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Daniel Gascón, aventuras y desventuras de un hipster en la España vacía

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¿Cuándo te haces viejo? Cuando necesitas acudir a un diccionario para conocer el significado de una palabra que circula con fluidez entre las nuevas generaciones. Un hipster en la España vacía, de Daniel Gascón, es un título afortunado que manifiesta una saludable apuesta por el humor, un registro que en España ha contado con plumas tan inspiradas como las de Enrique Jardiel Poncela, Edgar Neville, Wenceslao Fernández Flórez y Miguel Mihura. Antes de empezar la novela, acudí a la Wikipedia para averiguar qué significaba «hipster», pues solo tenía una vaga idea sobre el término. Sospechaba que era la versión contemporánea del hippie, pero con un toque posmoderno. No me cuesta trabajo admitir que asociaba esa palabra a la combinación de idioteces que cosechó tantos éxitos en los setenta: pacifismo asimétrico, estados alterados de conciencia, sexualidad desinhibida, ecologismo mesiánico, espiritualidad oriental, feminismo montaraz, ropa étnica, higiene deficiente. La Wikipedia me reveló que el hipster poseía rasgos específicos: pasión por los artículos vintage, dieta vegana, afición a la ropa de segunda mano, inconformismo incruento, amor por lo alternativo, beligerancia contra el consumismo, exaltación de la cultura indie, predilección por la ropa casual y las gafas de pasta. A pesar de los contrastes, no muy llamativos, los hippies y los hipsters desfilan al mismo ritmo. No utilizan el paso de la oca, pero ambos sueñan con enterrar la «corrupta y opresiva» civilización occidental, alumbrando una dudosa utopía donde ya no habría espacio para las corbatas –mi prenda preferida-, la cocina tradicional –adiós al jamón serrano- o los genéricos masculinos. 

Daniel Gascón sitúa a su hipster en la España vacía. Indudablemente, lanza un guiño al célebre ensayo de Sergio del Molino. Confieso que no he leído La España vacía, pese a que me han hablado muy bien de la obra. No cuestiono su calidad literaria, pero algunas declaraciones de Sergio del Molino han ejercido un efecto disuasorio. Azorín y Unamuno, tan maltratados por nuestra época, son dos de mis escritores favoritos. Molino les acusa de haber creado una mística del paisaje castellano que abasteció de mitos y símbolos al ideario de Falange Española. Eso explica que la lectura de sus obras nos repela hoy en día, algo que –según Molino- no sucede con Antonio Machado. Es una afirmación que me produce cierta perplejidad, pues la mística a la que alude Molino también se halla presente en Campos de Castilla, un poemario que suscitó la admiración de Dionisio Ridruejo durante sus años de jerarca falangista. En cuanto a los vínculos con el fascismo, Azorín no es falangista, sino conservador. Unamuno acudió a uno de los mítines de Falange, pero no le gustó lo que oyó y cuando las tropas sublevadas tomaron Salamanca, protagonizó un sonado enfrentamiento contra Millán-Astray. Yo, que vivo en las afueras de un pueblo castellano y contemplo a diario la estepa, me cuesta trabajo separar Castilla de libros como La ruta de Don Quijote, de Azorín, o la poesía de Unamuno, áspera e intensa. Si despojas a Castilla de su latido trágico y místico, diluyes y desfiguras su identidad. Sus pueblos agonizan desde hace mucho tiempo, como ya señaló Miguel Delibes en Las ratas (1962), y quizás ya han perdido sus rasgos diferenciales, ahogados en la sopa global, pero yo siento que siempre estarán vinculados al idealismo cervantino, la mística teresiana y la mirada nostálgica de los noventayochistas.

Si el acierto de un título se mide por su capacidad de sugerir y provocar, solo cabe reconocer que Gascón ha sabido elegir. Su hipster no se marcha a un pueblo de Castilla, sino de Teruel. Un lugar de tantos con un nombre pintoresco: La Cañada Central. La combinación de un término rural y otro urbano sugiere que el pueblo será el escenario de un descacharrante choque entre la tradición y la modernidad. Tras ser abandonado por Lina, el hipster, que se llama Enrique Notivel, se instala en una casa familiar con la idea de materializar una pequeña utopía: cultivar un huerto colaborativo que le ayude a olvidarse de su ex novia. Empieza un diario que rivaliza en majadería con las ocurrencias de Bouvard y Pécuchet. Fantasea con un proyecto transformador y transversal que implante una plataforma de horizontalidad, capaz de aplacar las pulsiones destructivas y esclavizadoras del capitalismo tardío. Hace yoga en el corral, pasea su perro con una correa, organiza un taller de nuevas masculinidades, no deja de subir fotografías a Instagram, luchando contra una cobertura precaria. Aunque anhela la serenidad de la vida rural, se convierte en alcalde, asumiendo tareas tan complicadas como resolver litigios con los pueblos vecinos, mantener el orden durante el rodaje de una película sobre la Guerra Civil española, promover la cultura local o resolver el secuestro de Greta Thunberg durante la Cumbre del Clima en Madrid. Enrique, con un agudo sentido ético, no puede hacer nada sin meditar sobre su connotación moral. Cuando ordeña una vaca, siente que está perpetrando una agresión sexual de carácter especista. No le gusta utilizar símiles cinegéticos, como «apuntar», pero lo acepta como un paso en la necesaria adaptación al entorno. No quiere que la visión eurocéntrica y reaccionaria contamine la sabiduría ancestral del pueblo. Ante las dudas, recurre al brainstorming, admitiendo la posibilidad de que se cuelen significantes vacíos. Anota todas las incidencias del día a día en su cuaderno Moleskine, planteándose si se dice el Moleskine o la Moleskine. No es algo baladí, pues hay que combatir el heteropatriarcado en todos los frentes. Cuando los jóvenes del pueblo improvisan un partido de fútbol, intenta convencerlos de que sería conveniente suprimir la división en dos equipos, pues es más pedagógico trabajar conjuntamente. Le preocupa la proliferación de sexo no consensual en el reino animal durante la primavera. No entiende que Mohamed, el único marroquí del pueblo, se queje de la invasión de rumanos y, menos aún, que vote a Vox. Cuando una asociación de beatas pide que se retire Lolita de las bibliotecas municipales de la zona, aplaude el gesto como un ejemplo de afirmación ciudadana y de valiente sororidad. No importa que no hubiera ejemplares en muchas bibliotecas y que –en esos casos- se compraran solo para retirarlos. La historia no es una curva ascendente.

Enrique a veces sufre arrebatos filosóficos: «Qué difícil es saber cuál es el camino por donde nos lleva la vida. Lo dicen la Divina Comedia, el I Ching y las canciones de Amaral». Otras veces, la contemplación de la naturaleza le inspira máximas sublimes: «Aquí uno tiene mucho más presente el carácter cíclico de la vida, un poco como cuando ves El rey león». Santiago Esponera Martínez de Isábena, militante de Vox, no es menos lírico y profundo. Cuando confunde el rodaje de la película sobre la Guerra Civil con una escaramuza revolucionaria, exclama: «Toda mi vida he odiado esta revolución judeo-masónica-feminazi-vegana pagada por Soros».

Un hipster en la España vacía es un libro divertidísimo, que se lee sin esfuerzo. Daniel Gascón construye una trama que discurre con la velocidad de una screwball comedy del Hollywood clásico, pero con un escenario diferente y unos personajes de nuestro tiempo. Gascón no es cruel con sus criaturas. Se ríe de su majadería, pero evita los juicios morales y no incurre en ninguna clase de truculencia. La voz del narrador es irónica, pero no despiadada. Todo resulta deliciosamente absurdo, pero al mismo tiempo increíblemente real. Si alguien me preguntara por un libro que retrate fielmente la España de hoy, le recomendaría sin dudar esta novela. A mí me ha descubierto muchas cosas y, al mismo tiempo, me ha confirmado que la estupidez es la pasión más vieja e inconmovible de la humanidad.

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Ficha técnica

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