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A Deng también le gustaban los dragones

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Esos revoltosos dragones

Durante los años de la dinastía Yuan o mongola (1271-1368), la que conoció Marco Polo e inspiró su Libro de las Maravillas del Mundo, se produjeron en China varios avistamientos de dragonesVéase para lo que sigue, Timothy Brook, The Troubled Empire. China in the Yuan and Ming Dynasties, Londres y Cambridge, Harvard University Press, 2010, loc. 49ss.. El primero ocurrió en 1292, dos años antes de la muerte de Kublai Kan, su fundador. El dragón se dejó ver a orillas del lago Tai, cerca de Nanjing y, en su ascenso al cielo, provocó una gran inundación que sumergió sus márgenes. Un año más tarde, en 1293, sobre un santuario dedicado al Rey Dragón, aparecieron otros dos: uno grande –tal vez, se dijo, fuera el propio rey– y otro más chico. A su paso crearon una tolvanera de relámpagos, truenos y ráfagas de fuerte viento. Diose la feliz coincidencia de que anduvieran por allí algunos pintores dedicados a su oficio y fueron ellos quienes en varios dibujos a tinta de estilo shui-mo, dieron preciso testimonio gráfico del prodigio. El Gran Kan murió el año siguiente. Dos más tarde, en 1296, lo que hubo fue un verdadero guirigay. Una pella de dragones se revolvió sobre el lago Poyang, en el curso del Yangtsé, causando enormes riadas en las comarcas aledañas.

Luego de estas andanzas, los dragones se recogieron y durante los próximos cuarenta y dos años no dieron señales de vida. De repente, empero, empezaron a aparecer en montonera. En 1339, uno pasó por un valle de la provincia de Fujian y formó una tormenta torrencial que se llevó por delante ochocientas casas y devastó mil trescientas hectáreas de cultivo. A partir de ahí, no hubo tregua. Entre 1351 y 1367, diversos dragones irrumpieron aquí y allá no menos de diecisiete veces. Sólo en 1367 se divisaron dos. En 1368 uno de los tataranietos de Kublai tuvo que abandonar su trono y refugiarse en la estepa mongola. Zhu Yuanzhang «alzó el vuelo como un dragón», que gustan de decir las crónicas imperiales, y fundó la dinastía Ming (1368-1644). Se le conoce en el siglo como el emperador Hongwu (Poder Marcial Rampante) y estaba predestinado a ser el Hijo del Cielo, el nombre autóctono que se reserva a los emperadores.

Catorce años antes de ganar por fin su imperio, mientras batallaba al oeste de Nanjing, cuentan que los ancianos de una localidad cercana advirtieron a Zhu de que por allí cerca merodeaba un dragón y le animaron a implorarle que su posible paso no diese lugar a un gigantesco aluvión. Zhu habló con él, arguyendo sus deseos con maña tan singular que el dragón reconoció en ellos un mandato del cielo y fuese sin sembrar calamidad alguna. Su destreza en domar dragones convenció a los chinos de que Zhu estaba manifiestamente designado para, como se ha dicho, ser el Hijo del Cielo. Durante su mandato, a ningún dragón más se le oyó resollar.

Nada dura eternamente. En 1404, al emperador Yongle se le insubordinó uno primero y luego fueron varios más. Quienes pensaban que los inquietos bichos se hacían eco del desasosiego creado en los cielos por su usurpación del trono se abstuvieron por si acaso de levantar el gallo. Los dragones tampoco parecían interesados en remover con exceso las aguas, así que, tras tan trivial testimonio de insatisfacción, se tranquilizaron hasta el reinado del emperador Hongzhi (1488-1505). Fue entonces cuando –inexplicablemente, porque Hongzhi estaba siendo un regidor modélico –se vio a algunos revolotear, pero sin gran alboroto. Al que pasó sobre la Ciudad Prohibida en 1505 se le había encomendado una misión más piadosa: recoger el último aliento de Hongzhi.

En la geomancia universal, los dragones chinos no forman parte de la misma especie que los europeos. Claramente, no pertenecen a los Urolóki, variedad descrita con exactitud por Tolkien, ya que no exhalan fuego y sus eventuales destrozos no proceden de ese elemento, sino precisamente de su opuesto: el agua. Al tiempo, son símbolos imperiales, una distinción impensable para sus colegas occidentales. Los hechos de los dragones chinos no siempre fueron deletéreos. Antes al contrario, solían sestear mansamente y dejar hacer, delegando las tareas de gobierno en emperadores que ingenuamente veían en su mansedumbre el éxito de sus esfuerzos por domarlos. Nada tan lejos de la realidad: los dragones son indomables.

Los Nueve Dragones. Ciudad Prohibida, Beijin

Lo cierto es que dejaban sus intervenciones en el mundo sublunar sólo para situaciones extremas. Su parentesco con el agua no es otra cosa que un símbolo de su afición por el buen hacer. El agua es el sustento del arroz, y el arroz, el de la nación. Por eso, mientras los gobernantes aseguraban cosechas pródigas y un congruo reparto de las mismas, los dragones reposaban indolentes, aunque sólo en apariencia. Más aún, permitían a sus incautos apoderados adornarse con sus imágenes y sus símbolos, como si semejantes advenedizos fueran miembros por derecho propio de su misma estirpe. En China, los Hijos del Cielo –sólo ellos– tenían permitido ostentar en sus arreos un dragón de cinco garras. Que los dragones lo aceptasen con sosiego era la mejor prueba de la legitimidad imperial. Pero, ¡ay de los ensoberbecidos! Cuando se mostraban incapaces de obrar como emperadores legítimos, los dragones mediaban con decisión y la dinastía se venía abajo. Por lo general, los destronados y sus seguidores invertían el orden causal y culpaban de su ruina al capricho de los dragones, sin querer reparar en que había sido su propia inverecundia lo que había desencadenado la cabal respuesta draconiana. Un consuelo insustancial.

De ahí la proverbial precaución ante su predicada ambivalencia. Ye Gong –cuentan las crónicas– era un entusiasta de los dragones y su imagen decoraba todas las aberturas de su mansión, fueran puertas, dinteles o ventanas. Hasta hacía retratarlos en los objetos de su vida diaria. Impresionado por la desmedida afición que les tenía, un dragón resolvió visitarle para agradecérselo pero, así que asomó sus fauces por uno de los huecos que tenía dedicados, el señor de Ye, horripilado, tomó las de Villadiego y de él nunca más se supo. Otra víctima de la distancia entre lo crudo y lo cocido.

A Deng Xiaoping, un marxista revolucionario desde joven, la edad y los dogmas de su confesión le impedían creer en los dragones y, como a Ye, no dejaban de parecerle unos ogros encantadores y amenos mientras mantuvieran, eso sí, su condición de trasgos. Sin embargo, el fundador de la China actual, la que hoy gobierna Xi Jinping, tal y como lo hiciera el señor de Ye, huía despavorido cada vez que uno de ellos se permitía emitir un resoplido: un remusgo que sigue creando el pánico entre sus sucesores y que es menester describir y analizar.

Un dragón levanta inesperadamente el vuelo

A comienzos de 1976, el régimen de Mao había llegado a los amenes. Esto que ahora podemos afirmar con claridad no lo resultaba entonces tanto. En un libro al que volveremos en otra ocasiónZhao Dinxin, The Power of Tiananmen. State-Society Relations and the 1989 Beijing Student Movement, Chicago y Londres, The University of Chicago Press, 2001., Zhao Dinxin apuntaba las enormes dificultades que acechan a los analistas del régimen chino y advertía en contra de la kremlinología, es decir, los intentos de descifrar en tiempo real las relaciones entre las facciones que se supone compiten por el poder en el seno de los partidos comunistas. A la escasez habitual de información que caracteriza a los sistemas totalitarios hay que sumar además la inexistencia de cauces de expresión de la opinión pública, forzada a la atomización por las políticas de esos mismos regímenes. Pero la opacidad de que hacen gala sus dirigentes no consigue desvanecer las necesarias diferencias estratégicas que genera la evolución de sus sociedades. Sería un gran error desconocer la distancia entre oscuridad y ausencia, por más que la veda impuesta a la discusión pública quiera hacernos suponer que son allí la misma cosa. Según el canon leninista –el llamado centralismo democrático–, el debate político debe quedar en el interior de los organismos burocráticos y, sólo una vez adoptada por ellos, su decisión –en China solían llamarla «la línea de masas»– puede hacerse pública al tiempo que obliga a todos los integrantes de la burocracia a defenderla sin excusas ni matices.

Esa dificultad real no debe empujarnos a pensar que la lucha de líneas o el faccionalismo hayan de descontarse en el análisis. Desde el libro seminal de Michel CrozierMichel Crozier, Le phénomène bureaucratique. Essai sur les tendances bureaucratiques des systèmes d’organisation modernes et sur leurs relations en France avec le système social et culturel, París, Seuil, 1963. sabemos que la ilusión weberiana de que los aparatos burocráticos responden, ante todo, a un modelo de estricta racionalidad en la disposición de medios y fines no es sino otra de las muchas fantasías jaleadas por su autor sobre la estructura de la modernidad. Todo aparato burocrático, sin excepción, contiene, debate y canaliza diferentes cursos de acción que, en el supuesto de una crisis interna fundamental, puede incluso dar al traste con el propio régimen, un riesgo del que no se libran ni las más férreas burocracias. Por ende, como con las meigas, las facciones, en todos los aparatos comunistas, haberlas, haylas.

Un modelo derivado del de Crozier nos dice que, en situaciones críticas, los aparatos burocráticos acentúan su tendencia a dividirse entre continuistas e innovadores, aunque, en general, la corriente mayoritaria en tiempos difíciles –especialmente en entornos cerrados como los partidos comunistas– sea la de los expectantes, atentos a atisbar la línea exitosa para apuntarse masivamente a ella. Algo que, de suyo, tampoco resulta especialmente sencillo cuando, a menudo, del resultado depende el futuro político y, a veces, hasta la vida de quienes prefieren esperar. Entre esas tres corrientes se trenzan, además, muchas otras relaciones –de amistad, clientela, reciprocidad de incentivos y demás– que ofuscan aún más el desarrollo de las intrigas políticas en contextos de penuria comunicativa. Sin ocuparse de las luchas faccionales, el análisis perdería su filo, se embotaría.

Durante los años anteriores a la muerte de Mao, en septiembre de 1976, «la línea de masas» la había definido mayormente la facción más izquierdista del Partido Comunista de China, en torno a la llamada Banda de los Cuatro, cuyo mascarón de proa era Jiang Qing, la futura viuda de Mao. Cercanos a este grupo estaban los maoístas de estricta observancia, que se adaptaban con rapidez a las sinuosidades y hasta a los caprichos personales del Gran Timonel, al tiempo que le servían de apoyo para mantener una pretendida distancia respecto de los izquierdistas. Entre ellos iba a ungir Mao a Hua Guofeng, quien durante un breve período lo fue todo en China, con más títulos aún que el arquetipo: vicepresidente del Partido Comunista de China (abril de 1976); presidente del Partido Comunista de China a la muerte de Mao (octubre de 1976); primer ministro (febrero de 1976) una vez fallecido Zhou Enlai; presidente del Comité Militar Central (octubre de 1976), es decir, comandante en jefe del Ejército Popular de Liberación. Pese a su súbita ascensión, Hua no dejaba de ser un funcionario irrelevante y oscuro cuyo gran mérito, amén de una fidelidad perruna al líder, era haber hecho su carrera en la provincia de Hunan, bendecida entre todas las de China por haber visto en ella la luz del día el Gran Líder, el Gran Maestro, el Gran Comandante Supremo, el Gran Timonel (una lista parcial de los títulos mayúsculos con que Mao fue saludado en vida).

Borrosamente, la otra gran facción era la de los llamados veteranos, funcionarios comunistas de toda la vida cuyo representante, a todas luces involuntario y esquivo, fue Zhou Enlai (1898-1976). Zhou ilustra a la perfección el tipo ideal del burócrata eficaz y deferente, siempre dispuesto a recibir sus órdenes del mando y, más aún, a cumplirlas sin dilación y sin trastienda. Los burócratas deferentes, es cierto, tienden a hacer de su capa un sayo y a la interpretación creativa de los detalles, pero Zhou era modélico. Ni los más exigentes lectores de mentes ajenas podrían encontrar rastros de ello en su larguísima ejecutoria.

Zhou había aprendido una lección a la que se atendría fielmente durante toda su vida burocrática: aceptar la voluntad de Mao Zedong cualquiera que ésta fuese

Zhou pertenecía a una familia de tradición funcionarial desde generaciones atrás. Buen estudiante, había participado en política desde su juventud y pronto mostró gran interés por el marxismo. Tras una detención, en 1920 obtuvo una beca para estudiar en Europa y en 1921 se afilió a una célula comunista en París. De sus años en Francia databa su amistad con Deng Xiaoping, quien a la sazón contaba con otra beca de estudiante-trabajador y otros futuros dirigentes del Partido Comunista con muchos de los cuales mantuvo cordiales relaciones a lo largo de su vida. Ya entonces, Zhou se atenía fielmente a la sinuosa y enredada línea política trazada por la Tercera Internacional para los comunistas chinos. En 1927 fue elegido miembro del Comité Central en el Quinto Congreso del Partido Comunista de China.

Zhou participó en la Larga Marcha (octubre de 1934-octubre de 1935) que permitió a los comunistas escapar del asedio al que se hallaban sometidos por el Kuomintang en el sur del país y crear un mini-Estado en Yan’an, en la provincia noroccidental de Shaanxi. Yan’an se convertiría en el cuartel general desde el que el Partido Comunista prepararía el triunfo en la guerra civil (1945-1949) con el Kuomintang que siguió a la derrota de Japón.

Desde los años de la Larga Marcha, Zhou había aprendido una lección a la que se atendría fielmente durante toda su vida burocrática: aceptar la voluntad de Mao Zedong cualquiera que ésta fuese y, si por un instante le asaltaba la duda, adelantar su autocrítica para que nunca hubiese la menor sombra entre ambos. Eso, más la aversión de Mao hacia las menudencias administrativas de las que siempre huyó como de la peste, explican sobradamente que Zhou fuera el primer ministro (a veces al mismo tiempo que ministro de Asuntos Exteriores) de la República Popular desde su fundación en 1949 hasta su muerte en enero de 1976. A lo largo de los años, Zhou permitió, sin mover un músculo, que Mao diezmara a los cuadros veteranos del Partido Comunista, muchos de ellos entrañables amigos y fieles compañeros de armas. Las muestras de su escaso temple personal son tan numerosas como bien conocidas«No sólo experimentamos la ilimitada alegría de sabernos guiados por nuestro gran líder, el más grande marxista-leninista de nuestra era, el presidente Mao, sino también porque contamos con nuestro vicepresidente Lin como su sucesor universalmente reconocido», decía ante el Noveno Congreso del Partido Comunista de China en 1969 (Véase Roderick MacFarquahr y Michael Schoenhals, Mao’s Last Revolution, Londres y Cambridge, Harvard University Press, 2006, loc. 4173). En el Décimo Congreso, celebrado en agosto de 1973, con el asunto de Lin Biao en la trastienda, Zhou repudiaba el izquierdismo del exmariscal por haber predicho que en la nueva era de la revolución el pensamiento Mao Zedong acabaría por reemplazar al leninismo. Al emperador no le agradaba que quisieran despojarle de uno de sus mantos (Véase MacFarquahr y Schoenhals, op. cit., loc. 5029).. Hubiera sido, pues, Zhou un improbable guía para cualquier facción de resistentes y, de hecho, nunca lo fue.

Desde septiembre de 1971, tras la deserción y muerte de Lin Biao, Primer Camarada del Gran Timonel y su sucesor designado inicial, la Gran Revolución Cultural Proletaria había quedado a la deriva, cada vez más enfeudada con el Ejército Popular de Liberación, que se convirtió en la única institución coherente y fiable del país. Por su parte, como ya se indicó en entregas anteriores, la economía seguía sin pulso, sumida en una profunda crisis. Fueron ésas las causas subyacentes a la decisión de Mao de aflojar en la persecución de los antiguos cuadros «capitalistas» y «derechistas», pues sin su capacidad organizativa y su disciplina no cabía el menor atisbo de que el país y su economía pudiesen encauzarse«Los ingresos anuales de los miembros de las comunas en 1973 eran en promedio de 77,9 yuanes en metálico y 431 medidas [jin] de cereales, y se habían incrementado sólo en una media anual de 1,7 yuanes y 3,6 jins desde 1965. A las brigadas de producción se les imponía, además, una amplia batería de tasas que subieron a una media anual de entre cuatro y diez yuanes por comunero (entre un 50 y un 100% de añadidura a los impuestos estatales)». Véase MacFarquahr y Schoenhals, op. cit., loc. 5368.. Pero la decisión de rehabilitar a algunos de ellos –Deng Xiaping entre otros– emanó directa y exclusivamente de Mao«Por lo que yo sé, todas las decisiones para proteger a los [caídos en desgracia] partieron de Mao Zedong y fueron ejecutadas por Zhou Enlai. Si Mao Zedong no lo hubiera querido, Zhou Enlai no sólo no se hubiera atrevido a ello, sino que tampoco hubiera podido actuar, porque no tenía capacidad para decidir sobre los cuadros importantes. Uno no puede separar a Mao Zedong de Zhou Enlai […]; pensar que uno era un cabeza loca y el otro una mente preclara; o decir que uno acertó y el otro no» (Declaraciones de Wang Li tras su salida de la cárcel especial de Qincheng para cuadros purgados; véase MacFarquahr y Schoenhals, op. cit., capítulo 20, nota 36). Aun a regañadientes, Mao era perfectamente consciente de que los dragones se mantendrían en calma si la gobernación mejoraba y Zhou, una vez más, se limitó a allanarle el camino.

Los izquierdistas, sin embargo, seguían esa maniobra con gran inquietud y permanecían insaciables. Si la causa de ese transitorio retroceso suyo no era otra que, se decía, el ultraizquierdismo de Lin, nada mejor que convencer al dictador supremo de que, en realidad, el exmariscal ocultaba bajo ese embozo un genuino derechismo para hacer frente al ataque. Bien fuera porque el Gran Maestro ya chocheaba, bien porque eso era, en realidad, lo que le pedía su viejo cuerpo de déspota metido a redentor, al poco él y sus sicarios hicieron, una vez más, bueno a Orwell. «El 17 de diciembre de 1975, Zhou Enlai [que ya guardaba cama permanentemente por efecto del cáncer terminal del que moriría en menos de un mes] y otros fueron informados de que la esencia de la línea de Lin Biao había sido “ultraderechista” y no “ultraizquierdista”»MacFarquahr y Schoenhals, op. cit., loc. 5339.: la veda de los desviacionistas capitalistas volvía a abrirse.

Para conseguir alguna victoria sobre el Gran Timonel, a Zhou tuvo que llegarle la muerte. Su desaparición en enero de 1976 causó gran conmoción entre la población china; más aún, le sublevó la resistencia posterior de las autoridades a que se honrase su memoria con ocasión del festival de Qingming, dedicado a limpiar las tumbas de los ancestros familiares a principios del mes de abril. En esas fechas de 1976, el monumento a los Héroes del Pueblo en la pequinesa plaza de Tiananmén se cubrió de coronas fúnebres, de poemas y de testimonios en honor de Zhou en la primera manifestación espontánea habida en la República Popular desde su fundación. Las autoridades locales, seriamente preocupadas, estimaban que, el domingo 4 de abril, cerca de dos millones de personas se habían congregado en la plaza. Y no sólo recordaban a Zhou: la gente impedía también que se retirasen los escritos de condena a la Banda de los Cuatro. Al día siguiente hubo choques con las fuerzas de seguridad y los disturbios se extendieron a otras ciudades del país. Cuando las burocracias se paralizan, los dragones se meten en danza.

Dragonofobia

En la primera fase de la Revolución Cultural, Deng Xiaoping había sido uno de los grandes blancos de la corriente izquierdista, que lo distinguía con el remoquete de Segundo Compañero de Viaje del Capitalismo. El Primero no era otro que Liu Shaoqi, durante años la segunda autoridad del Partido Comunista tras de Mao Zedong, y a la misma altura ceremonial de Zhou Enlai. La enemistad de Mao hacia él se había hecho patente a partir de que Liu y otros colaboradores suyos criticaran el fracaso del Gran Salto Adelante (1958-1961). Deng había sido más cuidadoso en sus reproches, pero el mero hecho de abrigarlos y la estrecha relación de trabajo entre ambos lo emparejaba con Liu como objetivo favorito de los ataques izquierdistas. Desde 1967, la persecución hacia Deng no había hecho sino arreciar. En mayo de 1968 se creó un grupo de trabajo especial dentro del Grupo para la Revolución Cultural a fin de probar que era tan «enemigo» y «traidor» como Liu y Deng hasta tuvo que preparar una «confesión» para facilitarles esa tareaVéase Alexander V. Pantsov y Steve I. Levine, Deng Xiaoping. A Revolutionary Life, Nueva York, Oxford University Press, 2015, pp. 259 y ss.. En octubre habían llegado a la conclusión prevista –Deng debería ser expulsado del Partido–, pero Mao lo impidióA lo largo de la biografía de Deng fue constante la negativa de Mao a considerarlo un enemigo, pese al considerable número de vejaciones que le hizo sufrir. En esta ocasión se expresaba así: «Sobre ese sujeto, Deng Xiaoping, siempre digo algunas palabras en su defensa […]. Creo que siempre tenemos que establecer una diferencia entre él y Liu Shaoqi […]. Temo que mis opiniones puedan parecer un tanto conservadoras y no sean de vuestro agrado. Aun así tengo que hablar bien de Deng Xiaoping» (Pantsov y Levine, op. cit., p. 261). Como en esta ocasión, Mao repetiría en otras que las diferencias con Deng eran «contradicciones en el seno del pueblo», es decir, divergencias que no equivalían a una traición y podían llegar a resolverse. ¿En qué basaba esos distingos el despiadado déspota? Personalmente, me arriesgaría a decir que en la prontitud con que Deng estaba dispuesto a reconocer cuantos errores reales o amañados se le imputaban. Al cabo, Deng era un burócrata comunista que anteponía los intereses del Partido a los suyos propios, aun a sabiendas del daño que eso podía acarrear a su persona o a su familia. Esa fidelidad, no ya religiosa, sino perruna, del comunista ejemplar era la prenda que Mao más estimaba en él y en otros..

Deng Xiaoping

Desde entonces, a Deng se lo mantuvo en un exilio relativamente llevadero en la provincia de Jiangxi hasta 1973. Para esa fecha, la salud de Zhou Enlai se había deteriorado y necesitaba de alguien capaz de descargarle de sus obligaciones. Esa fue la tarea que se confió a Deng, convertido entonces en viceprimer ministro. Y, como era de esperar, la campaña en contra de Zhou desatada por los izquierdistas a cuenta de su pretendida defensa de los comunistas veteranos volvió a tomar a Deng como objetivo tan pronto como Zhou fallecióPor si hacía falta remachar sobre la misma fidelidad morbosa al ideal comunista que unía a Deng con Zhou, los biógrafos de Deng recuerdan que, en su lecho de muerte, Zhou se confortaba cantando La Internacional con una voz débil mientras que su mujer se unía a él sorbiendo sus lágrimas. En otros momentos repetía machaconamente: «Soy fiel al Partido; soy fiel al pueblo» (Pantsov y Levine, op. cit., p. 294).. En febrero de 1976, Deng fue relevado de sus funciones, que ahora recayeron sobre Hua Guofeng. A pesar de que eso le obligó a otro retiro forzoso, Jiang Qing y sus confederados lo acusaron de ser el instigador de los disturbios de Tiananmén y hacían saber que «las masas» estaban dispuestas a «golpear a Deng Xiaoping y a apresarlo» por haber encabezado «un levantamiento contrarrevolucionario»Pantsov y Levine, op. cit., p. 300..

La muerte de Mao pareció desbrozar finalmente el camino triunfal de los izquierdistas, que seguían obsesionados con perseguir a esa correosa burguesía que rebrotaba en el Partido Comunista cada poco y con buscar arcanas justificaciones teóricas para sus desquiciadas fatigas. Su desconexión de la realidad se había hecho especialmente patente tras el terrible terremoto que asoló Tangshan, una ciudad de un millón de habitantes en la provincia de Hebei, durante la noche del 27 al 28 de julio de 1976. Según datos oficiales, doscientas cuarenta mil personas murieron y ciento sesenta mil resultaron heridas. Mientras eso sucedía, los izquierdistas denunciaban que las tareas de salvamento estaban sirviendo de excusa para abortar la campaña contra Deng y que la nación tenía problemas más importantes de los que ocuparse («estudiar, criticar a Deng, defender la revolución, promover la producción»)MacFarquahr y Schoenhals, op. cit., loc. 6247.. Poco se les alcanzaba que ése iba ser su canto del cisne.

Aún sin concluir las honras fúnebres de Mao Zedong, Hua Guofeng había decidido deshacerse de ellos. Le habían llegado noticias de que Wang Hongwen, uno de los componentes de la Banda, había enviado órdenes a los comités provinciales del Partido dos días después del óbito para que se comunicasen exclusivamente con un llamado «gabinete de guardia» que él dirigía: tenía todo el aire de un golpe. Hua no contaba con una amplia red de apoyos en el Partido, pero sabía que la noticia iba a alarmar a los militares. De ahí surgieron una serie de contactos que culminaron en la decisión de proceder a un golpe preventivo sin dar cuenta previa al Politburó.

El final de la Banda de los Cuatro está plagado de ironías. No es la menor que Hua capturase a sus miembros con su propio reclamo. Bajo la excusa de una reunión del Comité Permanente del Politburó, el máximo órgano del Partido, les convocó para el 6 de octubre. La reunión iba a debatir las revisiones finales del quinto volumen de las Obras Selectas de Mao, algo que Hua sabía que haría salivar de placer a todos y cada uno de ellos. Fueron llegando uno tras otro –Wang Hongwen, Zhang Chunqiao, Yao Wenyuan– y uno tras otro fueron detenidos, al tiempo que Hua les leía la acusación. A Jiang Qing la arrestaron en su casa de Zhongnanhai, el recinto cercano a la Ciudad Prohibida que acoge algunas de las instalaciones más importantes del Partido Comunista. Acabada la operación, Hua se entrevistó con la plana mayor de los militares para informarles de lo que presentó como el desmantelamiento de un golpe de Estado izquierdista y de allí se fue a presidir una reunión del Politburó que ratificase la acción. La Banda de los Cuatro estaba liquidada. Clara muestra de su debilidad fue la total falta de reacción al golpe incluso en Shanghái, la ciudad que tradicionalmente les había servido de base.

La posición de Hua y los maoístas centristas, sin embargo, no había salido reforzada. Que el golpe hubiera triunfado se lo debían fundamentalmente a los militares y fue con ellos, y no con el nuevo líder, con quien se aliaron los veteranos del Partido para recomponer sus posiciones. De poco le sirvió a Hua propalar la confianza depositada en él por el difunto dictadorEn una de sus últimas entrevistas con Hua, Mao le había dicho púbicamente: «Contigo en los mandos estoy tranquilo» (MacFarquahr y Schoenhals, op. cit., loc. 6474). y resumir su lealtad al maoísmo en el sortilegio de «los dos cualesquieras»«Defenderemos resueltamente cualesquiera decisiones políticas tomadas por el presidente Mao; seguiremos con firmeza cualesquiera directivas adoptabas por el presidente Mao». Hua ignoraba así que la magia de Mao había consistido en adoptar decisiones claramente contradictorias a lo largo de su vida.. En 1977, el poder pasó de hecho a Deng, renacido una vez más de sus cenizas, aunque Hua siguiera conservando sus diplomas de papel. A los veteranos les había estremecido su conseja de que revoluciones como la Cultural «ocurrirán muchas veces en el futuro». La de Hua fue una caída a cámara lenta, pero no menos decisiva a medida que los partidarios de Deng iban ahuyentándolo de sus áreas de poder. En 1980, Zhao Ziyang fue nombrado primer ministro y el año siguiente Hu Yaobang ocupó la Secretaría General del Partido Coumunista. Ambos eran destacados miembros de la facción capitaneada por Deng.

Desde que se conociera su nueva reencarnación, Deng y sus partidarios se encargaron de tranquilizar los ánimos: «El único criterio de la verdad es la práctica», decían, y lo traducían al mandarín vulgar como «cruzar el río apoyándose en las piedras». Las práctica, pues, se convirtió en el mantra con que se justificaron cualesquiera decisiones que desmontaban los cimientos del maoísmo en la economía, las ideas y hasta en la vida cotidiana. Así fueron sucediéndose sin mayores incidentes la disolución de las comunas agrarias, la liberalización del pequeño comercio, la formación de empresas privadas que empleaban a trabajadores asalariados (siempre que no fueran más de siete), la desigualdad salarial, la creación de zonas económicas especiales para atraer capital extranjero, la reapertura de las universidades, la política de hijos únicos, la defensa de la Nueva Política Económica de LeninLa Nueva Política Económica es el nombre que se da al período entre 1921 y 1928, cuando el Partido Comunista de la Unión Soviética aligeró el predominio del sector público en la economía y permitió el desarrollo de los mercados para aumentar la producción agraria, fomentar el desarrollo industrial y favorecer la entrada de capital extranjero y la adopción de nuevas tecnologías. En 1928, Stalin la sustituyó por la economía planificada, la colectivización agraria y una industrialización autóctona rápida, una estrategia conocida como «socialismo en un solo país»., la exaltación de BujarinNikolái Bujarin (1888-1938) fue un destacado militante del Partido Comunista de la Unión Soviética. A lo largo de su vida adoptó diversas posiciones políticas, a menudo contradictorias, pasando del izquierdismo más radical (defensa del comunismo de guerra, o completa apropiación pública de todos los medios de producción, y abolición de la economía monetaria durante los años de la guerra civil en Rusia de 1918 a 1921) a la defensa entusiasta de la Nueva Política Económica y a la crítica de la colectivización agraria a partir de 1928. En 1938 fue ejecutado tras uno de los juicios-farsa que salpicaron la Gran Purga estalinista. y aun el abandono de la chaqueta Mao. En suma, aparecía el «socialismo con rasgos chinos», ese peculiar capitalismo de Estado que caracteriza al régimen chino y que ya habían propuesto los veteranos con las Cuatro Modernizaciones de 1963 que enfurecieron a Mao.

Inicialmente, el régimen de Deng usó como una de sus piedras de apoyo la disminución del control sobre la opinión pública. En una situación inicialmente tan turbulenta como la que siguió a la desaparición de Mao, no bastaba para alcanzar legitimidad con liberar la expresión de las corrientes en el seno del Partido: era menester contar también con el apoyo ciudadano. Por lo pronto, los incidentes de abril de 1976 en Tiananmén quedaron redefinidos como «cabalmente revolucionarios», una invitación tácita a la población para expresarse libremente.

La invitación, inicialmente recibida con frialdad ante las dudas sobre su sinceridad, acabó por dar paso al Muro de la Democracia de XidanSigo aquí la versión de Ezra Vogel en Deng Xiaoping and the Transformation of China, Londres y Cambridge, Harvard University Press, 2011, loc. 5249ss., un centro de transporte urbano de Pekín por el que pasaban diariamente decenas de miles de transeúntes. El muro en cuestión tenía unos cuatro metros de alto por ciento ochenta de largo y había servido durante la Revolución Cultural para pegar en él dazibaos (cartelones) de denuncia contra los defensores del capitalismo. El primero de la nueva etapa, sin embargo, fue una publicación de la Liga de la Juventud Comunista censurada por los dirigentes que apareció en noviembre de 1978, días después de la decisión sobre las manifestaciones de Tiananmén. Pronto siguieron otros muchos, cada vez más atrevidos. De la denuncia de las persecuciones se pasó a la exigencia de democracia y derechos humanos. Un desconocido, Wei Jingsheng, publicó una acerba crítica del régimen y un llamamiento a favor de la «Quinta Modernización: Democracia». Y concluía: «¿Tiene el pueblo libertad hoy en día? No […]. El pueblo ha acabado por comprender cuál es su objetivo. Hoy tiene una orientación clara y un verdadero guía: la bandera de la democracia». Otras ciudades de China vieron también erigirse nuevos Muros de la Democracia.

Aquéllos fueron días complicados para Deng. A comienzos de 1979, Estados Unidos reconoció a la República Popular, dejando abandonados a sus aliados de Taiwán, un gran triunfo de la diplomacia china. Inmediatamente después, Deng realizó una larga visita al país. En los días finales de 1978, Vietnam ocupó Camboya y expulsó del poder a los jemeres rojos. Dos meses más tarde, Deng se propuso dar una lección a los ejecutores de sus tradicionales aliados y, de paso, a sus mentores revisionistas de la Unión Soviética. En febrero de 1979, China invadió Vietnam y desencadenó una breve guerra (la llamada Tercera Guerra de Indochina) de la que no salió particularmente airosa. Todo ello contribuía a la relativa parsimonia de las autoridades ante las críticas que se les dirigían desde el Muro de Xidan.

Otro frente paralelo, algo más complicado, lo habían abierto sectores intelectuales del Partido con las divergentes interpretaciones del pragmatismo defendidas por los partidarios más liberalizadores de Deng. Durante una conferencia especial del Partido sobre cuestiones de teoría celebrada a principios de 1979, algunos participantes plantearon una serie de incómodas preguntas sobre la naturaleza de la transición al socialismo en un país atrasado como China; la responsabilidad de Mao en el Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural; el culto a la personalidad; la democracia. Corrían vientos de fronda.

Deng no sufrió las consecuencias de la aventura vietnamita. En Estados Unidos, los medios de comunicación y muchos intelectuales lo habían saludado como el abanderado de la democracia en China y, por su parte, para el presidente Carter y para muchos estadounidenses, la guerrita en Vietnam no dejaba de ser un merecido castigo a los comunistas locales, que habían humillado a la primera potencia mundial.

Así pues, la respuesta no se hizo esperar. A mediados de marzo de 1979, en un informe presentado al Comité Central sobre los resultados de la guerra, Deng inopinadamente saltó al asunto que de verdad le preocupaba: «Estamos desarrollando la democracia […] pero debemos defender la gran bandera del presidente Mao y no permitir que nadie la ennegrezca […]. Lo principal ahora es la estabilidad […]. No es el momento de juzgar la Revolución Cultural»Pantsov y Levine, op. cit., p. 354.. Días más tarde subía la apuesta. En China «sólo puede haber democracia socialista, democracia popular, no democracia burguesa, no democracia individualista. La democracia popular es inseparable de la dictadura sobre el enemigo y del centralismo como base de la democracia»Pantsov y Levine, op. cit., p. 355..

A las pocas horas de esta sentencia, las autoridades de Pekín detuvieron a Wei Jingsheng bajo el pretexto de que su último dazibao era un ataque personal a Deng Xiaoping. Meses después era condenado a quince años de cárcel. Otras cien personas fueron igualmente detenidas y el Muro de la Democracia se clausuró. No podía ser menos. Según Deng, sus usuarios eran saboteadores y agentes de los servicios secretos del Kuomintang.

Al supuesto abanderado de la democracia se le había aparecido un dragón y, como a Ye Hong, el pánico le había devorado. Una vez metidos en faena, sin embargo, a los dragones es muy difícil pararlos. Años más tarde iban a revolotear nuevamente sobre Tiananmén.

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