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Solchaga se examina

El final de la edad dorada

CARLOS SOLCHAGA

Taurus, Madrid, 1997

399 págs.

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Nunca puede ser un ejercicio imparcial que los intérpretes escriban la historia. A veces, lo más elocuente pueden ser las omisiones o las presentaciones parciales. A Carlos Solchaga, sin embargo, hay que otorgarle, en primera instancia, la valentía de no omitir temas. Repasa la mayor parte de las críticas que, desde un punto de vista económico, se hicieron a su política: los tipos de interés elevados, la revalorización del tipo de cambio, la desindustrialización, la inflación dual, el déficit y hasta las irregularidades o el «donde más se gana en menos tiempo». Parece un sincero ejercicio de «así lo hice, y así lo explico».

Hay un leitmotiv en el libro: la globalización ha cambiado todo y los desmanes tienen su sanción. La globalización de capitales determina nuestro tipo de cambio; si no se controla la inflación, la economía entrará en una fase de desestabilización. Las empresas deben adaptarse a tal realidad. En la economía española las finanzas y los servicios lo han hecho en mayor medida que la industria. La economía recibe sus principales impulsos del exterior, sobre todo de los mercados de capitales. Apenas queda margen para la política económica. La lucha contra la inflación es prioritaria en este contexto aunque exija altos tipos de interés que, según la interpretación de Solchaga es un tema que sustancialmente afecta a los mercados monetarios. No se alude a sus causas y, en particular, a la carga financiera derivada de la actuación pública, ni a sus efectos sobre el endeudamiento privado y, en especial el de los empresarios competitivos que debieron enfrentarse a los más elevados tipos de interés del mundo desarrollado.

El tipo de cambio que, en su día, muchos consideramos sobrevalorado y perjudicial para la industria exportadora, es defendido por Solchaga al considerarlo, de nuevo, desde el punto de vista financiero. A saber, el tipo de cambio ya no se determina por la balanza corriente sino, sustancialmente, por la de capitales; por ello, hay que relegar a segundo plano la preocupación por la restricción de la balanza corriente (pág. 101), tradicional preocupación de la economía española, y fijarse en la balanza básica. A nuestro juicio, el que la balanza de capitales determine el tipo de cambio no quiere decir que sea lo más deseable; asimismo, la banalización de la balanza corriente (pág. 104) equivale a banalizar la competitividad que un país exportador revela.

Ciertamente pudo haber políticas de tipos de interés y de tipo de cambio que perjudicasen menos a la competitividad de la industria española, aunque también es cierto que no se puede tener a la vez endeudamiento público elevado (aunque esté aumentando fuertemente la recaudación fiscal), tipos de interés bajos y equilibrio externo. Si quisiera señalar, en algunos puntos, por qué el libro de Solchaga –y la política económica que justifica– me parece una visión parcial de la economía que no plantea los desequilibrios básicos del sistema económico español, debo centrarme en los puntos siguientes que, a mi juicio, fueron los olvidos de su gestión.

INDUSTRIA VS. SERVICIOS

Carlos Solchaga entra en la polémica industria vs. servicios, a favor de éstos, mientras que los «industrialistas» (con «prejuicios tomistas», pág. 53) pertenecen a la sociedad nostálgica.

Uno de los aspectos, a mi juicio, más criticables del libro está precisamente en la apuesta por las opciones no industriales y ello lo argumento por las tres vías siguientes: a) sobrevalorización de la importancia de los servicios, b) particular consideración del sector financiero y c) medidas que dificultaron el desarrollo y la expansión de la industria competitiva.

SOBREVALORACIÓN DE LA IMPORTANCIA DE LOS SERVICIOS

Nadie puede poner en duda la importancia de los servicios en las economías modernas. Pero ello requiere dos matizaciones: A) Que el país más desarrollado del mundo –Estados Unidos– es, sobre todo, una gran trama industrial, un país exportador de productos tecnológicamente avanzados y con múltiples servicios conexos con dicha trama; lo mismo se puede decir de Alemania o de Francia. La elevada productividad industrial es la que permite los altos salarios y niveles de vida de estos países. B) Porque estemos en una sociedad de servicios no es indiferente cuáles sean éstos. Hay servicios competitivos internacionalmente y muchos que disfrutan del privilegio del mercado nacional reservado.

Por ello, el problema de los servicios en España no radica sólo, ni fundamentalmente, en que sigan a los salarios de la industria sino en que grandes esferas de servicios están sustraídos a la competencia en la formación de precios y costes. El carácter de los que vienen denominándose núcleos duros de futuro –invariablemente empresas de servicios o banca ejercidos en condiciones de competencia imperfecta– son para dudar del futuro de la economía española.

PARTICULAR CONSIDERACIÓN DE LOS SERVICIOS FINANCIEROS

El péndulo histórico –y la ingenuidad y el mimetismo– llevó a las finanzas al centro de la trama. España y su ministro de Economía también se apuntaron a esta moda; se estaba modernizando el país. Aparte de las consideraciones del punto anterior sobre competitividad, la moda financiera eximió a la banca española (y a las cajas de ahorro) de una tarea que en una consideración de la importancia de la industria era imprescindible: la financiación de proyectos industriales, sobre todo para pequeñas y medianas empresas. La banca (alentada por las autoridades monetarias) se dedicó a la más lucrativa tarea de financiar servicios no competitivos y, sobre todo, a recaudar recursos para la financiación de las Administraciones públicas. Una banca dedicada a construir fondos de inversión ¡en valores públicos! Todo un éxito de la economía global y financiera.

LA LUCHA CONTRA LA INFLACIÓN Y LA INDUSTRIA

A Carlos Solchaga le cuesta admitir el concepto de inflación dual, que le parece de origen cepaliano, cuando su procedencia es de economías muy competitivas y abiertas al exterior –como Suecia– que no pueden permitir que el crecimiento de los precios de los servicios perjudique al sector exportador. Mantiene que la inflación de los servicios deriva de imitar los salarios de la industria. No considera la formación de precios en los mercados protegidos, cuestión ésta clave, desde nuestro punto de vista, para comprender la asignación de recursos en la economía española en los años recientes.

Cuestión más importante es que en la hoguera de la lucha antiinflacionista sucumbieron muchas empresas. Los altos tipos de interés que exigió la lucha contra la inflación y la financiación del déficit público hicieron prohibitivo el endeudamiento para muchos empresarios competitivos. Se entró así en el, para Keynes, peor de los mundos: desempleo elevado y altos tipos de interés. Por otro lado, la sobrevaloración de la moneda dificultó aún más la situación de las empresas competitivas y, en particular, de las exportadoras.

Cierto, como dice Solchaga, que la sobrevaloración benefició a los consumidores (frente a los «instintos proindustriales y anticonsumidores», pág. 53), pero quizá una de las grandes deficiencias de la filosofía económica de los ochenta es pretender dar a la sociedad española la ilusión de que se puede consumir antes de producir. El capital extranjero ciertamente financiaba y no se creaban tensiones en la balanza de pagos; tema extenso y sugerente que no se puede comentar aquí con la amplitud que merecen los comentarios de Solchaga sobre la «banalización de la balanza corriente».

Si la globalización no dejaba margen a la política monetaria, el recurso debió de ser la política fiscal, pero ésta fue: a) procíclica, generando déficit en los momentos de expansión, y b) se incrementaron fuertemente los impuestos y sobre todo, los gastos. El retraso del sector público español (que no consistía sólo en cuánto se gastaba) no justificaba su asimilación a los niveles europeos en una sola década: gastar mucho y rápido puede no ser compatible con gastar bien. Por otra parte, en la medida en que al Estado de bienestar hay que atribuir una parte del déficit público, es inconsistente crear un Estado de bienestar cuando en países más ricos se revisaba su viabilidad económica.

En una economía globalizada y con poco margen para la actividad pública, los programas socialdemócratas deben despojarse de parte de su retórica habitual, dice Solchaga; pero reserva dos vías de actuación genuinas: a) la preocupación por la solidaridad y b) la preocupación por una economía más competitiva. Supongo que cualquier gobierno honesto y moderno se plantea estos temas. El problema es el cómo y frente a quién. Ello bien merecía otro volumen.

El libro, aunque es polémico, pasará desapercibido en un país que no ejerce la crítica económica. Es valiente, como dije y, como esta nota, pertenece a la visión económica de cada uno. A mi juicio, le falta un poco de sal literaria para que su lectura pueda ser atractiva para muchos.

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Ficha técnica

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