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El sueño de Xi Jinping

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* Este artículo es el último de la serie La China de Xi Jinping. La colaboración de su autor, Julio Aramberri, con Revista de Libros, continúa, por lo que tendrán ocasión de leerle en otras secciones de la revista.

Vientos del pueblo me llevan

Los Ocho Inmortales son dioses menores del taoísmo hechos suyos por la religiosidad popular china; cada uno de ellos (He Xian Gu era la única mujer) volcaba sus dones particulares sobre los humanos. De Zhongli Quan, no en balde el líder del grupo, se dice que convirtió las piedras en monedas de oro y plata para permitir a la humanidad librarse de la pobreza y las hambrunas. El Partido Comunista también cuenta con sus Ocho Inmortales, aunque la pertenencia al grupo es cuestión en disputa. Por ejemplo, al padre de Xi Jinping, el actual presidente, unos lo incluyen entre ellos y otros noAgnès Andrésy, Xi Jinping. La Chine rouge, nouvelle generation, París, L’Harmattan, 2013.. Haya o no consenso sobre sus integrantes, todos eran revolucionarios de la primera hora que colaboraron con Mao en la creación de la nueva China.

Xi Jinping pertenece, pues, a una de las mejores familias del tout Pékin comunista. Nació en 1953 de la pareja formada por Qi Xin, su madre, y Xi Zhongxun, su padreSigo en este punto la narración de Kerry Brown, CEO, China. The Rise of Xi Jinping, Londres y Nueva York, I. B. Tauris, 2016, capítulo 2., el tercero de una familia de cuatro hijos y el mayor de los varones. Zhongxun, que ya había conocido la furia de las luchas internas del Partido Comunista en su juventud (en 1935 estuvo en un tris de ser ejecutado en una de ellas), fue purgado por derechista en 1962; degradado, vilipendiado y humillado durante la Revolución Cultural; y rehabilitado tras la muerte de Mao, en una trayectoria similar a la de otros Inmortales. Era Zhongxun persona moderada y sus simpatías estuvieron siempre con los reformistas, así que se sumó a la línea aperturista de Hu Yaobang, el Secretario General del Partido Comunista entre 1982 y 1987, y fue el único miembro del Politburó que votó en contra de su destitución. En 1988 se retiró de la vida pública y vivió sus últimos años en Shenzhen, la ciudad estrella de la era reformista, a cuyo vertiginoso crecimiento había contribuido singularmente durante el tiempo en que ocupó diversos cargos en la gobernación de la provincia de Guangdong (Cantón). Qi Xin, la mujer de la que se enamoró cuando ella tenía diecisiete años y era ya una activista en el nordeste de China, pasaría, tras la formación de la República Popular, a trabajar en el Instituto Marx de Comunismo, la actual Escuela Central del Partido, donde estudian los altos dirigentes del futuro neomandarinato. Un itinerario también similar al de otras parejas de notables comunistas.

Zhongli QuanEn sus primeros años de vida, Xi Jinping disfrutó de la educación reservada a los hijos de la elite: el jardín de infancia Beihai y la escuela primaria 1 de Agosto. Los sobresaltos empezaron en 1962 con la purga de su padre, que tuvo que hacerse cargo de las tareas del hogar mientras la madre pasaba sus semanas de trabajo en el Instituto. En 1966, Xi Zhongxun fue acusado de ser uno de los dirigentes de la trama antipartido en el nordeste de China y fue enviado a reeducarse por el trabajo en una fábrica de tractores de Luoyang, en la provincia de Henan.

En 1969, a sus dieciséis años, Xi Jinping se convirtió en uno de los millones de jóvenes enviados a trabajar en el campo. Su destino fue la aldea de Liangjiahe, en la provincia de Shaanxi, y allí sobrevivió con trabajos de médico descalzo –asistentes sanitarios improvisados–, labrador y mecánico de tractores. Más allá de la literatura hagiográfica generada por su ascenso al poder, los testimonios coinciden en que Xi era una persona sencilla y amigable que no desdeñaba el trato con los campesinos de la aldea y se mantuvo en contacto con ellos una vez que volvió a Pekín en 1976. Él mismo resumiría que allí había aprendido a ser realista y a confiar en sí mismoKerry Brown, op. cit., location 1141 ss..

De vuelta a casa, comenzó estudios universitarios de ingeniería química, a los que siguió la entrada en una carrera burocrática no especialmente distinguida: miembro del Partido tras diez intentos fallidos; de jefe de gabinete de uno de los dirigentes de la Comisión Militar Central durante varios años; un oscuro puesto burocrático en la provincia de Hebei; un ligero ascenso a vicealcalde de la ciudad de Xiamen, en la provincia de Fujian. En esa etapa, Xi contrajo matrimonio con Ke Xiaoming, la hija menor de Ke Hua, que fuera embajador en Gran Bretaña, otro rasgo de su nunca perdido engarce con la elite. Como con otros detalles de su biografía, sobre éste ha caído un espeso manto de silencio oficial tras su elevación a las alturas. La pareja se divorció en torno a 1983 y poco más se sabe de su extrañamiento.

La suerte política empezó a virar en 1990 con su nombramiento como secretario del Partido en la ciudad de Fuzhou, de nuevo en Fujian. Un poco antes, su vida personal también había ido a más. En 1987 contrajo segundas nupcias con Peng Liyuan. Peng traía bajo el brazo un regalo importante: era famosa. Mucho más que Xi. Para entonces ya tenía millones de admiradores que la seguían, especialmente en las galas de año nuevo, el programa de mayor audiencia anual en la televisión nacional. Peng ha hecho su carrera en las unidades de coros y danzas del ejército chino. En 1989, en los días posteriores a la represión de Tiananmén, sus canciones tonificaban a los soldados armados hasta los dientes que ocupaban la plaza. Es decana de la Academia de las Artes del Ejército Popular; ostenta un grado castrense equivalente al de mayor general; tiene un título superior en música étnica tradicional; y es miembro de la Conferencia Política Consultiva Popular, un organismo cuyos miembros dicen representar a la sociedad civil.

Pocos hubieran pronosticado cuando se casó que Xi pudiera llegar tan lejos. De hecho, en el Decimocuarto Congreso del Partido (1997), cuando ya pujaba por ascender, Xi no consiguió los votos suficientes para entrar en el Comité Central. Pronto, sin embargo, se arrimó a un buen árbol, el de Jiang Zemin, a cuya sombra creció con rapidez. En 2000 fue nombrado gobernador de la provincia de Fujian y en 2002 secretario del Partido en la de Zhejian. En 2007 desempeñó el mismo puesto en Shanghái y se convirtió en miembro del Comité Permanente del Politburó. De ahí pasó a Pekín, donde se puso al frente de la Escuela Central del Partido y fue designado presidente del comité coordinador de los Juegos Olímpicos de 2008. En 2010 se convirtió en vicepresidente de la Comisión Militar Central y en 2012 fue elegido secretario general en el Decimoctavo Congreso del Partido Comunista Chino. En 2013 se convirtió en el presidente de la República y de la Comisión Militar Central.

Aparte de este cursus honorum fulgurante, poco más se sabe de su personalidad. Será menester esperar a que algún día, previsiblemente muy lejano, se abran los archivos y los historiadores puedan rastrear en detalle sus contactos, sus ilusiones cortesanas, sus proyectos, sus fracasos. Por el momento tenemos que conformarnos con el repertorio de sus títulos oficiales, algunos de sus logros y la inconmensurabilidad de su ambición.

Como es su obligación, los medios chinos se hacen lenguas de su energía y de su personalidad. Pero, cuando se refieren a él, usan exclusivamente su título de presidente de la República, orillando el de secretario general del Partido Comunista, que siempre ha sido el cargo por antonomasia de los máximos jerarcas chinos. Xi quiere ser, ante todo, el epítome de su pueblo; el presidente de todos los chinos, no el líder supremo de un Partido al que sólo pertenece un 7% de ellos.

Xi no necesita de esfuerzos especiales para presentar una imagen campechana y popular de sí mismo, de su cargo y de su país. Frente a Hu Jintao –un estafermo– o Jiang Zemin –un rústico–, Xi persiste en mostrarse no como un mandamás, sino como persona sencilla, educada y accesible. Es el primer dirigente de la época de las reformas al que le gusta exhibirse en pareja. Cada vez más, Peng Liyuan está presente en sus viajes y se desenvuelve con las mismas tablas que las ocupantes de ese chocante papel de primera dama.

Xi parece sentirse relativamente incómodo con el rígido protocolo del neomandarinato y fulge radiante cuando se acerca, no mucho, a las multitudes. Le gusta hacer pensar que aceptaría la invitación de cualquier admirador espontáneo para una partida de mahjong. En 2013, al poco de celebrarse el Tercer Pleno del Comité Central, donde se exhibió como el reformista mayor de la República, Xi se dejó caer por Qingfeng Baozipu, un restaurante popular de comida casera que TripAdvisor clasifica en el puesto 1.790 de entre los 11.853 restaurantes de Pekín. Se puso en la cola; pidió seis bollos rellenos de picadillo de cerdo, un plato de hígado frito y una sopa; se los comió en una mesa sin mantel; y pagó al contado 21 yuanes (tres dólares y medio). Un hombre del pueblo, vayaEn una de sus múltiples semblanzas hagiográficas, el Diario del Pueblo lo retrataba como «el muchacho que llegó [a Lianjiahe, el pueblo de su deportación] como perdido y se marchó un hombre hecho y derecho a los veintidós años y con la determinación de hacer algo notable para su pueblo […] cuyas necesidades gravitan sobre su corazón». El diario remataba que Xi había advertido a los militantes del Partido de que «tienen que amar al pueblo de la misma manera en que aman a sus padres; tienen que trabajar en su beneficio; y tienen que asegurar su prosperidad» (Kerry Brown, op. cit., loc. 1023)..

El capitalismo de rasgos chinos tiene límites

¿Cómo ser un hombre del pueblo y, al tiempo, el máximo dirigente del Partido que tantos padecimientos ha causado a los chinos? ¿Puede ser sincero Xi Jinping cuando se presenta como el mejor intérprete de sus anhelos y de sus sueños? En fin de cuentas, Xi sufrió en su propia casa y en su propia carne las atrocidades de la era Mao. ¿No le han quedado huellas? ¿No ha tratado nunca de explicarse el porqué?

Es una pregunta imposible de contestar en clave individual. No es Xi el único de los dirigentes actuales que haya pasado tan malos tragos. Li Keqiang, Wang Qishan y Liu Yunshan ?miembros, como Xi, del actual Comité Permanente del Partido Comunista? fueron también exiliados al campo para «aprender del campesinado». Yu Zhengsheng, otro de ellos, vio morir a su hermana ?no se sabe con certeza si por su propia mano o por la de un grupo de guardias rojos– de resultas de un ataque contra su padreKerry Brown, op. cit., loc. 1121.. Todos ellos habrán pechado con sus experiencias y les habrán dado una explicación, pero cuál sea sólo consta a sus conciencias y, tal vez, a sus confidentes; en cualquier caso, interesaría sobre todo a los psiquiatras. Lo verdaderamente importante es el juicio moral del colectivo frente a ese pasado de brutalidad y de atropellos.

La solución ideada por Deng Xiaoping, siempre un artista del pragmatismo, fue anegarlo en un rápido olvido. No otra cosa significó la resolución del Partido en 1981Adoptada en el Sexto Pleno del Comité Central del Undécimo Congreso en 27 de junio de 1981 bajo el título de Resolución sobre algunas cuestiones de la historia de nuestro Partido desde la fundación de la República Popular China. En un intento de cuadrar el círculo, la resolución establecía que «las erróneas tesis de “izquierda” en las que se basó el camarada Mao Zedong para iniciar la “revolución cultural” eran claramente inconsistentes con el sistema del Pensamiento Mao Zedong, que es la integración de los principios universales del marxismo-leninismo con la práctica concreta de la revolución china». Sentado este galimatías inicial, en el que el pensamiento de Mao contradecía la práctica de Mao, al tiempo que esta última no dejaba de ser correcta –«esa fue su tragedia», resumían los autores de la Resolución–, la conclusión («Sus contribuciones a la revolución china superan con mucho a sus errores. Sus méritos son primarios; sus errores secundarios») estaba cantada. sobre el papel histórico de Mao, más tarde resumida en la fórmula popular de un 70% de aciertos frente al 30% de errores, sin entrar en detalles sobre el precio real y moral de unos y otros. La tarea del momento era otra: conseguir que China escapase de la maldición del atraso a que parecía condenada durante los últimos doscientos años. Lo que importaba era el crecimiento, al precio que fuere, de su economía.

Con el tiempo, se reveló una apuesta acertada. Deng y sus seguidores han cumplido su promesa con el colosal despegue del país durante los últimos cuarenta años, pero el modelo de desarrollo seguido parece estar llegando a sus límites previsibles. En resumidas cuentas, el despegue de China se ha basado en una febril expansión de la inversión en activos fijos (infraestructuras, fábricas, edificios, equipos) a costa de una reducción del consumo público y privado o, dicho de otra forma, de un asfixiante crecimiento del ahorro. ¿Por qué? Pese al continuo recuerdo por parte del Partido Comunista de que están construyendo el socialismo, en China no existe una red de asistencia social mínimamente comparable a la de los países capitalistas avanzados en pensiones, salud y otros bienes públicos. La atención de esas necesidades corre prácticamente al completo por cuenta de los usuarios, que se ven así obligados a ahorrar para sufragar los costes que de ahí se deriven en el futuro.

¿Cómo ser un hombre del pueblo y, al tiempo, el máximo dirigente del Partido que tantos padecimientos ha causado a los chinos? 

Los caudales ahorrados pasan al sistema financiero, que los comprime aún más. El ahorro de las familias chinas no se ve compensado de la misma forma en que lo sería en un sistema bancario de mercado, donde los tipos de interés activos y pasivos fuesen decididos por la demanda y la oferta. El interés máximo que se paga a los depositantes por los bancos está estrictamente limitado, como lo está también el tipo mínimo de los préstamos a particulares o a empresas. Por lo general, existe entre ambos un desfase cercano al 3%, con lo que se garantiza un sólido colchón de beneficios para la banca. No todos los clientes, sin embargo, reciben el mismo trato. Las empresas privadas suelen pagar intereses en relación inversa a su tamaño y los mayores beneficiarios de ese acceso discriminatorio son las grandes empresas estatales, que reciben crédito a precios asequibles o lo ven extendido sin mayores problemas incluso cuando incurren en pérdidas continuas. Los chinos tienen que cuidar mucho su bolsillo y consumir poco. Lo manda el gobierno. Y su ahorro, al menos inicialmente, favoreció la estrategia de añadir una saneada balanza comercial al PIB del país. Lo que los chinos no pueden consumir se vende al exterior y las exportaciones han llegado muchos años hasta un 10% del PIB.

El papel central del ahorro de los chinos se diría contradictorio con la experiencia de cualquier visitante del país. El salto que he podido apreciar durante los quince años en que he sido profesor en China es difícil de describir. En 2002, en la ciudad en que he residido, no había prácticamente coches privados. Hoy, los atascos en las horas punta son feroces. Los profesores vivían cerca del campus en casas decrépitas facilitadas por la Universidad. Hoy todos se han mudado a apartamentos propios en mejores edificios y vecindarios. El aparcamiento para profesores de la Universidad era una promesa de futuro, pero, a la sazón, estaba por completo vacío. Hoy no hay forma de encontrar espacio.

¿Cómo conciliar la participación del consumo en el PIB, que se ha mantenido en un nivel del 35%-40% –para muchos observadores, un porcentaje surrealista por su escasa dimensión–, con el bienestar que se palpa incluso en el oeste pobre del país? Basta con tener en cuenta el valor absoluto de esos porcentajes o, lo que es lo mismo, cuánto ha crecido la tarta. Si, en el año X, el PIB era de cien unidades repartidas al 50%, el consumo habría contribuido con cincuenta unidades y el ahorro/inversión con otras cincuenta. Si, en el año X1, el PIB ha ascendido a doscientas unidades, aunque el consumo haya bajado al 40% y la inversión se haya disparado al 60%, sus valores absolutos han pasado respectivamente a ciento veinte y ochenta unidades. Lo que el consumidor, en este caso el chino medio, experimenta es un alza de su capacidad de compra del 60%. Pierde fuerza relativa en total, pero crece en tamaño real per cápita, lo que supone un aumento de su nivel de vida. Si de esa cantidad absoluta de la renta del consumidor deducimos los impuestos que paga, lo que le queda, es decir, su renta disponible, ha subido espectacularmente. Así puede ahorrar y, al tiempo, consumir más. Entre 2006 y 2016, la renta media disponible ha pasado de 13.786 renminbis a 33.616, es decir, se ha doblado y más. La política reformista de Deng creó así una especie de contrato de adhesión por el cual una mayoría de chinos consentía el monopolio gubernamental del Partido Comunista a cambio de un aumento progresivo de su nivel de vida. Ese contrato social tácito sigue en vigor hasta el día de hoy gracias a sus buenos resultados.

A largo plazo –y no es posible calcular la duración de ese plazo–, la promesa se hace difícil de mantener. Ante todo, por la inevitable caída del rendimiento de la economía, es decir, la imposibilidad de mantener esa enorme distancia entre el consumo y la inversión acarrea una disminución del ritmo de crecimiento. En los diez años anteriores a la llegada al poder de Xi Jinping, el PIB chino mantuvo una tasa media superior al 10%, con la excepción de 2008-2009, cuando llegó a bajar al 6%. Esa media ha caído considerablemente bajo su mandato. En 2013 pasó a 7,8% y al 7,3% en 2014; 2015 arrojó un resultado del 6,9% y en 2016 se situó en el 6,7%. Para 2017, la tasa prevista por el Gobierno se sitúa en torno al 6,5%.

Para que el consumo aumente, es decir, para que el Gobierno cumpla su supuesta obligación contractual, el ahorro tendría que reducirse y eso no dejaría de frenar aún más la inversión en activos fijos, con el consiguiente perjuicio para sus beneficiarios, mayormente las empresas estatales. Y aquí pasamos de la economía a la política. El control de esas empresas más el del crédito bancario –lo que el Gobierno llama socialismo con rasgos chinos y otros preferimos caracterizar como capitalismo de Estado– no sólo es un instrumento fundamental de la economía dirigida: es también la fuente de altos sueldos, beneficios y privilegios para la elite del Partido y su reducción causaría necesariamente fuertes tensiones en su seno. Cerrar empresas públicas deficitarias acarrea además resistencia social, porque los trabajadores que pasan al paro ponen de relieve la incapacidad gubernamental para cumplir con la promesa central del contrato.

De ahí que el Gobierno retrase al máximo la llegada de una rebaja del crecimiento, recurriendo al aumento de la deuda de las empresas o del crédito al sector privado. Como se ha puesto de relieve por diversas fuentes, la deuda total de la economía china se situó en torno al 255% del PIB en 2016 y –esto es lo más preocupante– el crecimiento de la deuda del sector corporativo (público y privado) y la de las familias ha tenido un crecimiento explosivo desde 2013, hasta situarse en el 169% del PIB a principios de 2016. La velocidad de endeudamiento se ha acentuado en 2017Se estima que el crédito total generado en el primer trimestre de 2017 llegó a 4,22 billones de renminbis (alrededor de 610 millardos de dólares). Sólo en el mes de marzo el crédito a los hogares subió a 797,7 millardos de renminbis (115 millardos de dólares) ante la necesidad de mantener sin problemas la agilidad del modelo hasta la celebración del Decimonoveno Congreso del Partido Comunista a finales de 2017. Hasta esa fecha hay que evitar eventuales problemas en su seno o en el país. Sea cual sea el coste.

Más allá de la especulación sobre si China ha llegado a su momento MinskyHyman Minsky (1919-1996), economista académico y banquero, dedicó buena parte de su obra al estudio de las crisis financieras (véase su Can “It” Happen Again? Essays on Instability and Finance, Londres Routledge, 1987) y lo que se ha dado en llamar momento Minsky apunta al período del ciclo financiero en que empiezan a producirse burbujas especulativas que acaban por desembocar en una crisis. en lo que se refiere a la deuda, el modelo de crecimiento adolece en su fundamento de otros dos defectos difíciles de erradicar. La obsesión del Gobierno central, de los locales y de los directivos comunistas de todo grado por el crecimiento a ultranza ha generado, al tiempo, una montaña de inversiones de escaso rendimiento y una ola sistémica de corrupción enraizada en el abuso de sus posiciones de poder por los funcionarios de todas las escalas para aumentar sus magros ingresos oficiales (rent-seeking). Por lo que hace a la eficacia de la inversión en activos fijos, se estima que la de cada nuevo yuan gastado ha declinado con rapidez. Entre 2003 y 2008, la rentabilidad de las nuevas inversiones estuvo en torno a 1:1. Entre 2009-2010, cuando Pekín inició un programa de estímulo masivo ante la crisis financiera global, pasó a ser de 2:1. En 2015 se dobló (4:1) y en 2016 ha llegado a 6:1.

La historia de la corrupción viene de lejos. Los Inmortales comunistas, como los taoístas, también fueron generosos, si no con todos los chinos, sí al menos con sus propias familias. Sus hijos e hijas gozaron de especiales privilegios educativos –muchos de ellos cursaron estudios en Estados Unidos o Europa– y luego se hicieron con importantes puestos en la empresa pública, en las finanzas o en el aparato del Partido. Bo Yibo fue el padre de Bo Xilai, un político al que los medios presentaron en su día como seguro candidato a ocupar las cumbres del poder; hoy, caído en desgracia, se pudre en una cárcel especial para cuadros del Partido. Otros han resultado más afortunados. Un hijo de Chen Yun, el artífice de los planes quinquenales, otro Inmortal, ha presidido el Banco Chino de Desarrollo. A Wang Zhen, que hizo habitable el reducto de Yan’an, donde los maoístas se refugiaron de los japoneses y de Chiang Kai-shek, sus tres hijos le salieron empresarios de éxito. Y eso no es más que el principio. Los nietos son, si cabe, aún más brillantes. Los de Chen Yun dirigen varias empresas financieras. El hijo de Bo Xilai y la hija de Xi Jinping han pasado por Harvard. Hacer una lista de los éxitos de la tercera generación, por reducida que fuera, sería una tarea interminable. Con estos principitos y princesitas, como se les conoce popularmente, se codean otros muchos, no menos famosos, que forman la nueva nobleza roja y cuyas andanzas deleitan o indignan a los usuarios de las redes socialesAlgunas muestras de la escala de la corrupción. Zhou Yongkang, un miembro del anterior Comité Permanente del Politburó, adquirió 326 propiedades por un valor de 1,76 millardos de dólares, a lo que hay que añadir otros seis depositados en diversos bancos o atesorados en sus domicilios. El patrimonio de los miembros de su familia ascendía a otros 8,28 millardos adicionales. Cuando fue detenido, se encontraron en su casa billetes por valor de trescientos millones de dólares, más varios depósitos en oro. Una tonelada de peso en billetes de dinero local y dólares apareció en la mansión de un general, y hasta un funcionario de mediana categoría consiguió acumular propiedades y dinero en efectivo por valor de 1.280 millones (véase Walter Scheidel, Violence and the History of Inequality from the Stone Age to the Twenty-First Century, Princeton y Oxford, Princeton University Press, 2017)..

Pero la corrupción no se limita a la cabeza. Ha sido imitada con tal rapidez por otros muchos miembros del neomandarinato que se ha convertido en una plaga. Es la forma más rápida de que funcionarios y empresarios privados obtengan riquezas imposibles de alcanzar por otros caminos, y eso acarrea, además de costes adicionales a la economía, un clima de negocios cada vez más pervertidoEn un libro desigual, John Osburg (Anxious Wealth. Money and Morality Among China’s New Rich, Stanford University Press, Stanford 2013) analizaba la articulación entre redes elitistas y la corrupción. Buena parte del enriquecimiento súbito de muchos empresarios data de la economía abierta impuesta por Deng Xiaoping a finales de los años setenta. El desmantelamiento de parte del sector público hizo posible para familiares y clientes de los funcionarios encargados de venderlo la adquisición de numerosas empresas estatales por precios inferiores a su valor. Lejos de formar un núcleo independiente con sus propias estrategias y medios, el empresariado en su conjunto aceptó así un papel subordinado al Partido Comunista a cambio de ventajas para sus negocios particulares. Uno de los soportes de esa elite es la participación conjunta en formas de entretenimiento y ocio mayormente masculinas: banquetes, melopeas, karaoke, partidas de cartas o de mahjong, masajes y saunas. En muchas de esas actividades participan mujeres jóvenes que, a menudo, mantienen relaciones sexuales pasajeras o estables con sus miembros. Estas formaciones en red no sólo son claves para el desarrollo de los negocios, sino parte principal de la corrupción y el crimen organizado en China. A menudo las redes elitistas se prolongan hacia el mundo del crimen. Osburg cuenta sus correrías con la organización del Hermano Gordo, que presumía de mantener excelentes relaciones con la policía local. A menudo había policías presentes en sus sesiones estratégicas que, luego, le servían de «paraguas» en las campañas contra el crimen que podían afectarle. El Gordo correspondía con informaciones sobre otras actividades criminales y, aún más importante, empleaba a sus matones en misiones que la policía local no podía asumir con facilidad. Por ejemplo, en la represión brutal de manifestantes en contra de la expropiación de sus tierras.. A los funcionarios les resulta sencillo generar ingresos ilícitos, pero transformarlos en patrimonio (casas, coches, participación en clubes exclusivos, vacaciones en el exterior, bienes para sus amantes) es difícil, porque no pueden justificarlos con sus sueldos oficiales. De ahí la necesidad de gastar sus rentas en negro en actividades de lujo pagadas en metálico que se llevan buena parte del lucro obtenido. Pero, a la vez, necesitan que los empresarios, por medio de expedientes imaginativos, los conviertan a ellos o a sus familiares en dueños «legítimos» de ese patrimonio. Por su parte, los empresarios saben que sus negocios tampoco gozan de gran seguridad, pues la burocracia cuenta con medios para desposeerles de su patrimonio si lo hubiere menester: una inspección tributaria, una investigación de su familia, un chantaje a alguna de sus amantes y están perdidos. Pese a la represión de algunos jerarcas y de miles de funcionarios de a pie, la corrupción es tan necesaria para el funcionamiento del sistema que no ha dejado ni dejará de abrirse nuevos caminos.

Más que el presagio de eventuales crisis económicas, es, pues, la corrupción lo que mina con mayor eficacia la legitimidad de la parte comunista del contrato y por eso preocupa a Xi Jinping mucho más que las crecientes turbulencias en la economía.

El Pequeño Timonel

Es innecesario describir la consternación que la Revolución Cultural causó entre las filas de los revolucionarios de la primera hora que, sin saber cómo ni poder entender qué sucedía, pasaban de la gloria a ser «reeducados por el trabajo» en los «establos»Hay una excelente descripción de esa experiencia en Ji Xianlin, The Cowshed. Memories of the Chinese Cultural Revolution, The New York Review of Books, Nueva York 2016.. Aun con la insulsa prosa típica de los documentos del Partido, la resolución de 1981 sobre el papel de Mao dejaba entrever el horror a un nuevo caos y la necesidad de evitarlo a toda costa. Todavía persiste. Wen Jiabao no dudó en describir a la Revolución Cultural como una «tragedia histórica» ante el Decimoctavo Congreso en 2012 y la Constitución del Partido aprobada en ese mismo año prohíbe expresamente «el culto de la personalidad en cualquiera de sus formas» (artículo 10, párrafo 6) y prescribe la celebración quinquenal de un Congreso (artículo 18). El resto de disposiciones organizativas no van mucho más allá de establecer la soberanía del Comité Central en todo lo que afecte a la vida del Partido, incluyendo la elección del Politburó, de su Comité Permanente y del Secretario General.

Hay, pues, en China otro contrato tácito, éste acordado entre los miembros del Partido. Suele conocérsele como la institucionalización de las relaciones de poder y, en suma, incluye dos compromisos no escritos: gobierno colectivo y limitación a un máximo de diez años del mandato de los miembros del Comité Permanente del Politburó, que pueden renovar su cargo tras un primer período de cinco años. De ese convenio derivan también reglas como la jubilación de los miembros del Comité Central a los sesenta y cinco años. Esa institucionalización oficiosa ha funcionado más o menos correctamente desde la retirada de Deng Xiaoping. En 1992, Jiang Zemin, nombrado de urgencia ante la revuelta de 1989 en Tiananmén, fue revalidado como secretario general y reelegido en 1997; con Hu Jintao sucedió lo mismo en 2002 y 2007; y con Xi Jinping en 2012.

Xi es el personaje más ambicioso que haya presidido el Partido desde Deng Xiaoping. La cuenta de sus primeros cinco años, sin embargo, no lo demuestra cabalmente. Poco queda de sus promesas reformistas jaleadas por los medios nacionales e internacionales. No ha llevado a cabo ninguna reforma económica de calado y la economía ha mantenido un curso crecientemente lánguido. De hecho, el ahorro sigue en tasas muy superiores al consumo; la expansión sigue centrada en las inversiones en activos fijos; el sistema financiero ha favorecido la rápida expansión del crédito y de la deuda; las exportaciones continúan a un ritmo considerable; las empresas estatales mantienen su dominio sobre el sistema; y la prometida rebaja en la producción de carbón y acero no se ha acometido en serio. Del celebrado papel del mercado como elemento «decisivo» de la economía, nunca más se supo.

Vladimir Putin y Xi Jinping, en 2014

El mayor éxito del secretario general ha sido la campaña anticorrupción dirigida con mano de hierro por Wang Qishan. Hasta finales de 2016, la Comisión Central para la Inspección de la Disciplina había acusado a más de un millón de cuadros, a ciento veinte altos jerarcas del Partido y de diversos sectores económicos y culturales, y a una docena de altos mandos militares. En varias ocasiones, Xi y Wang han anunciado que su febril actividad no cejará; antes al contrario, sus funciones se ampliarán hasta abarcar todos los sectores de actividad en el país. Una de las reformas prometidas por Xi en sus primeras declaraciones había sido la ampliación del imperio de la ley. Sin embargo, nada en la campaña anticorrupción invita a pensar que esté siquiera en proyecto.

La Comisión Central para la Inspección de la Disciplina tiene su sede central en un edificio moderno, el número 2 de la avenida Chang’An Este, en Pekín, a dos pasos de la Ciudad Prohibida y del recinto gubernamental de Zhongnanhai. Nada en su exterior la identifica por su nombre y no aparece en los mapasVéanse mayores detalles en Evan Osnos, Age of Ambition. Chasing Fortune, Truth, and Faith in the New China, Nueva York, Farrar, Straus & Giroux, 2014, capítulos 8-12. . El funcionamiento de la Comisión es igualmente opaco y no respeta siquiera los escasos límites impuestos a las investigaciones policiales por el Derecho Procesal ordinario. Las actuaciones contra miembros del Partido comienzan con una preinvestigación en la que los inspectores reúnen el material delictivo que presentarán a sus superiores. Esta fase puede ir acompañada o seguida de un shuanggui, o procedimiento secreto que incluye la detención e incomunicación de los sospechosos, desprovistos de asistencia legal, en un lugar desconocido para sus familias. Los durísimos interrogatorios pueden ir acompañados de tortura, pese a su prohibición en los estatutos del PartidoEn 2014, Zhou Wangyan, un funcionario de urbanismo de la ciudad de Liling, en la provincia de Hunan, que había sufrido un shuanggui, denunciaba que en sus ciento ochenta y cuatro días de detención había sido sometido a numerosas torturas para que confesase los delitos que se le imputaban.. Una vez formulada la acusación, si las instancias correspondientes de la Comisión Central para la Inspección de la Disciplina lo creen conveniente, sancionan a los investigados con la expulsión del Partido Comunista y, como se decía en otros tiempos, los culpables son relajados al brazo secular, es decir, a los tribunales ordinarios, que no se distinguen por poner en duda las conclusiones de las autoridades.

Si los grandes procesos promovidos por la Comisión Central para la Inspección de la Disciplina (Bo Xilai, Zhou Yongkan, Ling Jinhua) han resultado espectaculares, lo han sido sobre todo por su estudiada carencia de brillo. No hubo nada en ellos de la grandiosidad patibularia que marcó al Moscú de Stalin, ni de la villanía operística de los juicios de masas de la Revolución Cultural. Bo y Zhou no fueron presentados como adversarios políticos o traidores a la causa, sino como vulgares delincuentes movidos por mezquinos intereses personales. Sus coreógrafos insistieron en calificar las actividades de los perseguidos como una peripecia menor, ajena a la vida del Partido. Todo ello hace pensar en que su verdadera causa no fue tanto un deseo de hacer valer la ley como un ajuste de cuentas entre facciones comunistas. En cualquier caso, cómo procedimientos semejantes puedan contribuir a que avance el sometimiento de los poderes a las leyes constituye un misterio tan oscuro como las razones que impulsan el inicio de un shuanggui.

La campaña anticorrupción parece haber contado con una amplia aprobación popular y es la única promesa tangible de las hechas por el presidente. Ninguna otra de las que se le supusieron ha avanzado y, por el contrario, la represión ha aumentado bajo su mandato. Para Freedom House, el Gobierno de Xi Jinping no ha alterado el sistema de censura, ni la persecución de la oposición, ni la supresión de cualquier forma de organización autónoma que han caracterizado al régimen totalitario de China desde su fundación en 1949. Tan pronto como asumió el poder en 2012, el nuevo equipo dirigente rechazó la libertad de prensa, la independencia judicial y la universalidad de los derechos humanos: «Como sus predecesores, el régimen de Xi ha generado sus propias ideas sobre el modo de fortalecer la legitimidad del Partido Comunista y reforzar la dominación del Partido sobre los medios, la política y la sociedad chinas». La novedad en la era Xi es que el aumento de la represión se ha hecho más sutil, censurando incluso noticias sobre la salud pública o sobre actividades oficiales en apariencia inocuas. Bajo su mandato, las confesiones obtenidas de los disidentes son exhibidas en televisión; se ha extendido la represión a sus familiares; y el intento de controlar Internet hasta en sus mínimos detalles se ha convertido en una herramienta cotidiana de control.

Por más que el aumento de su nivel de vida haya hecho que muchos chinos se olviden de la represión, y por más que la lucha contra la corrupción haya despertado sus simpatías, ninguna de esas políticas es un proyecto positivo capaz de aumentar la legitimidad del Partido. Sus dirigentes lo saben y de esa convicción parten las dos maniobras que Xi Jinping ha puesto en marcha para alcanzar ese fin: la formulación de un sueño chino concretado en una amplia gama de iniciativas de largo alcance y la consolidación de su liderazgo personal. Aunque entre ambas haya una íntima ligazón, cronológicamente ha sido la segunda la que ha avanzado con mayor rapidez.

Poco más de un año después de su designación como Secretario General del Partido, los elogios a Xi comenzaron a desbordarse con la habitual complejidad semántica. En noviembre de 2014, el Diario del Pueblo, el órgano oficial del Partido, decía de él que era «el nuevo arquitecto de la reforma», una metáfora generalmente reservada para Deng Xiaoping. Desde 2015, la adulación hacia su persona se ha convertido en una constante. Xi fue la estrella de la gala del Año Nuevo 2015 en la televisión oficialAunque la gala de 2015 tuvo la menor audiencia de los últimos ocho años, fueron seiscientos noventa millones de chinos los que la siguieron., cuando el cantante principal se arrancó con la canción Mi corazón es tuyo sobre un montaje de vídeo en el que se veía en exclusiva a Xi, un hombre del pueblo, alternando en distintas tomas con menestrales y soldados. Su aportación teórica de los cuatro cabales (construir cabalmente una sociedad moderadamente próspera; profundizar cabalmente en las reformas; avanzar cabalmente el imperio de la ley; fortalecer cabalmente la disciplina del Partido) ha sido objeto de glosas tan interminables como los elogios formulados por sus aduladores. Xi se ha convertido en el icono político más reproducido en la parafernalia kitsch (platos decorativos, llaveros, camisetas). Los medios oficiales dieron gran relieve a su elección como hombre del año en Pakistán. Si quieres casarte, busca a alguien como Papá Xi es el título de una canción ampliamente repetida en páginas web oficiosas y oficiales. Hasta Caixin, uno de los medios que gozan de mayor independencia, ha templado su intrepidez con titulares como «Xi tiene la visión necesaria para guiar al Partido hasta 2049» (en 2049 se conmemorará el primer centenario de la República Popular y, de estar vivo, Xi tendría noventa y cinco años). El Diario del Pueblo llegó a usar su nombre en once titulares de primera página del 4 de diciembre de 2015. En contradicción con la veda impuesta por la Constitución del Partido al «culto de la personalidad», la relación de lisonjas, aunque parezca imposible, se ha agrandado mes a mes para convencer a los chinos y a las chinas de que este hombre del pueblo es el espejo en el cual todos y todas deben mirarse.

Más importante que el intento de convertir a Xi en el ápice de la cultura de masas, por supuesto, ha sido su creciente requisa de todo el poder político y militar. Lejos de aceptar el papel tradicional de primus inter pares, Xi ha orillado a sus colegas del Comité Permanente del Politburó. En su primer año llevó a cabo una serie de reformas orgánicas para acumular todo el poder en su persona o, según la jerga oficial, para «modernizar la gobernanza del sistema estatal y su capacidad de gobierno». Entre otros, Xi preside todos los nuevos organismos de reforma, como el Grupo Dirigente para la Profundización Integral de las Reformas, la Comisión Nacional de Seguridad o el Comité de Ciberseguridad e Información. Para Caixin, «eso significa que todas las instituciones del Partido, del Consejo de Estado [Consejo de Ministros] y de las fuerzas armadas responden hoy ante Xi y sólo ante él. En resumidas cuentas, se ha convertido en el presidente del Partido: como Mao Zedong».

En su primer año llevó a cabo una serie de reformas orgánicas para acumular todo el poder en su persona

Desde el principio de su mandato, los funcionarios del Partido están obligados a mantenerse al día de sus aportaciones teóricas y a difundirlas entre las masas. Todas las unidades del Partido deben dispensar absoluta lealtad a su principal dirigente. Su visita al Diario del Pueblo a comienzos de 2016 fue acompañada de un llamamiento al acatamiento de su política en todos los medios. En septiembre de 2016, con motivo del octogésimo aniversario de la Larga Marcha, Xi recalcaba la necesidad de que el pueblo, no sólo el Partido, emprenda una «Nueva Larga Marcha», llamada a generar prosperidad para el país y a llevar a cabo el rejuvenecimiento de la nación.

Lo más importante estaba por llegar. En abril de 2016, Xi había estrenado un nuevo título: comandante en jefe del mando militar, convirtiéndose así en el presidente de la Junta de Jefes del Estado Mayor Conjunto y máximo responsable operativo. En 20 de octubre del mismo año, los medios oficiales anunciaban que, tras el Sexto Pleno del Comité Central, Xi se había convertido en el héx?n del Partido. El ideograma chino se traduce al castellano como centro, núcleo o meollo. De hecho, el puesto de secretario general lleva aparejado ese sentido de centralidad, pues es la posición clave del sistema de poder. Pero, en este caso, lo de núcleo o meollo adquiere un simbolismo especial. Parece que el título deriva de una observación de Deng Xiaoping con motivo del nombramiento de Jiang Zemin como secretario general, en un momento en el que el nuevo líder estaba necesitado de una reafirmación pública. Deng se refirió a Jiang como el núcleo indiscutible del Partido en su tercera generación, de forma similar a como Mao Zedong lo había sido en la primera y el propio Deng en la segunda. Pero, una vez más en China, lo que contaba era el adjetivo y no el sustantivo. Como el papa de Roma, el héx?n del Partido goza de infalibilidad en materia de fe y de costumbres, y su doctrina no puede ser discutida por los fieles. Hu Jintao nunca fue designado como tal mientras ostentó la Secretaría General, aunque posteriormente sí se le celebra con ese mismo honor. La distinción especial de esta temprana designación de Xi estriba en haber sido elevado a figura indiscutible prácticamente desde el comienzo de su carrera.

La próxima celebración del Decimonoveno Congreso del Partido a finales de 2017 ha venido acompañada de otra ronda de halagos. La vigente Constitución partidaria de 2012 precisa que su guía para la acción la constituyen el marxismo-leninismo, el pensamiento Mao Zedong, la teoría de Deng Xiaoping, la «importante noción de las tres representaciones» y la perspectiva científica sobre el desarrollo: por si resulta necesario mencionarlo, las tres representaciones y el desarrollo científico son las aportaciones teóricas respectivas de Jiang Zemin y de Hu Jintao. ¿Verá Xi elevada a ideología oficial del Partido su decisiva contribución de los cuatro cabales?

Todos estos movimientos han dado pie a amplias discusiones en los medios occidentales sobre el papel que Xi quiere desempeñar en el futuro de China. ¿Habrá decidido seguir las huellas de Mao Zedong? ¿Conseguirá ese eventual objetivo? Las respuestas incluyen toda clase de conjeturas y son de improbable confirmación para quienes no participamos de los secretos de Zhongnanhai, el centro de decisión del Partido Comunista Chino. Pero, sea cual fuere el resultado del Congreso futuro, por el momento la eventual disputa por la dirección del Partido parece tener un ganador En marzo de 2016, una carta anónima con la autoría de «leales miembros del Partido Comunista Chino» criticaba la concentración del todo el poder en las manos de Xi y denunciaba el silenciamiento de otros puntos de vista. Parece que la aparición del escrito en redes sociales se zanjó con la detención de una docena de militantes, pero desde entonces no han vuelto a producirse incidentes de calado.. De forma más mundana, habrá que estar atentos a la posibilidad de que Xi consiga imponer o no su poco disimulado deseo de sustituir el pacto de institucionalización partidaria y alargar su mandato para saber si, como Mao, habrá conseguido enmendarle la plana al propio Deng. El problema para el Partido y para Xi Jinping, si llega a imponer su línea política, aparecerá de inmediato: ¿cómo hacer real su ambicioso sueño chino?

Los crímenes de Mao y la desesperada situación económica y moral en que quedó China tras su larga dictadura hacen difícil entender que varios aspectos de su programa se ajustaban perfectamente a los sentimientos de buena parte de su pueblo. Aunque no vieran con simpatía su izquierdismo empedernido ni su paranoia estratégica, no eran pocos los chinos que se sentían identificados con su nacionalismo. En las etapas iniciales de su lucha por el poder, los comunistas chinos, al igual que los de Vietnam, antepusieron la recuperación de la independencia nacional a la revolución social con tanta intensidad que resultaba difícil dudar de su sinceridad. En ambos países, los partidos comunistas culpaban a la decadencia de sus instituciones tradicionales por su sumisión al dominio extranjero y se presentaban como el único vehículo para la recuperación nacional. Tanto Mao Zedong como Ho Chi Minh inspiraron a sus sociedades más por su tenacidad independentista que por su estrategia revolucionariaEsta interpretación del papel del nacionalismo en las revoluciones de ambos países no es nueva y ha sido razonablemente recuperada por Frank Dikötter en The Tragedy of Liberation. A History of the Chinese Revolution 1945-1957, Londres, Bloomsbury Press, 2013..

El nacionalismo de los comunistas chinos, empero, no se limita a la desaparición del dominio extranjero. Una vez alcanzada esa meta, el despegue de la economía nacional les ha permitido derivar paulatinamente hacia su gran ambición geopolítica. Cuando habla de ese sueño chino, al que define como el rejuvenecimiento de la nación, Xi Jinping tiene en las mientes un quinto cabal: recuperar cabalmente la secular hegemonía de China en la política de Asia Oriental y, más tarde, en el mundo entero. Es un sueño que sólo tiene un parentesco léxico con la tradición del sueño americano que prometía mejoras sustanciales en su suerte a quienes estuviesen dispuestos a trabajar honestamente dentro de la ley. Mientras el sueño americano convertía a los individuos en el eje de la vida nacional, el sueño de Xi Jinping los subordina a ella o, por mejor decir, a quienes, como los dirigentes del Partido, se creen con derecho a decidir por todos.

Es esa llamada a un nacionalismo militante, muy similar al de Mao, lo que inspira las ambiciones de Xi y sus partidarios en el seno del Partido actual. No son pocas. El contrato de mejora impuesto al pueblo chino lleva implícita una cláusula de realización de grandes proyectos. Desde la creación de una sociedad medianamente acomodada y de consumo masivo hasta el aumento de los gastos en defensa; desde la apropiación del Mar del Sur de China hasta el control total de la información a la que puedan acceder los chinos; desde la Nueva Ruta de la Seda que se propone subordinar la gran masa terrestre euroasiática a los intereses de China hasta la creación ex nihilo de nuevas grandes urbes en el territorio nacionalRecientemente, los medios chinos han informado de los planes de Xi para la construcción de una gran área urbana en Xionghan, en la provincia de Hebei, a unos cien kilómetros al suroeste de Pekín. El proyecto sería una réplica de los éxitos urbanísticos de Shenzhen y de Pudong (en Shanghái) con el objetivo de descongestionar la capital, mejorar el tráfico y reducir la contaminación ambiental. Tras su realización, la nueva ciudad atraería a 6,7 millones de personas. El coste estimado de la operación ascendería a unos 350 millardos de dólares, añadiendo un 0,4% anual al PIB durante la década en que se espera acabar su construcción., todo en los planes de Xi Jinping y de su corte lleva un marchamo de grandeza que haría palidecer de envidia al Rey Sol. ¿Es una apuesta juiciosa?

Al despertar

La respuesta no es unánime. Los optimistas la creen por completo factible, aunque sea la suya una tribu de muy variado pelaje donde se codean los progresistas desbordados del McKinsey Global Institute con otros más tibios, como los de la Brookings Institution, y entre medias una miríada de observadores y analistas tan extensa que sería imposible citar a sus componentes por menudo. Todos ellos, cada cual a su manera, comparten la tesis básica de la escuela de la modernización: el desarrollo económico acarrea la formación de sociedades acomodadas; genera una estructura social que se sustenta en las clases medias; e impulsa fórmulas políticas democráticas. Si Japón, Corea del Sur o Taiwán han podido pasar del autoritarismo a la democracia, nada impide pensar que la China de Xi Jinping pueda seguir un camino semejante.

Sin embargo, la desidia reformista de Xi; el recelo de la mayoría del Partido hacia la democracia; y la deriva nacionalista de su política hacen dudar a otros, más escépticos, de que la presunta modernización con rasgos chinos pueda producirse sin grandes tensiones. El mejor ejemplo ha sido el reciente cambio de actitud de David Shambaugh, profesor de Ciencia Política y Relaciones Internacionales en la Universidad George Washington y un sinólogo eminente. Como es lógico, pocos reconocerían su nombre fuera del ámbito académico, pero, entre los especialistas, se lo tiene por un observador agudo y ecuánime. Cuando oyen este toque de silbato ultrasónico, los perros viejos lo traducen por «moderado» o «sensato»; si son chinos y comunistas, por «realista» o «fiable». No por nada es Shambaugh un miembro distinguido de la Brookings Institution y precisamente su cautela y su deferencia hacia el Partido Comunista Chino –rasgos típicos ambos del gran respeto con que los progresistas tratan al poder– le habían ganado con anterioridad un cierto reconocimiento de los medios oficiales y de los políticos chinos.

Manifestaciones en Hong Kong por la democracia

Shambaugh promovió hace un par de años un pequeño vendaval con un artículo titulado «El inminente colapso de China», publicado justamente al comienzo de la sesión paralela de 2015 (conocida en China como lianghuiEl lianghui moviliza cada año en el mes de marzo a unos cinco mil delegados entre ambos organismos, que siguen una liturgia inamovible de monótonos aplausos masculinos, pues la inmensa mayoría de sus componentes son hombres. Los delegados no se mueven de sus asientos, no cuchichean, no aplauden y no se ríen más que cuando lo exige el guion. Aquí y allá, con la precisión de un buen director de escena, alguna delegada, porque suelen ser casi siempre mujeres, pone la disonancia colorista con su uniforme de minoría étnica. No hay mejor imagen de la berroqueña unidad sin fisuras del neomandarinato que un lianghui.) del Congreso Nacional del Pueblo, que pasa por ser el Parlamento chino, y de la Conferencia Política Consultiva del Pueblo Chino, un organismo en que el Partido acoge a los representantes autorizados de la sociedad civil. Ciertamente Shambaugh había dejado atrás su habitual parsimonia: «pese a las apariencias, el sistema político chino está muy fracturado y nadie lo sabe mejor que el Partido Comunista […]. A mi entender, el final de la partida ha empezado ya y ha avanzado hasta un punto más lejano de lo que piensa la mayoría».

Shambaugh anotaba los principales rasgos de esa deriva: huida de las elites económicas hacia el exterior; aumento de la represión; corrupción sistémica; deterioro del crecimiento económico; y «el teatro de simulación en que se ha convertido la política china en estos últimos años». Como muestra de esto último, recordaba una anécdota de meses antes en la Escuela Central del Partido. Un día se pasó por la librería del campus, donde, a la entrada, había un rimero de libros que tenían a Xi Jinping por autor. «¿Qué tal se venden?», preguntó al encargado. «No los vendemos. Los regalamos». El socialismo con rasgos chinos parece estar en apuros.

Si los escépticos como Shambuagh tienen razón, la erosión del contrato social chino –totalitarismo a cambio de un nivel de consumo que incluya los bienes superiores de la pirámide maslowiana– se acelerará a medida que la economía se enfríe y el país quede atrapado en una ratonera de rentas escasas (middle-income trap). Inexorablemente, los desequilibrios económicos y sociales acabarán por traducirse en serias tensiones políticas.

Los escépticos, empero, no se ponen de acuerdo en la forma que adoptarán esas tensiones y, menos aún, en su desenlace. Por simplificar, caben tres escenarios. Desde el título de su artículo, Shambaugh se inclinaba por el que podríamos llamar el modelo Hong Kong: una explosión del sistema más o menos alargada en su duración, pero siempre rápida. Bajo las exigencias democráticas de una masa crítica de la población, como en la revolución de los paraguas de la excolonia británica, la hegemonía comunista acabaría por desplomarse y ceder el paso a un nuevo régimen liberal. En Hong Kong y en Taiwán se ha demostrado hasta la saciedad que sobre los chinos no pesa ninguna maldición que los haga genética o culturalmente inmunes a la democracia. Sin embargo, la plausibilidad de esta alternativa se ve enturbiada por la inexistencia de cauces organizativos eficaces y por el escaso eco que han tenido las movilizaciones de Hong Kong en la China continental.

Se dice que a Xi Jinping le obsesiona el espectro de Gorbachov. Modelo Gorbachov es, pues, un buen nombre para una posible implosión del actual régimen chino. A su presidente, es claro, no le gustaría oficiar el funeral de un partido que tiene previsto superar, como mínimo, los dos centenarios –el de la fundación del Partido Comunista Chino en 1920 y el de la República Popular en 1949–, ni que sus camaradas o la historia le pidan cuentas por su desaparición. Tal vez, sin embargo, en los movimientos tectónicos que, de seguro, estarán registrándose en Zhongnanhai a cuenta de las tendencias reseñadas por Shambuagh llegue a aparecer algún dirigente como Zhao Ziyang. Zhao, secretario general del Partido Comunista entre 1987 y 1989, fue depuesto tras la matanza de Tiananmén, por su tibieza frente a las demandas de los estudiantes y su apoyo a la separación entre el Partido Comunista y el Estado. Pero, como en el Kremlin soviético, sólo una pequeña camarilla del neomandarinato sabe con precisión lo que está pasando en su seno y hay formas mejores de entretener la ociosidad que entregarse a anticipar sus intrigas.

También se dice que, para Xi Jinping, la lección básica del estallido del imperio soviético se reduce a que su caída se debió a la falta de convicciones ideológicas y, en definitiva, de agallas entre sus últimos dirigentes. De ahí su inclinación por el modelo Putin. Desde que llegara al poder, Xi Jinping ha ocupado con celeridad todos los puestos clave de la maquinaria comunista y ha conseguido amplias adhesiones para su línea política. Algunos comentaristas siempre animosos confían en que su acumulación de poder sólo sea un prólogo para profundizar las reformas prometidas, pero nada en su ejecutoria lo garantiza. Hasta el momento, sus actos han ido en sentido contrario y, aunque lo quisiera, nada hay tan difícil como pasar inconsútilmente de una gobernación totalitaria a una sociedad abierta.

El gran problema del modelo Putin es la fatiga de los materiales. Xi querría retornar a un tipo de gobierno que sólo cupo en una sociedad rural, atrasada y aislada por completo del mundo exterior. Pero la China de hoy es urbana, móvil y, por mucho que intente mantenerla en un corralito informático la Gran Muralla Digital, sus habitantes saben cómo hacerse con buena información sin tener que esperar a que el Gobierno la desmienta. Las pequeñas grietas que el entramado totalitario ha incorporado con el tiempo tienden a crecer y la explosión del sistema que apuntaba Shambaugh podría ser súbita si Xi se empecina en seguir dando pasos atrás.

Sin embargo, ante una crisis semejante, el Pequeño Timonel y su Partido contarían aún con cartas que jugar, especialmente la del nacionalismo belicoso que comparten tantos chinos. El martilleo incesante de la propaganda sobre los tratados desiguales que humillaron al país durante más de un siglo bajo la bota colonial alienta esa opción. Y a Xi tampoco se le oculta que el precio pagado por Putin en la anexión de Crimea se ha visto compensado con creces por sus réditos en defensa y en aprobación popular o que la reacción del presidente Obama y de la mayoría de los gobernantes europeos tuvo, por decirlo caritativamente, escaso fuelle.

Sea lo que fuere lo que el tiempo nos depare, el texto de Shambaugh ha servido para marcar un tiempo de reflexión sobre la eventual evolución del régimen de Xi Jinping y para poner en cuestión las abultadas expectativas sobre su política de reformas que tantos expertos y medios de comunicación han forjado a la ligera. No es escaso mérito.

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