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DeLillo en el siglo XXI

Body art y Cosmópolis, de Don De Lillo, han sido publicadas respectivamente por Circe ySeix Barral. Nueva York, 1935.

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La undécima novela de Don DeLillo, Submundo (Underworld, 1997), es la que ha conseguido a su autor el reconocimiento aplastante que pronto o tarde llega para el gran escritor. En la obra de un autor que alcanza la gloria entre sus contemporáneos hay siempre una novela que se convierte en el buque insignia de toda su armada, el que suscita respeto, veneración y temor. Después de este libro, Don DeLillo ha publicado dos novelas más: Body art (The body artist, 2001) y Cosmópolis (Cosmopolis, 2003), también traducidas al español. Curiosamente, la primera ha sido incomprendida, cuando no denostada, por la crítica española y la segunda, en cambio, leída bajo la misma resaca provocada por la recepción entusiasta de Submundo, o ha ocasionado reticencias (sobre la obra, no sobre el glorificado autor) o ha puesto de rodillas a la crítica sin que ésta haya sabido explicar bien el porqué de ambas opiniones. La luz de la moda deslumbra y lo que deslumbra no deja ver.

Body art es una novela corta que relata el estado de estupor negativo en que cae una mujer cuyo marido se ha suicidado. Ella, Lauren, es una artista que realiza perfomances con el cuerpo y él, Rey, un veterano director de cine semirretirado. La novela se abre con una primera parte que muestra el desayuno de la pareja un día cualquiera. Es una pieza magistral en la que se narra, por medio de elementos cotidianos, el espacio real de su relación y de sus vidas en ese momento; DeLillo realiza un despiece de esa realidad que recuerda la organización espacial de un cuadro cubista. Es una escena llena de gestos y ademanes que sólo en contadas ocasiones producen efectos mentales u observaciones interiores ligadas al reducto de su cotidianidad. El capítulo siguiente es una escueta noticia de prensa de la muerte del director por suicidio, un suicidio cuyo carácter de incomprensible para la mujer lo da el mismo salto de un capítulo a otro; es lo que llamaríamos una sugerencia por estructura. Entonces se abre con el tercero el espacio mental de la mujer que trata de entender el sentido del suicidio, pero íntimamente ligado a la realidad de tener que aceptar que ha sucedido, que el reino de la muerte ha entrado en su vida y la ha modificado muy gravemente. Este capítulo empieza con un primer párrafo en segunda persona que se repetirá en el inicio del sexto y el séptimo; en un intermedio contaremos con la voz de una amiga, desde el exterior del mundo de Lauren; el resto del relato queda en manos de un narrador indefinido que, a veces, permite a Lauren hablar por sí misma.

Hay un tercer personaje, alguien que habita en la casa y al que descubre Lauren al quedarse sola, un ser débil y extraño, que dice llamarse Sr. Tuttle y que parece estar allí como si fuera un fantasma de la propia casa. Así aparece y así desaparecerá. Pero este real o imaginado personaje es la admirable invención de De Lillo para poder representar y mostrar lo que verdaderamente hace extraordinaria esta novela: la creación literaria de un espacio mental: el que se corresponde como el estado de ánimo de una persona sumida en soledad en una vivencia extrema: la acepción de la muerte. Tanto los túes de la segunda persona, como la voz de la amiga, como la noticia de la muerte de Rey, son manifestaciones llegadas del exterior de ese espacio íntimo y personal de tribulación; en especial ese tú de ti (la segunda persona que se habla a sí misma) que aparece como la conexión personal con su vida en tiempo real, muy distinto del tiempo mental en el que se desarrolla el conflicto. Cuando el Sr. Tuttle desaparece y ella se preocupa por su suerte y aparece el propietario de la casa a retirar una cómoda, es cuando, simbólicamente, ella empieza a acercarse a la puerta (la ventana, en este caso) que comunica con la realidad y que establecerá el fin de la distorsión a que se ha visto sometida esa mujer, pues los dos espacios, el interior y el exterior, vuelven a reconocerse: «Penetró en la estancia y se dirigió a la ventana. La abrió. La abrió de golpe, sin saber por qué lo hacía. Y entonces lo supo. Quería sentir la intensidad del mar en su rostro y el paso del tiempo en su cuerpo, y que le dijeran quién era en realidad». La muerte ha sido aceptada y asumida.

Habla DeLillo: «Quizá sea normal, para quienes viven en la era moderna, tener la sensación de que el tiempo corre más deprisa. La tecnología nos empuja hacia el futuro, obliga a la historia a permanecer en la sombra y agiganta todos los pequeños anhelos cotidianos que acompañan la pérdida del ritmo normal del paso del tiempo. La accesibilidad se confunde con la necesidad […]. En esa época [se refiere al intervalo entre el final de la guerra fría y el inicio de la actual edad del terror] el propio futuro parecía impaciente. Era la convergencia de capital y tecnología la que provocaba la aceleración del tiempo. El dinero creaba el tiempo». Don DeLillo define esta situación como generadora de una actitud confiada en la que «el poder de los ordenadores había eliminado la duda. La duda nace de la experiencia del pasado, pero el pasado estaba desapareciendo». Es, termina por decir, la amnesia del futuro y el futuro un lugar sin memoria. Estas palabras, que proceden de un artículo suyo, me parecen del todo pertinentes para su siguiente novela, Cosmópolis. Pero tampoco concibo el tratamiento de la relación espacio-tiempo en ella sin el precedente de la escritura de Body art.

DeLillo no tiene inconveniente en relacionar el tiempo de su novela con el del Ulises de Joyce: un día. En ese día, Eric Packer, un broker multimillonario de veintiocho años, cruza Nueva York desde «el distrito internacional de las Naciones Unidas, [sigue por] las zonas de los bancos y de las agencias de inversión, pasa también por el barrio de los teatros y por la zona de los diamantes, cruza Times Square, con sus pantallas, y de allí [va] a la "Cocina del infierno" y de allí a los cementerios de coches, cerca del río Hudson donde le aguarda quien ha de matarlo. Este trayecto, lleno de encuentros –despacha y recibe en la limusina–, en medio de un atasco fenomenal que va respondiendo a diversas causas [una manifestación antiglobalización, el desplazamiento del presidente de los Estados Unidos, la multitudinaria comitiva fúnebre de un rapero fallecido ese día], lo realiza en una limusina que contiene todos los adelantos tecnológicos imaginables y en ella se encuentra conectado con el mundo exterior –pero también consigo mismo– por medio de pantallas, sensores, cámaras, etc. Además, se hace acompañar por tres guardaespaldas que son tres máquinas humanas de defensa y protección. "¿Alguna razón especial para que estemos en el automóvil y no en el despacho?", le pregunta su experto en tecnología. "¿Cómo sabes que estamos en el automóvil y no en el despacho?", contesta Eric».

Este libro cuenta otra clase de historia, una historia que tiene poco que ver con la organización argumental de las historias del pasado siglo. Ésta es una distorsión de la realidad, una distorsión que busca una forma para reciclarse en la realidad, para formar parte de ella, pero estableciendo sus propias dimensiones, sus propias características. Quizá haya quien la considere una especie de fantasía o de farsa. No hay nada de eso. La ficción crea sus propias reglas y sólo debe atenerse a dos puntos: credibilidad y coherencia, por este orden, pues la primera, si resuelta, genera la segunda. DeLillo se dispone a establecer la realidad en un territorio que parece una ficción enloquecida y nos lo presenta como tal desde el principio para cumplir con lo que se conoce como el «pacto con el lector», primera fase del problema de la credibilidad. Quien juzgue con ojos realistas la historia que trama DeLillo, estará haciendo algo semejante al que mira con ojos figurativos una pintura abstracta: equivocar la mirada.

La idea de la limusina visitada o abandonada por cortos espacios de tiempo para satisfacer algún deseo, siempre imprevisto, es absolument moderne. A partir de ahí, la anécdota está muy forzada para expresar al máximo un mundo tecnologizado. La tecnología, que se ha convertido en el nuevo becerro de oro, consagra aquí un ámbito autónomo de lectura. Inmersas en ella, todas las personas que circulan por la novela, bien pertenecen a ese mundo bien son consideradas pura marginalidad. Incluso los manifestantes que arrasan la calle y machacan la limusina son aceptados como «una fantasía del mercado» y los participantes como unos integrados en la medida en que sin la globalización no podrían existir como tales. Pero esa manifestación se detiene cuando se produce un gesto humano incontrolable, tecnológicamente incomprensible: un hombre se quema a lo bonzo.

Esta incursión de la naturaleza humana ajena a la realidad tecnológica, esta detención del tiempo en un mundo en el que el dinero es el que crea el tiempo, comparece como una sacudida, como el resquicio por el que podría penetrar la duda. No es sólo el quemado: durante toda la parte final, cuando Eric se despide del chófer junto al Hudson y camina por la no-ciudad, cuando hace su aparición el monólogo interior y cuando habla con su asesino, estamos en la realidad no-tecnológica. Pero esto es una excepción, bien que la excepción cierre la novela. DeLillo es un constructor perfecto de estructuras y todo está encajado en su sitio, antecedido por presencias discretas y concretas que enmarcan desarrollos posteriores. Así, por ejemplo, la escena de los dos chicos con las ratas en la cafetería, que parecen simples mimos provocadores hasta que el lector reconoce su papel de introductores de la manifestación que estallará unas páginas más alla, un paso perfectamente medido de la sorpresa al apocalipsis; así, las concretas apariciones de la esposa de Eric, un ser evanescente, el único ser real que parece producto de la imaginación de Eric –conseguir esto es un logro artístico de primera magnitud–; así, las opiniones de su asesora teórica, Vija, sobre el dinero («Porque el dinero ha dado un vuelco. Toda la riqueza ha pasado a ser riqueza por sí y para sí»), anclan perfectamente la operación de vaciado de la cuenta de su esposa para perder esa fortuna dilapidándola en unos segundos. Así, incluso, la fugaz visión de un hombre sacando dinero de un cajero, que acabará siendo Benno Levin, su asesino.

Pero, finalmente, el camino de Eric es un camino de autodestrucción. Poco a poco se va despojando de las visitas, de las amantes, de los guardaespaldas –el modo en que esto sucede, uno tras otro, es impecablemente significativo–, de la limusina, primero machacada y, por fin, abandonada en una cochera al final del trayecto. Hay una imagen antológica: Eric ve pasar el entierro del rapero Brutha Fez, que realmente le impacta por lo que tiene de reconocimiento inmediato y total de la gloria de alguien –ése es un anhelo secreto del propio Eric– y, apenas termina esa fúnebre procesión, desea que el cadáver vuelva a pasar, revivir ese momento de gloria, desea que la tecnología sea capaz de parar el tiempo y volver atrás para repetir algo que la vida –la muerte, en este caso– se lleva por su curso. Toda la paranoia que late tras este mundo que trata de encontrar leyes naturales en su comportamiento artificial, se resume en las sensaciones de Eric ante el deseo imposible. Pero tampoco por aquí penetrará la duda. Ya no estamos en el terreno de la inseguridad que señaló la modernidad, ahora el suelo que pisamos es el de la aleatoriedad de lo humano o, dicho de otro modo: la adoración al becerro de oro exige rendir el culto que toda adoración conlleva. La falacia está en que, viniendo la tecnología de la mano del hombre, la sensación de poder de éste lo aleja aún más de la realidad. Pero, tal y como el mundo ha sido sacudido por este fenómeno, quizá lo que se ha transformado es la realidad. «¿Por qué morir si puedes seguir vivo en un disco? Un disco, ojo, no una tumba. Una idea superior al cuerpo. Una mente que sea todo lo que siempre fuiste y serás, sólo que nunca fatigada, confusa, dolorida ni impedida […]. ¿Llegará a ocurrir algún día? Antes de lo que pensamos, porque todo se adelanta a nuestras previsiones. Quizás hoy mismo, algo más tarde. Quizá sea hoy el día…» Nos dirigimos a la expresión literaria de una idea central: la de que, para el hombre moderno, la eternidad es el instante; esa es una idea que comenzó a germinar desde un poema genial de Baudelaire titulado «À une passante».

Y de ahí arranca ahora la escritura de DeLillo. Se trata de plasmar en una estructura distinta una forma distinta. Esta experiencia –que siempre lo acompañó y que culmina en Submundo– se radicaliza en Body art, donde resuelve admirablemente un ámbito íntimo y se continúa en un ámbito abierto: el de una cosmópolis. El riesgo que se ha atrevido a correr DeLillo es el que define o despeña a un artista excepcional. De manera que forma e imágenes, símbolos y construcción se escapan esta vez a las clasificaciones: ni farsa, ni sátira, ni fantasía, ni esperpento. La ficción, una vez más, ha vuelto a crear su propia realidad porque en eso consiste la elaboración literaria; lo que sucede es que al apuntar nuevas formas crea nuevos modos de sugerencia: ahí es donde funciona la literatura y donde deben funcionar los reflejos del lector de este libro. Alcanzar la profundidad que esta novela tiene bajo su apariencia de exceso y disloque, supone cambiar muchos esquemas, quizá tantos como los que tendría que cambiar Eric Packer para volver a la naturaleza de las cosas.

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