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César Antonio Molina: el poeta en la polis

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Platón expulsó a los poetas de la Ciudad Ideal. Las ensoñaciones líricas estorban cuando pretende trasladarse a la política el ideal geométrico. Una imaginación que no somete su vuelo a los dictados del poder constituye una amenaza para el Estado. César Antonio Molina es un poeta y un firme partidario de las sociedades libres, abiertas y tolerantes. En la imaginaria república de Platón –una utopía autoritaria–, resultaría tan molesto como un tábano y no tendría otras opciones que el exilio o la cicuta. Afortunadamente, vivimos en una polis democrática donde puede alzar su voz sin miedo. En Las democracias suicidas y otros textos de política, César Antonio Molina ejerce sus derechos de ciudadanía, expresando sus opiniones, sin aceptar otra tutela que la de María Zambrano, Manuel Azaña, Roberto Calasso, Hannah Arendt, Tzvetan Todorov, Vladimir Jankélévitch o Isaiah Berlin. No pretende ser su catecúmeno, sino un espíritu libre que suscribe algunas ideas y repudia otras. En el pórtico de su libro, cita a Bertolt Brecht, según el cual «un poeta debe decir lo indecible», hablar intempestivamente cuando todos callan, no rehuir sus responsabilidades con la comunidad. Hablar intempestivamente no significa ignorar cualquier límite. La libertad no puede utilizarse para destruir la libertad. La democracia no es un campo de tiro exento de restricciones, sino «la suma de procedimientos que acogen cualquier pensamiento, excepto el que propone derrocarla» (Roberto Calasso). Siempre es más cómodo mirar hacia otro lado, huir de las aguas turbulentas, evadirse por las sendas de la erudición o el formalismo, pero «cuando los tiempos se vuelven confusos, el intelectual debe cesar de serlo para ser hombre» (María Zambrano).

Fiel a estas consideraciones, César Antonio Molina, un poeta con un aliento profundo y una aguda creatividad, baja al ruedo y toma la palabra. No es una tarea cómoda, pues implica enfrentarse a dogmas, prejuicios, falacias y mitos. La crisis de 2008 ha resucitado a fantasmas que parecían felizmente muertos, como el nacionalismo y el populismo. Pueden haber cambiado de nombre, renovado sus símbolos y modernizado su discurso, pero su beligerancia contra la libertad, la tolerancia y la diversidad siguen ahí, deteriorando la convivencia y arrojando sombras sobre el porvenir. César Antonio Molina sostiene que «la socialdemocracia, tan vapuleada en los últimos tiempos, todavía tiene mucho que aportar». El Estado del bienestar es el modelo que mejor protege al individuo, garantizando su derecho a la educación, la sanidad, el trabajo y la participación política y social. Cuando esos derechos se degradan, aparecen los populismos de izquierdas y de derechas, los nacionalismos redentores y las utopías regresivas: «Los populismos ponen en riesgo no sólo a la democracia sino también a la civilización. Encarnan algo parecido a una descivilización». El huevo de la serpiente se incuba de nuevo, impaciente por eclosionar. ¿Cuál es la solución? No hay una fórmula mágica, pero sí un objetivo irrenunciable: «El ser humano [debe] volver a estar en el centro». Y eso no es posible sin «crear nuevos espacios, no digitales sino presenciales». Espacios donde pueda convivirse, sin soportar el hostigamiento de los particularismos excluyentes o las ideologías antidemocráticas.

En España, el independentismo catalán se ha convertido en un gravísimo problema para la convivencia. Los independentistas pretenden reescribir el pasado, manipulando la historia. Agudizan las diferencias y ocultan los aspectos en común. Acusan a la monarquía parlamentaria de ser una mera prolongación del franquismo, denigran la Transición y se inventan una nueva leyenda negra, afirmando que vivimos bajo un régimen autoritario. Se acusa a las fuerzas políticas que lucharon contra la dictadura de connivencia con esa ficticia forma de opresión. «Denominarnos de régimen –protesta César Antonio Molina– a quienes luchamos contra el franquismo y ayudamos a traer la democracia es un acto vil de gente malnacida». España debe sentirse orgullosa de sus logros durante sus más de cuatro décadas de convivencia democrática. Sobran los complejos y los titubeos: «¡Ya basta de hablar mal de nosotros mismos!»

Las causas últimas del populismo hay que buscarlas en un modelo educativo deficiente, en el que se han postergado las humanidades, priorizando el saber técnico. Sin darnos cuenta, «nos hemos entregado a una nueva barbarie». La cultura de masas desdeña el espíritu, la verdad, la belleza, la paz. La cultura y los intelectuales despiertan el mismo resentimiento que los judíos europeos masacrados por el nazismo. No se les perdona «su cosmopolitismo antinacionalista, su espíritu crítico insobornable». Sólo unos pocos advierten que las democracias han comenzado a suicidarse, demoliendo los valores que sirvieron para forjar su propia identidad. César Antonio Molina cita al teólogo Johannes Baptist Metz, según el cual el opio del pueblo ya no es la religión, sino la cultura de masas. El nacionalpopulismo se ha apoderado de las aulas y los medios de comunicación, enajenando en las nuevas generaciones la capacidad de pensar. Se habla de la «Europa de los pueblos» para justificar la secesión de Cataluña, sin reparar en que sería el primer paso para liquidar España como nación, y Europa como proyecto. Sólo el patriotismo constitucional puede hacer frente a esa ofensiva, proclamando que la democracia se basa en la ciudadanía y no en criterios étnicos o telúricos. Las fuerzas políticas moderadas deben olvidar sus querellas para frenar al nacionalpopulismo. Si no lo hacen, la bancarrota del sentido común será inevitable. Urge combatir la corrupción, recuperar la transparencia y adoptar medidas para combatir la exclusión social. La polis sólo logrará la fidelidad de la ciudadanía acreditando su limpieza y su solidaridad con los más desprotegidos. Aldous Huxley siempre se mostró preocupado por el futuro, advirtiendo que la tesis de un progreso incesante había sido refutada por los crímenes contra la humanidad cometidos por los gobiernos totalitarios del siglo XX: «Si alguien nos hubiese preguntado, tanto a mis padres como a mí, si pensábamos que a lo largo de nuestra vida veríamos el resurgir a gran escala de la esclavitud, la tortura, la persecución por opiniones heréticas, la deportación en masa, habríamos exclamado que eso era totalmente imposible. Sin embargo, hemos visto horrores semejantes, y nuestra fe en la inevitabilidad del progreso se ha tambaleado».

El nazismo y el bolchevismo ahogaron al individuo en una masa informe. La democracia se mueve en la dirección opuesta, esforzándose en garantizar la singularidad del hombre libre que se opone a ser diluido en la multitud. «La civilización no es tan estable que no pueda disolverse», como apuntó Bertrand Russell. El marxismo fue el opio de los intelectuales hasta la caída del Muro de Berlín. Durante décadas incitó a la violencia revolucionaria. En nuestros días, el populismo de izquierdas ha vuelto a hablar de «asaltar los cielos». César Antonio Molina recurre a la memoria histórica para desmontar mitos: «Aunque Lenin siempre ha pasado por más transigente que Stalin, no fue así». Lenin creó la checa, se mofó de la libertad, prohibió el derecho de huelga, persiguió con saña a los intelectuales disidentes, acusándoles de ser lacayos del capitalismo. Como apunta Peter Sloterdijk, Lenin ejecutó la herencia del marqués de Sade: «No sólo hay que cometer crímenes, sino ser un maestro del crimen». Tiende a olvidarse que el comunismo y el fascismo segregan el mismo desprecio por el ser humano. Su derrota fue parcial y temporal, no definitiva, como señaló con su habitual clarividencia Hannah Arendt. Sólo la unidad de Europa puede salvaguardar la paz y la democracia. César Antonio Molina afirma que el colapso de las estructuras sociales y políticas europeas crearía ese vacío donde anidan y prosperan las mentiras y las falsas promesas.

¿Podría crear la tecnología un mundo más humano? ¿Nos encaminamos hacia una utopía donde lo biológico será corregido mediante la robótica? ¿Sería deseable la inmortalidad? César Antonio Molina contesta que significaría el fin del pensamiento y el arte: «Eliminaría el motor más poderoso de la homeostasis, el descubrimiento de que la muerte es inevitable, y la angustia creadora que dicho descubrimiento genera». El cerebro necesita al cuerpo para pensar, crear, contemplar, gozar. El «transhumanismo» jamás podrá engendrar ejemplos tan luminosos como el del corredor olímpico Louis Zamperini, que perdonó a sus torturadores tras pasar por un campo de concentración japonés. César Antonio Molina se declara agnóstico. No menosprecia la experiencia religiosa. De hecho, algunos de los ensayos más inspiradores de su libro están dedicados a cristianos heterodoxos, como Lev Tolstói («Nostalgia de las revoluciones fracasadas») o Teilhard de Chardin («Dos filósofos en las trincheras de la Primera Guerra Mundial»). Tolstói revela la clave de la vida espiritual: amar lo pequeño y humilde, lo feo y, en apariencia, insignificante. El cristianismo se pervierte al institucionalizarse. Es un mensaje para toda la humanidad, nunca para una sola nación o cultura. Es incompatible con un Estado totalitario. Por eso, Jesús fue crucificado, un castigo reservado a los rebeldes e insumisos. El ensayo sobre Teilhard de Chardin no se ocupa sólo del famoso jesuita y paleontólogo. En un ejercicio de filosofía comparada, confronta su interpretación de la naturaleza con las inquietudes espirituales de Ludwig Wittgenstein. César Antonio Molina, que se define como «un descreído creyente» elogia la libertad de Teilhard de Chardin, que reivindica la posibilidad de pensar en Dios desde la perspectiva de la ciencia. Wittgenstein prefiere la vía mística que desemboca necesariamente en lo poético, donde el lenguaje se emboza, rehuyendo la claridad. En las tinieblas quizá flota la verdad.

César Antonio Molina advierte sobre los riesgos de la memoria histórica cuando se utilizar para construir mitos que propician la confrontación. No hay que olvidar a las víctimas, pero el pasado no debe ser un obstáculo para avanzar hacia «un porvenir de paz, respeto y reconciliación». La «fragilidad del bien» (Tzvetan Todorov) puede ser derrotada por la «banalidad del mal» (Hannah Arendt). Ningún ciudadano puede vivir de espaldas a la polis: «Todos estamos al cuidado del mundo y toda pretensión de neutralidad es ilegítima». Combatir a la iniquidad no implica desobedecer sistemáticamente, ignorando la obligación de respetar las leyes aprobadas en democracia. Acatar las normas no significa renunciar a la acción, sino someterla al juicio de la razón: «El consentimiento es un acto por el cual uno se constituye como prisionero de sí mismo». Que nadie se haga la ilusión de permanecer al margen de la historia. Como ciudadanos, somos sujetos responsables y callar ante las injusticias nos convierte en cómplices: «Cada uno de nosotros cargamos con parte de nuestra culpa, que, para Jankélévitch, es irremplazable». No quiero finalizar esta nota sin mencionar una lúcida reflexión de César Antonio Molina sobre los animales, nuestros «hermanos menores», según San Francisco de Asís: «En la naturaleza, dice Jung, el animal es un ciudadano. Repito: un ciudadano, bien educado. Bondadoso por lo general si no se le agrede, y no hace extravagancias como la mayoría de los seres humanos. Para ser ciudadanos ejemplares deberíamos imitarlos en muchas cosas».

El ciudadano César Antonio Molina también es el poeta César Antonio Molina. Ambos son necesarios en la polis, aunque le pese a Platón. Sin voces libres, intempestivas, insobornables, la libertad se corrompe y la paideia se degrada. «Lo importante no es seguir divagando sobre lo que es un hombre de bien, sino serlo», asevera Marco Aurelio. Ahora que los demonios de Europa han reaparecido, nos hacen mucha falta hombres de bien como César Antonio Molina, tenaces como un tábano y sabios como un viejo filósofo estoico. Y melancólicos, como los buenos poetas.

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