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Que no habite el olvido

LUIS CERNUDA. AÑOS ESPAÑOLES (1902-1938)

Antonio Rivero Taravillo

Tusquets, Barcelona

450 pp.

25 €

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Pocos ciudadanos como Luis Cernuda menos proclives a la hora de ir dejando pistas para que quienes viniesen después pudiesen balizar sus vidas con causa y conocimiento. Y en el caso del autor sevillano, además, cabría añadir su reconocida capacidad de desdén (digna de un Manuel Azaña, por citar un contemporáneo suyo ejemplar) para complicar aún más el embrollo biográfico de un caballero (tan dandi como si en lugar de haber nacido para protagonizar La novela de un joven pobre, por ejemplo, lo hubiese hecho en plan Gran Gatsby, o Francis Scott Fitzgerald, pongamos por caso) dejado –voluntariamente– de patria y familia. Y aquí entra Antonio Rivero Taravillo, melillense de 1963, poeta, traductor y ensayista, erudito en disciplinas diversas (como el gaélico, lengua bien minoritoria y en peligro de extinción) para poner las cosas en su sitio.

Con rigor y una cierta pasión distanciada, cubre los años «españoles» de Cernuda, los que van de 1902 a 1938, abriéndonos el apetito para la segunda entrega de tan interesante biografía y que, al ir en paralelo con la obra de uno de los autores más conspicuos de la llamada «Generación del 27» (tal vez el que más influencia ejerce en los poetas actuales, por haber hecho de la experiencia conocimiento y no confesionalidad pedestre y pobretona), constituye un compendio riguroso de una figura ejemplar, por sus libros, naturalmente, pero también por la actitud cívica serena y analítica de que dan muestra el conjunto de poemas, sabios y entregados, que Cernuda ha legado a la literatura española.

A Rivero Taravillo, además de agradecerle el hecho de ubicar, con respeto y rigor, la figura cernudiana, cabe reconocerle –poner en su haber, por tanto– haber situado los antecedentes familiares del poeta sin irse por las ramas de lo prolijo, y también que no haya abusado del contexto histórico, recurso de biógrafos mediocres dispuestos a marear la perdiz. Por supuesto que Rivero Taravillo habla de los familiares de Cernuda, tan poco feliz con su segundo apellido, Bidón, que hacía de él fruto de la mala uva juanramoniana (y el lector de este volumen disfrutará con el encono que se dedicaron el de Moguer y el sevillano), incluyendo la pertinente aclaración de que, en realidad, era Bidou, pero lo hace en su justa medida. Y tan poco feliz se sentía Luis con el Bidón que acabó recuperando el apellido original bordelés del abuelo droguero, don Ulises (por más que en Sevilla se le conociera como don Luises). Lo recuperó bien Luis Cernuda, de manera que hoy, en la lápida de su tumba, en México, adonde esperemos que no llegue el frenesí hispánico recuperador de cadáveres, tantas veces de seres enviados al abismo exterior por la dejadez patria, podemos leerlo tal como era en un principio, es decir, cuando el abuelo materno llegó a Sevilla desde su Burdeos natal.

Justo es también Rivero Taravillo al situar el nacimiento de Cernuda no en la calle del Aire, como quiere el tópico (ayudado por el título del libro inicial del poeta), sino en Conde de Tójar, hoy (como anteriormente) Acetres. Quiérese decir que ya desde el principio Rivero Taravillo va a desfacer entuertos, también en el devenir biográfico de Cernuda, que en este volumen pasará por Sevilla, con estudios generales y universitarios (con licenciatura en Derecho nunca ejercida, ni demasiado estimada, salvo para el deseo inicial de emprender la carrera diplomática con su preceptiva oposición, tampoco llevada nunca adelante), Toulouse (lectorado de español), Madrid (aprendiz de librero con León Sánchez Cuesta, oficio que le interesó más bien poco, salvo por el tiempo libre que le dejaba y la posibilidad de andar entre los libros exigentes del riguroso don León, cuñadísimo de su amado-odiado Pedro Salinas), diferentes provincias acompañando a las Misiones Pedagógicas, Sierra del Guadarrama con su mínimo interludio bélico, y –después de Valencia– París, como agregado a diplomático de la mano de Concha de Albornoz, y Port Bou, de donde parte, 14 de febrero de 1938, camino del destierro.

Aquí finaliza el libro de Rivero Taravillo y se inicia el compás de espera que nos ha de llevar a esa segunda parte que se anuncia tan fructífera como la primera. Y ello a pesar de que –ya se dijo– Luis Cernuda se ocupase de ir borrando o impidendo que trasluciesen huellas excesivas. Ello dificulta obviamente la labor de un biógrafo, aunque éste sea tan resuelto como Antonio Rivero, que se halla ante un esfuerzo documental complicado. Añadámosle la opción sexual de Cernuda, en una España cochambrosa y represora, y comprobaremos lo difícil del empeño. Con todo, Cernuda fue bien valiente al anunciar su tendencia en Los placeres prohibidos, ya a partir del título, tan significativo, o en poemas nada ambiguos, ni siquiera en los pronombres. En este sentido, y por citar a sus dos compañeros en famosa instantánea (el libro acompaña unas cuantas, bien significativas del dandismo cernudiano: inefable la de un elegantísimo Luis Cernuda a bordo de un burro, en Burgohondo [Ávila], en julio de 1932), el sevillano fue más allá que Federico García Lorca (más remiso a hacer pública su opción, por razones familiares) y Vicente Aleixandre (siempre disimulando, como deducimos de los libros de su gran amigo José Luis Cano, donde reproduce conversaciones y cartas del luego premio Nobel, y ya hay quien sostiene que esta, digamos, hipocresía de Aleixandre a la hora de inventar señoras donde habría que decir caballeros tiene que ver con su hora baja actual en lo que se refiere al eco colectivo de la generación en que se le engloba), lo que no impide que amantes y amados se dejen ver sólo hasta cierto punto.

Quien lo hace en su plenitud de príncipe de la marginalia es Serafín Fernández Ferro, veleta bisexual según soplase el viento de la necesidad económica, quien inspiró Los placeres prohibidos, lo cual sería razón suficiente para que su figura vaya más allá de la curiosidad morbosa. Y es que, dígase de nuevo, Rivero Taravillo sabe poner en paralelo vida y obra, lo que bastaría para justificar un libro tan riguroso como lo es éste. Aquí se da cumplida cuenta, en lo que el mozo se dejaba ver, del gallego (nacido en Oza dos Ríos [Coruña], en 1912 o 1914: en Serafín casi todo es confuso), de baja estatura y cabello ensortijado, al que Federico García Lorca llamaba «cartaginés», y al que definía como «de gracioso gesto y voz dulce» y poseedor de una «sonrisa leonardesca». Serafín Fernández Ferro, a quien podemos ver en la película de André Malraux, basada en la novela de éste L’espoir, Sierra de Teruel (también aparece en el apartado gráfico del libro de Antonio Rivero en una foto junto a Luis Cernuda, en Cifuentes [Guadalajara], panorama fluvial y deseo bajo los álamos, en noviembre de 1932, ambos en bañador, lo que hace pensar un poco acerca del tan jaleado «cambio climático»), era todo un caso. Carlos Morla lo sitúa en una familia de catorce hermanos, y al bueno de Serafín abandonando núcleo humano tan poblado para «con un bulto menos aliviar a los demás». Por cierto, que Rivero Taravillo señala, con buen humor no exento de ironía, no haber podido comprobar este extremo, que «añade un tono de pedigüeño con cartela frente a iglesia». En todo caso, García Lorca, buen conocedor de la fauna humana de la que procedía Serafín Fernández Ferro (no mucho más que un chapero con ínfulas –en Madrid hay quien dice «ínsulas»– intelectuales), le dijo a Carlos Morla que le creyera sólo la mitad, «y luego le agregas un poco de inteligencia y buena voluntad».

Y, ya que hablamos de Lorca y Cernuda, parece que viene a cuento (lo que en la vida cotidiana podría parecer intromisión o cotilleo deja de serlo cuando se trata de personajes ilustres, abocados, por tanto, a que sus existencias sean pasto de la curiosidad pública) esa estupenda anécdota que contó el componente de La Barraca, Emilio Garrigues Díaz-Cañabate, y que recoge el muy documentado Rivero Taravillo. En ella se sitúa a Garrigues visitando a Federico García Lorca en su casa de la calle Ayala. Al abrirle la puerta el granadino, la visita queda sorprendida al ver cómo de la terraza emerge «un efebo, yo diría, completamente desnudo». Al parecer se trataba del propio Cernuda, con quien –confesó García Lorca– éste se hallaba realizando «gimnasia revolcatoria». En todo caso, ni Ian Gibson, ese gran especialista lorquiano, ni el propio Rivero Taravillo creen que hubiese habido intimidad a ese nivel entre los dos poetas andaluces. Y yo añado que demasiado bonito para ser cierto (como cuando se habla de la posible relación sentimental entre Rosalía de Castro y Gustavo Adolfo Bécquer, todo porque los dos románticos tardíos coincidieron en la revista dirigida por quien habría de ser marido de la primera, don Manuel Murguía), o que los círculos no suelen cuadrar de modo tan impecable. Por más que, no se olvide, para que detonase el revólver de Paul Verlaine sobre Rimbaud en Bruselas tuvo que haber una pasión y un idilio anteriores entre ambos genios.

El libro de Antonio Rivero Taravillo sitúa en el lugar debido esa figura del 27, generación o grupo poético, donde no se sintió demasiado bien acompañado (de nuevo el desdén por el desdén del desdeñoso Cernuda) a partir del «malentendido» que supo enunciar en memorable poema. En todo caso, sus «bestias negras» serían Pedro Salinas, tan adorado en un principio, y Jorge Guillén, por culpa de las famosas décimas (y no de fiebre) con las que el sevillano se anticiparía en Perfil del aire a las mucho más famosas de Cántico. Y es imposible no pensar en lo ingrato que resulta Luis Cernuda frente al autor de La voz a ti debida, tan obsequioso, tan máquina quitanieves para los principios –bien dificultosos como poeta que se iniciaba– de quien había sido su alumno en la universidad sevillana. Claro que, leyendo el epistolario, tan prodigioso en voluntad de estilo y datos, que cruzaron Salinas y Guillén, es posible entender el porqué de ciertas heridas, abiertas sobre todo con la publicación de Perfil del aire, campo abierto con herramientas que el vallisoletano consideraba propias. Aparte queda Dámaso Alonso, zarandeado por Cernuda en uno de sus poemas más injuriosos (a propósito de Lorca, con quien sólo le unió amistad, lo que –ya se dijo– deja bien claro, y a pesar de ciertas apariencias, Rivero Taravillo). Triste el sino damasiano, vapuleado por Neruda y Cernuda, seguramente ajeno a las malas intenciones que estos dos grandes poetas le atribuyeron. Gajes de la (buena) literatura, como la que destila la biografía cernudiana de Rivero Taravillo, XX Premio Comillas y libro esencial para entender a un poeta, y los años duros, pero de una dureza diamantina, que le tocó vivir.

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Ficha técnica

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