Buscar

La maldición de Stalin

La maldición de Stalin. La lucha por el comunismo en la Guerra Mundial y en la Guerra Fría

Robert Gellately

Barcelona, Pasado & Presente, 2014

Trad. de Gonzalo G. Djembé y Cecilia Belza

622 pp. 39 €

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Iósif Stalin pasó a ocupar una posición central en el Gobierno soviético tras la muerte de Lenin a comienzos de 1924. Durante los cinco años siguientes, de forma sistemática e ininterrumpida, se valió de su astucia para imponerse sobre el resto de los dirigentes soviéticos, de tal modo que, cuando celebró su quincuagésimo cumpleaños en 1929Se trataba, en realidad, de su quincuagésimo primer cumpleaños, ya que Stalin decidió ocultar el hecho de que había nacido en 1878 y no en 1879, como él pretendía. Este es simplemente un ejemplo intrascendente del modo en que manipulaba constantemente la verdad., había logrado consolidar su supremacía personal. De resultas de los traumáticos cambios que infligieron sus políticas a la sociedad soviética durante los años treinta, a finales de esta última década ya se había convertido personalmente en el dictador más poderoso del mundo, con un predominio sobre el Estado y la sociedad mayor que ningún otro, incluso Adolf Hitler. Ese poder se incrementó aún más con la gran victoria soviética en la Segunda Guerra Mundial. En el momento de su muerte, en 1953, tras el triunfo del comunismo en China, estaba seguro de que la revolución bolchevique estaba a punto de propagarse por todo el mundo. Stalin creó un modelo de totalitarismo que fue más sistemático y de mayor envergadura que cualquiera de los construidos por las dictaduras fascistas, un modelo que se reprodujo en casi todas partes del mundo, incluidos territorios tan diversos como Corea del Norte, Vietnam, Cuba y (temporalmente) Angola. En ese sentido, fue el mayor de todos los dictadores de la época de los dictadores, y los sufrimientos que impuso a la sociedad humana fueron probablemente superiores a los causados por ninguna otra figura individual en la historia humana.

Robert Gellately, catedrático de Historia Contemporánea en la Florida State University, es un prolífico estudioso que se especializó inicialmente en historia alemana, lo que se tradujo en la publicación de tres estudios sobre la política en la última etapa del Imperio y en la época nazi. Editó o coeditó cuatro libros y, más recientemente, se ha decantado por abordar temas más amplios, con la publicación en 2007 de un monumental estudio de setecientas páginas titulado Lenin, Stalin, and Hitler. The Age of Social Catastrophe (Lenin, Stalin y Hitler. La época de la catástrofe social). Aunque dedicaba únicamente el capítulo inicial a Lenin, atribuyéndole acertadamente (o acusándole de ello) la creación del Estado totalitario de partido único, este libro se consolidó, en ciertos aspectos, como el mejor de los diversos intentos de realizar estudios comparados de Stalin y Hitler. Aunque Hitler and Stalin: Parallel Lives (1991; Hitler y Stalin: vidas paralelas, trad. de Pedro Gálvez, Barcelona, Plaza & Janés, 1994), de Alan Bullock, era incluso más extenso y contenía más información puramente biográfica, Gellately superó esa obra con un relato más actualizado de la evolución de las políticas de ambos y, de manera especial, de las catastróficas consecuencias que tuvieron.

Seis años después, Gellately dio a conocer el presente libro, que se centra exclusivamente en Stalin y sus políticas, con un interés similar por sus costes y sus resultados. Mientras que la obra anterior concluía en 1945, el nuevo estudio se ocupa en gran detalle de las iniciativas emprendidas durante los últimos años de vida de Stalin. Comienza con una visión histórica general de veinte páginas para, a continuación, dedicar no más de sesenta páginas a las políticas de las dos primeras décadas de dominio soviético, sólo aproximadamente un tercio que el estudio anterior. El nuevo libro coge ritmo con el comienzo de la Segunda Guerra Mundial en Europa, ya que se centra en el período que va de los años 1939 a 1953. En la parte principal del libro se dedican ciento diez páginas a las políticas y la gestión política de la guerra, y el triple a los ocho primeros años de la Guerra Fría, el ámbito dentro del cual el estudio realiza su contribución fundamental. Se apoya en una utilización detallista y exhaustiva de las fuentes secundarias y las memorias, así como en una cantidad limitada de investigaciones primarias en los archivos soviéticos, y Gellately se muestra especialmente ducho en el empleo de la reciente historiografía rusa postsoviética.

Un tema fundamental en todo momento es el predominio de la estrategia revolucionaria marxista-leninista mundial en el pensamiento de Stalin. Incluso un estudioso de Rusia tan aplicado como el diplomático estadounidense George Kennan (al que suele atribuírsele haber acuñado por vez primera la «doctrina de la contención» en 1947), sostuvo que el expansionismo estalinista se fundaba en el tradicional imperialismo zarista ruso más que en la ideología revolucionaria. Gellately muestra enérgicamente su desacuerdo y presenta para ello pruebas convincentes de que Stalin era un fanático marxista-leninista, que fue especialmente favorecido por Lenin en parte por esa misma razón, y que la doctrina revolucionaria se situaba en la raíz de su predominio y de sus políticas tanto en el ámbito interno como en el internacional.

Uno de los principales motivos para su éxito, sostiene Gellately, es que Stalin se convirtió en un maestro de la táctica leninista de dar «dos pasos adelante, un paso atrás». Defendía que la táctica revolucionaria categórica sólo debía utilizarse en las circunstancias adecuadas, mientras que en otras situaciones era más prudente seguir una política más moderada. Lo certero de esta tesis queda demostrado en todo momento, ya que el objetivo de Stalin no era meramente la revolución rusa, sino mundial. Tan pronto como lo permitieron las circunstancias internas, Stalin sometió la política soviética a un drástico programa de transformación revolucionaria por medio del colectivismo agrario, la fulgurante industrialización estatal, la militarización a gran escala, la reeducación y el lavado de cerebro de los ciudadanos, el férreo control de las artes y un gigantesco programa de purgas, represión interna y asesinato de ciudadanos soviéticos en cantidades tan ingentes como para justificar el muy sobreutilizado término de genocidio. Este resulta incluso más apropiado por el hecho de que las ejecuciones en masa se dirigieron de manera desproporcionada contra grupos étnicos determinados, como las minorías polaca, finlandesa y alemana. Todo esto constituyó la «revolución estalinista» de 1927-1939, que edificó todo el sistema del socialismo totalitario. Stalin había exhibido un rostro moderado sólo durante los años 1924 a 1927, cuando la sociedad soviética estaba aún recuperándose de las pérdidas gigantescas infligidas por la guerra civil de inspiración bolchevique. Después de eso la revolución avanzó a toda máquina, a pesar de los gigantescos costes y consecuencias que comportó. Sólo un poderoso credo revolucionario podría haber inspirado una política tan monstruosa y despiadada.

Por contraste, Stalin adoptó una actitud más contenida en los asuntos extranjeros, donde era, inevitablemente, mucho más débil. En política militar tendía a ser precavido, aunque no todo el tiempo. Su regla general básica era que la fuerza sólo debía utilizarse en el extranjero cuando la «correlación de fuerzas» favorecía claramente a los soviéticos y existía un riesgo muy pequeño de derrota. Incluso aquí, sin embargo, no fue del todo congruente.

Gellately ignora virtualmente las dos décadas de la Comintern y su control de los partidos y políticas comunistas en todo el mundo de 1919 a 1943. Este es un tema que no aborda en detalle hasta la fase final de la Segunda Guerra Mundial, después de que la propia Comintern se hubiera disuelto. Se trata de una limitación muy de lamentar para el lector español, ya que fue en la segunda década de la Comintern cuando las políticas estalinistas afectaron más directamente a España.

La fase moderada de la política interna soviética a mediados de los años veinte coincidió con el «Segundo Período», tal y como fue bautizado, de la política de la Comintern, que reconoció que las economías europeas habían conseguido estabilizarse y que las perspectivas para una revolución inmediata se habían desvanecido. En 1928, sin embargo, después de que Stalin hubiera impuesto nuevas y drásticas políticas revolucionarias dentro de la Unión Soviética, esto dio paso al “Tercer Período” de la Comintern, que comenzó con la que fue probablemente la única profecía comunista acertada jamás realizada: que la recuperación de las economías europeas era sólo temporal, con una nueva e importante crisis acechando en el horizonte. Esto abriría el camino para el rápido avance de la revolución a una amplia escala, y en muchos países. La primera consecuencia de esta política precipitada, sin embargo, fue acentuar la división interna de la República de Weimar en Alemania y preparar el camino para el triunfo de Hitler. Este desastre, aunque pronto se vería que adoptaría unas proporciones verdaderamente históricas y mundiales, causó en principio una escasa impresión en Stalin, dejando de manifiesto que estaba lejos de ser el maestro pragmático de la táctica revolucionaria que afirmaba ser. Aun después de que los comunistas de varios países reclamaran un cambio de política en 1934 –la cooperación con otras fuerzas izquierdistas en su oposición al fascismo–, Stalin se negó. No cedió hasta agosto de 1935, cuando se adoptó la política del Frente Popular, que habría de caracterizar la estrategia de la Comintern durante los cuatro años siguientes.

En España, la táctica del Frente Popular tuvo un impacto mayor que en ningún otro país. El revolucionismo del «Tercer Período» anterior había sido insignificante, cuando un minúsculo Partido Comunista de España atacó ferozmente a la Segunda República durante cuatro años, pero pudo sólo secundar débilmente el activismo revolucionario de, primero, los anarquistas y, segundo, los socialistas. El paso a la política del Frente Popular coincidió más o menos con el comienzo de la crisis de la República a finales de 1935. En esta situación, el PCE creció de manera significativa, a pesar de que incluso a comienzos de 1936 se trataba de una fuerza no especialmente importante.

La doctrina del Frente Popular reclamaba una solidaridad antifascista con otras fuerzas izquierdistas y liberales, con la formación de coaliciones electorales, aunque valiéndose al mismo tiempo de la utilización del cambio de condiciones para fomentar la revolución de un modo cuidadosamente moderado. Los historiadores occidentales más ingenuos han mantenido desde hace mucho tiempo que la doctrina del Frente Popular renunciaba por completo a la revolución, mientras que los teóricos de Stalin en Moscú mantuvieron que se trataba de una política más sofisticada que, a la larga, lo que haría en realidad sería acelerar la llegada de la revolución.

La paradoja para Moscú era que, aunque la Comintern había predicado continuamente la revolución de 1919 a 1935, cuando en España surgió una auténtica situación revolucionaria en 1936, la nueva línea requería una táctica más moderada, aunque en absoluto hasta el extremo que han defendido muchos historiadores. Esto no fue fácil para los dirigentes y activistas comunistas locales en España, que siguieron utilizando el antiguo lenguaje revolucionario hasta los primeros meses de 1936. Los dirigentes de la Comintern en Moscú apenas podían creer cómo estaban aumentando las condiciones favorables y su principal preocupación en la primavera de 1936 era que la situación pudiera írsele de las manos, Después de dieciséis años de predicar la revolución y la guerra civil, su objetivo era evitar el estallido de la guerra civil en España, ya que las condiciones en Europa Occidental no favorecían a la izquierda revolucionaria en un conflicto armado. 

Lo que hicieron, en cambio, los dirigentes de la Comintern fue proyectar la única política coherente y congruente de cualquiera de los partidos izquierdistas en España, tanto en vísperas como durante la Guerra Civil. Su política buscaba restringir la creciente violencia política en el país, concentrándose, por el contrario, en las iniciativas y la legislación gubernamentales, ya que España contaba con el único Estado de Europa absolutamente dominado por la izquierda. Los secuaces de Stalin en Moscú subrayaron que esto brindó la única situación de la historia reciente en la que era posible aplicar una política absolutamente transformativa y revolucionaria no por medio de la violencia, sino de la ley y del gobierno existente. El estallido de una guerra civil violenta no podía más que hacer peligrar una oportunidad así.

Aun después de iniciado el conflicto militar, la política de la Comintern insistió en mantener este programa en la mayor medida posible. Resaltó la necesidad de un gobierno republicano coherente y un ejército regular, concentrándose por encima de todo en el esfuerzo militar, aunque conteniendo los excesos de la extrema izquierda revolucionaria (que en aquel momento incluía a la mayor parte del PSOE y la UGT). Podían implementarse cambios radicales, pero sólo de una manera ordenada y controlada, y sólo en la medida en que no fueran en detrimento del esfuerzo militar. Esta política comunista se mantuvo inalterada a lo largo de la guerra y constituyó el único programa absolutamente coherente de cualquiera de los partidos izquierdistas.

El Gobierno republicano solicitó oficialmente ayuda de la Unión Soviética el 25 de julio de 1936 y Stalin respondió cautelosamente, como era su costumbre, y luego fue abriendo la mano progresivamente. Pasaron casi dos meses antes de que el Gobierno soviético se decidiera a enviar una ayuda militar significativa. La decisión formal no se ratificó hasta mediados de septiembre y los principales pertrechos llegaron más de un mes después. Hasta ahora no se ha encontrado ninguna documentación procedente de los archivos soviéticos que haya podido contextualizar y explicar plenamente esta decisión un tanto sorprendente. Se trataba de una operación arriesgada y apenas existían precedentes del envío de importantes cantidades de material militar, acompañado de centenares de consejeros y personal de combate especializado, con el consiguiente desplazamiento de bienes y personas al extremo contrario de Europa, utilizando en un principio una larga ruta de suministro mediterránea que los barcos de guerra soviéticos no tenían posibilidades de proteger. 

Entonces, ¿por qué lo hizo Stalin? No es este un tema que interese a Gellately, que ignora por completo la política del Frente Popular y la guerra en España. Stalin se caracterizaba por juguetear en su mente con varios aspectos diferentes de cualquier asunto concreto de política internacional y resulta dudoso que la decisión de intervenir en España surgiera exclusivamente de una sola fuente. Está claro, sin embargo, que su objetivo era equilibrar los dos lados principales de la ecuación: el internacional y el interno. La intervención fortalecería la causa del antifascismo y combatiría la primera aventura extranjera de la Alemania nazi. Si se llevaba a cabo con la suficiente destreza, podría servir de señuelo para que Gran Bretaña y Francia adoptaran una actitud antialemana más enérgica. Por otro lado, la intervención reforzaría la extensión del poder y la revolución comunista, sacando partido de la única situación revolucionaria de Europa no para establecer un régimen comunista, lo cual sería demasiado arriesgado, sino para expandir el comunismo como la fuerza más poderosa en un régimen revolucionario victorioso.

Las pruebas disponibles indican que Stalin prestó una gran atención a España durante aproximadamente un año, desde mediados de 1936 hasta mediados de 1937. Al principio parece haber ignorado la advertencia de su primer ministro, Maksim Litvínov, de que la intervención en España no alentaría, sino que sólo disminuiría cualquier posibilidad de acercamiento a las democracias occidentales, un cálculo ratificado sobradamente por los acontecimientos. Conforme fue complicándose el panorama internacional a mediados de 1937, con la invasión japonesa de China y la fuerza creciente de la Alemania nazi, España empezó a menguar en importancia para Stalin y en la primavera de 1938 estaba ya buscando una estrategia de salida. Sin embargo, la política básica en España nunca cambió y fue mantenida por la Comintern hasta el final, aunque con un apoyo militar soviético que no dejó en ningún momento de decrecer.

El estudio que plantea Gellately de la política de Stalin avanza con paso firme cuando llega a 1939 y a los orígenes inmediatos de la Segunda Guerra Mundial en Europa. Hace explotar el mito, que sigue encontrándose en la historiografía contemporánea, de que los principales intereses de Stalin radicaban en la «seguridad colectiva» antifascista, y define con claridad la estrategia defensiva-ofensiva característica de Stalin, cuyo propósito era alentar una gran guerra entre las potencias europeas occidentales en la que la Unión Soviética no habría de verse implicada directamente. Esto, a su vez, haría posible el comienzo de la expansión soviética frente a sus vecinos sin requerir un gran esfuerzo militar, reservando la fortaleza soviética hasta la decisiva fase final de la guerra, en la que el Ejército Rojo lograría una victoria total sobre los debilitados adversarios capitalistasCuriosamente, el plan de expansión naval preparado por el Estado Mayor de la Armada de Franco en agosto de 1938 preveía un papel algo semejante para España en una futura guerra europea, en la que España aseguraría la victoria para el Eje gracias a su participación en la eventual «fase decisiva».. Si el autor hubiera llevado a cabo una investigación equivalente sobre el período anterior, habría descubierto que la «doctrina Stalin» de una estrategia «pasiva/agresiva» en la conocida como «segunda guerra imperialista» había sido definida por primera vez en un discurso de 1925.

Es característico del enfoque adoptado el hecho de que Gellately dedique una gran atención a las numerosas acciones militares llevadas a cabo por Stalin en Europa Oriental mientras se mantuvo como un cuasialiado de Hitler en 1939-1940, junto con las terribles atrocidades cometidas contra la población civil del Este de Polonia y de los países bálticos. Por el contrario, tiende a pasar por alto numerosos detalles de la relación entre Stalin y Hitler, ignorando la visita oficial del ministro de asuntos exteriores del primero, Viacheslav Mólotov, a Berlín en noviembre de 1940, en la que presentó el «programa de máximos» de Stalin para la ulterior expansión soviética en Escandinavia, los Balcanes y los estrechos turcos. En este momento, Stalin estaba incluso comentando dentro de los círculos gubernamentales soviéticos la posibilidad de anexionarse Sinjiang, en China, y las provincias nororientales de Turquía. Tener esto en cuenta sitúa en una perspectiva más clara la decisión final de Hitler de atacar la Unión Soviética, que no era en absoluto un socio cruzado de brazos. Gellately, en cambio, se detiene en el posterior apaciguamiento de Hitler por parte de Stalin durante la primavera de 1941, cuando se dio cuenta de que podría haber ido demasiado lejos.

El tratamiento de las relaciones entre Stalin y los aliados occidentales durante la guerra es excelente y está plagado de matices reveladores e importantes detalles. Stalin planteó de modo persistente formidables demandas a Roosevelt y Churchill, y ambos hicieron todo cuanto estuvo en su mano para aplacarlas. El argumento definitivo que siempre podía esgrimir el dictador soviético era que el Ejército Rojo estaba realizando la mayor parte del enfrentamiento directo contra la Alemania nazi y sufriendo gigantescas pérdidas, mientras que el otro lado de la moneda para los dirigentes occidentales era que, a pesar del trato personal que dispensaban a Stalin –un tanto histérico y adulador–,  ellos eran también conscientes de que había hecho ya un pacto con Hitler en 1939 y que aún podría hacer un segundo. Hubo, de hecho, acercamientos desde el lado soviético, pero no fueron nunca fomentados por Hitler. El retrato que hace Gellately de Stalin como un diplomático se encuentra trazado cuidadosamente y resulta convincente. Lo cierto es que fue con mucho el negociador más eficaz y de mayor éxito de cualquiera de los principales dirigentes durante la guerra, por mucho que su posición se viera reforzada por factores geográficos y militares específicos.

Ligeramente más de la mitad del libro se dedica al inicio de la Guerra Fría y el liderazgo de Stalin durante la misma, y en estas páginas se abordan en cierto detalle casi todos los temas fundamentales. Stalin habría preferido que las potencias occidentales hubieran seguido haciendo importantes concesiones y confiaba, de hecho, en ulteriores cesiones por parte de Estados Unidos, pero no tenía ninguna intención de dar marcha atrás en el plan de expansión soviética que había iniciado como un aliado de Hitler en 1939. Esto se tradujo de manera casi inevitable en la Guerra Fría, ya que las potencias occidentales acabaron por llegar al límite de lo que estaban dispuestas a conceder.

Tanto durante como después de la guerra europea, Stalin puso un gran énfasis táctico en lo que el Ejército Rojo bautizó como la maskirovka: medidas de disimulo y engaño. Insistió en dar muestras iniciales de «moderación» y «frentes unidos» en los países ocupados por el Ejército Rojo, para luego seguir avanzando paso a paso hasta la plena sovietización. Dado que los partidos comunistas eran al principio muy fuertes en Francia e Italia, confiaba asimismo en que el comunismo se expandiría pronto por Europa Occidental, pero la recuperación política en Occidente acabó por imposibilitarlo.

La penúltima parte del libro trata de la política de Stalin en Extremo Oriente durante los cuatro últimos años de su vida, desde el triunfo del comunismo en China hasta la fase final de la Guerra de Corea. El dictador soviético se mostró escéptico sobre los comunistas chinos y quedó, por tanto, agradablemente sorprendido por su repentina victoria, que, tal y como él se regodeaba en afirmar, alteró tanto la «correlación de fuerzas» que el triunfo mundial del comunismo había pasado a resultar casi inevitable. El papel cínico y agresivo de Stalin en el desencadenamiento de la Guerra de Corea había quedado ya anteriormente demostrado gracias a la aparición de nuevo material procedente de los archivos soviéticos, pero Gellately pone fin a su estudio a un alto nivel, con una buena exposición de la política de Stalin hacia Corea del Norte y China. Señala que, a finales de 1951, ordenó a los dirigentes de los demás países comunistas que siguieran incrementando sus gastos militares a fin de estar preparados para la «Tercera Guerra Mundial», pero no encuentra ninguna prueba de que Stalin contara con ningún plan preciso para iniciar ese conflicto.

Stalin era un hombre de extraordinarios talentos, que convivían con unas limitaciones y contradicciones notables. Poseía una mente poderosa y una memoria extraordinaria, y era capaz de mostrarse flexible y realizar rápidos ajustes. Enormemente pragmático y racional en muchas cosas, era al mismo tiempo paranoico, vengativo y, en determinados ámbitos, francamente irracional. En el último año de su vida decidió que debía dejar tras de sí un magnum opus de teoría y política económica que completaría la obra de Marx y Lenin. Dado que no tenía ni el tiempo ni la energía para escribir, concedió numerosas entrevistas a un amplio equipo de economistas, a los que encargó que convirtieran sus ideas en un libro. Acabaría publicándose más de un año después de su muerte, pero sus sucesores le prestaron una escasa atención y fue en gran medida olvidado poco después.

En el momento de su muerte, en marzo de 1953, Stalin había expandido su modelo de socialismo totalitario a una gran parte de la raza humana. La sociedad estalinista tomó un marcado sesgo no simplemente hacia la represión, sino también a la militarización. Diseñado para una época de conflicto perpetuo, pero inviable en términos de un futuro desarrollo social, económico y cultural, el estalinismo creó un cul-de-sac histórico, una genuina «maldición» para todos aquellos que tuvieron la desgracia de vivir bajo su yugo y que seguiría distorsionando durante mucho tiempo la evolución de la propia Rusia.

Aunque el extenso estudio de Gellately es original sólo por lo que tiene de incorporación de un reducido número de detalles, constituye un estudio excelente y absolutamente fiable, desprejuiciado, objetivo y muy actualizado. No puede encontrarse un mejor tratamiento del liderazgo de Stalin en la Segunda Guerra Mundial y en la Guerra Fría.

Stanley G. Payne es historiador y catedrático emérito en la Universidad de Wisconsin-Madison. Sus últimos libros publicados son ¿Por qué la República perdió la guerra? (trad. de José Calles, Madrid, Espasa, 2011) y Civil War in Europe, 1905-1949 (Nueva York, Cambridge University Press, 2011; La Europa revolucionaria. Las guerras civiles que marcaron el siglo XX; trad. de Jesús Cuéllar, Madrid, Temas de Hoy, 2011).

Traducción de Luis Gago
Este artículo ha sido escrito por Stanley Payne
especialmente para Revista de Libros

image_pdfCrear PDF de este artículo.
img_blog_476

Ficha técnica

14 '
0

Compartir

También de interés.

Resistir sin odio

Odiar tal vez es más natural que amar. Quizá me equivoco e incurro en…