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Viaje a los bajos fondos de Nueva York

Bajos fondos. Una mitología de Nueva York

Luc Sante

Madrid, Libros del KO, 2016

Trad. de Pablo Duarte

527 pp. 23,90 €

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Nueva York es un mito moderno. No es una ciudad más, sino una gigantesca urbe que actualmente ocupa el centro de la historia. Hay otras ciudades importantes que ejercen una poderosa seducción, pero ninguna posee la fuerza simbólica y efectiva de un espacio que reúne el esplendor y la miseria de nuestra civilización democrática, con sus cambios vertiginosos y su resistencia a mirar hacia atrás. Luc Sante ha escrito un inspirado ensayo sobre los bajos fondos de Nueva York, abarcando el período comprendido entre 1840 y 1919. Manhattan, sus muelles, sus arrabales y los barrios marginales desfilan por una obra que no oculta su aprecio por la ciudad: «Nueva York es una ciudad, pero también es una criatura, una mentalidad, una enfermedad, una amenaza, un imán». Nueva York no muestra mucho interés por su pasado, pero sus bajos fondos ya forman parte de una mitología que no cesa de crecer. El Bowery, Satan’s Circus, Hell’s Hundred Acres, Hell’s Kitchen o Five Points no son simples referencias geográficas, sino lugares que no cesan de alimentar la imaginación de literatos, directores de cine y artistas. Las grandes fortunas han configurado el paisaje urbano, levantando rascacielos, museos y monumentos, pero la verdadera historia, la historia profunda y no visible, ha sido escrita por «las almas sin descanso de los pobres, los marginados, los desposeídos, los depravados, los tarados, los contumaces».

Durante su juventud, Luc Sante vivió en el Lower East Side. En esa época, Nueva York bordeaba la bancarrota y «parecía casi rural en su lenta desolación, y, a su manera, invitaba a la meditación igual que las ruinas de Grecia y Roma». Con los bolsillos vacíos, Sante no lamenta sus apuros económicos. Diez años de precariedad le enseñaron a ser más imaginativo e inconformista. El yeso moribundo, las tuberías medio rotas y una calefacción parcialmente colapsada incitaron su deseo de investigar sobre los peores agujeros de la ciudad, como el Foso de las Ratas, el Kit Burns o el Suicide Hall. Organizado en cuatro partes, Bajos fondos empieza su recorrido abordando las condiciones materiales de las viviendas y la apariencia de las calles. La primera parte se centra en Broadway y el Bowery. Broadway fue la primera avenida con aceras, casas numeradas y alumbrado de gas. Poco a poco, desaparecieron las residencias particulares. Aunque necesitó mucho tiempo para librarse de sus bajos fondos, Broadway, con sus teatros y comercios, se convirtió en una vía respetable y llena de glamour. Por el contrario, el Bowery, la célebre vía del sur de Manhattan, situada entre Chinatown y Little Italy, adquirió una mala fama perdurable, con sus burdeles, tabernas de mala muerte, pensiones con chinches, casas de empeño sin escrúpulos, salones de tatuajes y mercadillos de objetos robados. La ciudad avanzó sobre la naturaleza, eliminando hasta el último vestigio del paisaje original. Las viviendas que surgieron no se caracterizaron por su salubridad: hacinamiento, sótanos sin ventilación, una tina de agua para cada 1.321 familias. Las pensiones ofrecían desde un catre, una taquilla y un biombo (veinticinco centavos) hasta un sitio en el suelo (cinco centavos). Los patios de luces apenas aliviaron la situación, pues enseguida empezaron a utilizarse como basureros, y los alféizares se cubrieron de excrementos de pájaro. El panorama de las calles no era mucho mejor. A principios de siglo, se calcula que cada día se vertían 1.130 toneladas de excremento y 227.000 litros de orina. Esta inmundicia convivía con las formas más humildes de supervivencia, representadas por dos oficios particularmente penosos: vender maíz caliente o servir de «hombre-sándwich». Las vendedoras de maíz caliente casi siempre eran jovencitas o niñas. Encarnaban la idealización de la pobreza: «Simbolizaban el esfuerzo virtuoso, no exento de un aura sensual de disponibilidad, una especie de prostitución expurgada». Los hombres que compraban mazorcas asadas fantaseaban con experiencias sexuales raramente materializadas. Los «hombres-sándwich», u hombres anuncio, ocupaban el escalafón más bajo de la sociedad. Casi siempre eran alcohólicos o tísicos que, paradójicamente, anunciaban buenas cenas, calzado de lujo, salones de baile o trajes de fino paño. Al margen del oficio, en el Bowery la supervivencia dependía de la palabrería, «un arte que combinaba aspectos del charlatán de feria y la arenga del predicador, el verbo del embaucador y una especie de monólogo improvisado».

La segunda parte de Bajos fondos habla de las distintas formas de evasión: el teatro, con su público brutal e incívico, que rugía, maldecía y escupía; el cabaret, el ragtime y el boxeo; las peleas de perros, gallos, ratas y osos, con grandes dosis de crueldad; las tabernas que vendían licor mezclado con alcanfor; los fumaderos de opio; el tráfico de morfina, cocaína y la heroína, sintetizada y comercializada por Bayer en 1896, el mismo año en que lanzó la aspirina; los juegos de azar, casi siempre fraudulentos (como el faro) y la prostitución. La tercera parte de la obra es quizá la más deslumbrante, pues narra la historia de las bandas más violentas de Nueva York, como los Dead Rabbits y los Bowery Boys. Los Dead Rabbits contaban con Hell-Cat Maggie, una pendenciera mujer que usaba uñas falsas de latón y que se afiló los dientes incisivos hasta dejarlos en punta. Las bandas protagonizaron feroces peleas, disputándose el control de ciertas zonas y negocios. Algunas escaramuzas devinieron en batallas, con barricadas, toda clase de armas blancas y de fuego, e incluso cañones. Las bandas afianzan su poder con la colaboración de picapleitos dispuestos a retorcer las leyes hasta conseguir una sentencia favorable. El estilo de los Bowery Boys era inconfundible: bombín color perla y ladeado sobre una oreja, llamativo traje de cuadros y chaqueta ceñida, camisa rosa a rayas y, en invierno, una gabardina gruesa y ancha, que permitía esconder las armas. Ningún rufián podía sobrevivir sin ellas. A pesar de su joroba, Humpty Jackson era un hombre terrible, que nunca se separaba de sus tres pistolas. Una viajaba en su bolsillo, otra en su chepa, y la tercera en su sombrero de copa. Su temperamento camorrista no estorbaba a una inaudita curiosidad intelectual, que le hacía frecuentar los libros de Voltaire, Spencer, Darwin y Huxley. Se rumoreaba que sabía latín y griego. Monk Eastman fue otro granuja insólito. Amante de los gatos y las palomas, los dibujos de la época probablemente exageran sus rasgos, atribuyéndole una cabeza con forma de bala, la nariz rota, el rostro surcado de cicatrices, cejas espesas y cuello de toro. Siempre aparece con un bombín pequeño, y el pelo largo y descuidado.

Las bandas competían en servicios, ofreciendo distintas tarifas. En 1914, un asesinato a balazos costaba unos quinientos dólares. Los precios eran negociables y obedecían a la ley de la oferta y la demanda. La policía no hacía nada para reducir los índices de violencia, pues actuaba con enorme brutalidad y, en la mayoría de los casos, aceptaba sobornos. Los políticos alimentaban esta espiral de degradación mediante su conducta venal. No defendían principios ni ideas, sino turbios intereses. Según Luc Sante, la política era «una variedad del vicio a medio camino entre el juego y la prostitución, un juego para los poderosos y una aflicción por los débiles». Las votaciones se decidían mediante la compra de votos, la falsificación de los resultados y las palizas a quienes pretendían obrar libremente. Tammany Hall fue el grupo de presión más poderoso e influyente durante décadas. En realidad, no era un círculo de políticos, sino una «oligarquía de bribones», casi tan depravada como la recua de predicadores que se deslizaban subrepticiamente en los tugurios, con el pretexto de denunciar su inmoralidad. En ese sentido, no se diferenciaban demasiado de los mirones que se acercaban a Chinatown, con la esperanza de disfrutar del espectáculo de una existencia peligrosa y miserable.

La última parte de Bajos fondos habla de esos seres invisibles que nacen y mueren silenciosamente, olvidados de todos: huérfanos, locos, mendigos, epilépticos, alcohólicos, drogadictos. En 1849 se estima que había cuarenta mil niños sin hogar en Manhattan. Las familias pobres no podían alimentar a sus vástagos, que apenas superaban la lactancia. A una edad inverosímil, los niños se arrojaban a la calle a luchar por su subsistencia. Los más afortunados lustraban botas o vendían periódicos. El resto se integraba en bandas, cometiendo toda clase de fechorías. Muchos se prostituían por unos centavos. La mayoría no superaba los quince años. La malnutrición, las enfermedades y los asesinatos segaban tempranamente unas vidas marcadas por la desdicha. Quienes alcanzaban la edad adulta, muchas veces se convertían en mendigos abocados a dormir en túneles inutilizados, puentes semiderruidos o camuflados entre los escombros. En ocasiones, los artistas bohemios compartían su destino, como Edgar Allan Poe, que murió en las calles de Baltimore, en circunstancias sin esclarecer, después de una monumental borrachera. De hecho, cuando se recogió su cadáver, las autoridades lo confundieron con un vagabundo.

La pobreza, la explotación laboral y la marginación se combinaban para causar importantes disturbios en el Nueva York del siglo XIX, pero ninguno alcanzó la categoría de revolución social. Los Disturbios del Reclutamiento constituyeron la explosión de rabia más grave que sacudió la ciudad. Lincoln solicitó el alistamiento de setenta mil hombres mediante un sistema de lotería, dejando la posibilidad de eludir la movilización mediante el pago de trescientos dólares, una cantidad inaccesible para la clase trabajadora. De forma espontánea, una multitud se lanzó a quemar edificios y linchar a negros, policías y políticos. Sólo la intervención de la Guardia Nacional pudo frenar la oleada de saqueos y asesinatos. Durante los enfrentamientos, perdieron la vida dos mil civiles, cien afroamericanos y un centenar de policías y militares. La ciudad de Nueva York se ha esforzado en borrar cualquier huella del trágico incidente, avergonzada de los estragos causados por el estallido de ira de unas masas maltratadas por la ignorancia, los abusos y la falta de expectativas.

Luc Sante finaliza su ensayo con una reflexión poética sobre la noche: «La noche es el almacén de los asuntos pendientes en Nueva York. Es la miga de su historia secreta, el monumento a sus víctimas y a sus fracasos, de sus depredadores y sus policías. Es el momento de la inversión y del desgobierno, la provincia del vicio y la intemperancia, de la miseria y del infortunio. […] La noche se olvida y se repite sin cesar. Es gloriosa y es vecina de la muerte». Bajos fondos es un espléndido ensayo. No pretende ser una novela, pero se lee como un apasionante relato, con una trama bien urdida y unos personajes fascinantes. La prosa, limpia de retórica, discurre con agilidad y transparencia, lejos de la densidad y el hermetismo del posestructuralismo. Sante no es Foucault, ni pretende imitarlo. Su estilo se inscribe en la tradición de los libros de viajes, pero en este caso el viaje sólo es parcialmente un recorrido físico, pues la travesía incluye un descenso a un infierno nada mítico, un infierno humano, ferozmente humano, que muestra por qué nuestra especie vive a medio camino entre lo bello y lo terrible.

Rafael Narbona es escritor y crítico literario. Es autor de Miedo de ser dos (Madrid, Minobitia, 2013) y El sueño de Ares (Madrid, Minobitia, 2015).

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