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Arqueología durasiana

CUADERNOS DE LA GUERRA Y OTROS TEXTOS

Marguerite Duras

Siruela, Madrid

Trad. de María Cóndor

364 pp.

25 €

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Decía la leyenda durasiana que los armarios azules de su fotogénica casa en Neauphle-le-Château guardaban tesoros manuscritos que la escritora tenía en el olvido. Helos aquí, llegados desde el IMEC (Instituto Memorias de la Edición Contemporánea), donde han pasado una decena de años reposando y adquiriendo cuerpo y aroma. Pero con esta llegada, se desvanece el encanto: según se abren, uno se percata de que su «olvido» no garantiza la sorpresa: si Duras se olvidó de ellos fue después de exprimirlos con buen tino y ojo crítico para incorporarlos a su obra. De lo cual resulta que, hoy, su lectura da a degustar un producto de hollejo más que un producto de uva. Y ya se sabe que, como dicen en Galicia, cuanto mejor es el vino, peor es el aguardiente.

Los editores (Sophie Bogaert y Olivier Corpet) lo declaran en su primera línea: «Nada de lo que escribió Marguerite Duras se ha dejado en el abandono»; pero no en el abandono crítico o editor, sino en el abandono escritor: todos sus textos sufrieron reciclaje a manos de la autora, que les aplicaba una economía semejante a la que practicaba en su cocina, donde los restos de la comida anterior entraban a formar parte de la siguiente. Estos Cuadernos de la guerra han sido manejados con una economía casera de posguerra. No hay, pues, verdadera materia novedosa en el libro, si se exceptúa una treintena de páginas en su tramo final (unos de corte autobiográfico, otros ficcional). Prácticamente todos los textos –además de prestarse a menudo el contenido entre ellos mismos– dejan reconocer los nudos argumentales más antiguos de la obra y las estructuras más pregnantes de su imaginario: la locura de la madre construyendo los diques contra el Pacífico; la relación erótico-crematística con el joven anamita que más tarde se convertirá en El amante; la violencia del hermano mayor; la angustia ante la espera de Robert Antelme, internado en un campo de concentración, su lenta vuelta a la vida; la tentación de la venganza y la pulsión torturadora de Duras; la muerte del primer hijo al nacer, la espera del segundo; la observación de la vida cotidiana de la calle Saint Benoît, con su portera y su barrendero; las soleadas, sensuales y políticas vacaciones italianas en trío con sus dos maridos, Antelme y Mascolo… Todo un mundo ya familiar para el lector de Un dique contra el Pacífico, El amante, El dolor o Los pequeños caballitos de Tarquinia. ¿Qué interés tiene entonces la edición de estos textos? Antes de atacar pensemos en la defensa, no sea que cometamos imprudencia.

A primera vista, no parece razonable suponer que a la anciana Duras le hubiera enfadado ver editados estos cuatro cuadernos (más los textos finales); nunca temió la exhibición autobiográfica, ni evitó la recurrencia de las historias en sus libros: El amante y El amante de la China del norte son, en ese terreno, una declaración de principios. Además, tenía una gran confianza en lo que ella llamaba «la escritura corriente» –en el sentido de emanación espontánea–, y prueba de ello es la publicación consentida –al menos supuestamente– de sus últimas palabras dictadas bajo el título Esto es todo. Sin embargo, estos tempranos cuadernos –escritos entre los años 1943 y 1949– sufrieron podas y reescrituras para ser incluidos en sus libros definitivos. Y conviene también recordar que vetó la reedición de su primera novela publicada, La impudicia, que durante muchos años estuvo ausente de su bibliografía: no hay, pues, que pensar que Duras daba por bueno absolutamente todo lo que salía de su pluma. Si las voluntades de un escritor fueran necesarias para certificar la veracidad de su firma al pie de un texto, es posible que el nombre de Duras no se encontrase tras todos los que comprende este libro. De hecho, algunos están firmados por Marguerite Donnadieu, el nombre que Duras utilizaba antes de convertirse en la escritora que ha sido.

La genética es ciencia textual que escuda su fin en sus medios: la excavación arqueológica de la obra permite rebuscar en los desvanes de los escritores y en las papeleras de sus ordenadores. La portera de la calle Saint Benoît, que –según cuenta demoradamente este libro– se llevaba todos los días la basura de Duras, no supo ver qué oportunidad tenía. Pero la genética se ha buscado aliados más prestigiosos que la cotilla y rezongona portera durasiana. En su exégesis de la tachadura se ha arrimado al psicoanálisis, deleitándose en la localización de lapsus y actos fallidos, que en los textos vienen a ser fallos de escritura sin más. El interés de un borrador no está en su literariedad, sino en la comparación de su literalidad con la de la obra definitiva. Una comparación que habla más –por cierto– del proceso creativo que se produce en una cabeza de escritor que de la obra resultante en sí misma.

Pero el trabajo comparativo –y el hermenéutico que ha de completarlo– es arduo y prolijo, y esta edición de Cuadernos de la guerra ni siquiera se lo ha planteado. Lo que no han hecho los transcriptores-editores en trescientas sesenta páginas mal puede caber en estas pocas líneas, y por ello mi lectura decepcionada se permite opinar más de la joven escritora que analizar la arqueología de su escritura: esta Duras de entre veintinueve y treinta y cinco años tiene ya conciencia de que su infancia es su caladero mítico, aunque hayan transcurrido sólo trece años desde que dejó Indochina; le ocurre en cierto modo lo mismo que a los editores de su libro: la actitud y la mirada hacia lo desvelado son demasiado reverenciales, pues a su pasado le falta tiempo para ser leyenda, y a estos cuadernos les falta novedad para refrescar la iluminación crítica de la obra. Afirma la narradora que le parece desenterrar recuerdos «cubiertos por arenas milenarias», pero le fallan el tono y el pulso: razona demasiado sobre lo poco razonable de la vida familiar, subraya sus experiencias íntimas con acumulaciones farragosas de sensaciones imprecisas, las corona con adjetivos que quieren ser definitivos («terrible», «aterrador»). Rebusca en la comparación efectista y provocadora: una cara de estupor ante una negativa «está abierta y tan descuartizada como, en la violación, un sexo». O se pone maximalista y lapidaria a renglón seguido del más banal de los diálogos.

En su larga obra, Duras nunca abandonó ese engolamiento de la voz de escritura, pero aprendió a manejarlo con maestría. Fácil de caricaturizar en ejemplos aislados, lo cierto es que, con los años, logró ser un modo de enunciación que pesaba poéticamente sobre los enunciados (a menudo tan escuetos y enrarecidos). Cuadernos de la guerra no posee esa voz sedimentada, y, mientras se lee, uno oye cómo la escritora afila esforzadamente los lápices del estilo. Excepto en algunos tramos tocados por la sobriedad, como por ejemplo el que corresponde al relato de la incierta espera de la liberación de su marido deportado, relato que más tarde abrirá El dolor, y que, por cierto, no se verá modificado sino con pequeñas amputaciones relativas a declaraciones políticas. Lo que demuestra que Duras debió de leer y calibrar muy bien estos cuadernos, y no tenerlos precisamente en el olvido.

No parecía, por tanto, necesario hacer más de lo que ella –buena gestora de sus recursos– quiso hacer e hizo. A quien ha leído con emoción y devoción literarias –a qué ocultarlo– los largos tramos de estantería que ocupa su narcisista escritura, casi le duelen en carne propia algunas de las páginas de este libro cuya incontinencia verbal tiene un punto de desidia, y a las que remata una traducción en ocasiones ayuna de francés. En los polvorientos armarios de Neauphle-le-Château o en las vitrinas de la antigua abadía que aloja al IMEC, estos Cuadernos de la guerra componían seguramente una interesante promesa arqueológica. Sacados a la luz de la lectura pública, colocados junto a sus hermanos de tinta, sus múltiples melladuras desdicen.

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Ficha técnica

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