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Simone Weil, la virgen roja

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Simone Weil ha pasado a la historia como una revolucionaria desencantada y una mística que se quedó voluntariamente en el umbral de la Iglesia católica, rechazando el sacramento del bautismo. De origen judío, su escepticismo religioso se convirtió en amor a Dios en 1937, poco después de trabajar en una fábrica, donde la desdicha ajena penetró en su carne y en su alma. Durante su breve y polémica carrera como profesora de filosofía, le acompañó el apodo que le habían asignado sus compañeros de universidad: la «virgen roja». Su estilo de vida coincidía con las reglas de un ascetismo severo: alimentación frugal, pobreza relativa y abstinencia sexual. Su austeridad en lo material y carnal convivía con el compromiso político con la clase trabajadora. Su identificación con el comunismo se resquebrajó cuando descubrió que la Unión Soviética se había convertido en un régimen totalitario, donde se pisoteaban las libertades y una elite burocrática acumulaba bienes y privilegios. Sobrevivió su simpatía hacia los sindicatos como respuesta necesaria a los abusos de un sistema económico que sólo reparaba en los beneficios. Su experiencia en la fábrica le mostró los aspectos más sombríos de la producción en cadena, que despersonaliza al operario hasta borrar su humanidad: «había olvidado realmente mi pasado y no esperaba ningún futuro, pudiéndome difícilmente imaginar la posibilidad de sobrevivir a aquellas fatigas». Esa vivencia dejó una dolorosa huella en su espíritu, que jamás pudo sacudirse los sentimientos de humillación y servidumbre: «Desde entonces, me he considerado siempre una esclava».

Tras abandonar su puesto en la fábrica, viaja a Portugal. En una miserable aldea de pescadores, descubre a un grupo de mujeres enlutadas portando cirios y recitando unos cantos tristes y solemnes, mientras la luna llena extiende una blancura perfecta, casi irreal, por el muelle y los callejones cercanos. En la «Autobiografía» que escribió en forma de carta al padre Joseph-Marie Perrin, apunta: «Allí tuve de repente la certeza de que el cristianismo era la religión por excelencia de los esclavos, de que los esclavos no podían dejar de adherirse a ella, y yo entre ellos». Poco después, visitó Asís y entró en la capilla románica de Santa María de los Ángeles, «incomparable maravilla de pureza», experimentando una sensación desconocida: «algo más fuerte que yo me obligó, por primera vez en mi vida, a ponerme de rodillas». Coincidió con un joven católico inglés, cuyo rostro se transformó después de comulgar, revelándole el poder sobrenatural de los sacramentos. Se acercó a él y estableció una conversación providencial, pues su interlocutor le habló de los poetas metafísicos ingleses del siglo XVII, donde hallaría algo más tarde el poema «Amor», de George Herbert, que comienza con los versos: «El Amor me acogió, mas mi alma se apartaba, / culpable de polvo y de pecado». Cautivada por el poema, lo memorizó y adquirió el hábito de recitarlo, especialmente durante sus redundantes e intensos dolores de cabeza, sin advertir que albergaba la fuerza de una oración: «Fue en el curso de una de estas recitaciones, […] cuando Cristo descendió y me tomó».

Simone Weil examinó retrospectivamente su vida y advirtió que siempre había cultivado las virtudes cristianas: «Me sentí fascinada por san Francisco desde que tuve noticia de él. Siempre he creído y esperado que la suerte me llevaría un día por la fuerza a ese estado de vagabundeo y mendicidad en el que él entró libremente». Ese deseo había corrido en paralelo a la determinación de actuar caritativamente, compartiendo sus escasas posesiones. De hecho, se había desprendido de una considerable parte de su sueldo de profesora, entregándola a los obreros en paro, y nunca se había preocupado por su aspecto exterior, pese a que muchos habían afeado su desaliño. Su conformidad con la doctrina al amor fati de los estoicos había sido en realidad una aceptación implícita de la voluntad de Dios, sea cual fuera. De igual modo, su noción de pureza había reflejado fielmente las exigencias de la moral cristiana. No sin conocer las vicisitudes del amor adolescente, se había comprometido libremente con la castidad a los dieciséis años: «La idea me surgió durante la contemplación de un paisaje de montaña y poco a poco se me ha impuesto de manera irresistible». Algunos han arrojado sombras sobre la lucidez mental de Simone Weil, asociando su ascetismo y sus experiencias místicas a una neurosis que desembocó en una anorexia fatal. Sin embargo, sus palabras parecen sinceras y nada enfermizas: «En este súbito descenso de Cristo sobre mí, ni los sentidos ni la imaginación tuvieron papel alguno; sentí solamente, a través del sufrimiento, la presencia de un amor análogo al que se lee en la sonrisa de un rostro amado». Nunca había previsto «la posibilidad de un contacto real, de persona a persona, aquí abajo, entre un ser humano y Dios». El encuentro con Cristo no fue algo puntual, sino el inicio de una relación que se prolongaría hasta el final de su corta existencia: «Cristo en persona está presente, pero con una presencia infinitamente más real, más punzante, más clara y más llena de amor que aquella primera vez en que se apoderó de mí». Si negamos la posibilidad de la experiencia mística, liquidaremos una parte valiosísima de nuestra herencia cultural, rebajando a la categoría de enfermos o impostores a figuras como Teresa de Ávila, Juan de la Cruz, William Blake o Miguel de Molinos.

Las experiencias místicas de Simone Weil se manifestaron como una apertura infinita («el espacio se abre») fundida con el silencio, «un silencio que no es ausencia de sonido, sino el objeto de una sensación positiva, más positiva que la de un sonido». Weil estimaba que el imperativo moral de una época caracterizada por el pesimismo existencial «es mostrar a las gentes la posibilidad de un cristianismo verdaderamente encarnado». Su acercamiento a Cristo, que no se consumó en forma de conversión al catolicismo, pues no llegó a bautizarse, no la desvió de la solidaridad con los pobres y vulnerables, sino que incrementó ese vínculo. No podía ser de otro modo en una conciencia genuinamente cristiana, pues Cristo perteneció a la legión de los desheredados y murió como un esclavo, sufriendo un castigo reservado a los que se rebelaban contra el poder temporal de Roma. Su desilusión con el marxismo no implicó un giro conservador, sino una nueva forma de radicalismo, que jamás suscribió los dogmas de la Iglesia Católica. En sus Cuadernos escribe: «La Iglesia ha sido un gran animal totalitario. Fue la iniciadora de la manipulación de toda la humanidad con fines apologéticos». En 1942 envió una carta al dominico Jean Couturier en la enunciaba sus numerosas objeciones, persistentes –o incluso más vivas? después de su experiencia mística: «cuando leo el catecismo del Concilio de Trento, me da la impresión de que no tengo nada en común con la religión que en él se expone. Cuando leo el Nuevo Testamento, los místicos, la liturgia, cuando veo celebrar la misa, siento con alguna forma de certeza que esa fe es la mía o, más exactamente, que sería la mía sin la distancia que entre ella y yo pone mi imperfección». No es posible exponer las abundantes y rigurosas objeciones de Simone Weil al credo católico, pero todas se fundamentan en el error fundacional de Pablo de Tarso y los apóstoles, que confundieron la buena nueva con una teología orientada a constituir no ya una comunidad, sino una estructura de poder con absurdas pretensiones de santidad: «Cristo era perfecto, mientras que la Iglesia está manchada por cantidad de crímenes». Es más, «la concepción tomista de la “fe” implica un totalitarismo tan asfixiante o más que el de Hitler». Nada más monstruoso que afirmar: «Fuera de la Iglesia no hay salvación». En realidad, «un ateo o un “infiel” que sean capaces de compasión pura, están tan próximos a Dios como un cristiano y, en consecuencia, le conocen igualmente, aunque sus conocimientos se expresen mediante otras palabras, o queden en silencio. Pues “Dios es amor”. Y retribuye a quienes le buscan y da la luz a quienes se le acercan, sobre todo si anhelan la luz». Cristo no hizo milagros, sino buenas obras: «Lo que es perfecto no es la Iglesia, es el cuerpo y la sangre de Cristo en los altares».

La fe es un misterio que discurre por el filo de lo inexpresable. Ni la ciencia ni la historia pueden justificarla, pero no es algo irracional, sino asequible a una mente despierta. Escribe Simone Weil: «Creo que el misterio de la belleza en la naturaleza y en las artes (solamente en el arte de primer orden, perfecto o casi perfecto) es un reflejo sensible del misterio de la fe». Sin despreciar los sacramentos, apunta que el rito siempre será inferior al sentimiento: «el día en que yo ame a Dios lo suficiente para merecer la gracia del bautismo, recibiré esa gracia ese mismo día, indefectiblemente, bajo la forma que Dios quiera, sea por medio del bautismo propiamente dicho, sea de cualquier otra forma. ¿Por qué, entonces, preocuparse? No es en mí en quien debo pensar, sino en Dios. Es Dios quien debe pensar en mí».

Simone Weil se colocaba a sí misma en una situación de espera con respecto a Dios, pero su espera no incluía tanto la inmortalidad, de la cual dudaba, como la santidad. En su caso, la santidad no representaba la presunción de ser perfecta, sino un ideal, un deber, un modelo de vida que comportaba la entrega a los demás: «El mundo tiene necesidad de santos como una ciudad con peste tiene necesidad de médicos. Allí donde hay necesidad, hay obligación». Sería absurdo canonizar a Simone Weil como alguna vez se ha sugerido, pero es indiscutible que el apodo de «virgen roja» resume con elocuencia su apasionada existencia. Al margen de su extraño celibato voluntario, puede ser llamada virgen en tanto que desde muy temprano decidió postergar sus necesidades para velar por las ajenas. Fue madre, aunque no dejara progenie. Madre por su solicitud con sus semejantes y por su presencia en la posteridad, que no deja de inspirar ternura y afán de emulación. Y roja porque –si bien se distanció del comunismo? se aproximó a posiciones libertarias, perseverando en su defensa de los trabajadores. La santidad, cuando es auténtica y no un simulacro con apoyo institucional, produce irritación, pues evidencia la autocomplacencia de una sociedad satisfecha y escasamente solidaria. Simone Weil irritó a muchos de sus contemporáneos y sigue irritando a quienes escrutan su biografía con una mezcla de estupor y desdén. Su santidad está acreditaba –entre otras razones? por este hecho y no demanda ningún tipo de adoración, sino abordar el mundo con alegría y sin deplorar sus limitaciones, pues «aun cuando no hubiera nada más para nosotros que la vida terrena, aun cuando el instante de la muerte no nos aportase nada nuevo, la sobreabundancia infinita de la misericordia divina está ya secretamente presente, aquí, en toda su integridad».

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