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Don que nadie pide

POESÍA ESENCIAL

Ernestina de Champourcin

Fundación Banco Santander, Madrid

354 pp.

20 €

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Pronto llegará el día / con sus incertidumbres. / Hay alguien que regresa / a lo que no se sabe. / Otros siguen caminos / que nadie les señala». Son versos de «La Junquera» (p. 197), uno de los poemas de Primer exilio (1978), el libro que Ernestina de Champourcin compuso tras su regreso a España en 1972, reviviendo tres décadas largas después las experiencias del final de la Guerra Civil y de los primeros días de destierro. Son versos en cuya aparente transparencia se expresa la compleja relación de la escritura de Champourcin con su experiencia personal y con las formas poéticas, pues escribió en pulcros heptasílabos y con lenguaje llano lo que el regreso reavivaba, la conciencia de no tener su sitio nunca más entre todos en las mismas calles de antaño, de hallarse fuera de un tiempo que sentía ajeno y forzada a buscar rumbo y destino en la propia intimidad.

Aunque dicho poema y el libro al que pertenece no pueden resumir la creación poética de Ernestina de Champourcin (1905-1999), que se extendió durante más de setenta años y desembocó en una quincena de poemarios, sí son quizá representación adecuada de su literal excentricidad respecto a los cauces mayores de la poesía española de su siglo, excentricidad a la que contribuyen en diversas medidas su sexo, el exilio a que la abocó la guerra, la relativa intermitencia de sus publicaciones –entre Cántico inútil (1936), su último libro antes del destierro, y Presencia a oscuras (1952), el primero mexicano, median década y media larga– y hasta la adhesión casi permanente al tema religioso, que la arrebató con intensidad infrecuente en sus días.

Y, no obstante, no le faltaron a la poeta reconocimientos y el aprecio de sus pares y de los estudiosos, si no de los lectores, siempre contados para el verso. En 1934, Gerardo Diego incluyó poemas suyos en Poesía española. Antología (Contemporáneos), su segunda y más amplia selección poética. Champourcin y Josefina de la Torre fueron las dos únicas mujeres entre los treinta poetas seleccionados. Ya oficiaba entonces de joven rebelde frente a las convenciones que pretendían sujetarla, espíritu crítico y escritora de su tiempo. En diciembre de 1936, el Quinto Regimiento la evacuó a Valencia junto con su marido, Juan José Domenchina, y otros intelectuales, entre los que la veían naturalmente integrada. Y, tras el largo paréntesis del exilio, entre el olvido y la negación casi obligada, no han faltado ediciones de sus obras y numerosos estudios que procuran desentrañarla, a los que acude repetidamente el texto de presentación de Jaime Siles para esta nueva antología.

Con todo, Champourcin parece, por el amplio abanico de asuntos, formas y registros de su obra, poeta difícil de abarcar en una definición escueta o en unos pocos rasgos. Tampoco es, en consecuencia, tarea sencilla ofrecer una selección adecuada de sus versos. Ella misma se dijo en alguna ocasión desconfiada de las antologías y del modo en que la representaban. Jaime Siles ha seleccionado para ésta 260 composiciones de los quince libros publicados por la autora y de entre los poemas no incluidos en poemario, con el propósito de que la muestra «pueda servir de resumen estético» de su creación (p. LXV). Incluye hasta unos cuantos poemas de su primer libro, En silencio (1926), que suele ser considerado título aún inmaduro, en el que la autora prueba asuntos y maneras y se transparenta la huella juanramoniana, y que quedó fuera, por ejemplo, de la Antología de Diego de 1934. También ofrece una muestra de la escasa poesía de guerra de Champourcin, tres de los poemas que, bajo el título general «Sangre en la tierra», publicó en Hora de España en diciembre de 1937. Facilita la tarea del antólogo «la falta de unidad orgánica» (p. XLVIII) que aprecia en sus poemarios, compuestos más bien por series, a veces disjuntas, de composiciones. El libro ofrece, en consecuencia, un conjunto de poemas suficiente para que el lector ajeno a la escritura de la poeta vitoriana se forme una idea cabal de las variadas tentativas poéticas que exploró y del modo en que articulan conjuntamente la peculiar cualidad de su voz.

Champourcin fue lectora voraz y poeta muy abierta al aprendizaje de lecturas y descubrimientos –dominaba francés e inglés, algo poco habitual entre las jovencitas de su edad, lo que le permitió vivir de las traducciones en el exilio–, que bebió de los místicos, admiró a Juan Ramón y también a los surrealistas, y que no se privó nunca de explorar las posibilidades de las formas, de modo que esta Poesía esencial incluye alejandrinos y endecasílabos bien tallados junto a versículos libres, sonetos, haikus, décimas o invenciones como la «undécima» que ensaya en Presencia a oscuras (p. 101), y registros verbales a veces –sobre todo en los poemarios de preguerra– obviamente trabajosos. Tanto esfuerzo formal desemboca, en sus obras de madurez, en un lenguaje poético mucho más despojado y sencillo, como atento solamente a la expresión más directa de un mundo personal bastante complejo por sí mismo.

Pues la poesía de Champourcin se nutre de la búsqueda amorosa, que se extiende en el goce sensual; y del diálogo con la divinidad, diálogo u oración que a menudo se traduce en un anhelo de lo inefable y de la belleza identificados con lo poético; y del recuerdo dolorido y de la nostalgia; y del sentimiento de comunión mística con la naturaleza y de la contemplación en soledad de lo perdido; y de la inquietud siempre viva por las virtualidades de la palabra. Tales preocupaciones se anudan y entretejen, de modo que el predominio de alguna no configura etapas nítidas de su obra poética. Se trata más bien de notas y acordes que se acompañan y modulan con intensidades diversas. El poema «Poesía detenida» con que Siles cierra la antología, uno de los no incluidos en ningún poemario, incluye estos versos elocuentes al respecto: «Es el don, son los dones, lo que nadie nos pide, / el goce generoso abierto anchamente, / catarata sonora que se nos da sin límites. / Prodigio de ese Dios que lima mezquindades, / sagrada desnudez del que nada desea / y hace que la rosa sea únicamente rosa / y que el agua transcurra sin despertar dinamos, / que todo se conserve como es, como era» (p. 289). Entregada hasta el final al anhelo de ese don que nadie pide, la poesía de Champourcin aviva siempre la expectativa de algo que siga siendo esencial, verdadero.

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Ficha técnica

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