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Ciencia y pacto social

Conocimiento e imaginario social

DAVID BLOOR

Gedisa, Barcelona, 288 págs.

Trad. de Emmanuel Lizcano y Rubén Blanco

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La tradición de la sociología de la ciencia estuvo dominada durante dos décadas por el modelo de Robert K. Merton, que limitaba la aplicación de las técnicas sociológicas a explicar fenómenos periféricos, del tipo de cómo la presión social fomenta la investigación de determinados problemas. En los años setenta, la irrupción del Programa Fuerte supuso una auténtica revolución. El programa se proponía explicar sociológicamente el contenido mismo de las teorías científicas. Esto es, no sólo explicar cómo el interés económico en la navegación promovió la investigación sobre cronómetros de resorte para hallar la longitud, sino también cómo la negociación social habría establecido la Ley de Hooke (ut tensio sic vis).

Este libro clásico de sociología de la ciencia, exponente de la escuela de Edimburgo, representa bien aquellas posiciones del Programa Fuerte. Pero el hecho de que su traducción castellana se publique casi un cuarto de siglo después de su aparición lo priva del mordiente y del escándalo que provocó en su día. Desde entonces, el Programa Fuerte ha palidecido ante la radicalización de las posiciones sociologistas, que insisten en el carácter del conocimiento como una construcción puramente social, donde la experiencia o la naturaleza, si acaso existieran, no pintan nada. Se critica ahora al Programa Fuerte por su falta de radicalidad, por seguir creyendo en un mundo exterior que afecta causalmente a los sujetos de la construcción social de la ciencia. Para estos nuevos sociologistas exacerbados, es el conocimiento científico el que afecta a la realidad y no al revés, pues «los objetos del mundo natural se constituyen en virtud de la representación en vez de ser algo preexistente a nuestros esfuerzos por descubrirlo» En comparación con estos excesos posteriores, el programa de Bloor nos aparece ahora razonable al aceptar la casualidad, el materialismo y la existencia del mundo externo. Como los demás sociólogos de Edimburgo, Bloor ha aprendido de Kant que hay un mundo en sí que es inefable y que se nos da inevitablemente en unos marcos a priori puestos por el sujeto, como el espacio y el tiempo, o la categoría de causalidad. Pero también ha aprendido de Kuhn que esos elementos a priori no tienen un carácter necesario, sino que vienen dados sociohistóricamente. Se trata de los compromisos ontológicos y metodológicos derivados de aceptar ejemplos paradigmáticos de solución de problemas, que es lo que define y da coherencia cognoscitiva a las comunidades científicas. No hay dioses ni caudillos: la necesidad a priori es contingente y social.

A pesar de las frecuentes acusaciones de idealismo formuladas contra él, la idea central del programa de Bloor es materialista, y consiste en negar fuentes platónicas de autoridad como «la razón» o el «tercer reino» popperiano. Ningún principio, ni siquiera los de la lógica, posee una autoridad intrínseca, pues toda autoridad procede del consenso y del pacto social entre los sujetos que lo proponen y transmiten como parte de la cultura científica. Por eso, en última instancia, el conocimiento es una construcción social. Pero el empirismo de Bloor permite aceptar la eficacia causal de la experiencia que se combina con los elementos sociales, ya que el finitismo (los significados y los conocimientos nunca están determinados completamente por la experiencia) obliga a cancelar la indeterminación por consenso. La coerción que ejercen sobre nosotros la lógica y las matemáticas no proviene de decretos divinos ni de cielos platónicos, sino de la Tierra, de la sociedad, al igual que el derecho y la moral. El estudio científico de la ciencia tiene un carácter naturalista e ilustrado, pues despeja los misterios de la autoridad de una ciencia sacralizada remitiéndolos a meros procesos naturales biológicos, psicológicos y sociológicos.

Así que el Programa Fuerte trata de explicar la ciencia como fenómeno mundano en términos causales, como hacen todas las disciplinas empíricas. Ello exige a) ofrecer explicaciones causales de los cambios en las creencias científicas y no meras razones justificatorias (en la medida en que no entrañan flujos de energía como exige toda interacción natural). Por ello, b) se ha de proceder imparcialmente tratando por igual a todos los episodios, tanto los que consideramos «aciertos» como los que tenemos por «errores»; tanto la ley de caída de los graves de Galileo como su teoría acerca de la inexistencia de los cometas. Así pues, c) las explicaciones han de ser simétricas para ambos tipos de acontecimientos en términos del mismo tipo de causas naturales. No es aceptable limitar las explicaciones psicosociológicas a los «errores» pensando que los «aciertos» no las precisan porque al ser racionales dependen de una autoridad inmaterial y ultramundana y no de causas naturales.

Por tanto, el problema más agudo del programa de Bloor es dar cuenta en términos naturales de la aparente necesidad y autoridad de la lógica y las matemáticas, a lo cual se dedican los tres capítulos centrales y más audaces del libro. El Programa Fuerte sólo será posible desacralizando este núcleo platónico y permitiendo el acceso a él con las impuras herramientas profanas de la ciencia. Siguiendo a J. S. Mill, Bloor estima que los sistemas formales básicos no son sino abstracciones de rasgos muy generales de ciertos sistemas físicos que se conviene en tomar por modelos en función de objetivos e intereses humanos. Aunque no lo hace, podría recabar aquí la ayuda de Quine, quien al criticar la distinción analítico-sintético, considera el todo de la ciencia como una tela cuya periferia se considera modificable según lo que ocurra, mientras que hemos decidido que el centro (ocupado por las matemáticas) quede apartado de las correcciones inducidas por la experiencia W. V. O. Quine, «Dos dogmas del empirismo», en Desde un punto de vista lógico, Barcelona, Ariel, 1962, pág. 76 y ss. .

Si la coerción y necesidad de las matemáticas no es sino un resultado de la indoctrinación en normas socialmente generadas e impuestas, debería ser posible detectar restos de otras convenciones sociales en las matemáticas y por consiguiente de otras matemáticas alternativas a la nuestra. La idea extendida de que no hay más que unas matemáticas cuyos teoremas son válidos eternamente y se van apilando hasta hoy no debería ser cierta. Las sugerencias de Bloor en el sentido de que pueden detectarse esas diferencias en la negativa griega a considerar números el S. Woolgar: Ciencia: abriendo la cajanegra, Barcelona, Anthropos, 1941, págs. 83 y 127 entre otras muchas. o la raíz cuadrada de dos, o en el rechazo actual de pruebas basadas en infinitesimales (e indivisibles), aunque rudimentarias, son interesantes y sugieren una nueva manera de examinar la historia de las matemáticas reconstruyendo el contexto más amplio, metafísico, filosófico o práctico, de las «verdades» descubiertas. (Podría haber explotado los casos de las matemáticas arcaicas babilonias o las posteriores chinas sin la idea de demostración.) Tal historia está por hacer, con lo que las ideas de Bloor resultan incitantes y provocativas.

Otra vía de aproximación consiste en señalar la existencia de principios lógicos hoy abandonados o limitados en su aplicación en virtud de un nuevo consenso acerca del tipo de modelos físicos u operacionales idealizados. Por ejemplo, el axioma de que el todo es mayor que las partes, basado tal vez en un modelo de inclusión o empaquetamiento, pierde tal carácter en la aritmética transfinita por la preeminencia de un modelo de emparejamiento. Tal vez sí o tal vez no. No menos relevante es el análisis que hace I. Lakatos de la conjetura de Euler I. Lakatos, Pruebas y refutaciones, Madrid, Alianza, 1978, Parte I., en el que se negocia colectivamente la aceptación de la conjetura, de la prueba o de la categorización de poliedro en ausencia de criterios esencialistas necesarios. Podría asimismo haber explotado el caso de las geometrías no euclídeas y los sistemas de lógica no clásica que pueden rechazar el principio del tercio excluso o el de no contradicción en función de modelos determinados por los intereses de los usuarios.

Mas todo ello no son sino indicios, ya que se está aún por lograr una explicación efectiva del desarrollo de las matemáticas que muestre las negociaciones y pactos sociales que causaron las innovaciones cruciales de su historia. Si alguien duda de que ello sea posible, no sabría cómo contrariarlo, aunque creo que es interesante intentarlo, pues se trata de un problema profundo acerca del carácter coercitivo de una parte esencial de nuestros conocimientos.

Quince años después de la publicación del libro, Bloor redactó un posfacio a la segunda edición (1991) en el que defendía al Programa Fuerte de las feroces críticas recibidas desde todos los ángulos. Mas en él no aparecen nuevos elementos de juicio ni explicaciones sociológicas efectivas de la historia de las matemáticas, sino tan sólo argumentos más o menos filosóficos en los que se puede percibir un cierto retroceso por lo que respecta a las posiciones iniciales. El problema de las presuntas explicaciones causales de la ciencia en términos de pactos sociales que dan autoridad a lo que epistémicamente no la tiene es que no conservamos las actas de las negociaciones. La reconstrucción debe decidir en qué términos se discute la negociación, si en términos de razones o de intereses sociales, con los que postergamos un paso más el problema de la naturalización. En efecto, pudiera ocurrir que las negociaciones sociales se ventilaran propiamente en términos de razones inmateriales y no de intereses materiales, siendo entonces trivialmente sociológica la explicación, sencillamente en el sentido de que la discusión es colectiva. Puede detectarse parcialmente este tipo de retirada en la aceptación de Bloor de factores no sociales en sentido fuerte, como puedan ser los intereses profesionales, que sin duda incluyen cosas tan platónicas como dar explicaciones válidas o producir teorías que describan realmente la naturaleza. Incluso acepta ahora entidades que difícilmente podrían considerarse sociales en un sentido no trivial, siendo más bien cognitivas, como la experiencia, las teorías aceptadas (tal vez por dar cuenta de la experiencia o por estar mejor evaluadas epistémicamente que las rivales). ¿Acaso son naturalistas las evaluaciones epistémicas? ¿Son causas naturales? En lo único en que ahora se hace hincapié (y no es poco) es en que siempre hay algo social en la ciencia, aunque ésta no sea puramente social. Sin duda esto hace que el Programa Fuerte aparezca más cualificado y versátil; pero también menos osado. Tal vez sea una ley sociológica que el radicalismo se reblandece con la edad. En cualquier caso nadie podrá quitar a Bloor el mérito de plantear problemas y retos interesantes, sea cual sea el resultado de la negociación social de su programa.

Hay que agradecer a E. Lizcano y R. Blanco que hayan traducido este clásico, cuyo inglés no es ninguna delicia, con fluidez, corrección y profesionalidad. Excepto el posfacio, que está un tanto desaliñado, el español de la traducción suena mejor que el inglés del original. Tal vez el título del libro sea lo menos elegante, no sólo por omitir los artículos, a la inglesa, sino por traducir bárbaramente el sustantivo inglés «imagery» (imagineria, conjunto de imágenes) por el adjetivo español «imaginario». Más castizo hubiera sido El conocimiento y las imágenes sociales, que es el sentido en que se usa la palabreja en el capítulo 4.

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