. Desde esta perspectiva, resulta muy difícil aceptar algo que no sea una posición relativista para la moral.

Como biólogos evolucionistas, lo que más decepciona del texto es lo poco consistente que resulta su crítica sobre la debilidad del neodarwinismo en cuanto teoría científica. Cierto es que la evolución es una ciencia histórica, pero los elementos claves del cambio evolutivo –mutación, deriva y selección– pueden ponerse a prueba al analizar procesos tan importantes para la salud humana como la evolución de la resistencia bacteriana a los antibióticos o la evolución de la virulencia en las cepas víricas. Por otra parte, disponemos de múltiples especies animales que han desarrollado sistemas nerviosos con distintos grados de complejidad que les permiten interaccionar con su medio de formas muy diversas. Algunas han desarrollado en mayor o menor grado eso que se denomina una mente consciente. Es muy probable que en este siglo lleguemos a comprender bien cómo se forman nuestras experiencias conscientes, que emergen de la actividad de las células nerviosas como consecuencia de la particular organización funcional del cerebro. Muchos neurobiólogos creen que podrá descubrirse cuáles son los procesos biológicos (físicos) que no sólo se corresponden, sino que son lo que hoy definimos como procesos mentales. Ahora bien, incluso si logra realizarse esta caracterización, seguiremos teniendo el problema de que los procesos conscientes poseen un carácter ontológico de primera persona. Mientras que el cerebro es una entidad externa y objetiva, la conciencia es un proceso interno, subjetivo. Aceptar esto significa que no es lo mismo elaborar una teoría de la conciencia que pueda establecer las condiciones necesarias y suficientes para que ésta se produzca que experimentarla en primera persona. En otras palabras, no es lo mismo determinar qué se activa en nuestro cerebro cuando sentimos dolor que sentirlo. El problema de la subjetividad de la conciencia que plantea Nagel no parece resoluble, pero de ahí no puede colegirse de manera imperativa que nos hallemos ante un proceso al margen de lo biológico y de la comprensión científica.

Termina Nagel el libro sugiriendo que el consenso biempensante acerca de la validez del materialismo reduccionista neodarwinista para aprehender la vida y la mente será risible en una o dos generaciones. Es posible que su predicción sea cierta. Lo que no parece, a día de hoy, es que el vaticinio sea lo bastante razonable como para prestarle crédito.

Laureano Castro es catedrático de Bachillerato y profesor-tutor de la UNED. Es coautor, junto con Luis y Miguel Ángel Castro Nogueira, de ¿Quién teme a la naturaleza humana? (Madrid, Tecnos, 2008).

Miguel Ángel Toro es catedrático de Producción Animal en la Universidad Politécnica de Madrid y coautor, con Carlos López Fanjul y Laureano Castro, de A la sombra de Darwin. Las aproximaciones evolucionistas al comportamiento humano (Madrid, Siglo XXI, 2003).

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Ficha técnica

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