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El fanatismo según Voltaire

El fanatismo o Mahoma el profeta

Voltaire

Oviedo, KRK, 2016

Trad. de Eladio de Pablo

187 pp. 19,95 €

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Aunque pueda chocarle a una posteridad que lo asocia más que nada a los escritos dialécticos y de combate de su madurez (Tratado sobre la tolerancia, Diccionario filosófico, etc.), sus contemporáneos celebraron en Voltaire ante todo al poeta (La Henriada) y al dramaturgo. Cuando, poco antes de morir, en 1778, al volver a la capital tras muchos años de alejamiento en su propiedad de Ferney, París lo aclamó en una auténtica apoteosis, eligió como escenario la Comédie-Française, donde se estrenaba su última obra teatral, Irène, recién escrita. Su primer gran éxito, allá por 1718, cuando no había cumplido aún los veinticinco años, fue una tragedia, Edipo, y a lo largo de toda su vida, con asiduidad, cultivó el teatro, constituyendo parte no pequeña de su ingente producción. Todo ello es congruente no sólo con su aspiración al reconocimiento académico y el éxito, sino con las preferencias sociales de un público urbano con recursos y tiempo de ocio para frecuentar los teatros y cuya ampliación y consolidación coincide cronológicamente con la vida de Voltaire. Su aplicación a la literatura dramática fue determinante para su entrada en la Academia francesa en 1746 (además, claro, de las consabidas intrigas y de alguna otra cosa, como luego se dirá). Contarse entre los inmortales no era para él cuestión de vanidad, que también, ni sólo conveniencia para mejor resguardarse de sus enemigos. Era un objetivo lógico cuando el mundo cultural y artístico estaba tan severamente reglamentado e intervenido como en la Francia neoclásica, y se pensaba en el teatro y la literatura en general como instrumento para cambiar el fundamento de los principios morales y la mentalidad social, o los corazones, como dirían sus contemporáneos.

Hasta cierto punto, esto constituía una suerte de extensión del esquema propio de la dramática didáctica escolar jesuítica, con su urdimbre alegórica, su fondo moralizador y su tono elevado. No en vano el joven François-Marie Arouet había conocido sus primeros éxitos como alumno de Louis-le-Grand. El mecanismo podía ser el mismo, pero para enaltecer no la vida edificante de los santos o la superioridad de las virtudes teologales, sino la moral racionalista o la transigencia. De forma que no habría habido disonancia entre el campeón del filosofismo y el escritor neoclásico. Aun más, el teatro podía ser en sí mismo un reto al rigorismo cristiano, puritano, jansenista o católico. Un ejercicio moralmente reprobado, por más que pujante, y por ello ocasión de situaciones reveladoras de la irracionalidad de las rutinas obscurantistas, una de las cuales contribuyó mucho a arraigar el anticlericalismo de Voltaire. Adrienne Lecouvreur fue una de las principales figuras de la Comédie-Française. Interpretó un papel del Edipo, cuyo autor debió de ser uno de sus amantes, y fue persona muy conocida en París. Cuando murió, siguiendo el antiguo canon que negaba la sepultura en sagrado a los comediantes, el arzobispado impidió que se la enterrase en un cementerio, y hubo de serlo, por intervención de Voltaire y otros admiradores, en una campa a las afueras de la ciudad. Cosas de ese tipo eran las que encendían su ánimo combativo y agrio.

El fanatismo o Mahoma el profeta no es de las obras más conocidas de su autor. La escribió en el castillo de Cirey, la propiedad de la marquesa de Châtelet, donde ambos convivieron en las décadas de 1730 y 1740, una época de mucha importancia para la producción voltaireana. Se interesaba por entonces, guiado por su amante, en la física newtoniana como fundamento de una visión mecanicista del mundo que, desmintiendo la narración bíblica, fundamentase la existencia de un relojero divino, custodio distante de la maquinaria del cosmos. Pero el drama que toma al profeta árabe como pretexto no está muy lejos de aquellas inquietudes. De él se vale para cuestionar no el dogma, sino las maneras y comportamientos del clero. El fanatismo que señala no es el musulmán, que la cultura ilustrada, quintaesenciándolo en el poder otomano, daba por descontado, sino el del clero cristiano, y el católico en particular. El profeta es tan solo remedión de la obra que, atacando abiertamente la intransigencia y el apasionamiento del clero cristiano, jansenista o papista, no podía o no se arriesgaba a poner en escena. Llegado el caso, Voltaire podía ser un panfletista anticlerical de mucho talento. Lo demostraría incontables veces, pero Mahoma, como alegoría o traslación, nada tiene de panfletario en su hechura. Se trata de una pieza construida con todo el rigor formal que requería la tragedia neoclásica y que no perdona ninguno de sus elementos: caracteres definidos y antagónicos; pasiones desatadas y maldad truculenta frente a rectitud inflexible; lascivia incontenida frente a amores púdicos; anagnórisis asombrosas y, naturalmente, muertes violentas puñal en mano. Todo ello, de más está decirlo, con estricto respeto a las unidades de tiempo, lugar y acción. Y, por descontado, los personajes son abstracciones o paradigmas más que otra cosa.

El argumento resumido lo deja ver. Mahoma se dispone a ocupar La Meca, a cuyas puertas está su ejército, y maquina matar a su jeque, Zopir, quien gobierna con prudencia y altura de miras. La Meca que Voltaire pergeña es, políticamente, casi un remedo de la Venecia oligárquica y republicana que tanto subyugó el ideal de gobierno ilustrado hasta que se generalizó la admiración por el parlamentarismo británico; Zopir, casi la encarnación del gobernante ilustrado. Mahoma, en cambio, aunque dignificado por su discurso elocuente y su magnetismo personal, supone la ambición y la ausencia de escrúpulos. En él, el deseo de poder se aúna con la pasión por la esclava Palmira, a quien Zopir protege con afecto y a quien pretende, correspondiéndole ella, el esclavo Saíd. Mahona persuade a Saíd para que mate a Zopir, prometiéndole que tendrá a Palmira, y así lo hace aquél, apuñalándolo. Antes de expirar Zopir se descubre no sólo que es el padre de su verdugo, sino que también lo es de Palmira. Saíd pretende vengarse y trata de soliviantar a la multitud, pero, previamente envenenado por Mahoma, muere mientras el profeta, que ya cree suya a Palmira, contempla cómo ella se quita la vida con la misma arma utilizada para apuñalar a Zopir. Mientras, el pueblo se retira dócilmente, porque el fanatismo que Voltaire reprueba es el de individuos con poder, especialmente religioso, y no el de las masas, que la experiencia de los comportamientos colectivos durante los dos últimos siglos podría hacer considerar hoy, tal vez, más temible.

Por alejados que ambos géneros parezcan, hay mucho en esa trama que recuerda a las historias truculentas de la mala literatura anticlerical de la época. El Mahoma de Voltaire, codicioso y lujurioso, no es muy distinto de los confesores o superiores de conventos que nunca faltan en aquellos relatos. Como ellos, es calculador y tortuoso; como ellos, hipócrita y pérfido; como ellos, acusa a otro, Saíd, del crimen que urden e instigan; como ellos, pretende que se tome como protección del Cielo el éxito de sus intrigas; como ellos, abusa de su poder y lo blande frente a quienes quieran resistirlo; como ellos, se vale de la religión para sus fines. Ese Mahoma no es sólo fanático: es también, y primordialmente, inicuo y opresor. El hecho de que se interpretara a Mahoma como un símbolo de la religión pudo constituir uno de los motivos de la corta carrera en cartel de la obra. Estrenada en provincias en 1742, sólo se representó en Paris tres días, retirándola su autor en previsión de que lo fuera por las autoridades, y no volvió a presentarse hasta 1751. Eso no quiere decir que fuese olvidada: tuvo dos ediciones inmediatas autorizadas por el autor (Bruselas, 1742; Ámsterdam, 1743) y varias fraudulentas. En la segunda mitad del siglo se imprimió habitualmente entre las compilaciones del autor, normalmente con el título El fanatismo, que llevó desde su segunda impresión. La cautela de Voltaire al retirarla tras su estreno en París pudo estar relacionada con sus maniobras para ingresar en la Academia. Y lo mismo puede ser, en parte al menos, explicación de uno de los más llamativos aspectos relativos a la circulación de la obra.

Desde la segunda edición el texto llevó una dedicatoria a Federico II de Prusia, con quien tanto lazos, aunque no eternos, trenzó Voltaire; ese texto es todo un dilucidario de la obra y de las intenciones del autor. También una suerte de salvaguardia por tan alto patrocinio. Más llamativo es que, un par de años después, en 1745, Voltaire, en una breve dedicatoria en la que se decía «uno de los más ínfimos fieles, pero uno de los mayores admiradores de la virtud», ofreciese la obra al papa Benedicto XIV, quien le respondió inmediatamente por carta aceptando el ofrecimiento. No puede excluirse que lo que pretendiese con ello fuese mofarse, aunque no sólo. Cuando dedicatoria y carta se cursaron, en el verano de 1745, Voltaire andaba empeñado en un nuevo intento de sentarse por fin en la Academia, y para muchos de quienes podían facilitarlo esa distinción pontificia no dejaba de tener su peso. Por ello, el destinatario, que logró su objetivo unos meses después, hizo cuanto pudo para que la carta se conociese, y no dejó de imprimirla en ediciones posteriores de su tragedia. Benedicto XIV, por otro lado, fue seguramente el pontífice más culto y abierto de su siglo, alguien a quien sería difícil tomar por fanático y lo suficientemente avisado como para no dejarse confundir por alguien de quien sabía cuanto le interesaba saber. De modo que la razón de ser de aquel peculiar intercambio de cortesías quizá tenga que ver más con las complejidades de la vida política y religiosa en la Francia de Luis XV, tensionada por el jansenismo, que con una simple chufla. Ya es más difícil no verlo así en la carta con que, a su vez, Voltaire agradeció la del pontífice, diciéndose obligado a reconocer la infalibilidad papal en decisiones literarias lo mismo que en cosas de mayor enjundia.

La edición aquí reseñada se basa en la de 1825 (París, Dondey-Dupré), con la introducción y notas del arabista Jean Humbert y una presentación histórica del crítico Éduard Lepan, si bien se omiten algunos elementos, como las cartas a Benedicto XIV, y su respuesta, y la nota a la edición de 1743. Se trata de un paratexto, sobre todo las notas de Humbert sobre la verosimilitud de las situaciones o las reacciones de los personajes, provechosas tal vez para los interesados en la teoría de la interpretación dramática del neoclasicismo tardío, pero cuyo olvido pocos más lamentarían. Fernando Savater presenta el texto y Eladio de Pablo lleva a cabo una traducción impecable con versificación que mantiene mucho de la sonoridad y la fuerza del original. La impresión, por último, es modelo de pulcritud y corrección.

Demetrio Castro es catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos de la Universidad Pública de Navarra. Sus últimos libros son Burke. Circunstancia política y pensamiento (Madrid, Tecnos, 2006) y Antroponimia y sociedad. Una aproximación sociohistórica al nombre de persona como fenómeno cultural (Pamplona, Universidad Pública de Navarra, 2014).

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