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Luis Carandell en la Unión Soviética, 1975

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En el número 87 de Revista de libros, Vicente Araguas comentaba el libro de recuerdos de Luis Carandell, Mis picas en Flandes. Me gustaría añadir algo sobre su viaje a la Unión Soviética, en 1975. Quizá tenga interés para los lectores de la revista, y para los muchos amigos y entusiastas de su trabajo que dejó Carandell.

Luis apareció un día de abril de 1975 en la Delegación Comercial de España en Moscú. Aquello era, realmente, una embajada disfrazada, surgida de los acuerdos comerciales negociados en París en 1971 (sólo tuvimos, formalmente, una embajada de verdad a partir de febrero de 1977). La delegación ocupaba unos menos que discretos locales en Leninsky Prospekt, lejos del centro. Yo no conocía a Luis, aunque, como tantos otros, era fiel lector suyo. Estuvo en Moscú varios meses, de abril a julio, y nos vimos bastante. Vino a nuestra casa a comer unas cuantas veces, dimos algunos paseos y, como él cuenta, hicimos juntos, en julio de 1975, un viaje en coche desde Moscú a Zúrich, pasando por Kiev. Él dice que conservó buen recuerdo de aquel viaje; pues no digo nada del que guardamos mi mujer y yo: creo que nunca hemos hecho una viaje más divertido en nuestra vida.

Luis Carandell era una persona muy inteligente, culta, un muy educado seductor. Pero, quizá, la más rara –en el sentido de poco frecuente– de sus cualidades era su refinada, cálida y muy medida amabilidad, que iba siempre unida a un sincero respeto hacia los demás, algo que podía percibirse muy bien en las discusiones. Tenía un estilo de discutir, o argumentar, muy poco español (o latino, o mediterráneo). Quizá, en su estancia en Japón se le había pegado algo de esa peculiar forma de discrepar de los japoneses, que consiste en nunca decir no, pero tampoco sí. Luis hablaba inglés, alemán, francés y, a los dos meses de estar en Moscú, se entendía muy bien en ruso (lo había estudiado de joven). También había aprendido un poco de japonés y era capaz de mantener conversaciones simples en ese idioma: sólo he conocido otro español no jesuita o no ex jesuita capaz de tal proeza.

Aunque, al llegar a Moscú, él tenía, me parece, cierta prevención hacia los que trabajábamos en la Delegación Comercial –no sé si pensaba que el Régimen había enviado allí a funcionarios incondicionales, franquistas fuera de toda sospecha–, le hizo falta muy poco tiempo para entender la situación real y nos hicimos amigos inmediatamente. A lo largo de aquellos meses, divagamos y elucubramos juntos sobre el estado real de la Unión Soviética, qué era y qué no era el imperio soviético y qué podría pasar allí. Lo que él pensaba y sentía se resume en una frase muy simple –página 275– de sus memorias: «Para mí, era un motivo de disgusto ver lo mal que andaban las cosas bajo el comunismo ruso». Carandell no creía –yo tampoco– que pudiéramos llegar a ver no ya el final del sistema soviético, sino, ni siquiera, alguna ligera democratización, a la húngara, por ejemplo. Todo eso parecía imposible.

Ya al final de su estancia, le pregunté si, a su vuelta a España, pensaba publicar sus impresiones de la Unión Soviética. Me respondió: «No, sería hacerle un favor al Régimen». Y, efectivamente, no publicó nada. Debo decir que, aunque entendí sus reparos, lo tajante de su respuesta me chocó un poco. En cuanto a lo que ocurriría en España a la muerte de Franco, tenía una idea muy clara: el PSOE, no el PC, se convertiría en el principal partido de la izquierda. Yo le decía que el PC tenía una estructura más potente y homogénea, y que en el lado socialista había diferentes grupos y partidos. Un día, me dijo: «El PSOE se impondrá porque tiene la marca registrada, la marca "socialista" es suya». Después, me acordé muchas veces de esta predicción.

Aunque nunca había estudiado economía, entendió muy bien que la de la Unión Soviética era un desastre y que el asunto no tenía solución bajo el régimen soviético. Sobre esto tuvo una especie de cómica revelación, que él no cuenta y ya, desgraciadamente, no podrá contar, así es que lo haré yo.

Fue durante un viaje por Ucrania y Crimea, con un grupo de periodistas occidentales (era, por supuesto, como él mismo explica, un viaje organizado por los servicios de prensa soviéticos, en el que los periodistas iban controlados y pastoreados en todo momento). Visitaron un gran astillero. Al acabar la visita, el director del astillero les dijo que para responder a las consignas del PCUS y contribuir al bienestar del pueblo, habían decidido diversificar su actividad hacia los bienes de consumo y que, en esa línea, la empresa había pasado a ser un importante productor de ¡camas metálicas! Los estupefactos periodistas occidentales fueron conducidos a un almacén donde estaban las camas ya terminadas, esperando su embalaje. Eran camas enormes, pesadísimas, «monstruosas», decía Luis. Naturalmente, los periodistas occidentales disimularon y se abstuvieron de hacer comentarios sobre aquellos productos que tanto iban a contribuir al bienestar de la clase trabajadora soviética. Cuando Luis nos contó esta anécdota, nos echamos a reír, claro, y él, con un aire algo melancólico, moviendo la cabeza, concluyó: «No tiene remedio».

Contaré otra anécdota que él tampoco cuenta, y es una pena, porque lo habría hecho muchísimo mejor que yo. Un día, dando un paseo por Moscú, vio un cortejo fúnebre que se dirigía a un cementerio que no estaba lejos. Los cortejos fúnebres rusos llevan la caja con el muerto descubierto, son bastante impresionantes. Luis pensó que era una buena oportunidad para ver desde cerca un entierro corriente y, sin más, se unió al cortejo. Nadie le preguntó quién era. Al acabar el entierro, los participantes se dirigieron desde el cementerio al banquete fúnebre –esa es la costumbre en Rusia– y Luis no sabía qué hacer. Uno de los asistentes le comentó algo sobre el banquete, y Luis vio el cielo abierto: el entierro le interesaba, pero el interés humano y literario del banquete era mucho mayor, por lo que con naturalidad contestó que «si estaba invitado, asistiría». Su interlocutor le dijo que todos los asistentes al entierro estaban invitados; no sólo eso, porfiaron para que no se fuese aquel español perfectamente desconocido. El banquete duró varias horas y, según la costumbre, el vodka corrió abundantemente. La cosa acabó de madrugada y Luis confesaba haber salido casi a gatas a la calle. Vagamente, los familiares creyeron que se trataba de un antiguo conocido español del difunto, pero nadie se preocupó por aclararlo. Esta historia enternecía a Luis, que decía: «Eso del "alma eslava" debe de ser verdad. Estos rusos son fantásticos».

Decir que nuestro viaje desde Moscú a Zúrich, que él relata en sus memorias, fue muy divertido, es poco decir. Tener a Luis Carandell, que, además, estaba en plena forma y de muy buen humor, durante bastantes horas, contando historias y haciendo comentarios sobre sus experiencias soviéticas (y alguna que otra española y japonesa) fue algo inolvidable. La verdad es que no pasamos por Praga, ni anduvimos, como él dice, en un coche «de fabricación local». Íbamos en mi coche, que era un estupendo Volvo último modelo de color rojo.

Como él recuerda en su libro, el suceso gastronómico memorable de aquel viaje fue un descomunal banquete de cangrejos de río –la montaña de cangrejos de la que dimos cuenta debía de medir entre treinta y cuarenta centímetros de alto–, regado con un mortal espumoso dulce de Crimea. El hecho tuvo lugar en un pueblo llamado Valinsky-Novgorod, cerca de Lvov. Pero, debo decir, corrigiendo otra vez a Luis, que no fuimos dos personas, sino tres, quienes, muertos de hambre, porque no habíamos encontrado ningún otro restaurante abierto en muchos kilómetros, ni ninguna otra cosa comestible en el de Valinsky-Novgorod (¡así eran las cosas en el mercado soviético!), nos despachamos aquellos dos o tres kilos de cangrejos: mi mujer, Hélène, participó, en absoluta paridad y con semejante avidez, con Luis y conmigo, en la prodigiosa absorción. Aunque, no dudo de que, sin ella, la fuente habría quedado igual de limpia, para asombro de los camareros del lugar.

Fuimos con él hasta su chalet de montaña, en Sión (Suiza), donde nos esperaba su mujer, Eloísa. Antes de llegar, nos había dado varias lecciones sobre la historia de Suiza, que Luis conocía bien. Las anécdotas que contaba de sus convecinos del chalet –«aquí arriba, nos decía, todos nos tratamos de mon cousin»– alargarían demasiado esta nota. Una sola, como muestra. Cerca de su casa, vimos bajar del autobús de línea a un señor bajito, de aspecto modesto, muy formal, vestido de oscuro, con sombrero, y una cartera de piel en la mano. Luis y él se saludaron cortésmente, en francés, y cuando se había alejado unos metros, nos dijo: «Este señor que me ha saludado y que se ha bajado del autobús, es el presidente de… Tendrá doscientos millones de francos en la cuenta corriente, pero, como es calvinista, está convencido de que irá al infierno si se le nota. Aquí son así…».

En la vida, a uno le ocurren cosas malas y buenas. Conocer a Luis Carandell, hacerse amigo suyo y haber vivido con él aquellas experiencias soviéticas fue, sin duda, una de las muy buenas.

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