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Una herencia que nadie reclama

GENEALOGICAL FICTIONS. LIMPIEZA DE SANGRE, RELIGION, AND GENDER IN COLONIAL MEXICO

María Elena Martínez

Stanford University Press, Stanford

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No es frecuente. Sin embargo, en ocasiones un libro nos obliga a replantear muy a fondo formas de entender aspectos del pasado que parecían bien explicados en sus líneas generales. Este es el caso de una reciente contribución de María Elena Martínez, profesora de la University of Southern California, un estudio fundamental acerca de las consecuencias que la exportación de los estatutos de limpieza de sangre tuvo en la formación histórica de las sociedades coloniales en la América española. La autora cuenta divertida cómo, en su primer viaje para investigar en los archivos españoles, los historiadores del lugar le mostraron su extrañeza por el tema que quería estudiar. A su buen entender, la elección carecía por completo de sentido, puesto que aquel instrumento de depuración de un catolicismo histérico no había sido exportado a los dominios de la monarquía al otro lado del océano. Los venerables legajos del Archivo de Indias, sin embargo, demostraban lo contrario con generosidad. El libro que comentamos es el resultado de aquella empresa de restituir la dimensión real a una cuestión que sólo desde la ignorancia puede ser considerada como incidental.

La estructura del libro está organizada para responder a la pregunta que antes formulábamos. Consta de tres partes que se distinguen con claridad. La primera trata de resolver el peliagudo problema de qué eran y para qué servían los estatutos de limpieza de sangre en las sociedades hispánicas de las que partió aquella extraordinaria ampliación del mundo ibérico a finales del siglo XV. La segunda pregunta trata de responder a través de qué mecanismos se adaptó con tanta eficacia al suelo americano aquel envenenado instrumento de control de la calidad de los miembros de la comunidad católica. Expresado en distintos términos, de qué modo se adaptó a sociedades que no habían conocido a moros y judíos, exceptuada la hipotética infección derivada de elementos sospechosos que decidieron cruzar el Atlántico. En la tercera y última parte se estudian las relaciones entre la limpieza de sangre y el desarrollo de una sociedad criolla en la que la idea de «castas» (grupos de origen genealógico distinto, reconocibles en principio por su fenotipo o apariencia externa) constituyó un elemento central de distinción y exclusión. De este modo, un libro que hunde sus raíces en el pasado medieval castellano acaba por llevarnos, poco a poco y con rigor, hasta los albores de la Nueva España a punto de transmutarse en el México independiente, la apoteosis de la sociedad mestiza. Se trata de un largo y tortuoso viaje en el que se nos conduce con una sabia combinación de trabajo empírico de gran calidad, capacidad de teoría y una escritura precisa y elegante.

El trayecto empieza con la formación en el corazón de la sociedad castellana de aquel instrumento malévolo conocido como estatuto de limpieza de sangre. En breve, gracias a un procedimiento de clarificación genealógica perfectamente establecido (las «probanzas» y los informes), una persona o familia podía acreditar su pureza de sangre frente a aquellos que la ponían en duda. Al final de una investigación que implicaba a comunidades enteras («naturaleza», «vecindad» y «domicilio»), la persona de que se sospechaba y sus familiares podrían acreditar adecuadamente no estar infectados con sangre de antepasados judíos o de herejes en general. O hundirse para siempre bajo el peso del estigma. En el primer caso, las suspicacias y las exclusiones que ello hubiese comportado podían ser evitadas. De este modo, el individuo en condiciones de acreditar que descendía sin mácula de cristianos viejos podría acceder sin problemas a las instituciones, religiosas o seculares, que de modo creciente exigieron aquel requerimiento para acceder en condiciones no restrictivas al mercado matrimonial. Como es bien conocido, aquella frenética vocación castellana por la limpieza de sangre no era algo procedente de un pasado remotísimo. Por el contrario, se relacionaba con las corrientes de antijudaísmo que agitaron las aguas de las distintas sociedades peninsulares en el siglo XIVPuede hallarse un estudio modélico para la Corona de Aragón en David Nirenberg, Communities of Violence. Persecution of Minorieties in the Middle Ages, Princeton, Princeton University Press, 1996 (Comunidades de violencia. Persecución de minorías en la Edad Media, trad de Tony Cardona, Barcelona, Península, 2001); del mismo autor, «Mass Conversion and Genealogical Mentalities: Jews and Christians in Fifteenth-Century Spain», Past and Present, núm. 174 (2002), pp. 3-41.. Más todavía, su formalización definitiva y su difusión exitosa como instrumento de control se produjo cuando la construcción de una nueva sociedad de castellanos en el Caribe y Mesoamérica había echado raíces. Dependió, en definitiva, de las sucesivas oleadas de persecución religiosa y de guerras de pureza desatadas en Castilla desde finales del siglo XV hasta mediados del siguiente, convulsiones que desafían todavía la comprensión de los historiadores. En el marco de aquella agitación y movilización, cuyo objetivo fundamental era desenmascarar las prácticas y la identidad de los judaizantes o criptojudíos, los procedimientos (encuesta, formularios, ritual) alcanzaron su forma definitiva, aquella que no tardó en llegar a los territorios de la monarquía en el Nuevo Mundo. También en aquel marco se formó el tribunal especializado por excelencia en la persecución de la herejía y de aquellos que la practicaban: el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición. En el año 1483 el tribunal empezó su exitosa carrera profiláctica en la ciudad de Sevilla. Su dedicación a la causa puede ser considerada como responsable de la expansión de los estatutos de limpieza de sangre en el Viejo y el Nuevo Mundo, ya en el siglo XVI, aunque en modo alguno pueda tenerse al Santo Oficio por el inventor de los mismos.

La primera etapa de formalización de aquellas prácticas muestra algo que volverá a ser crucial cuando los estatutos de limpieza de sangre pasen a las posesiones americanas de la monarquía. No fueron la monarquía ni el papado quienes empujaron para la adopción de ese criterio en la selección de aquellos que estaban capacitados para acceder a determinadas corporaciones públicas o privadas. Fueron las propias corporaciones religiosas o seculares las que, por razones que no son fáciles de entender, decidieron adoptarlas y generalizarlas. En otras palabras, fue la propia sociedad castellana la que presionó e impuso aquel criterio para la aceptación plena de alguien en la comunidad, si bien en su empresa profiláctica recibieron el apoyo de los funcionarios reales, el clero y la legislación. Este hecho tan distintivo de la manera de entender las relaciones entre catolicismo y comunidad social y política tendría enormes consecuencias sobre las sociedades y la cultura en ambos países ibéricos. Las tendría igualmente cuando aquellas normas fuesen exportadas a un mundo distinto y nuevoSobre el catolicismo americano, novohispano en particular, véase una reciente contribución de Matthew D. O’Hara, A Flock Divided. Race, Religion, and Politics in Mexico, 1749-1857, Durham, Duke University Press, 2010.. Entre otras cosas, abrió un dramático proceso introspectivo para delimitar cómo se transmitían las características negativas de los padres y las madres (en especial estas últimas) y, en consecuencia, con qué forma y con qué categorías debía juzgarse la calidad de las personas. Antes del racismo biológico del siglo XIX, aquel método simbólico de clasificación de las personas por su genealogía constituyó uno de los sistemas más perversamente elaborados que se recuerdan.

Las obsesiones y prejuicios de los castellanos y peninsulares en general se proyectaron implacablemente hacia el nuevo territorio que se abre en 1492. En 1520 se estableció en Santo Domingo el Tribunal del Santo Oficio, en el contexto de una crisis sin precedentes en las primeras sociedades coloniales. Muy poco después, el instrumental de aquella vida religiosa de frontera pasaría al continente como parte de una colonización que busca en el mesianismo católico una razón justificativa y el fundamento de legitimidad del proyecto de expansión imperial. Por todo ello, la empresa americana estaba llamada a reproducir los patrones del catolicismo hispánico en suelo colonial. Afortunadamente, una selecta bibliografía, que debe incluir de necesidad los grandes libros de Robert Ricard, John L. Phelan y Richard Greenleaf en su punto de salida y los no menos importantes de William B. Taylor y John H. Elliott en el de llegada, desbrozó el camino para una comprensión cabal de aquella rama del frondoso árbol del catolicismo hispánico. Desde el mismo momento de la conquista, la Inquisición se mostró francamente preocupada por la cuestión de la idolatría y las costumbres de los indios. Una prueba suficiente de ello: un año después de la llegada de Cortés a territorio mexicano, el indio Marcos de Acolhuacán sería juzgado tras ser acusado de concubinato. Sin embargo, tan pronto como tomó forma una comunidad organizada de peninsulares, la persecución de las desviaciones conforme a la pauta establecida en la sociedad originaria pasaría a constituir el centro mismo de sus preocupaciones. Cuando el Tribunal fue finalmente instituido en la ciudad de México, el año 1571, sus pesquisas no tardaron en dar frutos. El caso de la familia Carvajal, perseguidos e incinerados en auto de fe por judaizantes en la década de 1590, vale como ejemplo de una acción sostenida hasta que, en la segunda mitad de siglo XVII, otras prioridades pasaron a ocupar el primer plano. Por aquel entonces, la jurisdicción sobre los indios estaba ya bajo la órbita de los funcionarios reales, las órdenes religiosas y, sobre todo, de la Iglesia secular. Desde los obispados se nombraban provisores y comisionados que habían de ocuparse de las tareas de control de los indios con procedimientos idénticos a los del Santo Oficio. Esta separación de las dos esferas (Corona e Iglesia), que no pudo evitar muchos solapamientos y una cierta competencia entre instituciones, era el resultado de diversos factores. El escándalo de algunas de las primeras persecuciones por herejía a la aristocracia india: la persecución de don Carlos de Texcoco por el obispo de México, Juan de Zumárraga, o los furores de Diego de Landa en Yucatán en 1560, levantaron grandes quejas y mucha alarma en los organismos rectores de la monarquíaInga Clendinnen, Ambivalent Conquests. Maya and Spaniard in Yucatán, 1517-1570, Cambridge, Cambridge University Press, 1987.. En este último lugar, cuatro mil quinientos indios fueron torturados durante tres meses para obligarles a declarar y 158 murieron durante las deposiciones, mientras  que treinta y tantos más se suicidaron para escapar a ellas, lo cual alarmó sobremanera a la administración real. Aquel furor purificador comprometía la compleja operación de dar forma y aliento a unas instituciones (la conocida como «república de indios») que estaban pensadas para asegurar el desarrollo separado de las dos comunidades.

Como es bien conocido, aquel diseño esbozado durante los debates que acompañaron la primera colonización no se mantuvo en las décadas siguientes. Indios y pobladores con ascendencia europea entraron en contacto por mil caminos distintos con el mundo del trabajo, con la vida urbana y con el ámbito doméstico. En el siglo XVII, la aparición de mundos sociales nuevos derivados del contacto de aquellos dos grandes grupos con otros recién llegados –los esclavos de procedencia africana y sus descendientes– era ya una realidad a la vista de todo el mundo. La palabra «castas» se utilizó en lo fundamental para definir a los estratos que, a través de mestizajes múltiples y no compensados por un rango elevado, no respondían a la configuración inicial de dos comunidades, a las que podía añadirse la formada por los esclavos de procedencia africana. En este contexto genuinamente americano, el potencial de los instrumentos llegados a América para definir la limpieza de sangre de los miembros de la comunidad adquirirá un nuevo sentido y derivará en prácticas y criterios simbólicos que no tenían sentido alguno en el mundo castellano. La autora del libro muestra con detalle y autoridad algunos de los mecanismos que coadyuvaron a aquella transformación de la guerra por la pureza en suelo americano. Por supuesto, la cohorte cada vez más numerosa de españoles y sus descendientes debía ser eficazmente investigada. Aunque la limpieza de sangre era un requisito indispensable para pasar a América –ahí nace el equívoco de que las políticas de limpieza no se aplicaron en el Nuevo Continente–, tal exigencia no pudo evitar la infección que los judaizantes (muchos de origen portugués) y filoprotestantes produjeron en aquellas sociedades, como ya mostrase en su día Jonathan IsraelRazas, clases sociales y vida política en el México colonial, 1610-1670, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1980, p. 100.. Por esta razón, la depuración de judíos proseguiría con una intensidad variable hasta el siglo XVIII. Constatada aquella limitación en los controles de salida, era necesario extender a las posesiones americanas los procedimientos vigentes en la Península. A tal efecto, pronto tomaron forma tanto las instituciones que se ocupaban de ello como las exigencias de limpieza que eran condición indispensable para formar parte, para ser miembro, de las instituciones que exigían acreditar estar limpio de contagio. En primer lugar, y por encima de otros requerimientos, ésta fue condición indispensable para gozar de la merced de una encomienda, la institución clave tras la conquista para el gobierno de los indios y la formación de una élite colonial reconocible. Poco a poco, muchas de las instituciones religiosas y seculares de la colonia impusieron a sus miembros la misma condición. Este recurso sistemático a los estatutos de limpieza de sangre generó, por su propia lógica, un importante mercado de probanzas, ocupó a muchos funcionarios de la Inquisición y a otros tantos abogados que trabajaban en los grandes centros virreinales, o en las ciudades castellanas, para defender el honor de los individuos bajo escrutinio y el de sus familias. Como explica María Elena Martínez, a mediados del siglo XVII era tanta la dificultad de identificación de los hijos de la tierra, siempre en número creciente y a mayor distancia del mundo originario, que la administración colonial se vio en la necesidad de asegurar una infraestructura archivística que almacenase aquella preciosa información genealógica. Debe tenerse en cuenta que, por la propia naturaleza de las probanzas, la investigación sobre los ancestros de uno de estos americanos bajo sospecha obligaba en ocasiones a los encuestadores a desplazarse a los más remotos confines de la Península para encontrar a personas dispuestas a declarar sobre individuos casi olvidados por sus comunidades de origen. Por este camino empedrado de buenas intenciones empezaron pronto a deslizarse posibilidades impensadas: por ejemplo, la duda razonable sobre las cualidades de los criollos americanos, sometidos al contacto continuado, y en ocasiones íntimo, con indios, castas, esclavos y ex esclavos, grupos sociales sobre los que gravitaba una desconfianza imposible de evitar. En una cultura basada en el principio de la desconfianza, la diversidad de poblaciones, que en la Península había sido providencialmente depurada gracias a sucesivas oleadas de expulsión desde el siglo XIV hasta principios del XVII, hacía inevitable la sospecha sobre aquel que se fue para no regresar a un mundo igualmente cristiano, pero menos perfecto.

Las prácticas de control que hicieron su aparición en Indias desataron, en efecto, las peores sospechas. Es el caso, por ejemplo, de las nuevas prácticas que emergieron como consecuencia del contacto de los indios con otros grupos sociales. Si los indios habían sido considerados por los juristas de la Corona como de «sangre pura», por consideración a la falta de contacto con las herejías contra las que se luchaba de modo implacable en suelo europeo, la infección de la aristocracia indígena pasó a convertirse en una preocupación fundamental. De este modo, los requisitos genealógicos y de arraigo local que habían sido norma desde las décadas posteriores a la conquista incorporaron a partir de cierto momento la investigación de los posibles contactos o mestizaje con elementos sospechosos de herejía. En otras palabras, un conjunto de cautelas hasta entonces pensadas para la vigilancia del contagio de los propios se extendió hacia territorios que hasta entonces habían permanecido al margen. La generalización del control genealógico en el mundo de los indios, así como la percepción de una conversión imperfecta o superficial de los indios que fue abriéndose paso –algo que, dicho sea de paso, no dejará de afirmarse hasta el final mismo de la época colonial española–, conducirá las cosas hasta su final lógico. Dicho de otra manera, los indios no eran quizá de sangre tan pura, o estaban muy lejos, en todo caso, del modelo del «cristiano viejo», de aquel sujeto revestido de la calidad normativa del que no tiene mácula alguna: «gente de calidad», como se decía en el lenguaje que se impondrá en un período posterior. En este sentido, la lucha por la pureza en el marco de la comunidad de descendientes de europeos y las sombras que acechaban la apreciación del cristianismo de los indios fueron de la mano para generalizar la política de desconfianza que estuvo en la base de la multiplicación exponencial de investigaciones genealógicas que acabaron por dar vida a lo que conocemos como «castas».

La autora expone de manera muy inteligente el impacto cultural que produjo el solapamiento de las investigaciones genealógicas de las élites prehispánicas y del mundo de los colonizadores de origen europeo. Si, para los primeros, la condición imprescindible de su reconocimiento como señores de indios era un origen y certeza probados, el acceso a encomiendas, cargos públicos y cargos en instituciones que se autorregulaban exigía también, en el caso de los colonos de origen europeo, informes y probanzas de méritos y servicios. Al generalizar estas exigencias, las de limpieza de sangre entraron inevitablemente en juego. Como era de esperar, tales exigencias se hicieron cada vez más complejas en la medida en que aumentaba también la complejidad de la sociedad colonial y que se hacía mayor la distancia de quienes allí vivían respecto del mundo peninsular. No por ello disminuyeron los requisitos que se demandaban. Ocurrió más bien lo contrario: aumentaron y se volvieron tan complejos que abarcaban enteras sagas familiares. Clérigos, frailes, encomenderos y administradores, que habitaban, en ocasiones, remotas poblaciones en los confines de Nueva España, se vieron todos en la necesidad de presentar sus credenciales, de demostrar que estaban limpios de toda mancha. La menor sospecha apartaba al sujeto de la carrera administrativa, en la Iglesia secular, en las poderosas órdenes religiosas, o le cerraba el acceso a determinados cargos o a ciertas instituciones seculares. Factores de distinta índole propiciaron aquel nerviosismo genealógico. Casos de criptojudaísmo, como los anteriormente mencionados, más el viento que soplaba desde el catolicismo contrarreformista que se impone en la Península en el último tramo del siglo XVI, renovaron la obsesión por mantener a las Indias libres de infección y coadyuvaron a mantener la limpieza de sangre en el centro de las investigaciones. Pesaban también razones más mundanas para exacerbar los controles sobre la idoneidad de los individuos. Una de ellas resultó particularmente decisiva. La lucha en el mercado de cargos (también en el mercado matrimonial) degeneró en consecuencias muy previsibles, como la acrecentada exigencia de controles, pero también en otras inesperadas: la canalización hacia Indias del «bombardeo de calumnias», como señalase John H. Elliott, sobre la calidad de los americanos de origen europeo, los impropiamente llamados criollos. Si se conseguía demostrar que su contacto con una naturaleza ubérrima, gentes de dudosa condición o matrimonios poco fiables, afectaba a su calidad de cristianos viejos, una parte creciente de la población americana de origen europeo se vería apartada de la carrera por los cargos en audiencias y cabildos, catedrales y órdenes religiosas. Cualquier desliz podía tener, entonces, consecuencias funestas para un candidato y, de propina, para toda la familia así como para sus descendientes. Lo que al principio fue una guerra contra la herejía derivó en una guerra cuyos objetivos eran significativamente menos elevados, más mundanos, aunque por esta razón su generalización en la entera vida social novohispana sería inevitable. Cuando, en algún momento en la segunda mitad del siglo XVII, la neurótica percepción de un catolicismo asediado se calmó, aquella munición puramente secular continuó engrasando la rueda de las investigaciones genealógicas o de la genealogía exhibida como mérito socialPuede leerse una visión ciertamente más optimista en Stuart B. Schwartz, All Can Be Saved. Religious Tolerance and Salvation in the Iberian Atlantic World, New Haven, Yale University Press, 2008..

Es en este punto donde las cosas adquieren el grado exacto de complejidad que justifica considerar este libro como una aportación de referencia. Del final de su segunda parte y toda la tercera, Genealogical Fictions nos conduce de la historia de la lucha contra la herejía a las consecuencias que la generalización de las probanzas, los informes y los estatutos de limpieza de sangre tuvo en la formación de la sociedad colonial novohispana. Lo que sucedió no es difícil de imaginar. Cuando aquella sociedad se miró en el espejo al llegar a su edad adulta descubrió que se parecía poco a su mundo originario, del que había heredado ciertas prioridades y tendencias. Las comparaciones resultaban inevitables. En definitiva, las sociedades peninsulares y la novohispana formaban parte del mismo mundo, fuese porque pertenecían al imperio español, fuese porque se encuadraban en la órbita del catolicismo romano. Lo que observaron no se refería a cuestiones de detalle: percibieron trazos que formaban parte consustancial de la fisonomía del sujeto. En terminología de escaldados individuos nacidos en el siglo más oscuro, constataron que el fenotipo de los habitantes del Nuevo Mundo no era idéntico al del prototipo que se habían acostumbrado a situar en el punto más alto de orden de pureza: el castellano viejo. Lo que sucedió entonces está muy bien explicado en el libro. En pocas palabras, la lucha por la limpieza de sangre se secularizó para estigmatizar las infiltraciones de otros grupos sociales en el mundo del cristiano de pura cepa. A falta de judíos o protestantes que erradicar, las infecciones de sangre de indios y, sobre todo, de gentes con ancestros africanos (las llamadas «castas pardas») se convirtieron en el problema a detectar. Y, una vez detectadas, sirvieron para reelaborar toda una jerarquía de las calidades que distinguían a los individuos. De este modo, toda la variedad de conceptos y palabras –el «modern Spain’s lexicon on blood», como lo califica la autora con eficacia– que definían el perjuicio y la exclusión de judíos, judaizantes y marranos fue poco a poco sustituida por una colorista descripción de las castas. De nuevo, la separación en los libros de bautismos en cofradías y agrupaciones religiosas o la inacabable presión ejercida en el mercado matrimonial señaló las fronteras simbólicas que los individuos debían conocer, amén de aprender a jugar con ellas. En el centro de todo ello se situó la figura del mulato, el heredero de la antigua figura del judío converso, capaz de inficionar a familias de cristianos viejos de no mediar un severo control genealógico. La tradición colonial española había optado, por razones de estabilidad y legitimidad imperial, por conceder a los indios una hipotética pureza originaria, que algunos ponían bajo sospecha a la menor oportunidad. Por ello, las suspicacias se desplazaron hacia el lado de los descendientes de africanos, gentes en cuyo origen podía estar, sin duda, el contagio del islam, portadoras inexorables del estigma de la esclavitud, un grupo social creciente y, en cualquier caso, un contingente humano muy maleable y con gran capacidad para usar con provecho el ascensor social. Lo interesante, sin embargo, es que las nuevas preocupaciones sociales no desplazaron del todo, sino que se superpusieron, a las viejas obsesiones de la pureza religiosa: en cualquier caso, se sumaron a ellas para delimitar al sujeto sin mácula. Es cuando menos impresionante que, en 1794, el vizcaíno Juan Ozamiz y Uturbey alegase, en un rincón del imperio como Buenos Aires, ser «noble hijodalgo por ambas líneas, cristiano viejo sin mezcla alguna de judíos, moros, negros, mulatos, ni de los nuevamente convertidos a la Fe Católica, ni de los castigados, y penitenciados por el Santo Tribunal de la Inquisición». Es verdad que el riesgo de no estar tan libre de mancha no era ya el mismo que en el siglo XVI, pero el de exclusión para determinadas posiciones o enlaces matrimoniales se mantenía inalterable en el mundo español americano y peninsular.

Estas preocupaciones por la limpieza y la calidad no eran ajenas a los propósitos mundanos antes citados, sólo que éstos fueron evolucionando con el paso del tiempo. Por ejemplo, la lucha por los cargos públicos se agudizó con el tiempo: en la venta de cargos, primero, y en los nombramientos directos, después. Esta competencia regulada desde arriba, de manera muy desleal en ocasiones, puesto que los castellanos eran arte y parte en el asunto, era el resultado bien conocido de la integración de las Indias en la Corona de Castilla. Cuando la nueva dinastía trató de poner orden en el escándalo de la venta de cargos, lo que hizo fue generalizar paradójicamente la reserva de cargos públicos en Indias para el conjunto de peninsulares. «Lo tomas o lo dejas», como dicen los peninsulares; la ley de Herodes, que diría un mexicano. Fuese por un exceso de celo o por la falta de protección de los criollos, las probanzas eran inevitables. Durante cierto tiempo, algunos cargos se reservaron a los descendientes de españoles nacidos en América. Es lo que sucedió con los del Santo Oficio en América. Para muchos más, para la mayoría, ser peninsular se convirtió en preceptivo, o casi. De resultas de ello, para un americano de origen europeo en lo alto o en la parte media de la pirámide social era preferible tratar de parecerse lo más posible a aquellos orgullosos recién llegados que habían tenido la suerte de nacer en país de secano. A finales del siglo XVIII, una enorme variedad de denominaciones y de símbolos fenotípicos o culturales –para esto servía la pintura de castas que pasó a ser inmensamente popular en Nueva España– constituía el recordatorio del largo trecho recorrido por la limpieza de sangre, con sus infinitas metáforas y derivaciones. Hasta el nada ingenuo Alexander von Humboldt se sorprendió al observarlo.

Algo sobre lo que contábamos con una bibliografía de calidad variable se nos aparece ahora bajo otra luzLecturas complementarias del libro aquí reseñado son Andrew B. Fisher y Matthew D. O’Hara (eds.), Imperial Subjects. Race and Identity in Colonial Latin America, Durham, Duke University Press, 2009, y Ilona Katzew y Susan Deans-Smith (eds.), Race and Classification. The Case of Mexican America, Stanford, Stanford University Press, 2009.. Nos percatamos de la importancia indudable de aquellas clasificaciones, de la complejidad de los procesos de formación de comunidades unidas por lazos con el pasado y prácticas sociales que sólo recurriendo a la idea de limpieza de sangre adquieren su significado genuino. Magnífica lección de historia americana al tiempo que de historia española, aunque por estos pagos no parece que demasiados reclamen tan incómoda herencia. Una observación final de alguien que llegó a estos temas con retraso, por otro lado y desde otro momento. Es indiscutible que la cuestión de la limpieza de sangre y, más en general, la de las castas fueron preteridas por los historiadores de la América colonial. Lo serían también por la historia social y económica que hizo tantos progresos desde los años sesenta. Grave error de perspectiva, cuando menos porque prescindía de algo que estaba en el código genético (y nunca mejor dicho) de aquellas sociedades e individuos como lo estuvo en el de su sociedad originaria, una de las más exitosas en la depuración del enemigo interior. Después de la aportación reseñada y de los otros materiales que aquí se recogen, resultará imposible devolver el esqueleto al armario. Quizás ahora el error sería enfocar la cuestión desde un ángulo exclusivo, sea el religioso o el «racial». Durante siglos la legislación imperial y los esfuerzos de los administradores se dirigieron no sólo a asegurar que América era una sociedad de buenos y obedientes cristianos. El fundamento colonial del imperio obligó, más allá de la idea fallida de las «dos repúblicas», a establecer con rigor el espacio de cada cual, sus obligaciones con la Corona y, al mismo tiempo, sus derechos, ya se tratase de indios, mestizos, esclavos y «castas pardas», peninsulares o criollos. Todos y cada uno de ellos estaban llamados no sólo a comportarse como buenos cristianos, sino también a sostener a la hacienda real y a cumplir con obligaciones políticas repartidas desigualmente. Es difícil pensar en el éxito a largo plazo de aquel auge clasificatorio sin el sustrato derivado de una política imperial y colonial no necesariamente ciega en orden a aquellas distinciones, pero a buen seguro motivada igualmente por preocupaciones más prosaicas. Quizá por este camino, sumando piezas en apariencia dispersas, consigamos recomponer el rompecabezas de una sociedad tan distinta de la nuestra, pero de la que somos sus inevitables herederos.

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