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Cocretas, verdugas, testigas, michelines, y otras curiosidades sobre el uso y la historia de las palabras

Más que palabras

Pedro Álvarez de Miranda

Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2016

272 pp. 22,50 €

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Hablar un idioma tiene algo que ver con la interpretación de una partitura. El intérprete ejecuta la partitura tratando de ajustarse a la composición, o no, como sucedía con el pianista Glenn Gould. Y los aficionados a la música saben que una misma sonata es interpretada de manera diferente por cada intérprete, aunque aparentemente suene igual.

En el idioma hay también modelos. La palabra modelo significa aquí una disposición u organización dada de sonidos, palabras y frases. Un idioma es un conjunto de modelos. Los modelos pueden ser gramaticales –que, en sentido estricto, constituyen la sintaxis– y léxicos, constituidos por la forma de las palabras del idioma. Los hablantes, como los intérpretes, ejecutan la partitura de acuerdo con esos modelos.

La analogía se detiene aquí, porque, a diferencia de una partitura, los modelos que emplean los hablantes no son necesariamente los mismos. Un idioma es un conjunto abierto, ilimitado, de actos de discurso donde los hablantes –en el caso del español, más de cuatrocientos millones, dispersos geográficamente– actualizan constantemente el idioma. Y ello produce variación. Tal variación es normal, pues el acto de discurso, el hablar, es, además, voluntario y creativo. Esto puede cambiar los modelos. Ni las pronunciaciones son las mismas ni los modelos gramaticales se realizan de forma idéntica, y ni siquiera los significados y el acento de las palabras coinciden en los hablantes. La suma o agregado de los actos de discurso realizados sin una consciencia clara forma el idioma. Y, misteriosamente, se constituye un acuerdo entre los hablantes que, sin ninguna autoridad central, hace posible la comunicación, a pesar de la variación. Este proceso es similar a la manera en que se constituyen otras instituciones sociales, como el mercado, donde el consumidor es soberano. También en el comportamiento verbal el hablante es soberano, sólo que su soberanía está limitada por la de otro hablante con quien quiere comunicarse. Esto lleva lógicamente a un equilibrio de soberanías que, en último caso, hace posible que en una comunidad idiomática los hablantes se entiendan porque terminan hablando más o menos igual.

Si un idioma es el reino de la libertad movido por una mano invisible, no es menos cierto que, como sucede con el mercado, son necesarias algunas leyes para que funcione eficientemente. Y es aquí donde interviene la mano visible de los gramáticos, que tratan de ordenar la actuación de los hablantes.

El libro de Álvarez de Miranda ofrece algunos ejemplos de lo que acabo de decir. Estudia con gran erudición palabras que oscilan en su forma gramatical , pero que suenan algo desviadas del modelo, como «modisto» frente a «modista»; «verduga» frente a «verdugo», o desviadas del modelo de pronunciación («cocreta» frente a «croqueta»), o bien oscilan en su ortografía sin razón aparente («linóleum», pero «tedeum»), o adoptan un nuevo significado («café», «antofagasta», en el sentido de «pelma»).

El autor ofrece razones a favor o en contra de la práctica de algunas de esas palabras. Además, el libro contiene explicaciones amenas y comprensibles de algunas frases idiomáticas, como «peras al olmo», «aceptar pulpo como animal de compañía» y «pasarlas moradas». No olvida algunos solecismos, como las construcciones de infinitivo del tipo que oímos en «Finalmente, añadir que…» o «señalar que…», consideradas como español comanche. Tal español no está ausente ni en las facultades de Filología, en una de las cuales aparecía un cartel con la indicación de «cerrar las puertas», con el infinitivo por imperativo (que la nueva gramática académica censura en 42.3q), en vez de «cierren, por favor, las puertas» o «cerrad las puertas».

No me resisto a referir algunos de los artículos como una invitación a la lectura del libro, que cualquier lector común (en el sentido de Virginia Woolf, alguien que lee razonablemente y con cierto candor, sin estar atiborrado de erudición) estoy seguro de que disfrutará. Veamos el caso de «cocreta», que se puede oír junto a «croqueta». La primera forma puede condenar a su emisor al fuego del infierno por quien dice la segunda, considerada como normativa. Pero no hay ninguna razón fonética o de modelo fónico que impida decir «cocreta». El español de Honduras tiene «cacreco» (mueble desvencijado), y sigue ahí. Lo mismo sucede con «cocodrilo», cuya letra r se ha desplazado –por un proceso muy conocido por los lingüistas– desde su primitiva posición en «crocodilo», forma que existió en español. El caso de «cocodrilo» lleva al autor a una reflexión bastante sensata sobre las normas (p. 85): «mostrar casos como este ayuda a relativizar las cosas; o dicho de otro modo, que iluminar los problemas desde la historia de la lengua debería llevar a la convicción de que no merece la pena rasgarse las vestiduras por casi nada».

Pero no siempre es así. En el capítulo «Quedarse solo», el autor trata del uso de los demostrativos («este», «aquel»), y de «todo» y «mucho» como adjetivos concurriendo con nombres de género femenino que comienzan por una «a» acentuada. En este contexto, es frecuente la práctica de muchos hablantes de emplear la forma del masculino: «esta agua», «aquel alma», «mucho hambre». Incluso pueden escucharse expresiones como «todo este agua sucio». El modelo o «ley» de la gramática pide la forma del femenino para toda la frase: «esta agua» o «aquella alma». Pero la razón gramatical se ve alterada por la influencia del modelo que el hablante tiene en su cabeza y que dispone la conversión del artículo femenino «la» en masculino ante esos nombres: «el agua» pasa a ser «el agua», etcétera, y este modelo puede extenderse a todos los adjetivos que concurren con «agua». El proceso es muy conocido entre los especialistas del español, y este no es el lugar de tratarlo. El modelo «artículo masculino seguido de nombre femenino que comienza por “a” acentuada» es muy frecuente por el mayor uso del artículo. Esta mayor frecuencia de uso acaba imponiéndose a otras unidades que concurren en la misma posición, como los demostrativos. Esta acción analógica es bien conocida y actúa como impulsora del cambio lingüístico. Pero Álvarez de Miranda no es en este caso tan tolerante (p. 111), y nos dice que como profesor de Lengua se ve obligado a corregirlo, ya que, dice, no todo vale.

Y aquí topamos con lo que, en mi opinión, es como el cantus firmus del libro: la norma lingüística que pretende dirigir el uso o práctica del idioma. Si la práctica de un idioma es un acto libre y voluntario, y los hablantes creativos y soberanos, surgen preguntas muy relevantes que se han estudiado en la literatura filosófica y lingüística: ¿está el acto de hablar sometido a normas distintas de las «leyes» – reglas constitutivas– de la gramática que posee el hablante en su cabeza? ¿Hay lugar para la intervención del «Estado» –sea el profesor o la Academia– en el comportamiento verbal del hablante?

Álvarez de Miranda, si no lo interpreto mal, oscila entre el normativismo y la tolerancia. He dicho normativismo para evitar las palabras purismo y purista. La pureza en los tiempos que corren es un estigma. Esto lo ha reflejado bien el autor en el capítulo «Nadie es purista». En él da en el clavo cuando compara el purismo con el racismo. ¿Quién se atreve hoy a declararse racista? (Bueno, quizá Donald Trump.) En este capítulo, el autor destaca lo que saben los lingüistas de todos los pelajes: que las palabras y construcciones que ayer no fueron normativas, hoy sí lo son. Pero, volviendo a la norma lingüística: la norma existe, bien como recomendaciones que hace la institución académica en la Nueva Gramática de la Lengua Española, bien como gustos o preferencias idiomáticas de los grupos dominantes en algún aspecto (periodistas, escritores, profesores, políticos, etc.) .

Si las normas, tácitas o explícitas, existen, cabe preguntarse: ¿son ellas capaces de actuar como reglas constitutivasEn el sentido de Kant (Crítica de la razón pura, B571 y ss.), reglas que constituyen o crean una actividad, como las reglas del fútbol o del ajedrez. y poder fundamentar la gramática? La respuesta es no. Por ello surge un conflicto permanente entre normativistas (o legalistas) y anomalistas, que se estableció al menos desde el filósofo griego Crisipo en el siglo III a. C. De estos conflictos entre uso idiomático y leyes gramaticales han surgido causes célèbres en la gramática del español, como la de las construcciones con «se»  («se reparan bicicletas»), consideradas por algunos incorrectas, frente a «se repara bicicletas», considerada por ellos como la correcta. Esta causa ha ocupado a bastantes gramáticos del español en el siglo XX. Incluso el renombrado lingüista danés Otto Jespersen llegó a mencionar el problema.

Álvarez de Miranda menciona una construcción menos célebre pero interesante: «mucho mayor cantidad» (la legal) frente a la anómala «mucha mayor cantidad». El autor asigna a «mucho» en la primera la categoría de adverbio, que, al ser invariable, no puede concordar con el sustantivo cantidad, de género femenino.

¿Cómo es posible que las leyes se infrinjan? Este es, creo yo, el problema al que la teoría lingüística debería dar una respuesta convincente y aceptable, y así evitar la duplicidad que continuamente se le presenta al gramático, movido entre la Escila de las leyes de la gramática y la Caribdis del uso. Hoy la tendencia general es reconocer que las «leyes» de la gramática son vulnerables sin afectar a la comunicación. La idea de que existen «leyes» gramaticales rígidas que se ocuparían de definir la estructura gramatical de una oración, y así definir mediante condiciones necesarias y suficientes qué es una «oración gramatical» ha quedado en suspenso o ha sido abandonada. En este caso, la gramática debería ser mucho más permisible, y aceptar, si no todo, sí casi todo, hasta el límite de la comunicabilidad o de la comprensión por hablantes y oyentes. Las normas, en esta situación, serían superfluas.

Las leyes gramaticales son vulnerables por varias razones. Una de ellas radica en que en el acto de hablar intervienen fuerzas psicológicas del hablante que alteran a veces el diseño de la frase previa al acto de hablar. Así, en el caso de «mucha menor cantidad» puede que el hablante altere la concordancia porque el sustantivo «cantidad» es la palabra importante de la frase y así atrae a «mucho», que, como adjetivo, admite la variación de género. Ahora bien, la vulnerabilidad de las leyes gramaticales no significa que un idioma, en cuanto institución social, como lo es el Derecho, no contemple el aspecto normativo en casos que pueden traer consecuencias, pues el uso del idioma tiene efectos tanto jurídicos como económicos. Las leyes son enunciados escritos sometidos a interpretación, y tanto el diccionario como la gramática son utilizados por los jueces en los fallos judiciales. La existencia de un diccionario normativo facilita la tarea de los jueces y de los abogados. En el caso de los efectos económicos, también la existencia de normas idiomáticas para la lengua escrita permite que el idioma sea eficiente en las transacciones comerciales. Y, en términos generales, la norma idiomática escrita hace posible una comunicación rápida y barata entre hablantes.

En suma, en el libro de Álvarez de Miranda, además de informarnos de la curiosa historia de algunas palabras del español, que estoy seguro de que divertirá a sus lectores, hay más que palabras. Aquí se aborda abiertamente el problema crucial y enrevesado de la norma gramatical, que subyace a las explicaciones que ofrece, y que tanta importancia tiene para la lengua española.

Ángel Alonso-Cortés es catedrático de Lingüística General en la Universidad Complutense. Sus últimos libros son El fantasma de la máquina del lenguaje. Por qué el lenguaje no es un autómata (Madrid, Biblioteca Nueva, 2005) y la tercera edición, revisada y ampliada, de Lingüística (Madrid, Cátedra, 2015).
 

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