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Derecho en mano

¿Hay derecho? La quiebra del Estado de derecho y de las instituciones en España

Sansón Carrasco

Barcelona, Península, 2014

304 pp. 15,90 €

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Si la única crisis que tiene a España atenazada desde hace un lustro largo fuera la económica, la situación del país, con ser muy grave, permitiría albergar un razonable grado de esperanza en el futuro. Pues si hay algo que enseña la historia del capitalismo es que los períodos de contracción de la producción y la demanda, por terribles que sean –y el nuestro de hoy lo es sin duda alguna–, acaban dando paso, antes o después, a etapas de expansión que permiten corregir, con mayores o menores sacrificios, los desequilibrios sociales y económicos derivados de las fases recesivas. Y eso, claro está, con independencia de los pelos que en cada ocasión haya de dejarse una sociedad en la gatera para volver a vez la luz. Acontece, sin embargo, que el desbarajuste provocado por una catástrofe que no sólo ha puesto patas arriba la economía del país, sino que ha minado muy seriamente la confianza social en algunos de nuestros principales agentes económicos (bancos, sindicatos, empresarios y organismos de control, incluido el propio Banco de España, entre estos últimos), ha venido a amplificar los efectos de otra crisis –la política– que, aun siendo anterior en el tiempo a la económica, se ha agravado de forma paralela a la caída de España en el pozo de la recesión, el paro, el déficit y el hundimiento del consumo.

Esa crisis, política en el más estricto sentido de tal término, no es otra, en fin de cuentas, que la derivada de la creciente desafección de amplias capas de la población hacia el funcionamiento del régimen político español que nace tras el final de nuestra Transición. Y no hay que olvidar, en tal sentido, como ya hace muchos años señalara C. B. Macpherson en un libro llamado muy pronto a ser un clásico (La democracia liberal y su época, trad. de Fernando Santos Fontenla, Madrid, Alianza, 1982), que «lo que cree la gente acerca de un sistema político no es algo ajeno a éste, sino que forma parte de él» (p. 15). Las causas de nuestra crisis política son, desde luego, variadas, aunque, como suele ser frecuente en estos casos, resulta más sencillo enumerarlas que ordenarlas por su importancia relativa: la corrupción, en sus diversas manifestaciones, se sitúa, muy probablemente, a la cabeza de las que provocan un rechazo social incontestable, pues para millones de ciudadanos a los que están exigiéndose esfuerzos de caballo resulta sencillamente sangrante que, al mismo tiempo, algunos de quienes sostienen el discurso del sacrificio individual en pro del bien común estén metiendo la mano en el cajón del presupuesto (local, autonómico o nacional) en beneficio propio y/o de sus organizaciones partidistas. Como lo es que, en medio de una situación de paro pavorosa, los amigos personales o políticos de quienes mandan en cada uno de los niveles de poder que he referido tengan más posibilidades de colocarse, al margen de sus méritos, que quienes carecen del paraguas protector de quienes, sin ser electricistas, manejan con una soltura sorprendente los enchufes.

La corrupción –a la que los medios de comunicación prestan además una atención sobresaliente, aunque generalmente tan sectaria como lo son la mayoría de ellos–es, pues, de algún modo, la madre de todas las causas de la crisis política en que este país se hunde poco a poco, pero no constituye, ni de lejos, la única que cabe señalar. Y es que, aunque menos llamativas para el gran público, más pendiente lógicamente de sus necesidades personales que de las del régimen político que gobierna sus haciendas y sus vidas, los materiales con que está construido nuestro sistema de gobierno dan pruebas crecientes de fatiga en otros campos de notable importancia para su salud y, por ende, para su capacidad de correcto funcionamiento y de futura pervivencia. Sin pretender ser exhaustivo, el elitismo partidista, el oportunismo populista de nuestras organizaciones políticas y sindicales y de quienes las dirigen, la crisis territorial provocada por la deslealtad constitucional y la voracidad insaciable de los nacionalismos, y, last but not least, todos los problemas relacionados con la realidad práctica de nuestro Estado de derecho y la separación de sus poderes, contribuyen conjuntamente a segar la hierba debajo de los pies de una forma de gobierno y de unos modos de gobernar que están muy lejos de lo que esperan quienes creen que la democracia es algo más que el hecho de votar con periodicidad y de gozar de un amplio abanico de libertades y derechos protegidos por la ley, por muy importantes que ambas cosas puedan ser, que lo son sin ningún genero de dudas.

Sobre todo ello he de volver muy pronto, al explicitar el contenido del libro al que está dedicada esta reseña, pero no sin realizar antes una referencia, tan breve como la precedente, a las evidentes manifestaciones de una crisis política que seguro empeorará, para convertirse en sistémica, de no adoptarse con urgencia algunas medidas correctoras que resultan hoy ya tan evidentes como me temo que improbables en su realización. No hay más que seguir los barómetros mensuales realizados por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) para constatar la existencia de una clara desafección social hacia la política, los políticos y los partidos que la protagonizan. Esa desafección, que no ha hecho otra cosa que crecer durante los últimos años, en algunos casos a paso de gigante, ha ido llegando, además, como era de esperar, a muchas de las instituciones estatales (de nuevo nacionales, locales o autonómicas) que, como partidos y políticos, aparecen ya bajo mínimos en la valoración de un amplio porcentaje de los ciudadanos españoles. A ello, se añade, claro, la baja afiliación a los partidos, la abstención electoral –que tiende a crecer, salvo cuando una elección concreta está muy polarizada y/o muy abierta– y la aparición de nuevas fuerzas políticas, de signo marcadamente populista y radical, que, autodefinidas como propuestas antiestablishment, proclaman su voluntad de acabar con la política tradicional que practican quienes, despectivamente, son calificados como la «casta» del sistema. Podemos –que no es la única, pero sí representa, sin duda, la más sobresaliente manifestación de esa tendencia– ha venido muy pronto a conformase, de ese modo, como la Rebecca de Winter de la política española, si el lector me permite una comparación que puede parecer a simple vista un poco atrabiliaria. Y es que, como en la maravillosa película de Hitchcock –donde la desaparecida Rebecca no está, pero llena todo el espacio de la casa en que fue reina y señora–, también Podemos, que es apenas poco más que la expectativa que sobre su futuro marcan las encuestas, ha sido ya capaz de influir de forma decisiva en las estrategias de los dos grandes partidos españoles, que maniobran sin citar a Podemos, pero sin olvidar ni por un momento cómo podría influir su eventual consolidación en la futura dinámica del sistema de partidos español.

En una palabra, y ya para dar entrada al libro que Sansón Carrasco nos presenta, lo que se ha producido en España es una quiebra galopante de aquella suspensión de la incredulidad, a la que se refería el poeta y filósofo inglés Samuel Taylor Coleridge. En su excelente estudio sobre el surgimiento de la soberanía popular en Inglaterra y Estados Unidos, señala Edmund S. Morgan la importancia del fenómeno para la gobernación de cualquier régimen político y, entre ellos, claro está, de los de tipo democrático: «El consentimiento debe ser sostenido por opiniones. Los pocos que gobiernan se ocupan de alimentar esas opiniones. No es tarea fácil, pues las opiniones que se necesitan para hacer que las mayorías se sometan a las minorías a menudo se diferencian de los hechos observables. Así pues, el éxito de un gobierno requiere la aceptación de ficciones, requiere la suspensión voluntaria de la incredulidad, requiere que nosotros creamos que el emperador esta vestido aunque podamos ver que no lo está».

El contraste entre, por un lado, los discursos oficiales de políticos y partidos sobre el funcionamiento de nuestras instituciones democráticas y el comportamiento de quienes las encarnan y controlan y, por otro, la realidad de los hechos observables, ha hecho surgir en España –aunque no sólo en España, ciertamente– toda una literatura de diversa naturaleza (sociológica, politológica y jurídica y, fuera del mundo académico, periodística y memorialística) sobre los vicios del sistema político español y las medidas que, con más o menos urgencia, deberían ser adoptadas por quienes pueden hacerlo para proceder a corregirlos. ¿Hay derecho? se inscribe en ese contexto analítico y trata de explicar, dicho en dos palabras, algunas de las razones por las que, en relación con el funcionamiento de nuestro Estado de derecho, se ha roto en España el mecanismo de la suspensión voluntaria de la incredulidad. Sansón Carrasco –aquel Caballero de la Blanca Luna que logra vencer en sin par batalla a Don Quijote– es el seudónimo bajo el que firman el libro cinco juristas españoles, de diferente dedicación profesional: la abogada del Estado Elisa de la Nuez y los notarios Fernando Gomá Lanzón, Ignacio Gomá Lanzón, Fernando Rodríguez Prieto y Rodrigo Tena Arregui. Su tesis de partida y, al tiempo, el motivo que justifica la salida a la palestra con un libro por parte de quienes publican un blog con ese mismo título, es que en España está produciéndose un desmantelamiento del Estado de derecho, lo que, a juicio de los autores, no sólo degrada la calidad de la democracia, sino que conduce, además, a la injusticia y la desigualdad, y a la desprotección de los más débiles (p. 11).

A partir de esa tesis central, y con una prosa fluida y ágil que, con toda claridad, tiene como objetivo llegar a un amplio abanico de lectores, la obra se centra en una pluralidad de vicios y deficiencias de nuestro régimen político que tienen en común, en casi todos los casos, su capacidad de pervertir en mayor o menor grado el correcto funcionamiento del Estado de derecho, constantemente reivindicado por la clase política española como clave de arco de su acción y degradado sin desmayo en la realidad de su práctica política e institucional. Nos encontramos, así, con problemas que han estado no sólo en el debate político y periodístico, sino que ocupan, además, como ya antes he apuntado, a intelectuales de diversa procedencia profesional e ideológica: la politización de la justicia, la lotización de las agencias independientes y de diversos organismos de control (entre ellos, el Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial), la corrupción, el favoritismo de los poderes públicos hacia los poderosos o el declive en la profesionalización de la Administración. Y todo ello con un telón de fondo, que es el que explica en gran medida la mayoría de los problemas que hoy presenta nuestro Estado de derecho, según los autores de la obra que comento: el que determina, de una parte, el mal funcionamiento de uno de los principios basilares del Estado constitucional (el de la separación de poderes); de la otra, la desmesurada extensión del poder de los partidos, que, aunque indispensables para la marcha de cualquier sistema democrático digno de ese nombre, han acabado por colonizar instituciones donde no deberían estar y por pervertir el funcionamiento de otras que controlan hasta desvirtuar su naturaleza.

¿Hay derecho? trata de todo lo apuntado, aunque es cierto que, de resultas de esa pretensión de sus autores de que no se les quede fuere del tintero ni uno solo de los grandes problemas políticos que hoy tenemos en España, la obra resulta en ocasiones un poco deslavazada y falta de la necesaria coherencia, deficiencias ambas que, creo, se derivan de la voluntad de abarcar más de lo que puede dar el brazo. Buena prueba de ello es que las mejores páginas del libro son, a mi juicio, las dedicadas precisamente a aquello sobre lo que los autores, en tanto que juristas, pueden hablar con un conocimiento de causa más sólido y profundo. Los apartados tercero, cuarto, quinto y decimotercero –dedicados, respectivamente, al claro exceso y a la profunda dispersión de la actividad legislativa, a la mala calidad técnica de las leyes, al incumplimiento de las leyes que les resultan molestas por parte de los mismos poderes públicos que obligan a los particulares a obedecerlas («Las leyes son para los otros») y, en fin, a la desigualdad social en la aplicación de las normas– están, sin duda, entre lo mejor y más brillante de la obra, pues sus autores describen con una valentía y una claridad inusuales fenómenos (vicios, en realidad) que conoce todo el que se mueve en ese mundo. Igualmente excelentes son las reflexiones dedicadas a los males que aquejan a nuestra administración de justicia y al funcionamiento del poder judicial, a los que se dedican los apartados séptimo («O es independiente, o la justicia no es justicia»), octavo («Aunque sea independiente ¿es justicia si es arbitraria y llega tarde?») y noveno («Otra forma de abordar los conflictos jurídicos»). Y no menos interesante resulta, en fin, el apartado sexto, que, bajo el título de «La administración desencadenada» analiza los muchos y muy importantes problemas originados en el mal funcionamiento de los controles internos de legalidad característicos de un eficiente Estado de derecho o en el declive de la función pública como básico instrumento de limitación y control del poder público.

La brillantez y profundidad en el análisis no es la misma, sin embargo, cuando los autores de La quiebra del Estado de derecho y de las instituciones en España, preciso subtítulo del libro, pasan a ocuparse de cuestiones que tocan ese objeto central de forma más o menos tangencial, cuestiones, además, que, según es fácil observar, no pertenecen al mundo de sus conocimientos profesionales más cercanos. Es el caso del apartado dedicado a la reforma de la Constitución (segundo), o del centrado en la crisis de nuestro modelo territorial (décimo), partes del libro donde reflexiones lúcidas y acertadas se mezclan con lugares comunes y propuestas de solución más ingenuas que efectivas. Ello no obsta, sin embargo, para que el libro de Elisa de la Nuez, los hermanos Fernando e Ignacio Gomá Lanzón, Fernando Rodríguez Prieto y Rodrigo Tena Arregui deba ser considerado en su conjunto una aportación de gran valor al debate sobre las reformas institucionales que España necesita, gran parte de las cuales proceden de los vicios y quiebras de nuestro Estado de derecho que tan certeramente se apuntan en este ¿Hay derecho?

Pero en España, por desgracia, vivimos desde hace muchos meses «encerrados con un solo juguete», por decirlo con el título de la novela inaugural de Juan Marsé. Aquí ya sólo hay espacio para hablar del llamado problema catalán, que se agrava a medida que va ocupando la totalidad de una agenda pública que ha acabado por estar completamente al servicio de los delirios y obsesiones de un grupo de políticos que se sienten con derecho a monopolizar todo el debate nacional, debate en el que nunca han llegado a entrar, del que han desaparecido o en el que ocupan un raquítico lugar muchos de los desafíos esenciales para la salud de nuestra democracia de los que se ocupa este libro corajudo y necesario. Les recomiendo que lo lean. No se arrepentirán.

Roberto L. Blanco Valdés es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Santiago. Algunos de sus últimos libros son La Constitución de 1978 (Madrid, Alianza, 2003), Nacionalidades históricas y regiones sin historia (Madrid, Alianza, 2005), La aflicción de los patriotas (Madrid, Alianza, 2008), La construcción de la libertad: apuntes para una historia del constitucionalismo europeo (Madrid, Alianza, 2010), Los rostros del federalismo (Madrid, Alianza, 2012) y El laberinto territorial español. Del cantón de Cartagena al secesionismo catalán (Madrid, Alianza, 2014).

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Ficha técnica

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