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Apología de la inmanencia

LA FUERZA DE EXISTIR. MANIFIESTO HEDONISTA

Michel Onfray

Anagrama, Barcelona

Trad. de Luz Freire

228 pp.

18 euros

EL CRISTIANISMO HEDONISTA

Michel Onfray

Anagrama, Barcelona

Trad. de Marco Aurelio Galmarini

344 pp.

19,50 &euro

LAS SABIDURÍAS DE LA ANTIGÜEDAD. CONTRAHISTORIA DE LA FILOSOFÍA I

Michel Onfray

Anagrama, Barcelona

Trad. de Marco Aurelio Galmarini

336 pp.

19 &euro

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La cuestión religiosa acompaña al ser humano desde sus primeros pasos como animal racional. Ese inicio paradójico anticipaba una larga historia de disputas, apologías y refutaciones, que se ha cumplido, en ocasiones de forma cruenta (guerras, feroz represión de las libertades, cárcel o muerte para disidentes y escépticos), no pocas veces de manera ridícula (descripciones minuciosas del hipotético más allá, comercio de reliquias, profecías incumplidas) y, en ningún caso, sin que razón y fe hayan encontrado una fórmula definitiva de conciliación. En su Tratado de ateología (2005), Michel Onfray acometía un implacable ataque contra las religiones, responsabilizándolas de una elevada cuota de infortunio en la historia de la humanidad. Al margen de su vehemencia, la obra no aportaba nada que no se encontrara ya en Freud, Nietzsche o Bataille, al que se invocaba, pero sin emular su justificación de la irracionalidad. Bataille destruye el más allá, pero no la experiencia religiosa. El hecho de que el hombre sea un animal finito no significa que pueda prescindir de lo sagrado. La tortura que se ensaña en un cuerpo vencido o el carácter gratuito e innecesario del arte muestran la necesidad de incluir en la experiencia humana el despilfarro, una hipertrofia del sentido, que no puede explicarse en términos racionales. La religión no se ocupa tan solo de ahuyentar el miedo a la muerte. Su capacidad de simbolizar y ritualizar lo incomprensible y monstruoso augura su continuidad en el tiempo.

Onfray utiliza argumentos escasamente originales. No hay otra vida, el alma no es inmortal, es absurdo difamar el cuerpo, los dioses surgen de una patología colectiva, religión y política se conciertan para oprimir al hombre. La religión está asociada a la pulsión de muerte, al desprecio hacia la mujer y al temor a la diferencia. Incapaz de convivir con el otro, se ha aliado con el poder temporal para consumar su exterminio. No sin cierto ingenio, Onfray recurre al insulto para acusar a las religiones monoteístas de orquestar una ofensiva mundial contra los prepucios. El elogio de la castidad nace del odio a la condición femenina: «Las mujeres son demasiado. Demasiado deseo, demasiado placer, demasiado exceso, demasiadas pasiones, demasiado desenfreno, demasiado sexo, demasiado delirio» (Tratado de ateología). Las cartas paulinas son despachadas como «la neurosis de un aborto». La pluralidad de interpretaciones sólo acredita el oportunismo de un enfermo con suficiente ambición política para sembrar de contradicciones sus epístolas. Hay que anticiparse a los tiempos y adaptarse a lo que venga. Esa perversidad se prolonga hasta nuestros días. El cristianismo inventó el etnocidio. Católicos y protestantes confraternizaron con Hitler. El judaísmo y el islam no son menos deplorables. Las tres religiones constituyen la mayor amenaza contra la democracia y la paz mundial.
 

Las sabidurías de la Antigüedad. Contrahistoria de la filosofía I (2006) es un libro que extiende el trabajo de demolición a la historia de la filosofía, que ha marginado sistemáticamente a las escuelas refractarias al dualismo ontológico surgido de la tradición órfico-pitagórica. Una línea de pensamiento que adquiere su primera madurez con Platón y que más tarde florecerá en la escolástica, salpicando a toda la filosofía posterior hasta el Siglo de las Luces, no sin ciertas excepciones, como Spinoza y algún materialista despistado o contumaz. El mérito más importante de Onfray es su afán en recuperar a Demócrito y Epicuro, pero su investigación no exhuma ninguna novedad, salvo ciertos golpes de humor, como recordar el énfasis de Demócrito en la esterilidad (mejor no procrear porque es imposible educar) y el onanismo (el amor sólo es una imbecilidad transitoria). Onfray, que no disimula su admiración por Nietzsche, repite la pirueta conceptual del eterno retorno: hay que vivir el instante como si pudiera acontecer una y otra vez, pero con la sabiduría del que sólo cree en la finitud. La alegría no puede proceder del pasado ni del futuro, dimensiones del tiempo que sólo existen en la memoria o en la anticipación. Esa apuesta no incluye al otro, pues el yo sufre intolerables perturbaciones al relacionarse con los demás. El objetivo del filósofo es «el cuidado de uno mismo», sin prodigar el sufrimiento ajeno. Este hedonismo no implica desenfreno, pues el placer nos convierte en esclavos cuando no moderamos sus exigencias.

Ahí está el caso de Diógenes. Su talento para la provocación («Perro regio, onanista y pedorrero») no es digno de imitación, pues desconoce el límite y el término medio. Además, su desprecio por lo material no reconoce el legítimo placer de tener. La estela de Bataille aparece en Onfray cuando recupera el elogio de Medea entonado por la escuela del perro. Medea no es una mujer letal, sino una maga con el poder necesario para hacer a los hombres fuertes y vigorosos, familiarizándoles con lo terrible. De nuevo, sopla el aliento de Nietzsche, especulando sobre los fundamentos de la moral judeocristiana. Más perspicaz resulta el análisis de Epicuro, donde la filosofía se convierte en terapia del cuerpo y el alma. El papel de la filosofía como medicina curativa no excluye el suicidio, la opción más oportuna ante el infortunio o el dolor irremediable. La filosofía no vale nada si no se transforma en estilo de vida. Esa circunstancia no afecta a lo comunitario, pues el hedonista anhela vivir oculto, no comprometerse. Sólo hay que cultivar la amistad, una emoción razonable, que contribuye a facilitar nuestro tránsito por el mundo. Lucrecio es la expresión más lúcida del hedonismo. La guerra y la muerte son la verdadera teleología de la historia humana, una finalidad sin fin, pero que no se corresponde con el juicio estético kantiano, sino con el compás de una sinfonía terrorífica. Hay una claridad brutal en el ateísmo, que hace retroceder a la teología: «Cuando el filósofo trabaja, el sacerdote retrocede». El hedonismo trágico de Lucrecio invita al hombre a ser como una ciudadela inexpugnable, sin olvidar que su libertad consiste en «querer lo que se da», sin codiciar lo irrealizable.

En El cristianismo hedonista, segunda entrega de su Contrahistoria de la filosofía, Onfray se muestra menos beligerante, más sereno en el análisis. No rectifica, pero matiza hasta el extremo de ofrecer una interpretación mucho más estimable. Al estudiar el gnosticismo, reconoce dos tendencias: el gnosticismo encrático, que sigue una línea ascética, y el gnosticismo hedonista, libertinos que contemplan la carne sin el prejuicio platónico. El cuerpo no es un lastre ni una prisión, sino un instrumento que nos ofrece la posibilidad de disfrutar. El interés de Onfray por el gnosticismo no deriva hacia una reivindicación semejante a la de Harold Bloom, que en Presagios del milenio (1996) finaliza la obra con un sermón donde se atribuye la imperfección del mundo a la incompetencia de «ángeles ineptos». Sin embargo, Onfray y Bloom coinciden en su interés por el Evangelio apócrifo de Tomás, según el cual el hombre es un transeúnte en una realidad, cuya comprensión exige el autoconocimiento. «Si no os conocéis a vosotros mismos, entonces moráis en la pobreza, y sois la pobreza». Es evidente que el aforismo repite la sentencia socrática, un ejercicio de introspección no orientado hacia el desprecio del cuerpo, sino al conocimiento integral de la condición humana, incluidos sótanos y cloacas.

En su recorrido por las figuras menores de la historia de la filosofía, Onfray rescata las tesis sobre la gracia de Simón el Mago, Valentín y Basílides, que prefiguran la doctrina luterana de la predestinación, aunque desde insólitas perspectivas: hay que agotar el mal para permitir la emergencia del bien, no hay plato más delicioso que el paté elaborado con los restos de un feto humano, hay que copular hasta la extenuación para agradecer a Dios el privilegio de poseer un cuerpo. En definitiva, los actos carecen de importancia. Es indiferente matar, educar o esforzarse en la santidad. Hay que escatimar o despilfarrar el esperma, pues su efusión o contención constituyen una expresión de gratitud hacia Dios. Estas doctrinas pueden englobarse en un movimiento llamado Espíritu Libre, una corriente difusa, herética, estrafalaria, que repudia cualquier forma de culpabilidad, incluso ante los crímenes más horribles, como el infanticidio. Dios existe, sin duda, pero no como ser personal, antropomórfico. Casi todos los representantes de este movimiento acaban en la hoguera y, según Onfray, su raíz común es una ética de la alegría que celebra el cuerpo, la vida, la materia. El hedonismo no es un rasgo exclusivamente gnóstico. También pertenece al espíritu cristiano, pero ha sido desechado por el fundamentalismo de Roma y el puritanismo luterano y calvinista. Lorenzo Valla (1407-1457) nos ofrece una visión del mensaje cristiano que no incluye la antropofagia ni el desenfreno sexual, pero sí la sencillez de las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. La providencia de Dios no le convierte en el responsable del mal, pues su capacidad de prever no implica una relación causal. La esperanza no debe asociarse al sacrificio, sino a la felicidad, al placer de existir y estar conforme con uno mismo. La esencia de Dios no coincide con el celo inquisitorial, sino con la amistad. El epi­cu­reís­mo cristiano entiende la relación del hombre con Dios en términos de amistad y no de temor.

Onfray no oculta su simpatía hacia Erasmo, que ensalza la locura del verdadero cristiano («pobre, humilde, dulce, pacífico, generoso»), ni su admiración hacia Montaigne: católico, justifica el suicidio; casado, aconseja que el marido sea sordo y la mujer ciega ante posibles infidelidades; envuelto en feroces guerras de religión, desaprueba la tortura y la violencia; cree en la trascendencia, sin difamar lo inmanente; habla del inconsciente y de la herencia biológica, y considera que Dios nos regala la libido para usarla y no para reprimirla. En La fuerza de existir. Manifiesto hedonista (2008), Onfray muestra su faceta menos inspirada: vituperio de la tradición judeocristiana, con argumentos de manual de bachillerato; incursiones en el terreno de la estética, manifestando el mismo desprecio hacia Platón, Kant y los herederos de Duchamp, incapaces de comprender su gesto libertario; reivindicación de un Nietzsche anticapitalista, sin problemas para admirar el genio judío y deplorar la sociedad de consumo. En suma: pensamiento provocador, panfletario, escasamente original, pese a su máscara subversiva. Lo más apreciable de esta obra son las páginas autobiográficas, que plantean la relación causal entre el cuerpo y la filosofía. Las ideas son una prolongación de la experiencia. Es imposible separar la historia del cuerpo, las incidencias biográficas del pensamiento. Toda filosofía es una egodicea, la peripecia de un cuerpo pensante y sufriente. Onfray no ha inventado el best-seller filosófico, pero demuestra una enorme habilidad para disfrazar ideas tanto ajenas como propias, fingiendo una síntesis que derrumba el edificio de la teología y reescribe la historia de la filosofía, rescatando obras y autores marginales. Las banalidades se ocultan bajo una pretendida transparencia y la irreverencia arroja una cortina de humo sobre el vacío de pensamiento. La ofensiva contra la teología y la filosofía se limita a redundar en tesis que ya se habían formulado con prosa más elocuente y más espesor conceptual. Estas gravísimas limitaciones no impiden que Onfray se interne en el pensamiento de Erasmo y Montaigne, elaborando una tesis de indudable originalidad: hay un cristianismo hedonista, opuesto al odio hacia el cuerpo propagado por el platonismo. Al margen de polémicas hermenéuticas sobre la tradición cristiana, Slavoj ÎiÏek nos recuerda en El frágil absoluto (Pre-Textos) el valor del legado paulino. La Epístola a los Corintios no puede despacharse como el delirio de un histérico: «Sin amor nada soy. El amor es paciente; el amor es benigno. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (13: 4-7). Pablo de Tarso no excluye, sino que integra: «Ya no hay judío ni griego; ya no hay esclavo ni libre; ya no hay varón ni hembra, pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gálatas 3: 28). Sería absurdo negar las flagrantes contradicciones que salpican las epístolas paulinas, pero hay un radicalismo universalizador que ÎiÏek considera digno de preservar como origen de conceptos más modernos. Al vincular la Declaración de Derechos Humanos al cristianismo surge de inmediato la objeción de una ortodoxia encargada de velar la interpretación canónica de las Escrituras, pero, con independencia de las Iglesias que se disputan la herencia cristiana, hay un mandato incondicional que impone no sólo amar al prójimo, sino al enemigo, al otro en su forma menos comprensible, en cuanto antagonista que pretende arrebatarnos la vida. No puede despacharse la tradición judeocristiana sin desmontar los argumentos de Levinas («conocer a Dios es hacer justicia al prójimo», «el infinito sólo posee la gloria a través del acercamiento al otro»), Jankélévitch o Hannah Arendt. Los dos últimos secularizan el mandato cristiano del perdón para ofrecer la posibilidad de rees­cri­bir el pasado. El perdón instaura «un orden nuevo; es fundador del porvenir» (Jankélévitch); permite superar la irreversibilidad de los hechos, ofreciendo la posibilidad de comenzar de nuevo (Arendt).

Onfray no menciona a los grandes teólogos protestantes del siglo XX, como Barth, Tillich o Jürgen Moltmann. Moltmann ha elaborado su teo­lo­gía de la cruz a partir de la muerte de Jesús, condenado a morir como esclavo. Esa muerte infame se refleja de diferentes maneras en las cartas paulinas. En Hebreos, epístola atri­buida a otro autor (una vez más, no importa la letra, sino el espíritu), hay palabras de solidaridad para las víctimas de la tortura, la mayor indignidad que puede infligir un hombre a otro: «Acordaos de los presos, como si compartierais con ellos la prisión; de los torturados, como si vosotros también estuvierais dentro de su piel» (13: 3). Tras la muerte de Hitler, el cardenal Bertram ofició una misa por su alma, pero unos pocos días antes había sido ahorcado Dietrich Bonhoeffer, acusado de participar en la conspiración de Von Stauffenberg. Su teología secular afirmaba que la responsabilidad del hombre consiste en vivir como si Dios no existiera, preservando nuestra irrenunciable y en ocasiones dolorosa autonomía. Dios es Padre, según Pablo, pero no un padre omnipotente. Dios no intervino en Auschwitz –especula Hans Jonas– porque no pudo. Dios no es omnipotente –coincide Slavoj ÎiÏek–, sino un frágil absoluto. Es ese sentido que Wittgenstein situaba fuera del mundo, la causa necesaria que explica el ser en vez de la nada, pero –consciente del sufrimiento de­sencadenado con su acto creador– sólo puede aliviar el dolor haciéndose presencia por medio de su Hijo. La pregunta retórica de Benedicto XVI al traspasar el infame umbral de Auschwitz («Dios mío, ¿dónde estabas?»), ya fue respondida por Elie Wiesel: en los cuerpos destruidos por la rutina del Lager, en las cámaras de gas, suspendido de una horca, soportando la condición de «musulmán», preservando, no obstante, ese resto de humanidad al que se refiere Agamben. «Dios está incompleto –apunta Jürgen Moltmann– hasta que experimenta la muerte y el sufrimiento». Dios sufre y ese sufrimiento le aleja de los atributos que le han acompañado durante siglos. Dios no es un déspota ni un César. No puede hablarse de Absoluto después de Auschwitz. Escribe Moltmann: «Hablar aquí de un Dios absoluto lo convertiría en una nada destructora. Es una blasfemia» (El Dios crucificado). ÎiÏek, que en una entrevista reciente se confesaba escéptico sobre la existencia de Dios, considera necesario conservar el legado cristiano, pues el mandamiento de «amar al prójimo» «nos impone siempre hacer más y más […]. Y no meramente en su dimensión imaginaria; ni tampoco en su dimensión simbólica (el sujeto abstracto de la Declaración de los Derechos Humanos), sino como a Otro en el abismo de lo Real, al Otro como una presencia propiamente inhumana, irracional, radicalmente mala, arbitraria, repugnante. Este Otro enemigo no debe ser castigado (como pide el Decálogo), sino aceptado como un prójimo» (El frágil absoluto o ¿Por qué merece la pena luchar por el legado cristiano?). Onfray arremete contra una concepción estereotipada del cristianismo o, más exactamente, contra el conservadurismo clerical. Desde su punto de vista, los aspectos positivos de la tradición cristiana proceden de su comercio con otras ideas, pero en la matriz sólo hay odio a la vida, el placer y la materia. Más que en el terreno de la teología o del laicismo racional, se mueve en las aguas siempre turbias de la polémica fácil, provocadora, escandalosa y sin sustancia. Es posible un laicismo cristiano, semejante al de ÎiÏek, o un judaísmo racional y crítico, como el de Levinas, Hans Jonas o Jankélévitch.

Las utopías que dibujan un futuro perfecto suelen desembocar en un trágico infortunio, pero la perspectiva teo­ló­gi­ca de un mañana que recoge el sufrimiento de las víctimas y las devuelve a la Historia para restituir su presencia forma parte de ese espíritu utópico que se rebela contra la impunidad de la injusticia y la irreversibilidad del tiempo. Erwin Schrödinger afirmaba que el notorio ateísmo de la ciencia surge de una interpretación de la realidad basada en la percepción del mundo físico, pero esa percepción olvida que el mundo físico sólo existe por y a través de la conciencia. «Lo que construimos en nuestras mentes no puede tener (así lo siento) un poder dictatorial sobre nuestra mente» («Ciencia y religión»). Se alegará que esto es misticismo, acepta Schrödinger, pero Kant ya estableció la diferencia entre conocer y pensar. Dos siglos más tarde, ha prevalecido la concepción de la verdad de las ciencias empíricas, pero ese criterio no es menos provisional que nuestro conocimiento insuficiente de lo real. La incapacidad de la física para unificar sus teorías en un paradigma revela que sólo hemos roturado una parte del cosmos. Mientras tanto, nos queda la metafísica, tan de­sa­cre­di­ta­da por la posteridad de Kant, pese al amor que éste le profesaba. No es la primera vez que un hombre contribuye a la destrucción de lo que ama. Habrá que esperar a tiempos más propicios para lo meramente hipotético. Los libros de Onfray suenan a anticlericalismo trasnochado. Hay que agradecer su transparencia, su fervor antiacadémico, su humor, pero nada de eso le exime de su tendencia a simplificar, a despachar el fenómeno religioso con argumentos endebles. Su propósito de liberar al hombre del yugo de las religiones monoteístas no se muestra demasiado atinado a la hora de escoger compañías. Su apología de Nietzsche nos obliga a citar una de sus frases más desdichadas: «Los débiles y malogrados deben perecer: artículo primero de nuestro amor a los hombres. Y además se debe ayudarles a perecer» (Ecce Homo). ¿Hay algún pensador que reivindique la administración de este legado? 

 

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