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Desafinado

POLÍTICA E HISTORIA. DE MAQUIAVELO A MARX

Louis Althusser

Katz, Madrid

Trad. de Sandra Garzonio

384 pp.

23 €

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Quién hubiera dicho que hoy prácticamente nadie iba a prestarle la menor atención a Freud cuando hace tan sólo unos años pocos se hubieran atrevido a no invocarlo a las primeras de cambio? La desaparición de las modas intelectuales parece caprichosa, pero no deja de tener una lógica rigurosa cuando ofrecen escasa resistencia a las embestidas de la realidad. Al ínclito profesor vienés se lo llevó por delante la relajación del Superego que empezó en California hacia los años sesenta del pasado siglo. Otrosí digo de Norbert Elias. Pásese usted una vida explicando que el proceso civilizatorio lleva al mundo burgués a una inexorable represión de los instintos, especialmente de la sexualidad, para que en el Verano del Amor de 1967 cuatro hijos de buena familia se lleven por delante, como si se tratase de maculatura, el docto bartuleo de toda una vida. Pare­ce que, pese al indomable ahínco con que combatía la dialéctica represiva de la Ilustración, a Theodor Ludwig Wiesengrund Adorno le adelantó el final de sus días –si por la sorpresa o por el deliquio es algo que aún debaten sus biógrafos– aquella muchacha que se quitó el sostén mientras él daba una clase.

Algo parecido parece estar sucediéndole al movimiento neorromántico, perdón, posmoderno, que ahogó a las luminarias germánicas de entreguerras con una gran marea multidisciplinar. Tal ha sido su éxito que todas las ciencias débiles, ya se trate de antropología, psicología, sociología, historia, política o lingüística, han acabado –e incluso, si Dios no lo remedia, alguna de las más potentes, como la economía, seguirán la misma suerte– por ser indistinguibles y decir más o menos lo mismo. A saber, 1) que cualquier fenómeno social entraña un conflicto de poder, y 2) que el tal conflicto carece de solución racional, pues todos los poderes son microcosmos cerrados que frustran cualquier lógica universalista. Con una formulación ligeramente diferente (cambiando poderes por intereses), muchos seguidores de la Ilustración se sentirían cómodos con la primera parte, ésa de que cada quien va a su avío. La segunda resulta algo más difícil de suscribir. Cómo po­der ir a Megara si todo es Megara y Megara está al tiempo en todas y en ninguna parte, si lo tomáramos en serio, debería llevarnos derechamente a la postración. Así con las diferentes identidades sexuales. Quienes se autodefinen como feministas denuncian a la sociedad patriarcal y machista; gais y lesbianas se suman con entusiasmo al proviso siempre que se añada la nota de heterosexual, lo que no necesariamente produce arrebatos entre las primeras; los transexuales, por su parte, agregan lo de sexista y como ya nadie sabe qué quiere decirse con los epítetos, todas las identidades se hacen un lío con la dicha ajena. Si sumásemos las metas de los nacionalismos, de los grupos étnicos, de las confesiones religiosas, o de cualquier otro microcosmos, se formaría una algarabía regular. Los neorrománticos, perdón, los posmodernos lo saben bien y tiran por la calle de en medio. En realidad, como los herederos de la Ilustración, también ellos piensan que hay poderes menos legítimos que otros. Acabáramos.

Lamentablemente, el diablo enreda siempre con los detalles. Mientras que para ilustrados y liberales la legitimidad del poder crece en proporción directa a su capacidad de devenir universal, es decir, de ser aceptado tras cálculo racional por un número creciente de individuos con independencia de sus rasgos identitarios, los neorrománticos, perdón, los posmodernos consideran que estos últimos, en su particularidad, ostentan mayor legitimidad. Los oprimidos no necesitan de otra justificación para su revuelta que la de saberse tales, aunque generalmente necesiten de la ayuda de algún oráculo que se lo explique. ¿Por qué, pues, no saltan las sociedades por los aires? Los neorrománticos, perdón, los posmodernos tienen una explicación y una propuesta ética. Las identidades pueden ser negociadas con éxito si se comprenden las razones del Otro sin demonizarlo. Sigue otra máxima piadosa: aceptación recíproca entre individuos y multiculturalismo para las sociedades. Lástima que tan hermoso paisaje ande manga por hombro a causa de la tozudez de la realidad en plantear imprevistos como migraciones, fundamentalismos o el terrorismo nacionalista o el de los ­yihadistas suicidas, esos asesinos a los que los suyos ensalzan como mártires. Los intereses particulares no son tan sencillos de componer, sin que se dé un acuerdo, por provisional que sea, sobre algunos principios universales, así que no es de extrañar que Foucault y su santa compaña neorromántica, que no quieren enterarse del asunto, anden de capa caída.

Resulta más bien obsoleto preguntarse con qué paso carga el marxismo en esta procesión, porque es poca ya la gente a la que le interesan las antiguallas, pero hay que hacerlo para explicar lo que sigue. Tradicionalmente, los marxistas se alineaban con la lógica racional de la Ilustración, aunque luego le diesen un giro. Por supuesto que –decían– sí existen principios universales de organización social, aunque su fulgor urbi et orbe haya de esperar, como lo explicaba György Lukács con su cuajo habitual, al alumbramiento del socialismo y al comienzo de la historia. Dopo della rivoluzione…

Aquí entra Althusser, un poco como el niño ése que, pese a desafinar, sigue cantando en la escolanía del colegio porque su papá es personaje importante. A pesar de toda su deferencia hacia Marx, nada hay tan ajeno a los estructuralistas como su inspiración intelectual. Ahí están, por si fuere menester, la versión del pasaje sobre el fetichismo de la mercancía puesta en verso blanco por Baudrillard o el acoso de Foucault a las categorías historiográficas. Posiblemente sin apreciarlo, porque nunca dio demasiadas pruebas de sagacidad intelectual, Althusser iba a abrirle las puertas al moro Muza. Toda esa farfolla sintomal del corte epistemológico que separó al Marx fetén de sus vergonzantes orígenes liberales o pequeñoburgueses, como solía decirse en aquellos tiempos, para convertir al marxismo en la única ciencia social rigurosa, lejos de inspirar un santo temor de Dios entre los doctores del Collège de France, más bien debió llevarles a desternillarse de la risa. A otros que no hemos picado tan alto –y tal vez por ello–, esas lucubraciones nos dejaban pasmados. Tras leer sus cosas sobre el papel de la contradicción en el pensamiento de Mao Zedong, o su tomarse Materialismo y Empiriocriticismo como un listón en la filosofía de la ciencia, o sus elogios al atorrante de Stalin y sus volatines sobre la lingüística o las nacionalidades, la pregunta de si podría mejorarse tanta sandez encontraba indefectiblemente respuesta positiva en la página siguiente, cuando Althusser, con ignorancia difícilmente disculpable, convertía a la familia, al municipio, al sindicato, al Orfeón Donostiarra, al Frente Atlético, a lo que se terciase, en otros tantos aparatos ideológicos del Estado.

El libro que nos ocupa no es una excepción, así que uno puede sencillamente exceptuarlo de sus lecturas. No es más que un conjunto de apuntes tomados por algunos de sus estudiantes en dos cursos académicos sobre Los problemas de la filosofía de la historia (1955-1956) y Rousseau y sus predecesores (1965-1966), con algunas trufas sobre Helvecio, Maquiavelo y Hobbes. El género apunte es de suyo poco estimulante, porque la taquigrafía impuesta a quien lo toma suele contagiar de pobreza al pensamiento emitido. Podría argüirse que la adición de notas de sus estudiantes a la edición de Gans (1833), si acaso, mejoró el texto de la Filosofía del Derecho de Hegel, o hacer referencia a las Gespräche mit Goethe de Eckermann, pero, en fin, ni Althusser era exactamente uno de ambos, ni sus auditores parecían estar especialmente inspirados.

Lo que queda en limpio es que, para Althusser, toda la filosofía política moderna no es más que un entremés para llegar al plato de resistencia cocinado por Marx (con un fondo de gastronomía molecular rousseauniana). Una visión la suya no por extendida menos vulgar, y que Sabine, Berlin, Nozick y otros muchos se han encargado de apuntillar. Un par de muestras por or­den de aparición. La primera, sobre el contrato social. «¿Puede hablarse de contrato si una de las dos partes integrantes no existe aun antes del contrato? Éste no es un acto de intercambio entre dos partes integrantes constituidas, es la constitución de la segunda parte integrante, la comunidad. El intercambio es posterior a este acto de constitución de la segunda parte integrante. […] Es el primer desfase pertinente: el contrato se piensa bajo el concepto de intercambio, pero su contenido no consiste en el concepto de intercambio, pues éste es constitución de uno de los términos que intercambian» (p. 336). ¿Habrá leído Althusser las obras completas de Otis B. Driftwood (Groucho Marx en Una noche en la ópera)? La otra no es precisamente una novedad memorable. «Hobbes garantiza el triunfo del liberalismo por medio de las armas del absolutismo. El Estado tiene una doble función: poder absoluto para suprimir la lucha de clases e intervenir lo menos posible en el plano económico» (p. 384). Así son los mimbres con los que Althusser trama su cesto. No es de extrañar que el ciento restante sea igual de banal.

Lo intrigante es saber qué ha llevado a los editores a publicar este texto en 2007. Uno puede entender que Éditions du Seuil lo sacase el año anterior. Al fin y al cabo, en Francia siempre habrá un nicho de mercado para Althusser entre eruditos, ociosos, maoístas en paro estructural y flagelantes en espera de la revolución pasada. Pero ¿en Argentina? ¿Acaso no tiene la república austral suficientes quebraderos de cabeza como para añadir estas fruslerías a su crisis? Tal vez la razón no sea otra que la que aparece junto a la prosa legal de la edición. «Esta obra […] ha recibido el apoyo del Ministerio de Asuntos Exteriores de Francia y del Servicio de Cooperación y Acción Cultural de la Embajada de Francia en Argentina». Es decir, que se trata de una decisión burocrática para limpiar, brillar y dar esplendor a la producción cultural del país vecino. Tras del uxoricidio que Althusser protagonizara y la aparición de una autobiografíaLouis Althusser, L’avenir dure longtemps, París, Stock/IMEC, 1992. póstuma en la que se mostraba bastante más cuerdo de cuanto los jueces ha­bían apreciado, posiblemente para evitar situaciones embarazosas para el filósofo y, sobre todo, para la École Normale Supérieure, con la excepción de unos pocos devotos, nadie se había vuelto a interesar por su trabajo. Lo peor de las decisiones burocráticas es que nos obligan a tener que ocuparnos otra vez de su obra cuando lo mejor para Althusser, y sobre todo para los demás, sería que lo dejasen descansar en paz.

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Ficha técnica

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