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El anti-Hessel, o la necesidad de lo obvio

Ética de urgencia

Fernando Savater

Barcelona, Ariel, 2012

163 pp. 14 €

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Advertía Paul Johnson de ciertos momentos en la historia de la humanidad en los que resulta preciso defender lo obvio. Y parecía apostillarle Orwell cuando constataba, en pleno auge de los totalitarismos: «Ahora hemos caído a tal profundidad que la actualización de lo obvio es el primer deber de los hombres inteligentes». Parece estimar Fernando Savater, hombre inteligente sin lugar a dudas, que atravesamos por uno de esos momentos que reclaman el ejercicio lúcido, nunca excesivamente perogrullesco, de defender las obviedades éticas más incontrovertibles desde que el hombre empezó a pensar cómo debía vivir conforme a su naturaleza.

En su último ensayo, titulado significativamente Ética de urgencia, Savater vierte el vino viejo de la sabiduría tradicional –casi de refranero– en los odres nuevos de la coyuntura social, política, económica, crítica en fin, de nuestra España actual. Con vocación pedagógica confesa, el autor ofrece su perfil más profesoral y menos académico para reflexionar en torno a fenómenos de efectiva urgencia como la corrupción política y financiera, el utopismo del 15-M, la intimidad amenazada por la invasión tecnológica, la necesidad de una regulación antipiratería en Internet, las contradicciones del capitalismo y la maleabilidad que asegura su vigencia –mediatizada por un Estado que garantice el pacto social redistributivo de la riqueza–, la prevención ante el desencanto primerizo por el sistema de representación democrática, etcétera. Como se ve, se trata de asuntos que interesan principalmente –aunque no sólo– a los jóvenes, porque a ellos está destinado este opúsculo que quiere ser «un complemento y prolongación» de aquella exitosa Ética para Amador que hace más de veinte años logró elevarse a manual canónico para impartir la asignatura de Ética en los colegios no confesionales de España e Hispanoamérica. El libro, de hecho, no es más que la transcripción estilizada de las socráticas conversaciones mantenidas por el autor con los inquietos alumnos de los institutos San Isidro y Montserrat de Madrid, y Virgen del Pilar de Zaragoza.

Siguiendo a Johnson y a Orwell, pero salvando las distancias –por muy apocalíptica que nos salude la prensa cada mañana– con las atrocidades sin par del siglo XX, Savater parte del principio certero de vestirse despacio cuando se tiene más prisa, es decir, de reivindicar la calma del pensamiento en mitad de la zozobra coyuntural si de lo que se trata es de ahorrarse la farsa de repetir la historia. La erudición acreditada por el autor eleva este opúsculo moral muy por encima del género de la autoayuda al uso, pero su registro debido a la simplicidad escolar lo aleja de la categoría filosófica –dentro de su carácter divulgativo– de obras como La conquista de la felicidad, de Bertrand Russell, un autor muy del gusto del que nos ocupa, por cierto. Tanto Russell como Savater coinciden en el fundamento exclusivamente racional de la moral, pero el didactismo descarado del vasco nos deja con las ganas de una lectura más enjundiosa y un estilo más rico, máxime por cuanto lo sabemos muy capaz de producirlos.

Resulta imposible, en todo caso, discrepar de las verdades del barquero de Fernando Savater, y esa es la utilidad de esta herramienta de innegable eficacia instructiva. La llaneza constituye una ventaja en el registro didáctico del ensayismo. La cabeza del filósofo más conocido del país sigue funcionando sobre la madera basta del tópico con ritmo y precisión de aizkolari. Y van apilándose como leña las buenas ideas, el combustible del aprendizaje. Así, la ética como contrapartida de la libertad humana fundada en la empatía, lo que nos distingue de los animales. El déficit de atención infantil como primer caballo de batalla de nuestros maestros, en liza con el bombardeo constante de estímulos audiovisuales. La pérdida de la capacidad argumentativa, «médula del pensamiento», por culpa del abuso de Twitter o de la proliferación del examen tipo test. El desinterés del político en la educación a largo plazo de sus administrados. La reivindicación del secreto gubernamental frente al falso robinhoodismo sensacionalista de WikiLeaks. La necesidad de poner peajes a la cultura online so pena de ver extinguidas las vocaciones insolventes del artista y el intelectual. La ingeniería genética como enemiga de la igualdad jurídica e instauradora de la jerarquía huxleyana entre fabricante y fabricado. La validez de la verdad moral en sus decisiones y consecuencias –no sólo en la abstracción del imperativo kantiano–, y la higiene del relativismo en lo opinable. La ventaja económica del hombre culto sobre el meramente sensitivo, que ha de gastar el doble en divertirse que quien sabe disfrutar leyendo en su habitación. La sobrevaloración de la originalidad, la espontaneidad y la juventud frente a la evidencia formativa de la ejemplaridad humana. La falacia del marco a la hora de enjuiciar racionalmente la bondad o no de una determinada cultura, a despecho del rousseauniano e igualitarista enfoque multicultural. La contaminación sentimental, contradictoria, en el debate sobre los toros, cuya especie se extinguiría en cuanto se prohibiese la fiesta. La salvedad positiva del 15-M como toma de conciencia –«si no te metes en política, la política se meterá contigo»- y también su intransitividad resolutiva, la puerilidad de su hartazgo respecto del modelo de democracia representativa que tanto desearía ese otro 80% del planeta que vive bajo regímenes dictatoriales. La defensa de la Unión Europea, que ha cumplido su misión de asegurar la paz y la prosperidad. La democracia como estado eternamente perfectible, en constante demanda de vigilancia para reconducir su deterioro. La religión cristiana como primer movimiento en la historia que pudo constituirse en fuente de moralidad a través del revolucionario significado de su dogma: Dios encarnado en hombre para asumir su limitación y cargarse de legitimidad como modelo moral (si bien Savater deja claro el agnosticismo constitucional de su propuesta ética). La pérdida de legitimidad del juez Garzón y el fin aún incierto de ETA también reciben cumplida exposición.
Savater ofrece así una suerte de antídoto al pancismo intelectual del tal Hessel que la indocta indignación invocaba en la Puerta del Sol. Incurre, si acaso, y por ponerle un pero, en un exceso de alegre ingenuidad marca de la casa en explicaciones ideales del tipo de: «Los políticos tienen el poder que les damos los ciudadanos, y sólo durante el tiempo que acordemos dárselo». Lo cual supone soslayar la vigencia fáctica de una partitocracia de listas cerradas. Pero otras veces lo compensa con un antipopulismo que desarmará a los jóvenes de gota jacobina, como cuando asigna la primera responsabilidad del estallido de la burbuja inmobiliaria no a la desregulación trapacera de los bancos, sino a la avaricia de los particulares. El saldo final, articulado a fuerza tanto de matices comprensivos como de ejemplos patentizadores, aconseja entregar este libro al cerebro en formación incluso de más de un periodista.

Jorge Bustos es licenciado en Teoría de la Literatura por la Universidad Complutense, aunque ejerce el periodismo, de la crónica parlamentaria a la tertulia deportiva y la crítica literaria, en La Gaceta, entre otros medios. Actualmente prepara una antología de crónicas periodísticas en la editorial Ciudadela.
 

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