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El jilguero

Donna Tartt

Barcelona, Lumen, 2014

Trad. de Aurora Echevarría

1.143 pp. 24,90 €

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Hacia la página trescientas de El jilguero, la última novela de Dona Tartt (Mississippi, 1963), flamante premio Pulitzer de Narrativa 2014, comienza un largo capítulo durante el cual el libro parece de pronto transformarse en un animal distinto de lo que parecía. De ser, digamos, un faisán disecado debajo de una urna de cristal, hermoso pero muerto, se transforma de pronto en un famélico coyote del desierto, vivo y hambriento. Doscientas páginas que nos hacen soñar con lo que podría haber sido. Nuestro protagonista, Theo, un niño de trece años de Nueva York que hasta hace poco vivía con su madre divorciada, se muda a Las Vegas con su padre, un alcohólico y adicto al juego y a los tranquilizantes. Inician una nueva vida en una casa con permanente aire acondicionado, dentro de un complejo de viviendas en su mayoría abandonadas tras su construcción. La luz del desierto, la calidad de ciencia ficción de los atardeceres, las casas vacías, el aburrimiento, el silencio de los grandes espacios, el sonido de la televisión en otra parte de la casa. La escritura de Tartt alcanza aquí momentos de particular incandescencia; la prosa y la narración adquieren algo de inevitable, como si estuvieran al servicio de una historia que necesita ser contada, y se abren suavemente ciertas compuertas misteriosas, esas compuertas que todo novelista se pasa la vida tratando de abrir. Theo, bastante olvidado por su padre y por la novia de este –una cabeza hueca cocainómana que responde al nombre de Xandra–, entabla amistad con Boris, un fascinante chico ucraniano de accidentada y aventurera vida. Hay algo inolvidable en la amistad de estos dos, algo genuino y sorprendentemente hermoso. Se emborrachan sin parar, se pelean, toman drogas, tratan de sobrevivir en habitaciones sucias y revueltas de adolescente, en un colegio elitista, vagando por el desierto, en un mundo extraño y vagamente hostil. Se quieren como dos hermanos, como dos amantes. Una noche, hacia el final de este luminoso y triste remanso de algo más de doscientas páginas, los dos amigos, en medio del creciente y siniestro caos de sus vidas, toman LSD en un parque para niños en el desierto, «y en un momento dado, ya entrada la noche, mientras nos colgábamos de las barras y nos salían lluvias de chispas de la boca, tuve la revelación de que la risa era luz, y la luz risa, y que ese era el secreto del universo». Retrospectivamente, ese parece el momento culminante no sólo de la triste existencia de Theo, sino de esta sin duda ambiciosa y demasiado larga novela.

Pero retrocedamos al principio. Es Theo Decker quien nos cuenta la historia en primera persona. Tras una breve prolepsis en la que lo vemos como un adulto encerrado en un hotel de Ámsterdam, presa de una ansiedad y una desesperación cuyo origen aún no conocemos, comienza la historia un día lluvioso en Nueva York. Theo vive con su madre en Manhattan. Ambos están muy unidos y ella es el gran amor y la gran obsesión de Theo durante toda la novela: «En su compañía todo cobraba vida; irradiaba en torno a ella una luz dramática tal que ver cualquier cosa a través de sus ojos era verla con colores más brillantes de lo normal»; «Mi madre era guapa, además. Esto es casi secundario, pero lo era». Es energética, sensible, inteligente, moderna, sexy. Escucha a la Velvet Underground, a Nirvana y a Shostakóvich. Le gustan Edith Wharton, Salinger y Desayuno en Tiffany’s. Es una estudiosa frustrada del arte holandés, trabajó como modelo al llegar a Nueva York, tuvo una de esas novelescas infancias femeninas del Medio Oeste (soledad, praderas, caballos amados). En su bloque de vecinos, los porteros la adoran porque es la única que les trata como a seres humanos. Esa fatídica mañana nublada, ambos se dirigen al colegio de Theo porque este se ha visto implicado en un lío relacionado con pequeños hurtos en casas de los Hampton. Cuando les sorprende la lluvia en la Quinta Avenida, se refugian en el Met. En el museo hay una exposición temporal de arte holandés. La madre quiere entrar a ver su cuadro favorito, El jilguero, una diminuta obra maestra de Carel Fabritius, que fue discípulo de Rembrandt y maestro de Vermeer. Madre e hijo se separan en las salas del museo. En ese momento, se produce un atentado terrorista. La adorada madre de Theo muere en la explosión, pero su hijo sobrevive y, por alguna razón (la confusión del momento, las palabras de un moribundo, la voluntad de Donna Tartt), se lleva el cuadro de Fabritius consigo, que encuentra casualmente a su lado, entre los escombros.

A partir de aquí, comienza la novela dickensiana de Tartt (porque hay varias novelas en El jilguero, solapándose y estorbándose mutuamente). Resuenan ecos de Grandes esperanzas, de Oliver Twist o de La tienda de antigüedades. Theo es acogido por los Barbour, la familia de su amigo Andy, en su elegante piso del Upper East Side. Todo se cierne, oscuro y amenazante, sobre el pobre huérfano. También empieza a frecuentar la tienda de antigüedades Hobart y Blackwell. En los instantes posteriores a la detonación de la bomba, entre los cascotes humeantes, un desconocido moribundo (el mismo que le instó, medio delirando, a que se llevase el cuadro de Fabritius) le tendió un antiguo anillo y, antes de morir, le dijo una misteriosa frase: «Hobart y Blackwell. Toca el timbre verde». Cuando Theo vaya a devolver el anillo a la tienda (que tiene un único timbre, de color verde), conocerá al señor Hobart, Hobie, que se dedica al noble arte de restaurar muebles antiguos y que, al mismo tiempo, cuida de una guapa huerfanita que resultó herida en el atentado y que responde al muy británico y nada neoyorquino nombre de Pippa.

Hay varios temas que se desarrollan de forma un tanto accidentada. El amor por los objetos («Lo que ocurre es que, si cuidas algo lo suficiente, cobra vida propia. ¿Y no es ese el propósito de los objetos, de las cosas hermosas, ponerte en contacto con una belleza más grande?»), la culpa (durante todo el libro, Theo lucha con su síndrome de estrés postraumático y con la certeza de ser el responsable de la muerte de su madre), la idea del robo, el arte como salvación, la posibilidad de ayudar a los otros, la posibilidad de salvarnos de alguna forma mediante nuestros actos o de condenarnos por ellos.

Todo esto está muy bien, es a menudo entretenido y hasta resulta emocionante en varios lugares. Además, Tartt es una fascinante escritora, inmensamente culta, de una enorme sensibilidad y con una gran capacidad para la plasmación de nítidos detalles sensoriales y para animar los procesos mentales o abstractos con el bulto sanguíneo de las imágenes vivas, todo en la gran tradición realista estadounidense, a pesar de la tendencia a lo bombástico, a lo un punto demasiado prolijo; a pesar de la abundancia de expresiones tópicas y/o cursis, del tipo de «Cuando me sonreía, yo creía tocar el cielo con las manos»; a pesar de los frecuentes pasajes y episodios meramente genéricos; a pesar de cierto tufo en ocasiones a prosa de workshop: «ella era tan elegante, briosa y brillante como un caballo de carreras». El problema es que nada de esto resulta creíble, porque todo es una pura entelequia literaria y el lector no puede creer de forma sostenida en todo este paisaje cambiante, en todos estos entrantes y salientes personajes. Sentimos que esa Nueva York de colores marrones oscuros, vinosos, gastados, ricos, esa Nueva York con olor a muebles venerables y a brandy añejo, de gélidas millonarias con su corazoncito, de artesanos asexuados salidos de la Inglaterra victoriana que acogen en su casa a huérfanos desconocidos, de niños superdotados del Upper East Side (sacados del Salinger de la saga de los Glass y de Wes Anderson) y de sencillos y noblotes porteros que defienden a los niños de sus propios padres, es tan solo una extendida fantasía que no llega a cobrar entidad propia, a ratos fugazmente vívida, pero, más a menudo, tenue como una telaraña. No es más que un marco, un terreno propicio para que Tartt despliegue sus dotes descriptivas y su gusto por el pastiche. Cada vez que entra en escena un personaje, la acción se detiene, como en los viejos tiempos, para que le echemos un detenido vistazo de los pies a la cabeza, y todos esos personajes y todos los lugares recuerdan a alguien o a algo de la década de 1880, o de 1943, o del siglo XVIII, o de los años veinte, o a Ebenezer Scrooge. En el Ámsterdam del siglo XXI, cada lugar y cada personaje recuerda a alguna pintura holandesa del siglo XVI. Hay páginas y páginas sobre muebles antiguos, sobre restauración de muebles antiguos, sobre compras y ventas de muebles antiguos, y la autora pone toda su energía y todos sus recursos para que entremos en ese mundo, pero sus esfuerzos son excesivos y terminan abrumando al lector.

Por otro lado, hay un continuado problema de punto de vista en la primera parte. No es creíble que este niño de trece años perciba las cosas que percibe. Su percepción y su sensibilidad son, exactamente, las de una mujer de mediana edad extraordinariamente culta y poseedora de una atención por los detalles cultivada durante décadas (conoce las marcas, los estilos artísticos, los perfumes, los licores, los libros…). Tomemos el siguiente pasaje: «Recordé el día en que apareció sofocada y feliz con aquella exacta edición de Frank O’Hara [una primera edición de Meditaciones en una emergencia], la cual asumí que había encontrado en Strand, ya que no teníamos dinero para algo así». ¿Cómo sabe un niño de doce años (la edad de Theo en ese momento) cuánto cuesta una primera edición de Frank O’Hara? ¿Cómo sabe en qué librería habría posibilidades de encontrarla por un precio inferior? ¿Cómo sabe cuánto dinero tienen él y su madre?

Después viene la estupenda parte de Las Vegas, y todo ese mundo pseudoneoyorquino, fantasioso y un poco pesado, queda atrás y por un momento parece, como decíamos más arriba, que el libro pudiera convertirse en otra cosa. Y, sin embargo, más tarde Theo vuelve a Nueva York, y se produce una elipsis de once años, y hay una vaga trama criminal que, a todas luces, se alarga más de lo recomendable, hay una parte final en Ámsterdam agónica y angustiosa en varios sentidos. En toda esa segunda parte, es el MacGuffin del cuadro de Fabritius lo que, de forma artificial, hace avanzar la historia. Todo lo demás está al servicio de ese hilo que tira de nosotros hacia el final. Hacia la página seiscientos comienza a faltarle aire a la novela, la trama se aprieta y ya todo es expectación y pases de manos durante cientos de páginas a la espera de la solución final. El libro se desvienta y se queda plano, tan pegado al relieve de la artificiosa trama que no queda espacio para nada más. Para cuando aparece esa discoteca invadida por la mafia rusa, sacada directamente de una serie de televisión o de Grand Theft Auto IV, ya todo está perdido.

Pero es que también en lo estrictamente referido a la trama hace agua El jilguero. Parece un error invertir tanto interés, tanta carga emocional en la pintura de Fabritius, que al fin y al cabo no es más que un objeto inanimado. Las continuas alusiones y reflexiones de que es a menudo objeto resultan (es cierto que no siempre, hay un par de pasajes memorables al respecto) inconvincentes, tópicas y borrosas, y parecen tener únicamente la misión de recordarnos que el MacGuffin sigue ahí, que la novela sigue teniendo un hilo conductor, que realmente merece la pena seguir leyendo. Y no es la única parte importante de la trama que no está integrada orgánicamente en la novela. ¿Por qué la bomba en el museo? ¿Qué buscaban los terroristas? ¿Qué tienen que ver con Theo, con los Barbour, con el cuadro de Fabritius? ¿Cómo es posible que no vuelva a decirse nada del atentado en cientos y cientos de páginas? Al lector le queda la desagradable sensación de que la bomba es una mera excusa para matar a la madre de Theo, y es que eso es exactamente lo que es. En cuanto a los dos motores argumentales que arrastraban la atención del lector, el destino del cuadro mismo y el interés romántico de Theo (Pippa, su tercera obsesión, después de su madre y del cuadro), todo se resuelve por sí solo, fuera de escena, y más de un lector habrá tirado el libro por la ventana en un arranque de desesperación antes de llegar a ese larguísimo, confuso y algo desconcertante monólogo de las últimas páginas, en el que Tartt parece intentar apresuradamente explicar y atar todas las implicaciones interpretativas que se desprenden de la triste, muy triste, historia de Theo.

De cualquier forma, más de la mitad del libro puede constituir un entretenimiento bastante satisfactorio. A ratos está muy bien escrito y, como hemos sugerido, el capítulo de Theo y Boris en Nevada casi justificaría la lectura del libro entero. Sin embargo, al terminar la lectura, me pregunto si tiene ya sentido, para un escritor con verdaderas ambiciones artísticas, intentar escribir una novela de este tipo de corte clásico, «realista», lineal y ferozmente ajustada a una trama. Incluso cuando es buena, hay algo vagamente insatisfactorio que me recuerda a cierta sensación que me dejan algunos libros de Michael Chabon o de Jonathan Franzen, dos escritores, de todas formas, superiores a Tartt.

Una breve nota sobre la traducción: sorprende la gran cantidad de inexactitudes, infidelidades, descuidos, soluciones torpes y pifias de toda clase. El lector se ve a menudo distraído por las frases incomprensibles, los usos extraños y los obvios errores que invaden el texto. Algunos ejemplos escogidos al azar: «God, that was close», dice el original, que podríamos traducir como «Dios, faltó poco», o «Dios, qué poco ha faltado», aparece como «Uf, de qué poco ha ido». La novela de Sebald Los anillos de Saturno aparece mencionada como Los aros de Saturno. Leemos que unos porreros buscan en Ámsterdam una «cafetería» para colocarse (en lugar de un coffee shop, en cualquier idioma). Una chica «hot» (que «está buena», diríamos en español), en la traducción es una chica «muy cachonda». Leemos, con alarma, que el señor Barbour «miró al techo con los ojos en blanco» («rolled his eyes to the ceiling»). Dos adolescentes se despiden, en el original, diciéndose uno al otro «later», que en inglés de Estados Unidos es una contracción de «see you later» (en español, «hasta luego»), y en la traducción se dicen absurdamente uno a otro: «Luego». En lugar de «veremos qué podemos hacer» («we’ll look into it»), leemos «miraremos de arreglarlo». Y así todo.

Ismael Belda es escritor y crítico literario.

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