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Fernando Aramburu en el fiordo: el Gulag vasco y el 11-M

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El totalitarismo se asocia a las dictaduras de Hitler, Mussolini o Stalin, pero, en España, ETA ha sido un poder fáctico, que ha impuesto la dictadura del terror mediante sus atentados y las diferentes siglas que han defendido sus objetivos por la vía política, aprovechándose del Estado de Derecho para destruirlo o debilitarlo desde dentro. La crisis que empezó en 2008 ha blanqueado el pasado de la izquierda abertzale. Algunos líderes políticos –de uno y otro signo– han empleado la desgraciada expresión «movimiento de liberación nacional», según la cual el País Vasco es una colonia de países imperialistas. Esa fábula, que inspiró a los fundadores de ETA en 1958, es una mentira colosal, que ha servido de pretexto para justificar el tiro en la nuca y el coche bomba. Muchos de los que realizamos estudios universitarios a principios de los ochenta percibíamos el marxismo-leninismo como un pensamiento emancipador, sin advertir su carga de dogmatismo e intolerancia. El comunismo cautivó a mentes tan libres como André Gide, que sólo necesitó visitar la Unión Soviética para desengañarse. Durante los primeros años de la Transición, ETA aún disfrutaba de la simpatía de un sector de la sociedad española, que le atribuía el mérito de haber liquidado al brazo derecho de Franco, posibilitando el cambio político. Nada más lejos de la realidad, pues Carrero Blanco era un firme partidario del príncipe de Asturias y no habría opuesto ninguna resistencia a las reformas que desembocaron en el nuevo orden constitucional. El búnker no era Carrero Blanco, sino Arias Navarro, pero la historia a veces se escribe desde una perspectiva mitológica, deformando grotescamente la realidad.

La crisis de 2008 rescató a la izquierda abertzale de la condena unánime que provocó el asesinato del concejal popular Miguel Ángel Blanco, pero quienes habían sufrido en sus propias carnes el clima de terror e intimidación propagado por ETA, asumieron el papel de conciencia colectiva, incluso cuando el 20 de octubre de 2011 la banda anunció el cese de la actividad armada. Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) subrayó la importancia de preservar un relato objetivo de los hechos, evitando que los asesinos pasaran a la historia como libertadores y mártires. En «No les hagan caso», escribe: «ETA ha matado en todas partes. […] ¿Qué noble causa es aquella cuyo cumplimiento pasa por colocar una bomba en el garaje de un supermercado, matar a cinco niñas en un cuartel o a dos ecuatorianos en el aparcamiento de un aeropuerto, y así hasta 858 personas?»

Aramburu expresa un comprensible temor a un revisionismo que altere el juicio histórico de casi seis décadas de crímenes, coacciones y extorsiones: «El relato histórico y literario de lo sucedido es hoy por hoy una tarea nacional, un gesto ético de primer orden para con las víctimas y una obligación pedagógica encaminada a dar respuestas positivas a las preguntas que plantearán, quieras que no, las futuras generaciones cuando vuelvan la mirada hacia nuestra época y deseen entenderla. Dicha tarea es, además, necesaria para no ponérselo fácil a quienes en adelante, comprensivos con el terror, se afanarán por minimizarlo, borrar las huellas, expandir el humo denso del olvido y tejer los hilos perversos del revisionismo histórico. No estamos, por fortuna, en la Edad Media. Abundan el material gráfico y los relatos testimoniales de todo tipo. Urge, no obstante, impedir que sea levantada una historia heroica y bucólica de ETA que convierta los lobos en ovejas. Tiempo de sobra han tenido para saber a qué abismos públicos y privados conduce la maldad».

Las condenas explícitas a veces no son tan convincentes como un relato, donde es posible vivenciar la experiencia de las víctimas. Por eso quiero rescatar tres cuentos de Fernando Aramburu que ayudan a comprender el dolor de los que se convirtieron en blancos del totalitarismo abertzale y, más tarde, de la barbarie yihadista, que ha recogido el testigo del terror, evidenciando la vulnerabilidad de las sociedades abiertas y plurales. El vigilante del fiordo es un libro de relatos que apareció en 2011. Contiene ocho cuentos, donde se aprecia maestría narrativa, sentido ético, un suave lirismo y una aguda perspicacia para construir personajes, con un mundo interior complejo. «Chavales con gorra», «Carne rota» y «El vigilante en el fiordo» abordan desde diferentes perspectivas los estragos de la violencia terrorista. «Chavales con gorra» recrea la peripecia de un matrimonio de cierta edad que huye de un peligro sin concretar. No se menciona a ETA, pero todo indica que se trata de una pareja que se ha refugiado en el litoral mediterráneo, liquidando un negocio familiar en el País Vasco. «Se acaba una tradición, pero yo entiendo que con sesenta y tres años aún es pronto para que me manden a criar malvas», anota Josemari en un cuaderno Moleskine. Ya han huido de varias ciudades y se plantean que tal vez sólo estarán seguros en el extranjero. En fin de cuentas, ya experimentan cierta sensación de extrañeza: «El Mediterráneo, con todos mis respetos –comenta Josemari a Maite, su mujer–, no es lo que yo entiendo por mar. Un mar, lo que se dice un mar auténtico, es el nuestro, con sus temporales y sus mareas vivas y sus acantilados. No se puede comparar». La nostalgia invita a permanecer en la tierra natal, pero Josemari se siente vigilado y no puede soportar la tensión del animal acosado por un depredador incansable y tenaz. Cualquier joven con una gorra despierta sus sospechas: «Estos tipos, si algo saben hacer, aparte de joderle a uno la vida, es organizarse». El final es elíptico y sorprendente. No ha sucedido nada excepcional, pero el miedo asfixia a los protagonistas, que han perdido su libertad y sus derechos. El exilio se perfila como la única alternativa cuando una organización terrorista, con una amplia base social, derrota a las instituciones, atacando selectivamente a políticos, policías, militares, periodistas, jueces e intelectuales. No es posible permanecer neutral en un escenario semejante, pues cualquier gesto puede interpretarse como un desafío.

«El vigilante del fiordo» es un relato que discurre en dos planos. Abelardo se halla internando en una clínica psiquiátrica. Trabajaba como funcionario de prisiones y ha perdido la razón después de que ETA asesinara a su madre con un paquete bomba. Abelardo experimenta pena, culpabilidad, impotencia, rabia, confusión, pues sabe que el blanco era él. Su mente se niega a enfrentarse a la verdad y produce fantasías oníricas. En sus delirios, realiza tareas de vigilancia en un fiordo noruego. Es el trabajador número 115 y sólo lo acompaña una cabra, que le ayuda a no sentirse tan solo, pero al otro lado del fiordo hay otro vigilante, con el número 89. Es una mujer palestina que se comunica con él por señas. Ambos han perdido seres queridos por culpa de la violencia terrorista. Abelardo escribe a su madre desde el fiordo: «Ningún terrorista pasará sin que yo dé la alarma a la central, aunque esa gente llegue por la noche, porque yo no dormiré». Su determinación convive con una infinita ternura hacia su madre: «Me viene al recuerdo tu manera de sonreír, […], y me emociono». La vigilante palestina ha perdido a sus hijos y, presumiblemente, a su marido. Los dos conocen el duelo, la pérdida irreparable de los seres más queridos. Esa terrible experiencia establecerá un vínculo de afecto y solidaridad, pero la distancia que les separa impedirá una relación personal, que mitigue la soledad y la amargura. Abelardo evoca el funeral de su madre en una carta: «A mí, madre, no me sacan llorando en los periódicos. Ese favor yo no se lo hago a los que te asesinaron. […] No quise que te pusieran una bandera. Flores sí, les dije, las que quieran ustedes. Pero dejen a mi madre en paz con discursos patrióticos y política porque mi madre era una mujer sencilla, una mujer buena a la que no le cuadraba la pompa». La culpabilidad es el sentimiento más hiriente en las fantasías delirantes de Abelardo. Contempla cómo secuestran a la mujer palestina, sin poder hacer nada. Poco después, la cabra, a la que ha llamado Greta, se escapa por un descuido y el sentimiento de soledad se hace insoportable. Al final, las víctimas se quedan solas, encerradas en su dolor.

«Carne rota» me parece una obra maestra. Para mí, es el relato que se acerca más al sufrimiento de los sobrevivieron al 11-M, la matanza perpetrada por una célula yihadista de Al Qaeda. Vidas sencillas que se rompen en un instante, cuerpos mutilados que contemplan sus heridas con estupor, teléfonos móviles que suenan sin parar, incapaces de aceptar que nadie responderá; gestos de solidaridad, reacciones de perplejidad, sentimientos de duelo que tal vez no se extinguirán jamás; desconocidos que se abrazan por haberse librado de la muerte, gratitud hacia los héroes anónimos que ayudan a los desconocidos y, en algunas ocasiones, un enfermizo anhelo de venganza. Después de este torbellino, surge un reto difícil de afrontar: vivir una existencia normal, salir de nuevo a la calle, no permitir que lo sucedido se convierta en una obsesión, condicionando cada uno de tus actos. Fernando Aramburu describe con enorme precisión psicológica el infierno de las víctimas, que transitan de una rutina más o menos banal a un estado de duelo, pérdida e indefensión. Las deflagraciones apenas ocuparon unos instantes, pero el dolor perdurará durante años, convirtiéndose en aflicción crónica, especialmente cuando la muerte se llevó a un hijo, una madre o un hermano. Una ausencia siempre es una herida abierta.

En sus primeras fases, el terror totalitario actúa de forma selectiva, pero enseguida supera cualquier escrúpulo y se limita a causar el mayor daño posible. ¿Puede decirse que las víctimas del 11-M eran víctimas colaterales? Indiscutiblemente, no. Se pretendía coaccionar, aterrorizar, desmoralizar al ciudadano común. Es el mismo planteamiento que inspiró el atentado de Hipercor en 1987. O los bombardeos de Róterdam, Coventry o Guernica. La literatura de Fernando Aramburu ha constituido un ejemplar ejercicio de resistencia contra el totalitarismo abertzale y ha levantado la voz para honrar a las víctimas del 11-M. La figura del vigilante del fiordo simboliza con notable belleza el espíritu del escritor que permanece alerta para frenar el paso a la barbarie. Saber que Aramburu ocupa ese lugar nos recuerda que la literatura es compromiso y solidaridad. Tal vez ha caducado el papel de los intelectuales como grandes guías morales. El escritor no es un zahorí con un péndulo, que indica el camino a seguir, pero sus textos pueden ser el lugar privilegiado de la memoria colectiva. Los cuentos de Aramburu son un homenaje a las víctimas que pone de manifiesto la trascendencia de la literatura.
 

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