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Si el liberalismo ya no es pecado, ¿qué demonios es?

La cultura política liberal. Pasado, presente y futuro

Alfonso Galindo y Enrique Ujaldón

Madrid, Tecnos, 2014

296 pp. 18 €

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Ya se sabe. Si hay una palabra endiabladamente polisémica, es ésta de liberalismo porque, según los contextos, puede significar una cosa y su contraria. En Estados Unidos el liberalismo político es algo parecido a lo que en Europa llamamos progresismo o socialdemocracia. Aquí, por liberalismo entendemos algo distinto. Pero lo que sea ese algo tampoco se presta a una definición apacible. Pregúntenle, por ejemplo, a un votante socialista que se tenga por «desprendido» o «generoso» (primera acepción de liberal según María Moliner) o, mejor, que sea «tolerante con las ideas y costumbres ajenas» (acepción quinta), qué piensa de Thatcher o de Reagan y verán lo que sale por esa boca. En las sociedades democráticas que conocemos la mayoría de los votantes se consideraría, pues, liberal a fuer de tolerante, pero pocos votarían por un partido político con esa etiqueta. ¿Qué demonios pasa?

Alfonso Galindo y Enrique Ujaldón son dos profesores de Filosofía. No he encontrado muchos datos sobre ellos en Internet, a excepción de una conversación con un redactor de Periodista Digital de la que salían bastante más airosos que su entrevistador. Si mis cálculos son correctos, pertenecen a la generación de mis hijos, es decir, nacieron durante o después de los años setenta y para ellos el franquismo, aunque historia reciente, es tan solo eso: historia. Es decir, no tienen que buscar las excusas de los de mi generación para hablar con libertad y para defender sus opiniones, a todas luces minoritarias. Su libro sobre el liberalismo es, pues, una sorpresa. Grata. Ante todo porque, a diferencia de tantos lectores de solapillas que nos abruman con su preclara tosquedad, cuando Galindo y Ujaldón hablan de filosofía política a nadie se le escapa que han hecho su trabajo, que sus lecturas son amplias y que saben lo que se trajinan. Lo que se trajinan en este libro es, ante todo, una explicación del embrollo liberal, cosa provechosa en un país cuya historia, una historia que sigue sin enmienda, se ha caracterizado precisamente por dar la espalda al liberalismo.

Tengo interés personal en el asunto porque –a veces me lo pregunto– tal vez yo sea hoy un liberal que se ignora a sí mismo. Y es posible que mi caso no sea único. Me explico. Si alguien me preguntase por mi posición política actual, me pondría en un apuro. Si hubiera de contestar con lo que piensan de mí algunos miembros de mi familia y otros allegados, tendría que decir que soy un facha. Facha, hoy, para ellos, es todo aquel que no mantenga una fidelidad perruna a la izquierda, sea cual fuere la última ocurrencia de sus dirigentes; peor aún, si al leer El País se nos atragantan los churros del desayuno. Pero no soy un facha. Punto. Modestamente, y sin especiales peligros, porque, para los profesores como yo, la dictadura, al final, no era más que una dictablanda, hice cuanto estuvo en mi mano para contribuir a su desaparición. Entre otras cosas, convencer a varios miembros de mi familia y a otros allegados, que hoy piensan que soy un facha, de que aquél era un régimen indecente e inaceptable. Pero, si no soy ni un facha ni un progre, qué decirme a mí mismo cuando me miro al espejo. Las papeletas de voto que he ido depositando no sirven para definirme. Nunca pude votar por la niña de mis ojos, que no estaba disponible, sino tan solo calcular cuál era el mal menor en cada momento. Con las listas cerradas y bloqueadas, a menudo me he decidido por la protesta cortés de votar en blanco o de abstenerme.

El desaliento para con el trotskismo, del que provenía, y, en general, para con la izquierda, no me lo iba a curar un fatuo progresismo posmoderno, ya fuera verde, ya rosáceo. Tampoco, por supuesto, la derecha popular. Y no es que la derecha me aterre. En la realidad, la derecha actual ha sido un devoto guardián del pacto de la Transición. Se alió con los sindicatos y con la izquierda para la defensa de las conquistas sociales que había puesto en marcha, ¡ay, señor!, el franquismo, sin animarse a echar cuentas. También aceptó e hizo suyo sin melindres el Estado de las autonomías y se apuntó al estallido de los estadillos con los que hoy contamos. Discutir de facturas hubiera sido una ordinariez. Ahí estuvo también la derecha, aceptando el divorcio y sin crear grandes problemas con el aborto en la versión moderada que habían defendido González y los socialistas en 1985, y hasta transigiendo con la posterior y alocada de Zapatero. A la derecha tampoco parecía preocuparle en exceso la secularización que traía de cabeza a la Iglesia católica y lo poco que hizo por contenerla fue como a rastras y sin gran convicción. Que esta derecha sea la famosa derechona, tan cerril como la de sus padres franquistas y sus bisabuelos trabucaires, no es más que otra leyenda urbana. Mis problemas con ella son diferentes. Se me antoja que es flácida, que le horrorizan las aristas, que carece de convicciones y que, en consecuencia, se da por satisfecha con ganar elecciones, aunque ni siquiera ella misma sepa para qué. Estas apreciaciones, que sus simpatizantes creerán ligeras, cuando no malvadas, no me impulsan a sentir la menor simpatía por ella.

Si, pues, no tengo dónde acogerme a sagrado, ¿será tal vez porque sea un liberal que se ignora a sí mismo? Vayamos por partes, pero anticipemos la conclusión. Comparto muchas de las ideas que defienden Galindo y Ujaldón, pero, a mi entender, su argumentación no resulta cabalmente satisfactoria.

Para los autores, el liberalismo es una cultura política que privilegia la autonomía personal y, por ende, confía en que la vida en sociedad pueda organizarse satisfactoriamente si la alienta y si reduce al máximo el recurso a la coacción. Esa cultura política es una creación occidental y, al igual que la ciencia moderna, que también lo es, cuenta con la ventaja de poder adaptarse a otras culturas y tornarse universal. Al liberalismo así definido lo anclan, al decir de los autores, cuatro ideales o valores: igualdad, libertad, justicia y memoria. Galindo y Ujaldón saben que los liberales clásicos (los Hume, los Smith, los Tocqueville, los Constant y demás) no hubieran compartido esa enumeración y, menos aún, en ese orden. Si para ellos había algunos valores clave, ésos se reducían, como los resumiría escuetamente la Declaración de Independencia de las trece colonias norteamericanas, al derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad. Hasta ahí el liberalismo incipiente. Sólo a partir de Mills hijo, a mediados del siglo XIX, empieza a extenderse un segundo liberalismo que se propone completar la libertad en su dimensión de igualdad ante la ley con la igualdad de oportunidades, y defender políticas de integración social o, en tiempos más recientes, el Estado de bienestar. Durante esta segunda etapa que, según los autores, llega hasta nuestros días, la cultura liberal triunfó porque sus ideales de autonomía individual y de tolerancia acabaron por permear a otros movimientos políticos, socialdemócratas, democristianos y hasta conservadores. Pero, y esto no lo explican los autores, al mismo tiempo los partidos liberales se dividían o desaparecían. Los laureles triunfales del liberalismo se dirían hechos con las hojas de esa mandrágora que brota a los pies de los ahorcados. La esperanza de los autores, empero, es que surja un tercer liberalismo renovado a cuyas dimensiones dedican el resto del libro.

Entra Isaiah Berlin. Galindo y Ujaldón concuerdan con él en que no hay forma de arbitrar el conflicto entre las gradaciones valorativas de la acción política. El liberalismo no es una ecuación; más que nada, es una tensión. Igualdad y libertad pueden combinarse de muy diversas maneras, plausibles todas ellas. En un mundo donde han hecho mutis por el foro los dioses que antes fijaban sin réplica posible las decisiones de sus representantes en la tierra (reyes, califas, emperadores, papas, ayatolás, hijos del cielo y otras jarcas), no puede haber una solución única e indiscutible para las decisiones políticas. Con esa divisa, Berlin convierte a su filosofía de la historia en una celebración del pluralismo. Pero, al enfrentarse con la realidad, su propuesta presenta serias dificultades.

No todos los conjuntos axiológicos, por muy ancha que sea la tolerancia, tienen cabida incondicional en la polis. Sólo un posmoderno contumaz defendería que el Otro, cualquier otro, por el mero hecho de ser distinto, haga lo que haga, la tendría. No es esa la posición liberal. La jurisprudencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos, por ejemplo, es muy generosa con la libertad de expresión y allí uno puede quemar impunemente banderas nacionales o manifestarse a favor de la yihad islámica, pero cuidado con pasar de las palabras a los hechos: si, por ejemplo, un islamista llegase a gobernador de un Estado y tratase de aplicar la sharia, policía y jueces tomarían cartas en el asunto.

La tolerancia, pues, sólo tiene sentido cuando, al tiempo que se la exalta, se recuerdan sus límites. Tolerar impone explicar qué valores caben en su seno, por qué otros no y, sobre todo, cómo esperar que se comporten los que han pasado el fielato. Es decir, la tolerancia no se aplica a los intolerantes, aunque definir con exactitud a éstos no sea tarea sencilla. Lo mejor que puede apuntarse es lo que dijo el juez Potter Stewart, del Tribunal Supremo de Estados Unidos, sobre la pornografía: «La reconozco cuando la veo», algo enormemente subjetivo y relativista.

Empleo ambos adjetivos a conciencia. Tras el ocaso de los dioses, ninguna constelación axiológica puede valer universalmente. Respuesta de Berlin: pongámonos de acuerdo en aceptar el desacuerdo. No podemos aspirar a mucho más que a asegurarnos de que la lucha entre fuerzas y valores contrapuestos sea incruenta. Pero esta salida de Berlin, que Galindo y Ujaldón aceptan donosamente, sólo es bella en su apariencia. Ante todo, no la reconoce la tribu del Gran Inquisidor, cuyo tamaño no es desdeñable en ninguna sociedad abierta. Según sus adeptos, en un mundo sin dioses no puede haber moral ni, por ende, leyes justas: una sociedad así sería un caos, apuntan con un dejo espiritado. Sin duda, los inquisidores se toman las cosas a la tremenda y el mundo real no da para tanto melodrama, pero la suya es una opinión que necesita ser discutida y rebatida en campo abierto. Con egregias, lamentables y brutales excepciones, la especie humana ha tendido a considerar que, sin algunas normas morales, su supervivencia estaría amenazada, y actúa en consecuencia. Los valores políticos contrapuestos se proyectan sobre un fondo más o menos común, aunque variable en el tiempo. La axiomaquia berliniana no se levanta tirando sólo de los cordones de sus propios zapatos. Bajo ciertas condiciones que llamaríamos normales, una mayoría de individuos acepta la legitimidad de las normas vigentes, es decir, las obedece, aunque su grado de entusiasmo con ellas sea variable.

El problema de la legitimidad, oportunamente traído a colación en su día por Max Weber, está conspicuamente ausente en Berlin. Su visión del conflicto de valores se adapta muy bien a las circunstancias de la segunda mitad del siglo XX, cuando en Inglaterra y en casi toda Europa Occidental se daba por supuesta la del Estado de bienestar y la de los regímenes democráticos que lo habían hecho posible, y cuando los populismos de derecha o de izquierda parecían exhaustos. El conflicto axiológico de la época giraba sobre todo en torno a políticas sociales, y ahí las distancias entre agentes políticos eran cortas. Mientras los partidos conservadores y liberales trataban de restringirlas un poco, los socialdemócratas sólo querían ampliarlas un poquito más. Hasta los hoy extintos eurocomunistas apuraron ese cáliz. Pero esa etapa histórica se ha acabado. La recesión global de 2008 y la aparición de nuevos e intratables conflictos geoestratégicos han cambiado el escenario. Hasta en Estados Unidos, donde durante todo el siglo XX las diferencias entre republicanos y demócratas habían sido mínimas, el sistema político está gripado porque la distancia axiológica entre unos y otros se ha disparado.

Galindo y Ujaldón no lo ignoran y marcan territorio en defensa de un tercer liberalismo, renovado y libre de ilusiones antropológicas. Ese liberalismo suyo es, ya se ha dicho, pesimista—los debates sobre la vida buena, la felicidad, la mejor polis y, podría añadirse, hasta sobre dónde encontrar el cruasán ideal no pueden tener respuesta. Así que el territorio liberal sólo puede amojonarse al modo apofático: por lo que no es. Y por no ser, el tercer liberalismo de los autores no es un montón de cosas: no es dogmático, ni totalitario; ni socialdemócrata, ni nacionalista; ni anarquista, ni cínico. En algunos de esos terrenos, los autores rematan su faena con aliño, pero son poco innovadores. Los argumentos que esgrimen contra el dogma y contra el totalitarismo resultan sobradamente conocidos y los ahorraré. Más interesantes son sus críticas al comunitarismo ya sea en la buena nueva republicana, ya en la nacionalista. Ambas –dicen– acaban por desechar la autonomía individual y la subordinan a algunos valores (identidades) que se supone están por encima de los individuos y en los que por algún ensalmo coinciden todos los miembros de ese grupo. La socialdemocracia occidental, malherida como lo está por la evanescencia de la identidad de clase en las sociedades capitalistas, ha encontrado en el llamado republicanismo una muleta en la que se apoyan socialistas de viejo y nuevo cuño, antiguos eurocomunistas y hasta algunos estalinistas contritos. Los valores de igualdad, responsabilidad y unidad en los que todos ellos cifraban la superioridad del proletariado los han transferido a una re(s)pública a la que se permite, y aun exige, que dicte nuestro comportamiento en el ágora (corrección política), en el trabajo (respeto a las sensibilidades), en el comedor (no a la comida basura) y hasta en la cama (larga vida a las opciones de género). Con la salvedad de que esa virtud republicana se encuentra aún mejor definida en la Babel particular de una lengua o cultura excluyente, los nacionalismos recetan una dosis parecida de homogeneidad para todos los que caen bajo la identidad du jour.

El liberalismo se opone consistentemente a esas formas de presión. También a otras narrativas de presunta oposición: por ejemplo, la de lo que los autores definen como «posición cínica». Sean dandis o izquierda caviar, los cínicos actuales son el cuajo de una ideología elitista que ha hecho fortuna entre académicos, intelectuales, artistas, burgueses bohemios y gente así. Armados con una opinión que han mamado en Nietzsche, y tirando luego por innumerables senderos que se bifurcan y se entrecruzan, los cínicos están convencidos de su superioridad sobre las masas gregarias y consumistas. En el pasado las aterraban con su especial versión del mau-mau y todavía querrían recrear hoy en ellas el pánico que antaño acompañaba al verdadero genio o al excéntrico fetén. Pero hoy los elitismos han perdido su lustre. La estrategia de epatar a los burgueses cada vez tiene menos espacio. Con Facebook, con Tweeter o con YouTube al alcance de la mano, ni siquiera una ejecución pública llama la atención. En el dadaísmo sólo creen los victimarios del Estado Islámico, y son tan ordinarios…

El tercer liberalismo, mantienen Galindo y Ujaldón, se desmarca también del anarquismo. Nada que objetar para el caso del bakuninista, cuyo ideal de comunismo libertario o, con el vestido nuevo de cotidiano que le ha comprado David Graeber, es un oxímoron de gran calado. Pero los autores la emprenden también con algo a lo que llaman anarcocapitalismo y la cuestión se enreda. Galindo y Ujaldón llaman así a una «absolutización del derecho de propiedad [que] implica de suyo la demonización radical del Estado, no admitiendo ningún bien ni ningún fin que no sea estrictamente privado». Es difícil encontrar gente que defienda con seriedad esa pretendida idea del anarquismo. Los autores saben, y lo dicen, que el propio Hayek, que no se recataba de pensar que el orden social tenía mucho de espontáneo, explicaba también que, sin Estado, es decir, sin leyes, jueces y policías, la propiedad privada difícilmente podría subsistir. Cuando gente inteligente como Galindo y Ujaldón saca de paseo a ese animal mitológico y lo conjura con un exorcismo posmoderno, uno piensa que ahí hay gato encerrado. Lo que en Estados Unidos suele llamarse libertarismo es bastante más sensato.

A mi juicio, sucede que los autores adolecen de un berlinismo inmoderado. Aciertan al definir el liberalismo como una cultura política, como un entoldado bajo el que podrían caber muchedumbres pero, como Stonewall Jackson en la batalla de Bull Run, de ahí no se mueven. Y, sin embargo, a lo largo de su historia el liberalismo ha sido algo más: una ideología políticaUna tesis bien amarrada por Edmond Fawcett en Liberalism.The Life of an Idea, Princeton y Oxford, Princeton University Press, 2014., es decir, un conjunto de recetas para organizar la vida de la polis en cada coyuntura dada. Por más que no pudiesen probar la superioridad incondicional de su programa, los liberales sabían dar la batalla de la legitimidad, es decir, tratar de convencer a amplios sectores de opinión, y eventualmente a una mayoría, de su seriedad. En la teoría política, el gran debate que han resucitado la crisis económica y el mundo multipolar en el que hemos entrado, no gira en torno a «la absolutización del derecho de propiedad» o «la demonización del Estado», sino en cómo mantener las ventajas de la primera y poner a dieta a los adoradores de Leviatán. El Estado de bienestar necesita redimensionarse a lo esencial y es necesario discutir con firmeza el calado de esa esencia, entre otras cosas porque el nuevo mundo multipolar va a obligarnos a gastar más dinero en cañones y algo menos en mantequilla. Si a la contención de la deuda y el gasto públicos, y a la reducción de la intervención estatal quieren llamarla anarcocapitalismo los autores, están en su derecho; pero no por ello dejará el libertarismo de ser la estrategia básica del liberalismo fetén; la que lo distingue definitivamente del conservadurismo, del cristianismo social, de la socialdemocracia y de los populismos. Me parece que Galindo y Ujaldón se han detenido en el consenso de posguerra. A lo mejor aciertan. En cuyo caso, a la gente como yo nos tocará seguir votando por el mal menor.

Julio Aramberri es profesor visitante en la Dongbei University of Finance & Economics (DUFE) en Dalian (China).

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