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La Resistencia plural

Combatientes en la sombra. Una nueva perspectiva histórica sobre la Resistencia francesa

Robert Gildea

Barcelona, Taurus, 2016

Federico Corriente

645 pp. 33,90 €

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La historia de la Resistencia francesa durante la ocupación alemana (1940-1944) comenzó ya durante la contienda, pero se solidificó y alcanzó su forma canónica muy pronto. En la hegemónica memoria gaullista, toda Francia, salvo un puñado de traidores, había resistido: una minoría con las armas en la mano y la gran mayoría con su apoyo moral y complicidad. La elaboración de este relato sirvió para curar las heridas de la división de un país que, como Italia, había vivido meses al borde de la guerra civil tras el desembarco de los aliados. Junto a esta memoria impulsada desde el poder, coexistió durante décadas la memoria comunista, que, corriendo un tupido velo sobre los dos años de pacto germano-soviético, presentaba el aval de sus decenas de miles de fusilados y de haber sido, sin duda, la facción política más golpeada por la represión nazi y del régimen títere de Vichy. Ambas memorias coincidían en un patriotismo y patriarcalismo que silenciaba la aportación de los extranjeros y las mujeres a la Resistencia, como prueba la lista de los treinta y ocho mil reconocidos como Compagnons de la Libération, de los que el 81% eran oficiales en servicio, sólo un 5%, extranjeros, y un 0,6%, mujeres. Zarandeados por el colapso del comunismo en Europa y por el cuestionamiento de la figura del general De Gaulle, esos dos relatos dominantes no fueron sustituidos en la memoria colectiva por uno más inclusivo y matizado, sino que, desde mediados de los años ochenta, dejaron su lugar al paradigma que veía la Segunda Guerra Mundial no desde la perspectiva de la Resistencia y la lucha contra el invasor, sino desde la del Holocausto, con el paso al primer plano del papel de la víctima, que exige una unánime adhesión humanitaria, sin suscitar las divisiones que los héroes y traidores de esa época no pueden dejar de plantear.

Robert Gildea, profesor en la Universidad de Oxford, es un especialista en estos años oscuros de la historia francesa, a los que ya dedicó hace quince años su libro Marianne in Chains. In Search of the German Occupation, 1940-1945, trabajo para el cual se entrevistó con decenas de resistentes y familiares de los mismos. El libro actual, traducido al español un año después de su publicación en inglés y antes que su edición en francés, aporta una visión de conjunto necesaria sobre un capítulo de la historia europea sobre el que existe escasa bibliografía en español, y que tiene en cuenta gran parte del inmenso magma de su bibliografía gala.

Como no podía ser menos, los primeros capítulos del libro describen los esbozos iniciales de oposición a la dominación alemana y al régimen del mariscal Pétain. En lo que es una declaración de intenciones, el libro se abre con el testimonio de Madeleine Riffaud, resistente comunista, que aunaría las vertientes de compromiso con la palabra y la acción (autora del poemario El puño cerrado [Le Poing fermé], pero también ejecutora de atentados personales a las fuerzas de ocupación) y que desmiente el papel de meras auxiliares que suele atribuirse a las mujeres de la Resistencia, a quienes dedica un capítulo aparte, donde se evidencian los prejuicios que tuvieron que vencer quienes, como Jeanne Bohec o Agnès Humbert, quisieron tomar las armas contra los alemanes. Algo tuvo que ver la contribución de las mujeres para que en 1944 se aprobara el sufragio femenino en Francia, mucho después que en Gran Bretaña, los países escandinavos o incluso España (durante la Segunda República).

Gildea recorre el amplio espectro de personas que se rebelaron tempranamente y se incorporaron a la Francia Libre del general De Gaulle o comenzaron a larvar movimientos de oposición en el interior: desde aristócratas cercanos a la Action Française como Emmanuel d’Astier de la Vigerie, fundador del movimiento Libération-Sud, a obreros de largo compromiso comunista como Charles Tillon o Pierre Georges, futuro «coronel Fabien». Gildea deja clara la importancia de los judíos, como Léo Hamon (de nombre real Lew Goldenberg, miembro de Ceux de la Résistance y que llegaría a ser vicepresidente del Comité de Liberación de París), Pierre Villon (Roger Ginsburger, hijo de un rabino, uno de los dirigentes del Comité de Acción Militar y del Comité Nacional de la Resistencia), Raymond Aubrac (Raymond Samuel, otro de los fundadores de Libération-Sud), Hélène Mordkovitch, Robert Salmon (fundadores del movimiento y periódico clandestino Défense de la France), Jean-Pierre Lévy (fundador del movimiento y periódico clandestino Franc-Tireur), Jacques Bingen, Pierre Villon o Artur London («Gérard»), por mencionar sólo algunos de los más destacados, cuyos nombres de guerra a veces ocultaban una identidad judía que había influido de modo decisivo en su rechazo por igual de Hitler y Pétain, y que muestra una reacción combativa distinta al papel de víctima que se asocia con la judeidad europea. Como declara Gildea, a partir de los años noventa, «la historia que se contaba sobre los judíos era sobre estos como víctimas, no como resistentes; la cuestión de los judíos como resistentes […] se había eclipsado del recuerdo» (p. 219).

Por desgracia, no puede decirse lo mismo respecto a la atención que presta este libro a la participación de los españoles republicanos exiliados en las acciones de resistencia, que no es silenciada, pero sí tratada sólo puntualmente junto a la de otros grupos minoritarios (judíos sionistas, alemanes antinazis) y sin hacer justicia a su relevancia cuantitativa y cualitativa. Así, se pasan por alto nombres fundamentales como los de Conrado Miret Musté («Lucien»), que dirigió numerosas acciones de sabotaje contra el invasor y, arrestado en noviembre de 1941, morirá bajo la tortura sin revelar su nombre, por lo que no podrá ser juzgado junto a sus veintisiete camaradas en el «proceso de la Maison de la Chimie». Más grave aún resulta que se presente la ejecución del oficial Alfonse Moser, de la Kriegsmarine, por Pierre Georges el 21 de agosto de 1941 como el primer atentado personal a las fuerzas de ocupación. Aunque fueran acciones con menor repercusión, ya el 13 de agosto de 1941, Maurice Le Berre y el español Albert Manuel habían acuchillado a un alemán en la Porte d’Orléans. Tres días después, en Burdeos, el argentino Juan Arhancet, al mando de un grupo de españoles, hirió de muerte a un oficial alemán con un destornillador. En 1942, y tras la ocupación de la «zona libre» por los alemanes, el primer alemán abatido en la zona sur será un guardia de las SS en Limoux, acción realizada en diciembre de 1942 por un grupo de republicanos españoles, hechos todos ignorados por Gildea. Lastrado por su ignorancia del castellano, que le ha hecho dejar al margen las publicaciones y documentos de archivo en nuestra lengua y depender exclusivamente de los trabajos de Geneviève Dreyfus-Armand sobre el exilio español y de algunos testimonios escritos en francés (como el de Vicente López Tovar), resulta, con todo, extraño que el autor británico no haya tenido en cuenta al menos los libros de su compatriota David W. Pike sobre los comunistas españoles en Francia, destacadamente In the Service of Stalin. The Spanish Communists in Exile, 1939-1945, publicado por la Universidad de Oxford, a la que pertenece el profesor Gildea.

Los capítulos centrales se ocupan de los intentos de coordinación de la Resistencia. Estos no fueron nada fáciles, en primer lugar por la división en cuanto a la conveniencia de los atentados personales iniciados por los comunistas dadas las desmedidas acciones de represalia por parte de los nazis. Por otra parte, era muy diferente la actitud respecto al régimen de Pétain por parte de los resistentes. Algunos, más bien conservadores, como Henri Frenay (fundador y líder de Combat), hasta bien avanzado 1942 no habían perdido su fe en un supuesto «doble juego» del mariscal. Otros, ya fuera por su filiación laica y de izquierdas, o por su judaísmo, desde el principio aborrecieron la contrarrevolución del Estado Francés y fueron más lúcidos respecto a su política de colaboración con el Tercer Reich. Sin olvidar las inevitables ambiciones personales de los distintos candidatos a líderes de una Resistencia unificada, a lo que Robert Gildea se refiere como «enfrentamientos entre los machos alfa de la Resistencia» (p. 146).

El autor engloba en el concepto de «Resistencia» tanto a la oposición interior como a la Francia Libre, que en rigor no puede ser llamada «resistencia», sino que fue la reconquista de Francia desde el exterior y como fuerza secundaria de los Aliados. Por eso se trata a renglón seguido cómo evolucionaba la situación para De Gaulle, que fue bastante precaria hasta 1942 por la muy mayoritaria fidelidad de las tropas coloniales a Pétain, lo que se saldó con sendos fracasos en Senegal y Siria, donde apenas el 15% de las tropas optaron por la Francia Libre. Una diferencia, entre resistencia interior y Francia Libre, que estaba bien clara para los protagonistas, pues, como recuerda Gildea, el BCRA (Bureau Central de Renseignements et d’Action), centro de inteligencia dirigido en Londres por el coronel Passy (André Dewavrin), distinguía netamente entre «réseaux [redes], con agentes enviados por nosotros» y «movimientos de resistencia nacidos espontáneamente en Francia» (p. 129). La distancia que separaba las aspiraciones de la Resistencia, que incluía «un ideario de reforma política», como expresara Christian Pineau, socialista y líder de Libération-Nord, y la concepción sólo militar de De Gaulle, quedó patente en la primera entrevista entre ambos (p. 136), aunque finalmente estuvieran destinados a entenderse y el segundo tuviera que hacer concesiones a una izquierda que, cuantitativamente, era muy superior en efectivos resistentes.

Más aún cuando, con el pacto de los estadounidenses con las fuerzas de Vichy en el norte de África, la posición del general rebelde quedaba muy en entredicho. Los estadounidenses, hostiles a De Gaulle, mantuvieron al almirante Darlan y situaron al reaccionario general Giraud como el otro hombre fuerte tras el desembarco en Argelia y Marruecos. Noviembre de 1942 fue, en efecto, «la bisagra», como la llama Robert Gildea, cuando los resistentes vieron, perplejos, cómo los norteamericanos preparaban «la posibilidad de liberar Francia a la vez que se mantenían intactas las instituciones y el personal de Vichy» (p. 268). Es decir, una liberación sin liberación, que no llegó a buen puerto por dos motivos: la acción del joven estudiante Fernand Bonnier de la Chapelle, que el día de Nochebuena de 1942 mató de dos tiros al almirante Darlan (y fue fusilado dos días después por decisión de Giraud, que mostraba así estar mucho más cerca de Pétain que de los resistentes) y la torpeza del propio Giraud frente a la habilidad de De Gaulle, que con el estancamiento de los alemanes en Stalingrado y la entrada en guerra de Estados Unidos sabía que el Eje ya no podía ganar la guerra y que la colaboración de Vichy con el Tercer Reich lo condenaba a desaparecer con él.

A la altura de junio de 1943, con los nazis en retirada en el Este y una Resistencia unificada en el Consejo Nacional de la Resistencia gracias al esfuerzo de Jean Moulin, la oposición a Pétain y al invasor estaba en su apogeo y, como dice Gildea, «de haber permanecido en pie esta estructura, Francia podría haber contado con una liberación que hubiera obligado a marcar el mismo paso a la resistencia interna, a las fuerzas externas y a los Aliados con vistas a un acuerdo político de gran envergadura» (p. 297). Unos pocos sucesos, sobre todo la captura y posterior muerte de Jean Moulin y Pierre Brossolette por sendas delaciones, hicieron tambalearse todo lo conseguido, precisamente cuando la Resistencia comenzaba a crecer rápidamente, a partir de que el Servicio de Trabajo Obligatorio hiciera susceptible de ser enviado a trabajar en las fábricas de Alemania a todo varón de entre dieciocho y cincuenta años, no sólo produciendo armamento para el enemigo, sino con una nada despreciable probabilidad de morir, paradójicamente, bajo las bombas de los aliados.

El verano de 1944, en los dos meses y medio que duró la liberación de Francia a partir del desembarco de Normandía, convirtió a la Resistencia a la vez en masiva y peligrosa. Los alemanes en retirada recurrieron por primera vez a los métodos del Este, con ejecuciones masivas en Tulle, Saint-Genis-Laval u Oradour-sur-Glâne, y no fue menos brutal la acción de la Milicia Francesa, convertida en fuerza auxiliar de los nazis. Tragedias como las de Vercors o Glières pusieron de manifiesto lo imposible de una liberación del pueblo francés por sí mismo, siguiendo el ejemplo yugoslavo. La tensión crecía entre las tres partes involucradas: los resistentes eran partidarios en su mayoría de una insurrección nacional que acompañara la liberación e iniciara una renovación social; para los aliados, la prioridad era llegar cuanto antes a Alemania y no tuvieron empacho en bombardear ciudades francesas, causando sesenta mil muertos; en cuanto a De Gaulle, temía que la liberación diera paso a la toma de poder por parte de los comunistas y su prioridad era asumir las estructuras de Estado lo antes posible. De hecho, «el general rebelde» enfrió muy pronto los ánimos de los resistentes que lo habían idolatrado en la distancia. De Gaulle los trató con displicencia, cuando no los humillaba, integrándolos en malas condiciones en las tropas que seguían combatiendo, y excluyó de casi cualquier reconocimiento a los extranjeros. La vuelta al orden organizada por De Gaulle también excluía a las mujeres, a las que se prohibió formar parte del nuevo ejército.


Quizás en ningún momento quedó tan claro el abismo entre las esperanzas de renovación de los resistentes y las ideas del general De Gaulle como en la réplica que dio a Philippe Viannay, fundador del movimiento Défense de la France, cuando éste le explicó que «Francia está madura para toda clase de cambios. Francia posee una elite valiente que ha surgido de manera espontánea y que está lista para comprometerse de nuevo». De Gaulle le cortó en seco: «Francia no es un país que comienza. Es un país que continúa» (p. 428). Esa ficción de una continuidad que negaba la ruptura y la vergüenza de los años de ocupación sirvió tanto para afianzar el poder gaullista como para redimir a quienes fueron cómplices, activos o pasivos, de los invasores. Todo ello a costa, claro, de los verdaderos resistentes, cuya vida posterior, en general, no correspondió a sus esperanzas tras la liberación, desgarrados por las purgas estalinistas y anticomunistas primero, y por la guerra de Argelia después.

Frente a otras síntesis históricas recientes de la Resistencia, como las de Laurent Douzou u Olivier Wieviorka, la mayor virtud de este libro es poner al alcance de un público general, de una manera amena y explicitando los referentes obvios para el lector francés, una visión de la Resistencia que deja claro que ésta «movilizó sólo a una minoría de franceses» (p. 252), mientas que la inmensa mayoría aceptó la ocupación alemana y el régimen de Pétain, muy popular durante sus inicios. Dada la importancia de la participación extranjera, Gildea propone que «sería más acertado hablar no tanto de la Resistencia “francesa” como de la resistencia en Francia» (p. 253). Por otra parte, Gildea, y en esto sí coincide con la mayoría de historiadores franceses, peca de un galocentrismo que, al ocultar otros puntos de referencia, tiende a ensalzar más que a relativizar las hazañas de los resistentes franceses. Cuando hace años conté a un amigo polaco que estaba trabajando en un libro sobre la Resistencia en Francia, replicó despectivo: «Allí no hubo resistencia». Desde luego, la sensación de aventura que transmiten los testimonios de muchos resistentes franceses (no de los extranjeros, ya hostilizados) se explica por la benevolencia, salvo en las últimas semanas, de los soldados alemanes, empeñados en parecer «correctos», una conducta incomparable con su despiadado proceder en la Europa del Este, donde masacres como la de Oradour no fueron la excepción, sino la norma. Una mirada transversal a lo que fue la resistencia en Yugoslavia, la Unión Soviética, Polonia o Grecia, serviría para desmitificar ciertas historias. Por otra parte, en esos países la propia brutalidad de los invasores alentaba a la oposición y, frente a la sumisión generalizada en Francia, cobran más valor el ejemplo vital de quienes, como Jean Moulin, Pierre Brossolette, Berty Albrecht, Jean Cavaillès, Missak Manouchian o Celestino Alfonso, supieron decir no.

Mario Martín Gijón es profesor de Didáctica de la Lengua y la Literatura en la Universidad de Extremadura. Es autor, entre otros, de los libros Una poesía de la presencia. José Herrera Petere en el surrealismo, la guerra y el destierro (Valencia, Pre-Textos, 2009), Los (anti)intelectuales de la derecha en España. De Giménez Caballero a Jiménez Losantos (Barcelona, RBA, 2011), La patria imaginada de Máximo José Kahn. Vida y obra de un escritor de tres exilios (Valencia, Pre-Textos, 2012) y La Resistencia franco-española. Una historia compartida (1936-1950) (Badajoz, Diputación Provincial, 2014).

 

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