Buscar

Crónica exterior e interior

MEMORIAS DE WASHINGTON. EMBAJADOR DE ESPAÑA ?EN LA CAPITAL DEL IMPERIO

Javier Rupérez

La Esfera de los Libros, Madrid

368 pp.

25 €

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Hay libros que a primera vista engañan. La foto de portada con el autor un paso por detrás del expresidente Aznar, su prologuista, podría hacer pensar en una obra justificativa y apologética. Sin embargo, estas Memorias destilan reflexión y equilibrio, seguramente por la personalidad y la trayectoria política del autor, resumida en su explícita declaración de principios: centrista de origen democristiano, con vocación política (militancia ininterrumpida desde la UCD al actual PP), profesional de la diplomacia en puestos relevantes y atlantista convencido desde la prehistoria democrática; sin olvidar su confesa renuncia a ser ministro de Asuntos Exteriores, destino que creyó posible en 1996 y 2000, más su sensibilidad hacia el fenómeno terrorista como víctima de un secuestro de ETA en 1979. La obra es una muy interesante crónica de cinco años convulsos (2000-2004) tanto para las relaciones internacionales (desde el 11-S a la guerra de Irak) como para la política exterior española (ruptura del consenso entre los partidos mayoritarios), relatada desde un observatorio privilegiado: la embajada española en Washington.

Con respecto a Estados Unidos, Rupérez entra en materia explicando con destreza los problemas asociados a las elecciones de 2000. Los capítulos dedicados al impacto del atentado (11-S) en la política y la sociedad norteamericanas son uno de los puntos fuertes de la obra. El autor transmite la sensación de humillación, pero sobre todo de vulnerabilidad y miedo (alimentado por los episodios del ántrax y los francotiradores) vivida, que explica la dura reacción de su gobierno. Remarca la fragilidad psicológica de las sociedades contemporáneas ante la difusión del terror y cómo socava la cohesión social y los valores humanistas hasta dañar el Estado de derecho. Juzga el uso de métodos ilegales y amorales (renditions, Guantánamo, etc.) un error nefasto para la imagen y la moral de Estados Unidos, solo explicable por la capacidad del terrorismo para desestabilizar una sociedad democrática, lo que supone un guiño a lo sucedido en la España del 11-M.

En política exterior, los atentados desarticularon el programa inicial de la administración Bush. Rupérez subraya los errores estratégicos de rechazar la ayuda de los aliados de la OTAN en Afganistán y dar por ganada esa «guerra irregular» en tantos sentidos. También es muy crítico con la intervención en Irak. Según su apreciación, en torno a enero de 2002 ya se había decidido la acción militar, que fue retrasándose por la oposición de Collin Powell y su insistencia en lograr cobertura jurídica internacional. Identifica a Rumsfeld y a Cheney como partidarios decididos de usar la fuerza, sin más, para acabar lo iniciado en 1991 y explica cómo el presidente se sumó por su filosofía personal (buscar siempre nuevos objetivos), su convicción idealista del deber moral de extender la libertad (retomando el legado de Reagan) y la necesidad de evitar un nuevo ataque terrorista con armas no convencionales. En cuanto se aprobó la revolucionaria estrategia de la acción militar preventiva (septiembre de 2002), los planes de guerra estaban listos. El lector se queda con ganas de saber más del papel concreto de algunos protagonistas (Richard Perle, Paul Wolfowitz, Condoleezza Rize) y de la conjunción de influencias neoconservadoras y unilateralistas que convergieron. Rupérez relata con pulso las maniobras en torno a la segunda resolución y, aunque resalta que se actuó con la convicción general de la existencia de armas de destrucción masiva, no deja de denunciar las torpezas, falsas justificaciones y nula planificación posbélica, de una parte, y de reprobar la actitud de Rusia, Alemania y, sobre todo, Francia, cuyo único fin era perjudicar a la hiperpotencia aun a costa de paralizar, entre unos y otros, las instituciones internacionales.

Las relaciones bilaterales son el otro gran tema. Enjuicia de pasada la etapa socialista (valorando con poca ecuanimidad la renegociación de 1988) y desen-traña con rigor la relación privilegiada establecida desde 2001 por la coincidencia de objetivos norteamericanos en los que España podía contar (diversificar las relaciones europeas y atender mejor a Latinoamérica) y del proyecto atlantista de Aznar, que buscó reforzar las relaciones con Estados Unidos para ganar margen de maniobra internacional a ambos lados del Atlántico y defender mejor el resto de intereses nacionales (terrorismo, Marruecos, etc.). Explica que, gracias a la sintonía personal y política establecida entre Bush y Aznar, la oportunidad surgió en la primavera-verano de 2001 por iniciativa de Washington, que ofreció una «relación especial» similar a la británica. El 11-S reforzó la posición española y empezaron las recompensas, hasta que el obligado respaldo a Bush en Irak hizo la apuesta muy arriesgada (solo el 4% de españoles a favor), como reconocía con desazón Aznar en sus conversaciones con Bush y Blair. Estos diálogos son especialmente jugosos: principios, lealtades e intereses en carne viva. Rupérez los resume sin apenas glosarlos, permitiendo al lector extraer sus propias conclusiones.

Sobre el 11-M también hay reproches compartidos: el torpe manejo de la información por parte del Gobierno y su empecinamiento en no querer aceptar la autoría yihadista a pesar de las tempranas advertencias norteamericanas. Pero, sobre todo, la turbia utilización del tema por parte socialista. Aunque la crítica más dura la reserva, con justeza y dolor, para la nefasta actitud de José Luis Rodríguez Zapatero en sus primeras semanas de gobierno, con ilustrativos episodios de Bono y Moratinos. Se tiró por la borda una relación bilateral engrasada por gestionarla con criterios de política interior.

Rupérez señala al lector atento algunas virtudes de la política norteamericana que –se intuye– desearía para la española. Y, por último, al relatar cómo se escenifica la proximidad entre gobiernos y los variopintos quehaceres de los diplomáticos, ratifica la vigencia de su función representativa y, sobre todo, de facilitar el acceso a las altas instancias de decisión. Porque, si algo transmiten estas Memorias, es la relevancia de los individuos, del factor humano (desde la «confianza» entre mandatarios por encima de líneas ideológicas al valor dado por estos a sus propios principios) y de elementos no siempre racionales en el proceso de toma de decisiones políticas.

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

4 '
0

Compartir

También de interés.

La busca… en Bruselas