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(Otra) utopía fracasada

Arden las redes. La poscensura y el nuevo mundo virtual

Juan Soto Ivars

Barcelona, Debate, 2017

288 pp. 18,90 €

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Cuando los mesías, filósofos, tecnólogos y directores de los departamentos de marketing de las empresas de alta tecnología de Silicon Valley describieron a mediados de los años noventa esa futura Era de Acuario digital que haría más libre la cultura, más eficiente la economía y más democrática la democracia, olvidaron que su bella hipótesis iba a aplicarse sobre feos seres humanos de carne y hueso y que el producto resultante podría no coincidir con el mostrado en el anuncio. No lo ha hecho. Hoy, Internet y las redes sociales distan mucho de ser ese paraíso de inteligencia colectiva e información sin barreras que nos prometieron.

Existen decenas de teorías académicas acerca de por qué ha ocurrido eso. La mayoría de ellas son benévolas con esa pléyade de iluminados californianos que siguen creyendo a día de hoy que el ser humano puede ser clasificado y pastoreado como si fuera un simple bit de información en un mar de datos impersonales. Pero la explicación es más sencilla que todas esas teorías. La publicidad ha resultado ser engañosa porque las utopías digitales han demostrado no conocer mejor al sujeto sobre el que deben operar que ese marxismo que el biólogo estadounidense Edward O. Wilson describió como «interesante teoría, especie equivocada». Mike Tyson, intelectual del mamporro y pensador del guantazo, definió también con callejera lucidez lo fútil de cualquier proyecto quimérico como el mencionado y de su predestinación al fracaso: «Todos los planes de mis oponentes parecen infalibles hasta que les suelto la primera hostia».

La hostia que ha noqueado todas las utopías digitales ha resultado ser la vieja, resiliente y muy conservadora naturaleza humana. Observado desde el punto de vista de quien acierta la quiniela el lunes, parece increíble que en algún momento del pasado hayamos podido creer que la sección de comentarios de un diario de información general cualquiera sería poco más que un foro para que chalados, solitarios y exaltados anónimos depusieran sus neurosis sin el freno de la vergüenza ajena. O que las redes sociales, algunas más y otras menos, en función de su arquitectura y de los perversos incentivos que esconden sus logaritmos, fueran algo más que un campo de batalla para el linchamiento del prójimo y la libre circulación de noticias falsas, estupideces de vergüenza ajena y, muy de vez en cuando, como una flor en el estercolero, algún breve raro ramalazo de ingenio sin mayor trascendencia.

En Arden las redes, su segundo ensayo, Juan Soto Ivars se hunde hasta las rodillas en esa ciénaga de Internet y, más interesante aún, en su podredumbre moral, para retratar al inquisidor que, visto lo visto y quien más quien menos, todos llevamos dentro. Columnista de El Confidencial, Soto Ivars, autor de varias novelas y del ensayo Un abuelo rojo y otro abuelo facha (2016), pertenece a esa nueva generación de columnistas jóvenes, limpios y descastados ideológicamente que han convertido el distanciamiento irónico en marca de fábrica y a los que la realidad y sus menudencias parecen siempre interrumpirles, fastidiosamente, la merienda. En el caso de Soto Ivars, ese distanciamiento se concreta en una gigantesca marea de fans en las redes sociales y en otra igualmente gigantesca marea de odiadores. Odiadores que, descolocados por la dificultad de encasillarlo políticamente, le acusan de facha a las diez, de comunista a las doce, de neoliberal a la hora de comer y de equidistante a la de cenar. Es fácil intuir que Soto Ivars se encuentra cómodo en ese papel, el de maldito imprevisible y un tanto excéntrico, y que lo cultiva con ahínco. Como, por otro lado, haría cualquier escritor inteligente en un país como España, uno de esos en los que resulta recomendable arrancar a correr en dirección contraria cuando los tuyos te aplauden con más entusiasmo del habitual. Ya lo dijo Marx (Groucho): «No quiero pertenecer a ningún club que me acepte como socio».

En Arden las redes, Soto Ivars se moja. Se moja y se coloca en ese selecto grupo de escépticos de lo digital en el que también figuran filósofos, analistas e intelectuales como Jaron Lanier, Andrew Keen, Nicholas Carr o Evgeny Morozov: es decir, en el de aquellos pensadores que no juzgan las tecnologías digitales por aquello que prometen, sino por aquello que nos han dado en la práctica. Es el grupo de los realistas digitales, a falta de mejor definición. Llamarlos «pesimistas digitales» sería injusto: lo contrario del infantilismo no es el pesimismo, sino el realismo.

El libro de Soto Ivars habla de censura en el siglo XXI. El autor la llama poscensura porque entiende que no se trata del mismo tipo de censura que la franquista, por poner un ejemplo histórico más o menos cercano y al que Soto Ivars dedica unas cuantas páginas. Según Soto Ivars, la nueva censura, o poscensura, no necesita ya de un poder totalitario que la aplique, porque nos la aplicamos con alegre estupidez los unos a los otros y como si se tratara de un juego. La poscensura es, más bien, un fenómeno «desordenado de silenciamiento en medio del ruido que provoca la libertad». Los nuevos censores, o poscensores, ya no son los funcionarios del gobierno dictatorial de turno y su ejército de beatillos con rotulador negro, sino los propios ciudadanos en su faceta de usuarios de las redes sociales.

«El debate racional es prácticamente imposible en el entorno de las redes sociales. Estas se han convertido en un canal por el que la ofensa corre libremente hasta infectar a los periódicos, la radio y la televisión. Las masas se levantan en grupos que exigen, según lo que afecta a sus sensibilidades, recortar la libertad de expresión. El proceso nos hace a todos menos libres por miedo a que una multitud de desconocidos venga a decirnos que somos malas personas. A medida que la ofensa se vuelve libre, el pensamiento se acobarda», dice Soto Ivars en la introducción del libro.

Tras una primera parte en la que el autor define y acota la antigua censura y en la que viaja desde el despido de Pedro J. Ramírez de su puesto como director del diario El Mundo hasta la Ley Mordaza, Juan Luis Cebrián, Mijaíl Bulgákov, la revista El Jueves, Ricardo de la Cierva, el franquismo y la Casa Real, el libro entra en materia centrándose en algunos de los casos más flagrantes de poscensura vividos en nuestro país. Entre ellos, el del escritor Hernán Migoya, autor del libro Todas putas y víctima de una tormenta perfecta a la que contribuyó la falta de comprensión lectora de la masa, la habitual hipocresía de nuestra clase política y unos medios de comunicación en crisis y desesperados por la atención del público, aunque fuera a costa de la reputación de un inocente. Es decir, de su vida.

El libro sigue adelante con más casos de linchamiento. El de la escritora María Frisa; el de Félix de Azúa tras decir que la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, debería estar «sirviendo en un puesto de pescado»; el del director de cine Nacho Vigalondo; el del concejal Guillermo Zapata; o el del cómico Jorge Cremades. Por el camino, Soto Ivars analiza las guerras culturales (que están en el núcleo de la mayor parte de los linchamientos digitales y que son la consecuencia más obvia de la imposición de una corrección política asfixiante bajo pena de muerte social), la autocensura, el populismo, la bulimia mediática, los tabúes o el maniqueísmo.

El diagnóstico no es halagador. Estamos enfermos de fascismo. Un fascismo light, sociológico, que se disfraza de justicia popular y cuya responsabilidad final se distribuye entre decenas de miles de personas. Personas que prácticamente nunca se sienten responsables de la suerte del sujeto de su ira digital. Como si el hecho de haber publicado sólo un tuit entre los más de cincuenta mil que han servido para que tal o cual empresa despidiera a tal o cual empleado que se ha atrevido a hacer un chiste racista sólo te hiciera responsable de una cincuentamilésima parte de su caída en desgracia. Una minúscula responsabilidad asumible moralmente.

«Oír lo que opinan nuestros adversarios ideológicos ha ahondado todas las divisiones sociales. Ni siquiera después de un atentado, una muerte o una catástrofe somos capaces de ponernos de acuerdo. Estamos asistiendo a la demolición de los consensos de apariencia más estable, y somos nosotros mismos los que ponemos las cargas explosivas. Así han sonado los primeros compases de la poscensura. La revista Time trajo un espejo en su portada de 2006, y creo que el espejo ha devuelto la peor imagen que somos capaces de dar», dice Soto Ivars al final de su libro. Se refiere el autor a ese suplemento anual que la revista estadounidense Time dedica a la Persona del Año y que en 2006 fue protagonizado por todos nosotros, es decir, por aquellos que utilizamos Internet de manera habitual (y de ahí el espejo de su portada).

El de Ivars es un colofón aplicable, sí, a las redes sociales y a nuestra actividad en Internet. Pero también al panorama político actual, como demuestran los recientes acontecimientos en Cataluña. El problema, en definitiva, va mucho más allá de las pantallas de nuestros móviles. Lo cual, en cierta manera, demuestra el fracaso de la utopía digital. Si el mundo virtual no mejora el físico, ¿para qué lo queremos en nuestras vidas?

Cristian Campos es periodista y editor. Escribe en El Español, The Objective y Muy Interesante.

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