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A vueltas con Lamarck

Investigaciones sobre la organización de los cuerpos vivos

Jean-Baptiste Lamarck

Oviedo, KRK, 2016

Trad. de Francisco Iribarnegaray Fuentes

313 pp. 24,95 €

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En 1802, Jean-Baptiste Lamarck dio a la prensa su novedosa concepción evolucionista del mundo orgánico en Recherches sur l’organisation des corps vivants, más tarde completada con ligeras adiciones en Philosophie zoologique (1809) e Histoire naturelle des animaux sans vertèbres (1815-1822)José González Llana fue el autor de la primera traducción al castellano de Philosophie zoologique, publicada hacia 1911 por F. Sempere y compañía, editores, y reproducida en facsímil por Editorial Alta Fulla en 1986 junto con una presentación a cargo de Adrià Casinos. Otra traducción realizada por Nuria Vidal, erróneamente calificada de primicia, fue publicada por la Editorial Mateu en 1971 precedida de los comentarios de Joan Senent.. La excelente traducción al castellano de la primera de estas obras, objeto de la presente reseña, se debe a Francisco Iribarnegaray, que es también autor de una cuidada introducción en la que ofrece una semblanza biográfica del biólogo francés, junto con una exposición de su teoría ampliada con minuciosos comentarios, tanto en lo tocante a la originalidad de la hipótesis propuesta como a su posible papel en la génesis de la biología moderna.

En una época dominada por naturalistas obsesionados por lograr una catalogación de los seres vivos que revelara los designios de su creador, Lamarck debe ser recordado como el primer proponente de una teoría evolutiva plenamente materialista que atribuía el cambio temporal y la diversificación espacial de la vida, surgida inicialmente por generación espontánea, a la respectiva acción de dos fuerzas independientes de muy distinta naturaleza, importancia y consecuencias, en un intento de compaginar lo que es (observaciones de la diversificación espaciotemporal de la vida) con lo que a su juicio debiera ser (su teoría progresista de la evolución). El mecanismo principal sería la «energía» intrínseca atribuida al fenómeno vital, producida por la circulación interna de ciertos fluidos y manifestada en forma de calor, electricidad o magnetismo. Este agente operaría continuadamente a lo largo del tiempo, produciendo una secuencia lineal de ordenaciones –los grandes grupos de la clasificación zoológica– caracterizada por un aumento progresivo de la complejidad estructural y de las facultades inherentes a ésta. Así, partiendo de los pólipos hasta llegar a los mamíferos, cada uno de los doce estados sucesivos habría dado lugar al inmediatamente superior hasta alcanzar la perfección con la aparición del ser humano. En paralelo, la diferenciación espacial de las distintas especies pertenecientes a una misma ordenación obedecería a la intervención de un impulso secundario, causante de la aparición de diversos órganos que facilitarían la adaptación de cada una de aquéllas a las variables circunstancias ambientales propias de sus respectivos entornos. Una vez adquiridos, dichos órganos se transmitirían hereditariamente a la descendencia de forma acumulativa, difuminándose así la irrevocabilidad del plan lineal principal, orientado únicamente hacia el logro de la meta de la evolución. Sin embargo, la «energía vital» especulativamente propuesta como motor del cambio evolutivo temporal no tuvo seguidores por su total carencia de apoyo empírico, y la herencia de los caracteres morfológicos adquiridos, generalmente aceptada por los naturalistas, Darwin incluido, fue descartada a finales del siglo XIX por los experimentos de August Weismann. Casi un siglo más tarde, Francis Crick formulaba el denominado «dogma central de la biología molecular», afirmando que la información hereditaria sólo va del gen a su expresión fenotípica y nunca al contrario, aunque, como suele ocurrir con las generalidades irreflexivamente presentadas como artículos de fe, se descubrieran luego ciertas excepciones a esa norma a las que me referiré más adelante.

En este orden de cosas, la hipótesis lamarckista merece una honrosa mención en la historia de la ciencia, como la propuesta transformista que inauguró la percepción de la dimensión histórica de la vida, pero en modo alguno puede considerarse precursora del evolucionismo darwinista. Así lo hacía notar el propio Darwin en unas certeras, por más que interesadas, apostillas, calificándola como la primera predicción tanto de que «todas las especies, incluyendo la humana, descienden de otras», como de que «todo cambio en el mundo orgánico, así como en el inorgánico, ha sido el resultado de la ley [física] y no de una interposición milagrosa»En An Historical Sketch of the Recent Progress of Opinion on the Origin of Species, exordio añadido al Origen de las especies a partir de su tercera edición (1861, p. XIII).. Con cierto sarcasmo, añadía que Lamarck nunca había propuesto un mecanismo de cambio convincente, sino que «algo atribuye a la acción directa de las condiciones físicas de la vida, algo a los cruzamientos entre formas preexistentes, y mucho al uso y desuso, esto es, a los efectos del hábito […], al que parece atribuir todas las bellas adaptaciones en la naturaleza, tales como el largo cuello de la jirafa para mordisquear las ramas de los árboles».

A finales del siglo XIX, el darwinismo, carente de un modelo de herencia adecuado, había alcanzado el límite de su capacidad explicativa y así permaneció a lo largo de las primeras décadas del XX, período que se ha calificado atinadamente de «eclipse del darwinismo», aludiendo a que, durante este intervalo, la evolución de los seres vivos era un concepto que ya se aceptaba sin mayores reparos, pero los diversos mecanismos a los que se atribuía la adaptación, entre los que la selección natural no pasaba de ser uno más, eran motivo de reñida controversiaPeter J. Bowler ofrece un pormenorizado análisis del estado de la biología evolucionista del momento en The Eclipse of Darwinism. Anti-Darwinian Evolutionary Theories in the Decades Around 1900 (Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1983), traducido al castellano por Juan Faci Lacasta (Barcelona, Labor, 1985).. En estas circunstancias, diversas hipótesis evolutivas agrupadas bajo la denominación común de neolamarckistas fueron haciendo su aparición en escena, aunque su relación con el pensamiento original del biólogo francés fuera meramente superficial. Por una parte, se proponía la acción de variados agentes innatos causantes del cambio temporal, pero estos ya no eran de naturaleza materialista, sino metafísica y, a veces, espiritualista. Por otra, se concedía un cierto papel a la herencia de los caracteres adquiridos, principalmente la de aquellas cualidades de la naturaleza humana cuya complejidad hacía entonces difícil distinguir, y aún sigue haciéndolo, la diferencia entre dos tipos de herencia: la cultural que metafóricamente podría calificarse de lamarckista y la biológica regida por los principios mendelianos. Así, se adjudicaba la aparición de propiedades adaptadoras, en especial la inteligencia humana, a actos de voluntad con los que el organismo actuaría intencionadamente en favor de su propia adaptación. Por extraño que pueda parecer hoy, hasta que la formulación de la síntesis neodarwinista en los años treinta del pasado siglo incorporó la moderna genética al mecanismo de selección natural, darwinismo y neolamarckismo convivieron en la aparente comodidad proporcionada por una indeliberada división de poderes, de manera que los fenómenos microevolutivos solían explicarse siguiendo el primer modelo y los macroevolutivos el segundo, sin reparar en palpables contradicciones.


Poco más tarde, una teoría que podría calificarse de neolamarckista, en cuanto que preconizaba la adquisición hereditaria de los rasgos adaptadores, reemplazó a la genética como ciencia oficial de la Unión Soviética durante el segundo tercio del siglo XX. Su proponente, Trofim D. Lysenko (1898-1976), introdujo, entre otros, el concepto de «vernalización», esto es, una internalización de las condiciones ambientales que induciría a las plantas, en particular los cereales, a comportarse de manera distinta a la determinada por sus genes. En este sentido, se pretendía que, sometiendo a bajas temperaturas la semilla del cereal que se siembra en otoño, éste podría cultivarse en primavera, en el infundado supuesto de que ese tratamiento redundaría en tal aumento del rendimiento que compensaría la reducción de la cosecha experimentada tras la colectivización agraria impuesta a finales de los años veinte del siglo pasado y remediaría la general hambruna padecida en el país durante la Segunda Guerra Mundial. A pesar del total fracaso de esa práctica agrícola, con el apoyo de Stalin y la posterior tolerancia de Jrushchov se impuso una pseudociencia que perduró a lo largo de casi tres décadas (1938-1965), condenando a la genética como ciencia burguesa, prohibiendo su investigación y enseñanza, y persiguiendo a sus practicantes, que fueron silenciados, destituidos, purgados, deportados al gulag o, incluso, asesinados. La manipulación de la ciencia para satisfacer intereses políticos no es cosa nueva, y si el darwinismo social se utilizó para justificar la estratificación de la sociedad capitalista, un influjo ambiental que fuera capaz de corregir los designios de la herencia confirmaría la aspiración marxista de que una conveniente educación produciría casi de inmediato el utópico hombre soviético.

Ignorando interesadamente el fraude, el actual nacionalismo ruso trata de reivindicar a Lysenko, presentándolo como un adelantado de la moderna epigenética, esto es, de la capacidad del ambiente para modificar durante algunas generaciones la expresión de ciertos genes sin afectar al correspondiente ADN, influencia que algunos consideran que puede llegar a convertirse en hereditaria de forma permanente. Pero ni las fábulas de Lysenko tienen relación alguna con la epigenética, ni ésta niega la genética, sino que la amplía, aunque su trascendencia evolutiva no ha sido aún convenientemente explorada y no es fácil imaginar que su futura aportación pase de ser complementaria. Sin mayor peligro para la ciencia rusa, lo que se intenta ahora es reinterpretar la historia y limpiar de culpas al estalinismo, en un intento promovido por el Gobierno y la Iglesia ortodoxa que ignora la advertencia con que Lamarck concluyó sus Recherches: «Si por razones que os puedan interesar particularmente renunciáis a pronunciaros o a buscar pruebas que os permitan hacerlo, la posteridad os esperará y os juzgará»Para mayor información, véase la obra de Loren Graham, Lysenko’s Ghost. Epigenetics and Russia (Cambridge, Harvard University Press, 2016)..

Carlos López-Fanjul es catedrático de Genética en la Universidad Complutense y profesor del Colegio Libre de Eméritos. Es coautor, con Laureano Castro y Miguel Ángel Toro, de A la sombra de Darwin. Las aproximaciones evolucionistas al comportamiento humano (Madrid, Siglo XXI, 2003) y ha coordinado el libro El alcance del darwinismo. A los 150 años de la publicación de «El Origen de las Especies» (Madrid, Colegio Libre de Eméritos, 2009).
 

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