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Tras la pista de los nazis

Cazadores de nazis

Andrew Nagorski

Madrid, Turner, 2017

Trad.: Equipo Turner

460 pp. 28 €

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Cuando cerramos los ojos y conciliamos el sueño, los monstruos salen de su escondite y comienzan a hostigarnos. Durante mi adolescencia, el Dr. Szell aparecía una y otra vez en mis pesadillas, acercándose con un torno dental en la mano para torturarme despiadadamente. Interpretado por Laurence Olivier, el Dr. Christian Szell era la versión cinematográfica del tristemente célebre Dr. Josef Mengele en Marathon Man (John Schlesinger, 1976). Dos años más tarde, Olivier cambiaba radicalmente de papel, interpretando al famoso cazador de nazis Simon Wiesenthal en Los niños del Brasil (Franklin J. Schaffner, 1978). En esa ocasión, Gregory Peck asumía el reto de ponerse en la piel del sádico médico de Auschwitz. Peck sobreactuaba, convirtiendo al personaje en un monigote siniestro. Inspiraba miedo, pero no tanto como Olivier, más contenido y creíble. No me ruboriza admitir que a veces me deslizaba entre las sábanas, sobrecogido por la perspectiva de encontrarme con el Dr. Szell. Por entonces yo tenía catorce años y había sufrido desagradables experiencias en la consulta del dentista, lo cual tal vez explica que la escena de la tortura con un torno dental protagonizada por un feroz Olivier y un aterrorizado Dustin Hoffman se alojara sólidamente en mi inconsciente. Con el paso de los años, he comprendido que mis penalidades en el sillón del dentista no influyeron tanto como un fenómeno sociológico que ha afectado a varias generaciones: la interiorización progresiva del nazismo como expresión del mal absoluto.

Auschwitz ya es un arquetipo del inconsciente colectivo. Nadie ignora lo que sucedió entre sus alambradas. No es la primera matanza de la historia, pero su crueldad resulta especialmente intolerable en el contexto de la cultura europea, cuna de las sociedades libres, plurales y democráticas. Parecía inimaginable que una barbarie semejante aconteciera en una civilización que había liquidado el Antiguo Régimen, convirtiendo a los súbditos en ciudadanos. Nunca me ha parecido convincente la tesis de Adorno y Horkheimer, que atribuyen a la razón ilustrada un potencial destructivo cuyo alcance se materializa en los campos de concentración. Me parece grotesco afirmar que el Siglo de las Luces puso los peldaños que condujeron a Auschwitz. Tampoco creo que el Gulag y el Lager constituyan acontecimientos similares. Hannah Arendt sostiene que los nazis rendían un culto místico a la Naturaleza, donde sólo sobrevive el más fuerte, mientras que los comunistas profesaban una fe ciega en la Historia, cuya dialéctica exige la supresión de los enemigos del pueblo. Hay una importante diferencia. La ingeniería del Lager no se conformaba con eliminar a los disidentes políticos, principal objetivo del Gulag, sino que pretendía alterar el concepto de humanidad con argumentos biológicos y raciales. No se mataba a los individuos por sus actos, sino por su presunta inferioridad ontológica. Esta filosofía homicida marcó un hito en la historia del Derecho, obligando a los juristas a crear los conceptos de genocidio y crímenes contra la humanidad, sin plazo de prescripción y sujetos a jurisdicción internacional.

Esa revolución jurídica quedó amortiguada por la historia. Después de los juicios de Núremberg, comenzó la Guerra Fría y la determinación de juzgar y condenar a los criminales se enfrió notablemente, pues se consideró que la prioridad no era hacer justicia, sino luchar contra la Unión Soviética, que había dividido Europa con un infame Telón de Acero. Surgieron entonces los cazadores de nazis, que dedicaron todas sus energías a localizar a criminales de guerra escondidos en Oriente Medio o Latinoamérica o, lo que era más escandaloso, perfectamente integrados en sus países de origen y, en algunos casos, ocupando cargos políticos.

El periodista y escritor Andrew Nagorski (Edimburgo, 1947) ha realizado una minuciosa labor de investigación para relatar un capítulo especialmente polémico y doloroso de nuestra historia reciente. Era un trabajo necesario que exigía pasión, compromiso y cierta sobriedad en un tema que podía naufragar en el sensacionalismo y lo morboso. Con un estilo ágil, preciso y eficaz, ha reconstruido –entre otros? los casos de Adolf Eichmann, Klaus Barbie, Aribert Heim, Rudolf Höss, Ilse Koch, Josef Mengele, Erich Priebke, Jon Demjanuk y Kurt Waldheim. Sus tenaces perseguidores han caído en un inmerecido olvido. Hoy día, sólo se recuerda a Simon Wiesenthal y tal vez al matrimonio Klarsfeld. Nagorski nos recuerda la paciencia, el coraje y la tenacidad de los cazadores de nazis, que permitieron detener y juzgar a una pequeña –pero significativa? representación de los asesinos. En algunos casos, la iniciativa partió de los juristas. El juez y fiscal Fritz Bauer desempeñó un papel decisivo en la captura de Eichmann y en los juicios celebrados en Fráncfort contra el personal militar y administrativo de Auschwitz. William Denson, fiscal jefe del ejército de los Estados Unidos, logró duras sentencias contra los comandantes y guardianes de Dachau, Mauthausen, Buchenwald y Flossenbürg. En noventa y siete casos, se dictó pena de muerte en la horca.

Benjamin Ferencz, fiscal en el juicio contra los jefes de los infames Einsatzgruppen, envió al cadalso a Otto Ohlendorf, que había dirigido el asesinato de cien mil judíos, gitanos y partisanos. Doctor en Derecho y Economía, Ohlendorf nunca ocultó que sus pelotones de fusilamiento habían disparado contra mujeres y niños. Durante el juicio, alegó que siempre había procurado actuar con humanidad, prohibiendo que los niños fueran separados de sus madres para ser ejecutados. Ordenó a sus hombres que los fusilaran juntos, preferiblemente abrazados, pues de ese modo ahorraban munición y evitaban escenas de histerismo. Desechó asfixiar a sus víctimas con el monóxido de carbono de los camiones, pues cuando se abrían los vehículos, los soldados se topaban con un espectáculo muy desagradable: vómitos, heces, sangre, cuerpos retorcidos y arañados. Las balas eran más limpias y eficaces. Ferencz visitó a Ohlendorf poco antes de su ejecución, buscando un gesto de humanidad o arrepentimiento. Cuando le preguntó si necesitaba algo, el SS Gruppenführer le contestó que los judíos estadounidenses algún día recibirían su merecido. Ferencz se despidió con un escueto: «Adiós, señor Ohlendorf». Thomas Harris confesó que se había inspirado en Ohlendorf para crear al personaje de Hannibal Lecter en su novela El silencio de los corderos (1988).

Durante la posguerra iniciada en 1945, las dictaduras latinoamericanas proporcionaron asilo a los criminales nazis, a veces utilizando sus servicios para organizar la eliminación de sus adversarios. Esa circunstancia justifica que agentes del Mossad, el servicio secreto israelí, se desplazaran a Buenos Aires de incógnito y secuestraran a Adolf Eichmann, un alto funcionario nazi que planificó y coordinó la deportación masiva de los judíos europeos a los campos de exterminio. Isser Harel y Rafi Eitan dirigieron una operación que desembocó en el proceso del siglo, con Eichmann testificando en Jerusalén ante un tribunal israelí. La oposición a la pena de muerte no impide comprender que Primo Levi, víctima y testigo de la barbarie de Auschwitz, y Hannah Arendt, que se libró de un destino similar gracias a su huida a Estados Unidos, justificaran la condena, alegando que Eichmann había perdido el derecho a vivir en la comunidad humana, después de enviar a millones de inocentes a las cámaras de gas.

La congresista demócrata Elizabeth Holtzman creó una Oficina de Investigaciones Oficiales para privar de la nacionalidad norteamericana y expulsar de Estados Unidos a los nazis que habían logrado esconder su pasado, iniciando una nueva vida con una identidad falsa. Allan Ryan continuó su labor, sin ocultar que el gobierno a veces había colaborado con los fugitivos, a cambio de sus servicios. Eli Rosenblaum le sucedió en el cargo y, como consejero del Congreso Mundial Judío, lideró la campaña contra Kurt Waldheim, antiguo secretario general de Naciones Unidas y candidato a la presidencia de Austria. El juez y fiscal polaco Jean Sehn elaboró el primer relato detallado del funcionamiento de Auschwitz e interrogó a Rudolf Höss, el comandante del campo, logrando convencerle para que escribiera una larga y detallada confesión. Höss cifró en casi dos millones el número de víctimas de Auschwitz, cifra que la posteridad ha rebajado a la mitad. La confesión finalizaba con un repugnante comentario: «Nunca comprenderán que yo también tenía corazón». Se ha dicho que la confesión fue forzada, que no refleja la realidad, que sólo es propaganda aliada o sionista, pero lo cierto es que Höss se muestra orgulloso de su labor, proporciona toda clase de detalles y afirma sin rubor que su trabajo en Auschwitz constituyó la cima de su carrera profesional.

Simon Wiesenthal y el matrimonio Klarsfeld ?compuesto por Beate, alemana e hija de un oficial de la Wehrmacht, y Serge, judío francés de origen rumano cuyo padre murió asesinado en Auschwitz? aventajan en popularidad al resto de los cazadores de nazis. Su fama ha corrido paralela a las polémicas que han despertado sus actos, particularmente en el caso de Beate, que en 1968 abofeteó en público al canciller de Alemania occidental, Kurt Georg Kiesinger, destacado militante del partido nazi durante la dictadura hitleriana. Wiesenthal sobrevivió a Mauthausen y en 1947 fundó el Centro de Documentación Judía en Viena, que serviría de embrión de una red internacional dedicada a la búsqueda y captura de nazis. Se lo acusó de exagerar sus éxitos y su tibieza en el caso de Waldheim produjo perplejidad. De ideas conservadoras, no le agradaba que la persecución de los nazis se asociara a posiciones de izquierda radical, como sucedía con el matrimonio Klarsfeld, simpatizantes de la República Democrática Alemana. Además, consideraba una imprudencia avivar el antisemitismo en Austria, sacando a relucir el papel de Waldheim en la guerra como oficial de la Wehrmacht. Conviene recordar que tres cuartas partes de los comandantes de los campos de exterminio habían nacido en Austria –al igual que Hitler? y que había costado mucho trabajo aplacar el odio a los judíos en la sociedad austríaca tras el fin de la contienda.

Andrew Nagorski apunta que los juicios contra los nazis contribuyeron a crear una nueva sensibilidad, sin la cual no habría sido posible acordar normas internacionales contra los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad. Los tribunales que juzgaron los actos de genocidio en la antigua Yugoslavia y Ruanda no habrían existido sin el precedente de Núremberg. La Corte Penal Internacional, con sus imperfecciones y limitaciones, representa un importante avance en la protección de los derechos humanos. Nunca será posible juzgar a todos los criminales, pero la simple existencia de leyes internacionales menoscaba su impunidad.

Hace ya tiempo que descubrí que mis fantasías adolescentes sobre los criminales nazis no se correspondían con los hechos. El perfil psicológico de los asesinos de masas no se caracteriza por una abundancia de rasgos diabólicos, sino por una aparente normalidad. Casi siempre se trata de personas mediocres, metódicas, de escasa imaginación y sin una brizna de empatía, capaces de simultanear el crimen con la vida familiar sin experimentar problemas de conciencia. Su maldad resulta especialmente perturbadora porque apenas se diferencian del apacible vecino que nos saluda cortésmente en el portal. Es indiscutible que la educación autoritaria de esa época, que inculcaba en los jóvenes obediencia ciega, contribuyó a que los hombres comunes aceptaran órdenes monstruosas, sin cuestionarse su legitimidad. No obstante, ese patrón no se cumple sistemáticamente. Hannah Arendt describió a Eichmann como un hombre banal, pero todo indica que en realidad era astuto, eficaz y manipulador, un antisemita fanático con iniciativas propias y la obsesión de crear una Europa «libre de judíos». Que la Shoah partiera de la civilizada Alemania sólo pone de manifiesto que algo semejante podría suceder en cualquier país donde concurran determinadas circunstancias.

La obra de Nagorski se lee como una novela policíaca. La crónica periodística prevalece sobre la reflexión teórica, pero la magnitud del drama abordado impide relajarse y olvidar que se trata de víctimas reales, no de personajes de ficción. Las conclusiones son desalentadoras. Estados Unidos protegió y encubrió a criminales nazis para aprovechar sus conocimientos durante la Guerra Fría. El sentido práctico se impuso al sentido ético. Las dictaduras latinoamericanas llegaron más lejos, confiando a los criminales tareas de contrainsurgencia, que incluyeron torturas y desapariciones. En Europa del Este, donde el antisemitismo se remontaba a la tradición cristiana y se hallaba, por tanto, muy arraigado, se silenció la tragedia de los judíos. En Austria, Kurt Waldheim ganó las elecciones presidenciales, a pesar de las pruebas que lo incriminaban en las deportaciones de judíos a los campos de la muerte. ¿Debe continuarse con la caza de nazis? Aún queda algún criminal nonagenario, esperando plácidamente el fin de sus días en un asilo. Pienso que juzgarlos no es un acto de venganza, sino una forma de advertir a futuros genocidas que nunca podrán descansar tranquilos. ¿Se hizo justicia? Desgraciadamente, no. Los cuatro Einsatzgruppen fusilaron a cerca de millón y medio de personas. Después de la guerra, se identificó a tres mil integrantes de estos mortíferos escuadrones itinerantes, pero sólo se juzgó a veinticinco mandos. Trece fueron condenados a muerte. Sólo cuatro purgaron sus crímenes en la horca, pues al resto les conmutaron la pena. «A los demás no les sucedió nada», lamenta el fiscal Benjamin Ferencz, subrayando que «habían cometido asesinatos en masa cada día».

Simon Wiesenthal no se equivocó. Los asesinos viven entre nosotros y no se parecen al Dr. Szell, que ocupó un papel estelar en las pesadillas de mi adolescencia e incluso hoy a veces me visita en sueños con su horripilante torno dental.

Rafael Narbona es escritor y crítico literario. Es autor de Miedo de ser dos (Madrid, Minobitia, 2013) y El sueño de Ares (Madrid, Minobitia, 2015).

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