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En busca de la identidad cultural rusa

EL BAILE DE NATACHA. UNA HISTORIA CULTURAL RUSA

Orlando Figes

Edhasa, Barcelona

Trad. de Eduardo Hojman

828 pp.

48,50 euros

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El florecimiento cultural de Rusia en la segunda mitad del siglo XIX fue uno de los logros más extraordinarios de la Europa moderna. Resultó tanto más asombroso por el hecho de no llegar como la culminación de una dilatada tradición cultural o de un país muy desarrollado, sino por haber surgido repentinamente dentro de un entorno sombrío en un país subdesarrollado, a pesar de que Rusia fuera uno de los mayores Estados imperiales del mundo y, de hecho, a mediados del siglo XIX, nominalmente la potencia más poderosa de la tierra.

Orlando Figes, autor de la más reciente gran historia cultural de Rusia, es uno de los mejores –posiblemente el mejor– historiadores británicos jóvenes de Rusia. Es conocido fundamentalmente por su monumental La Revolución rusa, 1891-1924 (Barcelona, Edhasa, 2000), cuyo cariz venía ya expresado por su título original en inglés, retomado como subtítulo de la edición española: A People's Tragedy (La tragedia de un pueblo).Varios reseñistas han calificado este estudio como la mejor historia de la Revolución Rusa en un solo volumen, y se trata sin duda de la mejor historia social.

Su nuevo e imponente libro puede describirse como una historia sociocultural, ya que no se trata fundamentalmente de un estudio de los más destacados logros artísticos modernos de Rusia, sino de los más relevantes paradigmas o mitos de la cultura y la identidad dentro de los cuales se produjeron estos logros. El objetivo es describir e investigar la moderna cultura rusa en su búsqueda del carácter y la identidad de Rusia, la revelación de la «verdadera» –o el objetivo de la «ideal»– Rusia.
Hubo un tiempo en que Rusia tenía una clara identidad, basada firmemente en la religión. Era la época de la

Moscovia tradicional, anterior a la revolución modernizadora y occidentalizadora introducida por Pedro el Grande a comienzos del siglo XVIII. La antigua Moscovia no poseía virtualmente otra literatura que rígidos y estereotipados escritos religiosos y virtualmente ninguna música instrumental, ya que los instrumentos se tenían por tentaciones de Satán. Su cultura se basaba en la liturgia religiosa y en el papel clave, tanto espiritual como estético, del icono, ambos heredados de Bizancio. No conviene tildar la cultura tradicional de Moscovia de «medieval», ya que incluyó pocos de los grandes logros culturales de la Edad Media en Occidente. No hubo universidades, ni escolástica, ni «renacimiento», y apenas nada del desarrollo y las reformas religiosas que tuvieron lugar durante la Edad Media en Occidente, así como ausencia de una monarquía sujeta a limitaciones, un desarrollo muy parco del derecho y ningún auténtico parlamento.

La Moscovia tradicional constituía una civilización cristiana oriental peculiar, que sólo guardaba una lejana relación con la de Occidente. Desarrolló su propia cultura religiosa cerrada y restringida, así como su propia cultura folclórica campesina, que cristalizó en formas claras y características. Sus logros culturales únicos fueron fundamentalmente estéticos.Tanto la música sacra como la folclórica desarrollaron formas completamente originales desde el punto de vista de las melodías, las armonías y la escala tonal, además de desarrollar un estilo único de arquitectura religiosa rusa.

La antigua Moscovia también empezó a expandirse como un imperio potencialmente importante ya en el siglo XVI, pero se encontró enseguida con el problema moderno perenne de Rusia: la necesidad de una nueva e importante transformación para afrontar los desafíos planteados por el Occidente moderno. La Moscovia tradicional también definió la típica respuesta rusa a ese problema, que se tradujo en ajustes administrativos por parte del Estado y reformas técnicas por parte del ejército para reforzar el poderío militar competitivo, al tiempo que evitaba toda modernización real de la sociedad o la cultura. Ésta pasó a ser la primera «pseudomorfosis» rusa, por utilizar un término de Spengler: un cambio o semimodernización que siguió siendo limitada, superficial e incompleta. La primera pseudomorfosis de Moscovia mantuvo intactas la sociedad y la cultura tradicionales rusas y fue justamente esa limitación lo que explica que no consiguiera resolver el problema a largo plazo, a pesar de que el imperio moscovita no cesara de expandirse durante el siglo XVII.

La gran quiebra en la historia rusa la llevó a cabo, por tanto, Pedro el Grande, ya que incorporó un tipo de revolución cultural semioccidental para acompañar a sus grandes reformas estatales y militares, creando una pseudomorfosis mucho más drástica que la de la época anterior. La revolución petrina tuvo un resonante éxito desde el punto de vista militar, ya que el imperio ruso entró en un siglo y medio de expansión rápida y de enormes dimensiones. Rusia se convirtió en una de las grandes potencias, y durante un tiempo en la mayor de todas militarmente, pero también pasó a ser una cultura fracturada y dividida, escindida de un modo casi esquizofrénico entre las formas y maneras modernas y occidentales de la élite aristocrática y la cultura folclórica nativa tradicional de la ingente mayoría de campesinos, muchos de los cuales seguían sometidos a condiciones de servidumbre rayanas en la semiesclavitud.

Al igual que todas las modernas pseudomorfosis rusas modernas, ésta también fracasaría, pero marca el punto de partida de Figes, ya que empieza el libro con un extenso capítulo sobre la cultura rusa aristocrática pero sólo semioccidental del siglo XVIII, la primera fase de una cultura moderna que pasó a ser cada vez más consciente de su identidad y más caracterizada por su artificialidad. En esta época se puso de moda que la nobleza hablara fundamentalmente francés, hasta el punto de que muchos de los aristócratas no podían hablar realmente ruso culto con corrección, ya que su uso de la lengua natal se basaba en formas populares ordinarias y en una jerga vulgar aprendida de sus niñeras y criados campesinos. El conde Karl Nesselrode, el aristócrata báltico alemán enormemente conservador que ejerció como ministro de asuntos exteriores de los zares de manera ininterrumpida durante el increíble período de cuarenta y un años (1815-1856), nunca aprendió a hablar correctamente la lengua del imperio, valiéndose del francés y ocasionalmente del alemán.

Pero a finales del siglo XVIII este estado de cosas ya estaba empezando a convertirse en un problema, como una suerte de reacción nativista surgida entre una parte de la aristocracia.Aunque Figes no parece consciente de ello, esto no fue más que la variante rusa de una serie muy extendida de reacciones proteccionistas y tradicionalistas entre sociedades que afrontaban el peligro de experimentar una dominación cultural extranjera o un rápido cambio. Fue entonces cuando encontramos los orígenes culturales de los nuevos credos del «nativismo» japonés, del «wahhabismo» en Arabia y de lo que en ocasiones se denomina «el pensamiento reaccionario» en España. En Rusia esto se tradujo en el comienzo de lo que podrían considerarse los primeros destellos de una moderna reacción nacionalista, y del esfuerzo de aprehender la naturaleza de la cultura rusa.

Esto guarda relación con la metáfora que sirve de título al libro, tomado de una escena de Guerra y paz de Tolstói en la que la heroína y aristócrata Natacha revela de repente la capacidad de ejecutar a la perfección una danza campesina, lo que simboliza supuestamente la identidad y unidad culturales auténticas y fundamentales de todos los rusos. El problema con esta metáfora es que la imagen en sí misma no es exactamente convincente, ya que en aquel momento el abismo cultural entre aristócratas y campesinos había pasado a ser tan grande que la mayoría de las Natachas eran probablemente incapaces de interpretar a la perfección danzas campesinas.Y ahí se encontraba precisamente el problema, ya que la armonía postulada por Tolstói simplemente no existía. El propio Tolstói lo sabía muy bien y, a la larga, dedicó su vida a intentar en vano superarlo.

La nueva nación que surgió a finales del siglo XVIII marcaría el comienzo de lo que Ian Buruma ha denominado «occidentalismo» ruso, un término que hace referencia a una moderna corriente rusa contraria a Occidente que adoptaría una variedad de formas, algunas de ellas tomadas prestadas inicialmente del propio Occidente. Figes dedica su segundo y extenso capítulo a las consecuencias que tuvo en la cultura rusa el choque traumático que supusieron las guerras napoleónicas y la invasión francesa de 1812. La primera mitad del siglo XIX fue la época en que surgieron los primeros destellos de una sociedad más moderna, lo que proporcionó el entorno social para el extraordinario florecimiento de la nueva y elevada cultura artística del tercer cuarto de siglo. La liberalización del reinado de Alejandro I (18011825), como casi todas las liberalizaciones rusas, fue un fenómeno transitorio. Figes se centra más en el nuevo «rusismo» de comienzos del siglo XIX, en la aparición inicial de la moderna «intelligentsia» (una de las comparativamente escasas palabras rusas que han pasado a ser de uso internacional), así como en las divergencias que produjo en esta época el comienzo del movimiento revolucionario.

Mientras que el primer capítulo se ocupaba de San Petersburgo como el centro de la modernización petrina, el tercero trata de Moscú como la gran metrópolis nativista y de las nuevas formas y mitos culturales desarrollados durante el siglo XIX. A finales del siglo XIX, Moscú estaba empezando incluso a desplazar en parte a la capital imperial como el nuevo centro cultural y como la sede de formas específicamente rusas de modernidad cultural, mientras que los motivos artísticos folclóricos contribuyeron a inspirar formas novedosas de pintura y diseño.

El capítulo cuarto aborda el gran problema del «pueblo» ruso, esto es, la existencia de un campesinado analfabeto, supersticioso, semiprimitivo e inicialmente en una situación parcial de servidumbre, cuya no integración en una sociedad moderna se convirtió en un problema obsesivo durante la segunda mitad del siglo. El problema del campesinado y el papel de la cultura tradicional fue fundamental para la gran divergencia reformista entre «occidentalizadores», que buscaban la imposición radical de formas occidentales modernas, y «eslavófilos», que perseguían reformar la sociedad tradicional al tiempo que mantenían tanto como fuera posible de la cultura y el sistema tradicionales.

La literatura y música nuevas y extraordinariamente originales que surgieron en Rusia reflejaron y se enfrentaron a este problema de maneras cruciales. Las grandes novelas alcanzaron nuevas alturas artísticas al tiempo que trataron ciertos problemas psicológicos y filosóficos con una profundidad y agudeza que jamás se habían logrado en la literatura occidental. Los compositores rusos, por su parte, desarrollaron un nuevo sistema tonal con procedimientos armónicos novedosos y melodías heterofónicas que podían expresar las formas originales de la música rusa en la moderna composición orquestal. El resultado fue la deslumbrante explosión de una cultura genuinamente rusa que expresaba su prístino contenido en formas modernas universalmente reconocibles.

Los descollantes logros artísticos tuvieron, sin embargo, un escaso impacto en los problemas sociales y culturales básicos.A finales del siglo una transformación armoniosa de la sociedad,el gobierno y la cultura general parecía casi tan remota como siempre,mientras que los nuevos cambios y la movilización social hicieron que una sociedad alienada pasara a ser más vociferante, más resentida y, por aquel entonces, incluso cada vez más peligrosa,al tiempo que el problema social y cultural estaba transformándose en un desafío político radical.

Las otras partes fundamentales del libro abordan la cultura religiosa, el mesianismo ruso y la divergencia religiosa, el tema cada vez más desconcertante de la relación cultural con las sociedades orientales, el cambio cultural bajo el régimen soviético y el fenómeno de la cultura de los refugiados políticos rusos posterior a 1917. El estudio de los temas religiosos es perspicaz y provechoso, especialmente en relación con el tema perenne del mesianismo ruso.

Figes muestra que en la década de 1880 el estudio de las influencias tártaras, turcas, mongolas y otras orientales en la sociedad y la cultura rusas estaba pasando a ser obsesivo. Esto reveló el alcance hasta ahora nunca plenamente reconocido de estas influencias y motivos, no sólo en los nombres técnicos (como sucede en español con las palabras árabes), sino en algunos de los ámbitos más íntimos de la sociedad y la cultura rusas, desde la ropa y la comida hasta incluso determinadas facetas de la religiosidad. Estos factores no se reconocían y valoraban simplemente por primera vez, sino que no era infrecuente que también se exageraran, dando lugar a las teorías «eurasiatistas» de un carácter y vocación parcialmente orientales de Rusia que aún no han perdido su influencia en el siglo XXI.

Por comparación, los últimos capítulos sobre la expresión cultural de la época soviética y de los refugiados políticos son los menos originales y menos útiles. Esto puede deberse simplemente al hecho de que la cultura de la época soviética ya se ha estudiado profusamente, aunque la de los refugiados políticos contaba con sólo un número reducido de logros notables.

El modus operandi del libro se vale en gran medida de la historia social, como cabría esperar de Figes, estructurada en torno a un gran volumen de información biográfica relativa a destacadas figuras culturales y sociales. La organización general, como se ha indicado, descansa en una combinación de los ámbitos cronológicos y temáticos. Ni unos ni otros son enteramente satisfactorios, ya que los temas fundamentales aparecen solapados en épocas cronológicas diversas y se hallan también recíprocamente entrelazados, de modo que han de abordarse desde períodos y perspectivas diferentes. Figes resalta que cada época y cada elemento cultural esencial de la Rusia moderna generó nuevos mitos, aunque en ocasiones interrelacionados, que perseguían comprender la condición histórica y cultural de Rusia, y establece nuevos conceptos y directrices para definir la identidad del país y solucionar sus problemas.

El tema específicamente político de un nacionalismo ruso y su ideología aparece tratado sólo de soslayo por medio de paradigmas culturales y podría haber merecido un análisis más directo, a pesar de que va más allá de un estricto estudio cultural. Del mismo modo, habría sido útil tratar más directamente el papel persistente de «gran imperio» en la moderna historia rusa como un modo de complicar las identidades y hacerlas más complejas y confusas.

Figes escribe bien y vívidamente, y abarca un panorama amplísimo. El libro es rico en sustancia, aunque una obra de tal envergadura resulta inevitablemente algo desigual.Varias de las primeras recensiones de la edición inglesa original señalaron una serie de errores de detalle, así como un incómodo caso de plagio de Russia: People and Empire (1997) de Geoffrey Hosking. Estas tachas existen, pero no restan mucho valor en general a una obra de extraordinario alcance y con frecuencia de contenido absorbente, que resultará fascinante, con todo merecimiento, para un gran número de lectores.

Los problemas que provocaron una ambivalencia y una angustia tan profundas a las grandes figuras culturales y a los reformadores sociales de Rusia no fueron siempre los problemas exclusivamente de Rusia, sino que produjeron un despliegue vertiginoso de nuevas reacciones rusas ante la modernidad, algunas de ellas destructivos callejones sin salida, pero a menudo con un gran impacto y resonancia fuera de Rusia. Entre ellas figuran el primer terrorismo político sistemático moderno, las doctrinas revolucionarias del anarquismo, marxismo-leninismo y la dictadura totalitaria de partido único, formas nuevas y exclusivas de arte moderno en literatura, música, ballet y pintura, el pacifismo tolstoiano y el cooperativismo kropotkinista, e incluso una nueva forma moderna de antisemitismo político. No puede negarse la gran influencia de las alternativas rusas propuestas, para bien o para mal (probablemente lo segundo), en el mundo de finales del siglo XIX y el siglo XX.

El libro concluye sin ninguna conclusión convincente, debido quizás a que los problemas básicos a que se enfrenta no fueron nunca solucionados eficazmente y siguen sin haber alcanzado una resolución definitiva. Durante la década de 1990, los políticos más destacados de Rusia juzgaron necesario hacer públicos informes detallados no tanto sobre problemas económicos y políticos como sobre amplios problemas teóricos de identidad nacional. Todo esto sigue aún formando parte en muy gran medida de la agenda de Rusia para el siglo XXI.
 

Traducción de Luis Gago.

 

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Ficha técnica

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