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Accidentes dolorosos

La izquierda radical ante ETA. ¿El último espejismo revolucionario en Occidente?

Francisco Javier Merino Pacheco

Bilbao, Bakeaz, 2011

198 pp. 16 €

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Lo más probable es que ustedes, si no son vascos (y quizás aunque lo sean), no hayan escuchado nunca los vocablos Zutik, EMK o LKI, y que, en todo caso, no los sitúen muy bien en el confuso mapa de coordenadas de la política vasca. Pero representan algo importante, y de eso que representan esos y otros partidos similares se ocupa La izquierda radical ante ETA, un libro de Javier Merino publicado por Bakeaz, la organización de defensa de los derechos humanos. Se trata de formaciones políticas que tienen en común pertenecer a la izquierda radical no nacionalista y cuya trayectoria resulta imprescindible para entender lo ocurrido en Euskadi a lo largo de las últimas décadas.

Como afirma el propio Merino, su objetivo es cubrir un hueco en la ya abundante bibliografía generada en torno al tema del nacionalismo vasco y el terrorismo de ETA, puesto que no hay apenas material publicado sobre el mundo de la izquierda no nacionalista. Una circunstancia que ha de lamentarse y, ojalá, solventarse pronto con nuevas aportaciones, porque en esa intersección entre izquierda y nacionalismo bullen interrogantes conceptuales y políticos dignos de atención e imprescindibles para entender nuestro más cercano pasado.

El libro gira en torno al posicionamiento de esos partidos ante el terrorismo de ETA desde los años de la Transición. ¿Qué impidió a la izquierda radical abrir los ojos frente a lo que verdaderamente suponía ETA? ¿Qué explica la complicidad con ese mundo, y qué factores la caracterizan? El libro de Merino responde a esos interrogantes a lo largo de casi doscientas páginas en las que, además de pasar revista a las justificaciones alegadas por los diferentes protagonistas para no condenar –si no justificar– el terror etarra, rastrea la siempre espinosa cuestión de la relación de la izquierda con el nacionalismo y con la violencia política. Sería, sin embargo, injusto exigir de un libro como este que ofreciera cumplida cuenta de ambos propósitos. No pretende tal cosa y, por tanto, no ha de ser juzgado como si lo hiciera. Se trata de un ensayo a medio camino entre la investigación universitaria y la intervención intelectual, y dentro de esas coordenadas supone una aportación relevante.

Sus primeras sesenta páginas se dedican a bucear en la tradición marxista y, más específicamente, en las relaciones que esta ha mantenido históricamente con el nacionalismo. El acercamiento de la izquierda a la cuestión nacional ha sido siempre equívoco, ya desde la propia obra de Marx. Merino acota muy bien tal confusión, situándola entre dos citas del filósofo que, a la postre, han de considerarse incompatibles la una con la otra. Si, por un lado, su conocida sentencia según la cual los obreros no tienen patria sólo puede entenderse en clave, por así decir, metaestatal, como si las naciones no existieran y todo se redujera a lucha de clases, su teoría sobre los pueblos sin historia y sus postulados sobre el «desarrollo civilizatorio» dejaban entrever, por otro, una concepción de fondo en la que la nación venía a ser una realidad ineludible con la que necesariamente había que contar a la hora de incidir en la realidad política. Esa indefinición inaugural va a lastrar toda la historia de las relaciones entre izquierda y nacionalismo, desde la aparición del socialismo hasta el derrumbamiento del muro ya a finales del siglo XX.

Aunque el libro persiga ofrecer, en este primer apartado, «una síntesis de las opiniones expresadas por los clásicos del marxismo sobre la cuestión nacional» (p. 15), lo cierto es que faltarían no pocas opiniones relevantes para poder cumplir tal propósito, y que el capítulo ha de entenderse más bien como una suerte de introducción histórica a alguno de los aspectos de esa tradición –en especial, el totalitarismo en su versión estalinista– que al autor le interesa recoger para aplicarlos después al caso de la izquierda radical vasca.

Esos aspectos totalitarios –que pasarán a un primer plano en el devenir de ETA tras el abrumador respaldo ciudadano al Estatuto de 1979– habían sido ya analizados por no pocas publicaciones en lo relativo al nacionalismo etnicista que subyacía al uso de la violencia como arma política por parte de ETA. Lo novedoso del enfoque de Merino es que ahora se aplican a partidos de izquierda radical radicados en el País Vasco y Navarra que, aunque no nacionalistas, no deslegitiman con su condena el uso de la violencia o, en su caso, no acaban de distanciarse de ella con rotundidad.

Pero, antes de adentrarnos en este tema específico, conviene apuntar la que a mi juicio es la mayor debilidad del ensayo. En la contraportada se asegura que el libro «analiza la posición de los principales grupos políticos españoles situados a la izquierda del PSOE en relación con el fenómeno de ETA desde el franquismo hasta prácticamente 2010». Eso incluye, lógicamente, al PCE y a IU, que tienen, en efecto, un capítulo reservado al efecto, y a otros pequeños partidos situados a su izquierda, de los que se trata en otro capítulo. Ambos grupos conformarían la «izquierda radical», y lo que tendrían en común, «aun con diferencias importantes entre ellos […], ha sido su incapacidad para caracterizar a ETA y, en consecuencia, su negativa a combatirla como un enemigo de la democracia y de los valores de la izquierda». En la introducción (p. 13) se afirma igualmente que el libro parte de la premisa de que el abanico de actitudes de esa izquierda radical «ha oscilado entre el apoyo (con mayor o menor tibieza), la justificación y la tolerancia, y que siempre –salvo, quizá, ya en fechas muy próximas– se ha caracterizado por la negativa a la condena y la deslegitimación tajantes».

Se trata de una hipótesis muy discutible, en especial en lo relativo al PCE e IU. De hecho, hay una contradicción manifiesta entre la misma y el hecho de que el propio Merino afirme –en una sección dedicada el PCE y que lleva por título nada más y menos que «La lucha frontal contra ETA»– que «ya en los años de la transición el PCE mantiene un discurso inequívocamente contrario al terrorismo de ETA, participando en las movilizaciones contra el mismo e incluso impulsándolas» (p. 60). Esta fase de oposición frontal llegaría hasta 1984, fecha en la que dejaría paso a una actitud más laxa.

Pero, más allá de contradicciones explícitas, el problema –un problema metodológico, pues supone una división del campo de estudio, pero, sobre todo, un problema político y moral en sí mismo, por razones obvias– radica en que no se establece con precisión qué quiere decirse con las palabras «condena y deslegitimación tajantes», una expresión en cuyo interior se hallaría el gozne sobre el cual giraría la barrera que divide el mundo entre los que combaten a ETA y los que la apoyan, la justifican o la toleran.

El criterio empírico mediante el cual se llenaba de contenido esa expresión ha sido siempre la condena pública de los atentados de ETA y de su mera existencia. Esa es, de hecho, a día de hoy y desde una perspectiva jurídica, la exigencia planteada por parte del Tribunal Constitucional como condición sine que non para que la izquierda abertzaleEn esta reseña utilizo la expresión «izquierda abertzale» como sinónimo de «izquierda abertzale que no condena a ETA». Es, sin duda, injusto por mi parte, porque hay una izquierda abertzale que sí condena a ETA, y la hay desde hace mucho. Valga esta nota para matizar esa injusticia, y ojalá pronto la expresión «izquierda abertzale» se asocie espontáneamente con la que condena a ETA, y haya que buscar otro vocablo –cuyo único uso se encuentre en los libros de historia o reflexión política orientados hacia el pasado– para la que no lo hace y, sobre todo, para la que no lo hizo. pueda volver a presentarse a las elecciones tras su ilegalización, avalada por Estrasburgo. Con ese criterio en la mano, es muy difícil –por no decir imposible– colocar algún tipo de barrera «a la izquierda del PSOE». El PCE e IU siempre han condenado los atentados de ETA. Algo que, sin embargo, no puede decirse de los otros micropartidos situados todavía más a la izquierda, que fueron infinitamente más comprensivos con el uso de la violencia como arma política, como demuestra tanto que no la condenaran como que pidieran en ocasiones el voto para Herri Batasuna.

Por supuesto, cabe aducir que el criterio no es la condena pública de ETA, sino algún otro. Un criterio que sería más movedizo, y que podría recogerse mediante la palabra «actitudes». Cabe hacerlo, y de hecho esa es de modo explícito la intención del libro: detectar y resaltar un conjunto de actitudes y posicionamientos que han ayudado a que la existencia de ETA sea más longeva. Este enfoque es, por descontado, legítimo, pero ha de asumirse con algunas precauciones, y en el ensayo esas precauciones se soslayan.

Si el criterio son ciertas «actitudes», se desprende que no arrojará una dicotomía estricta, cosa que sí hace la contraposición condena/no condena. Tales actitudes podrán darse, en efecto, en mayor o menor medida, en unos u otros partidos, y variarán con el tiempo. En el libro, por ejemplo, se cita que hacia el año 1980 el PSOE se encontraba más cercano a ciertas posiciones de la izquierda abertzale que el PCE: «mientras que el PSE aceptaría medidas de gracia ente el cese de toda acción terrorista, los comunistas se muestran contrarios a la mención siquiera de estas medidas» (p. 67). Se sigue de aquí que la línea divisoria que dibujan las «actitudes» sea un tanto tortuosa. En el interior del PSOE han convivido siempre múltiples sensibilidades, desde Jesús Eguiguren hasta José Bono. ¿Dónde se sitúa, por tanto, el PSOE en el mundo que dibuja este pincel de las «actitudes»? Con ese pan como criterio no podemos hacer unas tortas como dicotomía. Sencillamente no funciona: la masa no cuaja. El mapa se nos difumina. De hecho, parece obvio que en este tipo de «actitudes» incurren todos los partidos, incluido el PP: es sabido que representantes del Gobierno de Jose María Aznar se sentaron a hablar con ETA, y todos pudimos escuchar cómo el mismo presidente denominaba «Movimineto de Liberación Nacional Vasco» al entorno de la izquierda abertzale.

Por descontado, unos partidos abrazan más que otros en este tipo de actitudes. Eso es evidentemente verdad, y mientras el análisis se quede en ese plano no hay problema alguno, más bien al contrario: lo mejor del libro radica ahí. El problema –la injusticia, incluso– es que el libro parece defender que, a partir del hecho de que en ciertos partidos se encuentre un mayor número de este tipo de actitudes, puede configurarse un corte dicotómico entre partidos que combaten a ETA y partidos que la legitiman (de hecho, así se afirma textualmente en la contraportada y en la página 13, como ya hemos visto). Y me parece que ese salto, el que va de las actitudes a la dicotomía, no es lícito.

El problema de ese salto es que utiliza un conjunto de «actitudes» para configurar una dicotomía (partidos que legitiman/partidos que no lo hacen). Pero con ello pasa necesariamente por encima de la dicotomía habitual (partidos que condenan/partidos que no lo hacen), la ignora y la sustituye. De hecho, es especialmente significativo que Merino no aporte un dato tan relevante como el año en que cada uno de los micropartidos situados a la izquierda de IU condenan por fin la violencia de ETA y, de resultas de ello, se separan del núcleo duro de la izquierda abertzale. Como si ese dato careciera de interés, o como si no existiera.

Una cosa es asumir que un grupo terrorista nacionalista y de izquierdas tendrá más oportunidades de sobrevivir cuanto más nacionalista y de izquierdas sea el contexto en el que actúa –y extraer entonces los enfoques comunes y los planteamientos compartidos por ambos, y analizar su relación con la violencia política– y otra afirmar que, en una sociedad así, el nacionalismo y la izquierda democráticos sólo pueden moverse, entonces, y por definición, «entre el apoyo, la justificación y la tolerancia» con respecto a ese grupo terrorista, y que, dada la coincidencia en los idearios finales, resulta lógicamente imposible que puedan deslegitimar al grupo terrorista de una u otra manera. Hacer esto último supone una petición de principio, una circularidad que obliga a concluir que ese nacionalismo y esa izquierda radical no pueden ser «democráticos». Es precisamente el sinsentido de esa circularidad –que permitiría a todo grupo terrorista contagiar su ademocraticidad a los ideales por los que lucha, y no a los métodos que utiliza– el que aboca a establecer algún tipo de distinción entre medios y fines, y del hecho de que la solución jurídica –en España, en Europa según Estrasburgo, y en general en cualquier democracia– se sustente siempre en el hecho empírico y constatable de la condena pública de ciertos métodos sólo parece poder colegirse que se trata de la única salida política democrática que cabe concebir.

Parece, en consecuencia, razonable asumir que condenar ya es deslegitimar, por más que en el seno de todos aquellos que condenan la violencia terrorista puedan existir diferencias políticas de todo tipo y condición. A los efectos del libro, esto se refleja en el hecho de que, mientras no acaba de verse con claridad en qué medida puede demostrarse documentalmente que la postura del PCE y de IU suponga algún tipo de legitimación de ETA, dado que en todo momento la condenan, tal conclusión se desprende por si sola en lo relativo a los pequeños partidos situados más a la izquierda, aquellos a los que el autor denomina «izquierda revolucionaria» (y que vendría a ser el ala más a la izquierda de la «izquierda radical»).

¿Qué partidos son esos? Estamos ante un mundo en el que las escisiones, las siglas, las disensiones, las alianzas, las idas y las venidas son continuas. Una sopa de siglas que se encuentra lejos de estar clara y que, precisamente por ello, requeriría una clarificación –un mapa de situación, por así decir– más elaborado que el que el autor ofrece al, en ocasiones, sufrido lector. La exposición es, en efecto, un poco confusa. Es cierto que hay una lista de siglas, pero eso poco ayuda si antes no se ha explicado detenidamente cuándo surge cada partido, qué representa, qué escisiones se producen, qué fusiones dan lugar a qué otros grupos, etc. Esos datos se dan, ciertamente, pero aparecen como dispersos a lo largo del libro de una forma francamente mejorable. Hay alguna laguna seria: no se expone, y es sin duda un dato importante, el resultado obtenido por los partidos analizados a lo largo de las diferentes convocatorias electorales. Además, ya lo hemos visto, se omite el año en que pasa a condenarse a ETA. Y hay también errores menores, pero reveladores de cierto desorden expositivo. En la página 144, por ejemplo, el autor nos habla de las andanzas de un grupo «Iraultza», que no ha sido presentado previamente al lector. Esa presentación tendrá lugar, paradójicamente, algunas páginas más adelante. La composición de lugar –la fotografía aérea de los micropartidos analizados y de su influencia, si se quiere–tenía que haberse cuidado más.

Pero, más allá de eso, lo cierto es que aquí el enfoque de Merino sí que permite poner en juego categorías de análisis, paralelismos ideológicos y lealtades de grupo que – ahora sí– enmarcan y explican una evidente subordinación a la estrategia de ETA por parte de estos partidos políticos. Ya en su análisis del estalinismo, Merino había destacado algunos rasgos de tal ideología que pueden aplicarse sin problema alguno a buena parte del posicionamiento de esta izquierda revolucionaria vasca. La aprehensión de la realidad en términos de sujetos colectivos (la clase, la nación), que permitirá deshumanizar la mirada, relegando al individuo a un lugar subordinado; la división dicotómica de la realidad, que impide el matiz y torna la mirada maniquea; la identificación del propio bando con la razón y el bien, que relega al lugar del traidor cualquier tipo de disidencia. Con estos micropartidos el esquema teórico encaja como un guante: «La elección de campo no deja lugar a dudas: a un lado está España, al otro Euskadi; en una parte quienes han aceptado la reforma, la Constitución y el sistema que se establece en España a la muerte de Franco, y en la otra quienes lo impugnan. En esta dicotomía, la LCR y el MC (la LKI y el EMK en el ámbito vasco) han elegido campo sin dudarlo» (p. 148).

Aquí sí encontramos una legitimación de los atentados de ETA, perceptible en el hecho ya mencionado de que en ocasiones se pide el voto para HB, pero también en justificaciones documentales explícitas (impensables en el espacio del PCE y de IU). En 1983, desde el EMK se justifica así el terrorismo de ETA: «Quizá la diferencia entre unas y otras muertes está en el hecho de que las pocas con que cabe responsabilizar a las organizaciones armadas son dolorosos accidentes inherentes a toda lucha revolucionaria que aspira a transformar profundamente la sociedad, en tanto que las multitudinarias muertes producidas por el terrorismo patronal y por los cuerpos de seguridad del Estado son el producto de la acción criminal de quienes defienden el sistema social establecido».

Este texto trasluce toda la alteración perceptiva desde la que pueden llegar a emitirse afirmaciones que violan el más elemental principio de realidad. En esos años, ETA alcanza el máximo nivel de mortalidad, con cerca del centenar de asesinatos anuales. Afirmar que son «pocas» muertes, en comparación con las cometidas por los cuerpos de seguridad es dimitir de la más elemental coherencia aritmética. «Quienes defienden el sistema social establecido» son los ciudadanos, de nuevo en una cantidad abrumadoramente superior a la que en su favor pueden alegar ETA y grupúsculos como el EMK. Otra vez, por tanto, un descarrío meramente contable, matemático. Son las propias categorías políticas y el esquema teórico aprendido en los panfletos y compartido por los militantes al modo de una nueva suerte de comunión trascendental los que conforman la realidad percibida. La verdadera realidad queda fuera de juego.

Y fuera de juego queda, inevitablemente, cualquier tipo de conciencia moral. Que las muertes provocadas por una acción violenta voluntariamente asumida, reivindicada después y ensalzada siempre reciban el nombre de «accidentes dolorosos» lo dice todo. Un «accidente» es, por definición, algo que escapa a la voluntad de quien ejecuta la acción de que se trate. Pero es que a la absoluta distorsión perceptiva que la radicalidad ideológica impone con respecto a la realidad física se le une también, y esto lo recoge muy bien Merino, una concomitante y paralela distorsión moral: la realidad del mundo desaparece, sí, pero además, y sobre todo, la humanidad de los otros se esfuma. Los que están del lado malo de la ecuación no son humanos –o no merecen vivir, o merecen la muerte, como queramos– y por eso hay muertes buenas y muertes malas. Unas son jalones de la lucha por la libertad, las otras, accidentes involuntarios. La responsabilidad moral desaparece por definición: unos sólo pueden ser héroes, los otros, traidores.

La izquierda revolucionaria no nacionalista, los grupúsculos situados a la izquierda del PCE e IU, compartieron ese milenarismo revolucionario. A partir de la página 148, Merino desbroza con habilidad los elementos principales de esa fe: la perversidad del enemigo, la justificación utilitaria de la violencia, la división maniquea del mundo, la deuda emocional con Herri Batasuna, el lugar mágico del sacrificio como otorgador de sentidoDe la avasalladora fuerza de este concreto mecanismo legitimador da fe el hecho de que el propio Merino sea víctima de su influjo, cuando habla del «capital moral» acumulado por ciertas organizaciones «por haber formado parte destacada de la lucha antifranquista y haber sacrificado muchos de sus militantes en la represión policial» (p. 13; la cursiva es mía)., etc. Un círculo de significaciones y sentimientos que es difícil romper. Con el tiempo, es cierto, se rompió, y esos grupúsculos fueron evolucionando, en un proceso en el que el libro –en la medida en que no parece otorgar valor al hecho de la condena de ETA– no se detiene en ningún momento, pero que hubiera sido un acierto recoger. Esa comunión inicial con el terrorismo y esa evolución final hacia la condena merecen sin duda mayor atención bibliográficaDe hecho, ciertos posicionamientos de esta izquierda a la izquierda de IU parecen seguir, todavía hoy, sin haber extraído todas las consecuencias teóricas de lo que significa la condena del terrorismo. Lo demuestra Salvador López Arnal, quien en 2012 sigue defendiendo que los «militantes de ETA […] fueron aliados sólidos, muy sólidos» en la lucha contra lo existente, una lucha para la que la Transición no habría significado un avance, sino el mantenimiento de lo ya conocido o, incluso, «un paso atrás» (Salvador López Arnal, «Algunos vértices donde habita el olvido o la discrepancia», El Viejo Topo, núm. 290, marzo de 2012, p. 35). El artículo forma parte de una polémica sobre la relación con ETA de los grupos de la izquierda revolucionaria que protagonizaron varios autores en las páginas de El Viejo Topo y que resulta muy reveladora al respecto. Véase Jesús Puente, «El fascismo de ETA y las responsabilidades de la izquierda» (El Viejo Topo, núm. 289, febrero de 2012, pp. 7-15); el artículo recién citado de López Arnal; Ernesto Gómez de la Hera, «Olvido y discrepancia» (El Viejo Topo, núm. 292, mayo de 2012, pp. 49-51) y, de nuevo, Salvador López Arnal, «Sin trucos estalinistas» (El Viejo Topo, núm. 293, junio de 2012, pp. 43-49).. El libro de Merino posee el mérito indudable de haber señalado esa laguna y de haber empezado a colmarla.

Jorge Urdánoz Ganuza es profesor de Filosofía del Derecho y del Máster de Derechos Humanos en la Universidad Oberta de Catalunya. Es autor de Fórmulas electorales y representación proporcional (Pamplona, Universidad Pública de Navarra, 2006), ha traducido La teoría de la democracia en el mundo real, de Ian Shapiro (Madrid, Marcial Pons, 2011) y actualmente prepara un ensayo titulado Veinte destellos de ilustración electoral (y una página web desesperada).

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Ficha técnica

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