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El hemisferio intelectual

HISTORIA DE LOS INTELECTUALES EN AMÉRICA LATINA. I. la ciudad letrada, de la conquista al modernismo

Carlos Altamirano

Katz, Buenos Aires y Madrid

587 pp. 31 €

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Tal vez la observación más inmisericordemente lúcida sobre la cuestión de los intelectuales sea la de George Orwell cuando indica, un poco al desgaire, que hay cosas que sólo un intelectual puede tragarse. El ciudadano de a pie puede ser ignorante, un poco lerdo y escasamente visible dentro de la multitud, pero sus errores rara vez sobrepasan los límites de la simple estupidez. Los de los intelectuales –cuya superioridad cultural, mental y social es certificada por sus credenciales, cuando no por sus pretensiones– son de otra magnitud. Por ejemplo, cualquier romo norteamericano puede creerse que vive en un país libre y próspero, inconfundiblemente diferente de un despotismo ruinoso y empapado de sangre. Hay que ser, como Edmund Wilson, un humanista de saberes enciclopédicos –con la sutileza necesaria, además, para discernir el canon literario modernista cuando las primeras ediciones, en varios idiomas europeos, todavía languidecían en las librerías– para publicar, ¡en 1936!, un libro de reportajes recientes sobre Estados Unidos y la Unión Soviética titulado Travels in Two Democracies. Gramsci, que asignó a los intelectuales un papel clave en su pensamiento revolucionario, calificaba la peculiar credulidad intelectual de «lorianismo», en honor a un economista, Achille Loria (1857-1943). Gramsci estaba tratando de desprestigiar a un enemigo ideológico, pero no le faltaba razón al señalar que, entre otras ideas igualmente estrambóticas, Loria creía que la moralidad y la civilización florecían preferentemente a cierta altura sobre el nivel del mar, por lo que propuso reformar a los criminales en cárceles situadas en altas montañas. Por su parte, claro, Gramsci creía en la predestinación histórica del proletariado. Los intelectuales modestos y honestos son raros y escarnecidos, y sus virtudes pueden atribuirse casi siempre más a su probidad que a su superioridad intelectual.

De ahí las dificultades que entraña el estudio de los intelectuales: sus autores son otros intelectuales, que, como los políticos y los criminales comunes, tienden a ver en el espejo una imagen diferente a la que el resto de la humanidad cree ver en ellos. De hecho, la proliferación de historias y estudios interpretativos de los intelectuales –incluso en las culturas anglosajonas, que siempre han gozado de una rala e ignorada intelectualidad en el sentido convencional– constituye una señal alarmante de la proliferación de la especie. El síntoma es grave en la medida en que los países y culturas en que los intelectuales han desempeñado un papel importante o decisivo tienen una historia convulsa o ensangrentada, o ambas. El ejemplo clásico es Francia y el extremo, Rusia. La gama más amplia –de una imitadora voluntaria o sin querer– puede ser observada en la América Latina.

Ello explica el interés que despierta una historia que se declara sistemática, plural y de amplio vuelo de los intelectuales latinoamericanos, como la que ha dirigido Carlos Altamirano. El género quiere ser el inventado por lord Acton a finales del siglo xix para la Universidad de Cambridge, monumento emulado con éxito, en tiempos mejores, por Sérgio Buarque de Holanda en el Brasil y Daniel Cosío Villegas en México: cada capítulo es escrito por un especialista al servicio de un esquema general. El esquema no funciona tan bien en los tiempos que corren. En este libro, la narrativa ha sido depuesta en buena medida para dar lugar al ensayo interpretativo (muchas veces de interpretación ideológica), que frecuentemente incurre en la monografía microhistórica –poco ilustrativa sin un contexto bien definido–, a pesar de los esfuerzos del director por evitar una «simple compilación de trabajos». Más que una historia, el libro parece una Festschrift en la que los colaboradores colocan textos bien que tienen a mano, bien sobre temas que despiertan su interés en ese momento. El lector desprevenido se entera en detalle de las orejas, trompa o nervio óptico del elefante, pero no puede formarse una idea general del animal. A esta nebulosidad hay que añadir el uso frecuente de la bárbara jerga «académica», que disimula mal la escasez de información concreta, ordenada y coherente. Este libro definitivamente no ha sido escrito para el «lector común», informado y curioso, de Virginia Woolf. Este aprendería más –a pesar de su tintineante «versión whig» de los hechos– con la amena historia de la cultura latinoamericana de Germán Arciniegas (El continente de siete colores, de 1965). Mejor aún, vale la pena esperar por la historia de los intelectuales latinoamericanos que, según tengo entendido, prepara el mexicano Enrique Krauze.

Los tropiezos del proyecto quedan en evidencia desde el enunciado del criterio general que lo inspira, aunque Altamirano declara paladinamente que «nada es diáfano y unívoco en el vocabulario relativo a los intelectuales». Pero el problema no es de vocabulario, sino conceptual, y la falta de definición hiere de gravedad este ambicioso proyecto. Altamirano ofrece un perfil de los intelectuales de una vaguedad lírica: «su ocupación distintiva es producir y transmitir mensajes relativos a lo verdadero (si se prefiere: a lo que ellos creen verdadero), se trate de los valores centrales de la sociedad o del significado de su historia, de la legitimidad o la injusticia del orden político, del mundo natural o de la realidad trascendente, del sentido o del absurdo de la existencia […]. Su medio habitual de influencia, sea la que efectivamente tienen o sea a la que aspiran, es la publicación impresa». Es un alivio que, en una definición tan efusivamente ilimitada, el detalle de la publicación impresa excluya a taxistas y peluqueros parlanchines, pero resulta algo alarmante que todavía admita a los redactores de columnas astrológicas.

Esa eufórica ambigüedad se presta a malentendidos. Véase, por ejemplo, el interesante ensayo «Intelectuales negros en el Brasil del siglo xix», de Maria Alice Rezende de Carvalho. La autora estudia tres figuras, una de las cuales es el gran poeta simbolista Cruz e Sousa, quien, además de no haber participado en las luchas -abolicionistas de la época, no tuvo acceso a ninguno de los círculos culturales influyentes del país y tuvo una muerte prematura y oscura. Al mismo tiempo, excluye al escritor Joaquim Machado de Assis (1839-1908) –hoy en día equiparado por la crítica mundial a Chejov y Henry James– y personalidad totémica de la cultura brasileña aun en vida. «Se trata –nos informa Carvalho– de echar luz sobre la construcción de una visión del Brasil distinta […] que tuvo como perspectiva una aceleración modernizadora». Sólo que ni ella ni otros colaboradores nos describen esa perspectiva. Su capítulo no es parte orgánica de una historia inteligible: es como la parodia de un libro que no ha sido publicado. Peor aún: ni ella ni otra historiadora brasileña igualmente distinguida, Lilia Moritz Schwarcz, se ocupan explícitamente del movimiento abolicionista, seguramente la más gloriosa y benéfica hazaña de la intelectualidad en la América Latina, ignorada tal vez porque no fue sangrienta ni culminó en tiranía. Schwarcz traza el perfil de Joaquim Nabuco, gran escritor y figura central del abolicionismo, como parte de un somero tríptico biográfico, en el que la épica campaña contra la esclavitud es un aparte entre otros. El poeta Castro Alves (1847-1871), uno de los pocos poetas cuyos versos contribuyeron perceptiblemente a cambiar un país, es mencionado en este libro siempre de pasada.

La cuestión de qué y quién es el intelectual es, por tanto, ineludible. De hecho, ya forma parte obligada del cada vez más nutrido género de la historia intelectual la introducción explicativa y definitoria. Esta es necesaria porque, aun cuando existe un consenso básico (del que hablaremos después) sobre lo que es un intelectual, la inventiva, pereza, frivolidad u olfato mercadológico de los autores tiende a ensanchar el concepto en el tiempo histórico y el espacio sociológico. El ejemplo clásico, mucho antes del establecimento del género, es el libro Les intellectuels au Moyen Âge (1957) de Jacques Le Goff. Personalmente, no puedo evitar imaginarme que, como intelectual de izquierda, Le Goff no haya tenido en mente aludir oblicuamente al demoledor L’opium des intellectuels que Raymond Aron había publicado en 1955, queriendo demostrar que la intelectualidad y sus características subversivas precedían en muchos siglos a Sartre y compañía. Sin embargo, no le quedó otra que justificar en su introducción el uso heterodoxo del término, y al final resulta que se trata apenas de «un medio de confines bien definidos: el de los maestros de escuela», prefiriendo usar «intelectuales» porque quería diferenciarlos de los «clérigos», al mismo tiempo que las alternativas –philosophus y «humanistas»– poseen una carga histórica que adulterarían sus intenciones. Treinta años después, en otro prefacio, Le Goff se felicita de haber inventado el subgénero de la historia de los intelectuales premodernos (aunque Joseph Schumpeter, en su famoso ensayo sobre «La sociología del intelectual», hable de intelectuales medievales ya en 1942). Al mismo tiempo, deja al desnudo las consecuencias de tan despreocupada latitud al lamentarse de no haber -incluido «vulgarizadores, compiladores y enciclopedistas»: vale decir todos y cualquiera. Al igual que Humpty Dumpty, cuando algunos historiadores utilizan una palabra, esta significa lo que ellos quieren que signifique. Los especialistas, ahora, suelen ser más rigurosos, pues el término «intelectual» también tiene una indeleble carga histórica que deforma o falsifica su uso aproximado.

Virtualmente todos los especialistas toman como punto de referencia la aparición del término «intelectual», como sustantivo, durante el affaire Drey-fus, utilizado en 1898 por Clemenceau para referirse a los signatarios de las cartas de apoyo a Dreyfus. En realidad, el sustantivo ya había sido utilizado en francés desde 1892 por Maurice Barrès. En Inglaterra ya lo empleaban lord Byron (desde 1813) y Coleridge a comienzos del siglo xix (Coleridge se adelanta a Benda al valerse del término clericy). Pero, nuevamente, no se trata de una cuestión de vocabulario, sino del bautizo de una novedad histórica, no sin precedentes, pero sí por primera vez con un perfil propio inconfundiblemente definido. El prestigio e influencia del hombre de cultura ya fue enunciado por el remoto autor faraónico que en su elogio del escriba decía: «Quien comprende los méritos de las letras y se ejercita en ellas aventaja a los poderosos, a todos los cortesanos de palacio». No falta quien ve a los profetas bíblicos como intelectuales primitivos (Max Weber los llama «demagogos políticos»), y el helenista marxista Moses I. Finley dice que los sofistas griegos constituían «una nueva clase intelectual divorciada en sus ideas de la masa ciudadana». La aventura siracusana de Platón tiene un eco dos veces milenario en los planes de Jeremy Bentham de irse a Caracas a legislar las revoluciones latinoamericanas. Sin embargo, a todas estas similaridades y resonancias les falta el elemento esencial que define al intelectual surgido en el caso Dreyfus e imitado en el resto del mundo, con clamoroso énfasis en la América Latina del siglo xx. Todo burgués diplomado latinoamericano termina por descubrir, à la Monsieur Jourdain, que desde siempre ha sido un intelectual sin saberlo. Algunos, incluso, lo son por arte de una genética políticamente correcta: como dijo definitivamente el cantante brasileño Tim Maia, «de los artistas de Río de Janeiro, la mitad son negros que creen ser intelectuales, y la otra mitad intelectuales que creen ser negros».

El caso de los philosophes del siglo xviii es el único precedente realmente válido. Tanto la «cábala filosófica y literaria» que Burke discierne en su análisis contemporáneo de la Revolución Francesa, como el papel de los hommes des lettres descrito por Tocqueville medio siglo después en L’Ancien Régime et la Révolution (1856), ponen al descubierto un fenómeno social exclusivamente moderno. Tocqueville lo tipifica con clarividente concisión en el título del capítulo que trata de ellos: «Los hombres de letras se convierten en hombres políticos». La única diferencia con los intelectuales de 1898 es, sin embargo, de gran importancia: toda persona culta (aunque hoy en día sea arriesgado afirmarlo) conoce por sus nombres y apellidos el elenco ilustre del Siglo de las Luces. Ya las listas de los signatarios de 1898 están compuestas de un puñado de celebridades y una larga retahíla de licenciados, profesores y estudiantes entonces notorios, o candidatos a la notoriedad, y hoy olvidados (no todos: entre los jóvenes semianónimos estaban Proust y Gide). No se trata solamente de una diferencia numérica o jerárquica, de los efectos dispersos de la actividad coincidente de un grupo de hombres de genio de quisquillosa, cuando no rencorosa, individualidad, en contraste con la acción específica, organizada, de un grupo corporativo: la «república de los profesores», como tildó Thibaudet al elemento distintivo de la Tercera República francesa nacida en 1870.

La diferencia es de fondo, y quien mejor la definió fue, por supuesto, un típico intelectual francés, Julien Benda, en un panfleto clásico titulado La trahison des clercs (1927). A lo largo de la historia, los intelectuales premodernos, en nombre de principios superiores –religiosos, morales o filosóficos– habían impedido combativamente que los poderosos pudieran, además de todo, justificar sus fechorías y crímenes. Pero, dice Benda, «desde finales del siglo xix se produce un cambio fundamental: los clérigos [como Benda, de quien son las cursivas, llama a los intelectuales para darles perspectiva histórica] comienzan a participar en el juego de las pasiones políticas; los que servían de freno se vuelven estimulantes». Esto es, los intelectuales, en la fecha simbólica del 23 de enero de 1898, abandonan formalmente su oposición permanente a los dueños del poder en nombre de principios superiores para convertirse en aliados o competidores de los políticos. Benda no decía nada nuevo. Ya en 1916 Ortega abría la primera página de El Espectador afirmando que «la política ha invadido por completo el espíritu». Y Benedetto Croce apostrofa en términos parecidos a los autores del «Manifiesto de intelectuales fascistas» de 1925.

El contraste es nítido. Cuando un Platón o un Voltaire se ponían al servicio de un poderoso era para tratar de guiarlo o, por lo menos, educarlo a partir- de sus «principios superiores». A partir de 1898 el intelectual moderno se politiza, poniéndose al servicio de un poderoso –o un grupo de poder– contra otros, con el objeto declarado de ayudarles a obtener el mando por medio de una ideología política, es decir, principios al servicio de una causa. Por ejemplo, un joven litterateur que hizo sus primeras armas como dreyfusard en 1898, Léon Blum –autor de brillantes comentarios sobre Stendhal–, encabezaría un gobierno socialista cuarenta años después. Pero Blum no necesitaba cuidarse de Benda. Lo que muchos olvidan es que la diatriba de Benda estaba dirigida a los intelectuales de derecha, especialmente Maurras y los intelectuales reaccionarios de la Action Française. De hecho, Benda terminaría como un «compañero de viaje» cualquiera.?Este bagaje histórico y conceptual del término «intelectual» es ineludible, incluida la imborrable sospecha de deshonestidad y traición formulada por Benda. El intelectual inglés del siglo xx por excelencia, el filósofo Bertrand Russell –siempre tan brillantemente equivocado en la cosa pública que podía haber posado para George Orwell–, rechazaba su condición indignadamente: «Nunca me he tildado de intelectual, y nunca nadie se ha atrevido a decir que lo soy en mi presencia». Y el poeta-intelectual estrella de la década de los treinta, W. H. Auden, diría con el tiempo y la experiencia: «Disculpen, pero el hombre a carta cabal, que observa la vida con cierto placer, al oír la palabra “intelectual” piensa en un tipo que engaña a su mujer».

Esta dimensión, incluidos el buen humor y la autoironía, se encuentra totalmente ausente en la Historia de los intelectuales en la América Latina [HIAL, en lo sucesivo]. Excepto de manera involuntaria, como cuando el editor de este primer volumen, Jorge Myers, después de definir a los intelectuales como «expertos en el manejo de la palabra escrita» o del «discurso oral docto», insiste en que una historia del intelectual latinoamericano debe por fuerza incluir «el legado de las civilizaciones precolombinas», las «culturas indígenas», y hasta «las africanas, transportadas a esta región por el vehículo de la esclavitud», a pesar de la «insuficiencia del registro escrito» o, podemos suponer, de grabaciones estereofónicas en el caso de los doctos discursos.

Y eso a pesar de que abunda el material nativo y regocijante. Por ejemplo, el ensayista venezolano Carlos Rangel se refiere al concepto de intelectual latinoamericano como «una clasificación ambigua entre nosotros, pues incluye a todos los «letrados», tales como los abogados, los «secretarios» de los caudillos, los redactores del más mínimo panfleto, los poetas de un solo soneto, los autores de un solo artículo, y desde luego los escritores y periodistas bona fide, los profesores universitarios, los diplomáticos, etc., con todas las combinaciones posibles de esas categorías». Todos los cuales aspiran «sobre todo a extraer de la sociedad beneficios excesivos, sobre la base de haber sido privilegiados con una educación superior gratuita, y de estar armados con un diploma que en Latinoamérica equivale a los títulos de la pequeña nobleza del Antiguo Régimen». No se crea, sin embargo, que este es un simple desplante ideológico regional. Un clásico de la sociología, no siempre mal visto por la izquierda, Max Weber, es igualmente sarcástico al hablar (en Economía y sociedad) del intelectualismo «de clases social y económicamente aseguradas, principalmente -aristócratas, rentistas, funcionarios, beneficiarios (de iglesias, monasterios, universidades, etc.)», sin olvidar el intelectualismo «proletaroide» de los dotados solo con una educación que se considera subalterna, como «bardos ambulantes, lectores, cuentistas y recitadores […] el intelectualismo plebeyo, representado por la capa inferior de funcionarios […], periodistas, maestros de escuela, apóstoles revolucionarios e intelectuales campesinos».

No es el caso de tratar de imponer un corsé restrictivo al historiador de la intelectualidad. Claros los conceptos, y establecido el marco sociohistórico, el tema permite una tolerable flexibilidad. Por ejemplo, uno de los mejores historiadores franceses de la actualidad, Michel Winock, publicó en 1997 un excelente volumen titulado Le siècle des intellectuels, sobre los intelectuales franceses del siglo xx. Su merecido éxito fue tal que cuatro años después publicó lo que el genio mercadológico de Hollywood llama una «precuela» –lo contrario de una secuela, que cuenta el período anterior al de la historia original– con el título de Les voix de la liberté, sobre los escritores «comprometidos» del siglo xix. Este libro nos permite apreciar la transición del philosophe dieciochesco, algo rococó y marginado del poder, a la «consagración del escritor» estudiada por Paul Bénichou, que legitima la élite del intelectual-político (Chateaubriand, Hugo, Lamartine, Guizot, Tocqueville y muchos más) de la Francia ya industrializada para culminar con la masificación del intelectual funcionario al servicio de la política y nuevamente relegado, falto de legitimidad, al margen del poder. En ambos libros la amplitud y coherencia narrativa alternan eficazmente con episodios de microhistoria y veloces perfiles biográficos. El tomo sobre el siglo xix ilumina los orígenes distantes de muchas características, de otra manera inexplicables, de la cultura latinoamericana decimonónica, pero no es mencionado en la HIAL.

De hecho, el lector de la HIAL no puede formarse en ningún momento una idea clara de las etapas que se encadenan –por continuidades o rupturas– en el desarrollo cultural latinoamericano. Sólo el último texto del volumen, de Beatriz Colombi, cumple su cometido histórico con una transparente y ordenada narración, jugosamente informativa a pesar de continuos e innecesarios zalamelés a la beatería antiimperialista. A falta de un consenso o una directriz preestablecidos, los colaboradores maltratan la lógica y el lenguaje en sus esfuerzos de justificación. La primera frase del primer capítulo –un muy competente ensayo de Óscar Mazín– empieza por aclarar: «Los intelectuales no existieron como tales en los virreinatos de la Nueva España o del Perú». Sonia V. Rose, en su «estudio de las élites letradas en el Perú virreinal», se refiere a «la figura que, anacrónicamente, podemos llamar el intelectual». Laura de Mello e Souza, desde el título, pone entre comillas los «intelectuales» que examina en el período colonial brasileño. Y el propio editor de este primer volumen, el ya citado Jorge Myers, prefiere modificar una expresión norteamericana reciente y utilizar «escritores públicos» (derivado seguramente de public intellectuals) para evitar el término «intelectual» en un contexto que no lo admite. Es verdad que Octavio Paz califica a sor Juana de intelectual, en contraste con los clérigos–literatos españoles –Góngora, Lope, Tirso– por su «inquietud espiritual». Y Humboldt nota que los criollos «creen, halagadoramente, la idea de que el cultivo intelectual hace progresos más rápidos en las colonias que en la península».

Pero es obvio que las circunstancias sociales, políticas, demográficas y técnicas no existían en la América Latina para el surgimiento de intelectuales, o algo parecido a lo que entendemos como tales, hasta finales del siglo xix. En 1800 todo el inmenso continente contaba con una población de unos catorce millones de habitantes, y en 1820 sólo uno de cada tres latinoamericanos hablaba castellano, con una mayoría analfabeta. No deja de ser una especie de vergonzante chauvinismo el combatir la simple posibilidad de que la América Latina era abrumadoramente una cultura premoderna con solitarios islotes culturales que no encarnaban una sociedad, sino fuertes individualidades. Es decir, una lejana provincia de Occidente y no sólo de España. La originalidad americana, de sor Juana a Sarmiento, a Darío y a Borges, siempre ha consistido en su desarraigo cultural; porque, al no tener cultura propia, se es dueño natural de todas la culturas. El simple americanismo de maracas y bongós es género para turistas de genio, como Chateaubriand, Conrad o Valle-Inclán.

Cosa curiosa, aunque típica, es que esta Historia de los intelectuales en América Latina, que tan desaforadamente trata de saltarse las convenciones historiográficas, pasa de largo por uno de los momentos genuinamente originales, pero descuidado, de la historia intelectual de la región: antes que los bolcheviques, los revolucionarios de la independencia latinoamericana vivieron la historia como una representación mental –como una consciente mímesis intelectiva– de la Revolución Francesa. Tanto la decisión de independizarse como la posterior tarea de construir la nacionalidad -constituyen un episodio intelectual. Se olvida frecuentemente que la historia latinoamericana nace de un accidente imprevisto: aunque la independencia era eventualmente inevitable, podía haberse demorado hasta finales del siglo xix (como sucedió en Cuba), o incluso hasta la ola de «descolonización» promovida por los Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial. Puede argumentarse razonablemente que un desgajamiento más lento, gradual y preparado habría sido para alivio y felicidad de la mayoría; el caso del Brasil constituye una prueba parcial. En todo caso, es difícil creer que habría sido peor.

Lo innegable es que, sin las guerras napoleónicas, lo más seguro es que los conatos independentistas hubieran fracasado como en el pasado, o habrían triunfado en contados enclaves sin un efecto de contagio (como pasó con Haití veinte años antes). La invasión francesa no sólo desarboló el gobierno español; también, y sobre todo, dejó a la intemperie y vulnerable la tenue y anacrónica estructura de su imperio americano. El prócer argentino Manuel Belgrano, en su Autobiografía, dice que «sin ningún esfuerzo de nuestra parte, Dios nos dio la oportunidad». La independencia latinoamericana, como las revoluciones francesa y rusa, fue un inmerecido festival de improvisación –rasgo que se tornará característico en la historia hemisférica hasta hoy– en lo militar, lo político, lo social y lo intelectual. Sólo las vastas soledades deshabitadas del subcontinente lo salvaron de un futuro haitiano. Así y todo, el lírico inventor de su teoría y virtuoso ejecutor de su praxis, Simón Bolívar, llegó a la desencantada conclusión de que había arado en el mar, metáfora que vale una biblioteca de estudios latinoamericanos. No sólo no había una nación latinoamericana: ni siquiera se daban los elementos para fabricar una regional. Con el tiempo quedaría claro que eso era igualmente cierto de casi todos los países surgidos de la independencia. Una nación–Estado no es un espacio geográfico, una bandera y una constitución. Es -–-como propone el más original de los teóricos del nacionalismo, Ernest Gellner– una ciudadanía con un proyecto de modernidad (vale decir de adaptación a la nueva era humana que cristaliza hacia 1750) cuyo elemento esencial es el Estado de derecho, la organización racional de sus fuerzas. Aún hoy, el Estado de derecho no pasa de ser una aspiración para las mayorías latinoamericanas. Y el proyecto histórico de la América Latina ha consistido, desde la independencia –y gracias a la manera en que se llegó a la independencia– en echarle un pulso a la modernidad. Al igual que Europa, ha fracasado (ese fracaso tiene un retrato, en rojo sangre, que es la historia del siglo xx).

El gran triunfador de la modernidad, esa combinación de libertad y prosperidad para la mayoría, son los Estados Unidos, lo que explica el rencor inextinguible del resto del mundo. Pero los Estados Unidos no doblegaron, no vencieron, a la modernidad: la adoptaron y la hicieron suya hasta encarnar –como correcta, aunque inconscientemente, confirman los antiimperialistas– el espíritu mismo de la modernidad. A contramano de la historia moderna, esa decisión fue adoptada por un brillante grupo de intelectuales. En la Convención Constitucional de 1787, treinta y uno de los cincuenta y cinco miembros tenía un título universitario, lo que resultaba excepcional en la época. De hecho, había dos presidentes de universidades y tres catedráticos. Los más destacados (Madison, Adams, Quincy, Jefferson, Gallatin, Livingston) eran algunas de las mentes más brillantes de la época, aunque casi todos ellos eran también hombres prácticos que vivían de sus actividades profesionales o comerciales. La documentación de sus debates aún puede ser leída hoy, como quería Hannah Arendt, como el mejor tratado de política existente, certificado por más de doscientos años de éxito tan continuo como irrefutable. No se trataba, sin embargo, de una receta milagrera. El colonialismo inglés era reacio a colonizar la sociedad y el alma de sus posesiones ultramarinas, y los dos factores cruciales en América del Norte fueron el Estado de derecho heredado de los ingleses y el estilo meramente comercial del colonialismo británico (ambas, por supuesto, columnas que se sostienen mutuamente). Montesquieu decía de las revoluciones inglesas del siglo xvii que, basadas en la libertad, sólo la confirmaban; para John Adams, la revolución americana ya estaba consumada antes de que empezara la guerra de Independencia. Llegada la modernidad –y con el triunfo del espíritu científico y la revolución industrial–, los norteamericanos, preparados de antemano, tuvieron la suerte de estar en el momento correcto en el lugar correcto.

El lugar equivocado era Europa, cuna de la modernidad. El impacto casi metafísico de la condición moderna –nada menos que un reordenamiento de las relaciones del hombre con el cosmos–, que no encontraba obstáculos en la amplitud geográfica e histórica norteamericana, se enfrentaba en Europa a densas e intrincadas sociedades y arqueológicas instituciones milenarias. La historia europea ha sido desde entonces una guerra civil entre los que se resisten a la modernidad y los que creen poder vencerla, domeñarla o darle la vuelta: esto es, una guerra de reaccionarios y conservadores contra revolucionarios e intelectuales. Los disidentes (Tocqueville, Aron) son una minoría escarnecida. La tragedia latinoamericana es que, cuando podía escoger, se decantó por el modelo europeo, y en la versión francesa.

Esa fue una decisión intelectual –es decir, arbitraria, aunque fuera improvisada– de las élites. Su carácter intelectual fue percibido por un contemporáneo, Schopenhauer, que hizo una comparación burlona: la República de las Letras le recordaba a las flamantes repúblicas latinoamericanas. En España, las élites aceptaron a los franceses, pero el pueblo no. Ese fue también el primer instinto en las colonias, aunque no había invasores extranjeros que catalizasen la voluntad popular. En el fragor de las guerras de independencia no hubo política: no sólo no se consultaba a una ciudadanía que no existía, sino que las decisiones casi siempre, en el mejor de los casos, eran el resultado de debates «filosóficos». Simón Bolívar llegó a quejarse por escrito: «Tuvimos filósofos por jefes, filantropía por legislación, dialéctica por táctica y sofistas por soldados». Eso se sabía hasta en Europa: Lord Byron y Jeremy Bentham hicieron planes para viajar a Venezuela, aunque no llegaron a inaugurar la tradición de intelectuales del primer mundo deseosos de usar la América Latina como laboratorio de sus ideas. En compensación, el propio Bolívar, al igual que Platón o Rousseau, escribía constituciones por encargo. Por algo llevaba en las faltriqueras el ejemplar de El contrato social que había sido de Napoleón. La combinación fue tan emblemática como fatal.

Los norteamericanos, que se habían desgajado de Inglaterra como un hijo que llega a la mayoría de edad y quiere iniciar vida propia, hicieron como los buenos artistas, tomando todo lo que pudieron de su tradición para ampliarlo y mejorarlo; la originalidad, la famosa excepcionalidad americana, sin paralelo en la historia, vino sola. Los jefes de la independencia latinoamericana –cuyas revoluciones no eran la expresión de un movimiento anticolonial popular, pues les cayeron en las manos de carambola napoleónica– sólo atinaron, como acostumbra la soberbia intelectual, a repudiar todo lo que eran y tenían, no sólo la soberanía española, sino todas sus instituciones y valores. Como dice Ortega de los «filósofos» revolucionarios, «destruyen la Realidad que no pueden comprender». Destruyen, incluso, lo que supieron comprender. Como ha señalado Pedro Henríquez Ureña, ese es el caso de los estudios científicos en la América Latina durante el siglo xviii, que la barbarie desatada por la independencia consigue borrar de la cultura hemisférica.

Claro que el «americanismo», la conciencia y el sentimiento de ser americanos, ya existía, incluso a nivel popular; pero también existe el catalanismo, hasta hoy. El sólido e informativo, aunque restringido, ensayo de Rafael Rojas en la HIAL sobre «el americanismo de los primeros republicanos» –que comienza prometedoramente enunciando que «la independencia, además de una guerra, era una revolución intelectual», pero se limita a «un asunto de ideas y de lenguajes políticos»– se ocupa de los árboles y no del bosque. Lo que sucedió fue mucho más allá. En la expresión del historiador inglés John Lynch, los próceres independentistas quisieron «crear» –como un artefacto intelectual– naciones desde cero. Como ocurre con los originales a ultranza, los resultados fueron nuevas versiones mal ejecutadas de viejos errores. Al final, Bolívar terminó como precursor de la reacción caudillesca, recetando presidentes perpetuos con poderes dictatoriales más opresivos que los coloniales. Quien más elocuentemente ha sintetizado los resultados y consecuencias –más allá de las ideas y las -palabras– de las revoluciones independentistas y sus pretensiones pro-meteicas, gracias a su saber personal en la materia, ha sido Fidel Castro: «Envidiábamos a los intelectuales y a los artistas y a los guerreros y a los luchadores y a los jefes de aquella época», dijo Castro en sus Palabras a los intelectuales (1961). Para concluir en el mismo párrafo: «¿Qué fueron aquellas guerras de Independencia sino la sustitución del dominio colonial por el dominio de las clases dominantes y explotadoras en todos esos países?». Plus ça change… Sin embargo, en la Historia de los intelectuales en América Latina, que en este primer volumen cubre el siglo xix, el lector no encontrará una discusión de las revoluciones independentistas como el episodio fundacional en que los intelectuales –en el sentido nato de las élites ilustradas, que sus autores aceptan– tuvieron un papel crucial, a pesar de ser un fenómeno tal vez único en su escala continental, y uno de los rasgos constitutivos de la historia del hemisferio.

Los frutos fueron sobrecogedores. La América Latina colonial, como oportunamente recuerda Óscar Mazín, era «una civilización inserta en el marco de una entidad geopolítica a escala planetaria». Con la independencia el hemisferio, con la parcial excepción del Brasil, cayó en un período de violencia, atomización y barbarie, fruto de un aislamiento casi autista, aislamiento del campo ante la ciudad, de la provincia ante la capital, de la capital ante el resto del mundo. El fenómeno es parecido a lo que sucedió en Europa occidental desde 476, cuando desaparece la cultura del Imperio Romano de Occidente y la civilización mediterránea se resquebraja hasta casi desaparecer en un proceso de violencia, empobrecimiento, atomización y aislamiento (un libro brillante sobre el tema es The Fall of Rome and the End of Civilization, 2006, de Bryan Ward-Perkins). El acceso libre y de pleno derecho al festín de la civilización de que gozaron el inca Garcilaso, Juan Ruiz de Alarcón o incluso Francisco de Miranda se interrumpe durante varias generaciones (excepto en el Brasil) hasta reanudarse sólo parcialmente con el modernismo. Cuando Humboldt visita México al comenzar el siglo xix visitaba una próspera y culta, aunque lejana, provincia europea; cuando Frances Calderón de la Barca publica su libro sobre la vida en México cuatro décadas después, su ángulo es el de una exploradora en un país exótico. La brusca transición de la civilización a la barbarie tiene su expresión clásica en el Facundo sarmientino: «La sociedad ha desaparecido completamente y toda clase de gobierno se ha hecho imposible».

Una historia de los intelectuales –como todas las historias modernas, desde Gibbon– no puede ser por ello sino «un registro de sus crímenes, locuras y desgracias». Al mismo tempo, no puede ser solo eso; hasta Gibbon se pone lírico al narrar determinados momentos. Pero la Historia de los intelectuales en América Latina, que soslaya las calamidades causadas por los filósofos, filántropos, dialécticos y sofistas de Bolívar porque destruyeron el orden existente, renuncia también a ocuparse de manera sistemática de los responsables de la reconstrucción. El problema tal vez resida en la identificación explícita, ya desde el subtítulo del volumen (La ciudad letrada, de la conquista al modernismo), con el libro de Ángel Rama La ciudad letrada (1984). Para Rama, las élites letradas formaban parte del sistema de poder, siguiendo la teoría marxista que ve al intelectual como una mera pieza de la «superestructura» con función ideológica (como es consagrado en el preámbulo de la Constitución soviética). Desde la colonia «se trataba del mismo esfuerzo de transculturación a partir de la lección europea». Lo que no queda claro, leyendo a Rama, es cómo los intelectuales «sensibles a las doctrinas sociales de la época», que merecen su admiración, no estaban realizando «un esfuerzo de transculturación a partir de la lección europea», a menos que los clásicos del socialismo sean traducciones del quechua o del náhuatl. Esta sujeción metodológica a una visión parcial y parcializada de lo que es un intelectual y su papel en la sociedad provoca frecuentes episodios de daltonismo histórico.

El más grave es el que retacea y difumina hasta casi hacerlo invisible el período liberal que, entre 1870 y 1930, permitió pensar en algún momento que la América Latina estaba ya encaminada hacia un lugar honorable en la modernidad. Algunos de los intelectuales que prepararon el terreno y llevaron a cabo esa tarea, de Andrés Bello a Domingo Faustino Sarmiento, del brasileño José Bonifácio al mexicano Justo Sierra, y un largo y glorioso etcétera, compiten fácilmente en brillo y calidad humana con los intelectuales-políticos franceses de mediados del siglo xix. Más aún, como indica la historiadora Gertrude Himmelfarb de los intelectuales ingleses de la era victoriana –en contraste con muchos de sus contemporáneos franceses–, gozaban de una legitimidad que, al mismo tiempo que facilitaba su tarea, ponía límites políticos y democráticos a sus acciones. En otras palabras, eran lo que un gramsciano llamaría «intelectuales orgánicos». Por supuesto, Gramsci comprendía y admiraba las funciones de los intelectuales burgueses, y quería emularlas. Ya la historiografía marxisant, sin la disciplina marxista, no se atreve a reconocer la labor del liberalismo latinoamericano decimonónico, a pesar de que este puede ser descrito, en el contexto de la época, como una izquierda no socialista (y ciertamente eran vistos como tal por conservadores y reaccionarios). Los autores de la Historia de los intelectuales en América Latina mencionan parte del canon tradicional, pero estudian únicamente las grandes figuras en términos genéricos o indirectos, casi como meros comparsas del «proceso de secularización», o de «la construcción del relato de los oríge-nes», etc. Estos ensayos son de gran interés e impecable profesionalismo, pero no constituyen una historia.

No se trata, naturalmente, de pedir que este libro sea otro del que es. Se trata de lo que la legislación estadounidense llama truth in advertising, o veracidad en la presentación de un producto. Independientemente de los méritos que pueda tener, este libro no es una historia de los intelectuales latinoamericanos. Pero en su título, introducciones y alusiones internas se presenta como una historia, es decir, una versión (cualquiera que sea su orientación ideológica) articulada y sistemática de un tema y su desarrollo en el tiempo. Sus compradores y lectores quedarán defraudados. Y es una gran oportunidad perdida. Como en el caso de la independencia, el ámbito intelectual de la historia latinoamericana puede iluminar sectores ignorados o descuidados. No sólo los marxistas consideran a los intelectuales como importantes y obligados protagonistas de las sociedades modernas, cuya base, después de todo, son los conocimientos y su circulación. En el otro extremo ideológico de Gramsci, el liberal Friedrich Hayek afirma: «Ellos son los órganos que la sociedad moderna ha desarrollado para la propagación del conocimiento y las ideas, y son sus convicciones y opiniones las que sirven de filtro a través del cual todos los nuevos conceptos deben pasar antes de llegar a las masas».

Esto resulta evidente en la historia del siglo xx latinoamericano; y en términos cronológicos, ya que empieza con el modernismo, debería estar cubierto en este volumen de la HIAL. El modelo francés que cuaja en 1898 es inmediatamente imitado en el hemisferio a partir de Rodó y Darío, que sembraron las semillas tanto del reaccionarismo fascistoide como del antiimperialismo reacio a la modernidad en sus elementos básicos, como el Estado de derecho y la economía de mercado (que tardarían un siglo en imponerse debido a esa tendencia). La influencia de Rodó parece improbable hoy en día, dada la banalidad de sus ideas y la empalagosa ilegibilidad de su estilo. Todavía se hace la crítica de la envidiada prosperidad americana desde el novorriquismo intelectual à la Rodó, aun traduciendo del francés, pero ahora escrito en castellano anglicizado. Como señala Carlos Altamirano, en la introducción general de la HIAL, Rodó ya en agosto de 1900 –a sólo dos años del nacimiento del intelectual moderno en París– quiere dirigirse a «la juventud de nuestra América» con una «campaña de propaganda entre los intelectuales». Ahí comienza la versión actual del victimismo rencoroso que domina amplios sectores ideológicos en la América Latina. Su influencia se sentiría hasta el triunfo del socialismo como ideología hegemónica de los intelectuales latinoamericanos, aunque su señoritismo lacrimógeno sigue resonando como un bajo continuo. La política estudiantil del continente, desde el movimiento argentino de la Universidad de Córdoba en 1918, le debe algunos de sus rasgos más lamentables.

Esta figura fundamental y sus efectos no es estudiada con detenimiento en la HIAL, pero el volumen se cierra apropiadamente con Rubén Darío. El poeta, como periodista, había comentado la participación de Zola en el caso Dreyfus y, en consonancia con el nacimiento del intelectual moderno, escribió que «ir a la acción es el deber del verdadero pensador de nuestro tiempo». Y, por supuesto, se adelantó a Rodó en su preocupación por «el triunfo de Calibán». En el que es uno de los capítulos más cercanos a una historia intelectual de la HIAL («El modernismo y el intelectual como artista»), Susana Zanetti examina el fenómeno del artista famoso como intelectual comprometido, figura que dominaría el escenario hasta la llegada en masa de la burocracia universitaria latinoamericana durante los últimos cincuenta años.

Para Zanetti, Darío encarna, como personalidad máxima del modernismo, «una nueva configuración del trabajo intelectual en Hispanoamérica» (podemos añadir que lo mismo ya había sucedido una generación antes en el Brasil con Machado de Assis y sus contemporáneos). Zanetti, sin embargo, en el espíritu del libro, quiere inflar el «compromiso» de Darío y el modernismo hasta convertirlo en una lucha contra «el sometimiento del artista a los imperativos de la nación», en «una etapa en la cual lo dominante son los gobiernos fuertes». Eso es sólo una manera de ver las cosas. Darío era tan frívolo como inspirado. Un día denostaba a Calibán para el otro (después de un nombramiento diplomático) cantar sus virtudes. Su supuesto radicalismo político tenía algo que ver con los negros anarquizantes que alguna vez escribían sus crónicas. Y, como honestamente registra Zanetti, La Nación de Buenos Aires, que lo mantuvo durante buena parte de su vida adulta, le recordó sin mayores miramientos que «no era un escritor independiente sino un asalariado que debe atender las órdenes del jefe de redacción». Gran poeta y hombre entrañable como era, Darío es principalmente moderno por inau-gurar la nutrida y degradante tradición de intelectuales rebeldes, críticos, independientes y antiimperialistas que medran al servicio de la prensa liberal y de los cargos públicos de favor de regímenes lacayos del imperialismo.

La verdadera intelectualidad latinoamericana moderna estaba entonces en embrión. Como en todas partes, sólo en el siglo xx llegaría a su pleno desarrollo, y sus responsabilidades colectivas –porque las excepciones individuales constituyen capítulo aparte– son tan graves como en otras culturas. Pero es a los intelectuales latinoamericanos, por razones topográficas, a quienes se aplica mejor la profética parábola que H. G. Wells dedicó a la soberbia intelectual en 1904, poco después del nacimiento del intelectual moderno. En su cuento The Country of the Blind («En el país de los ciegos»), un montañero cae en un abismo de nieve en los Andes ecuatorianos, que esconde un valle aislado del mundo desde hacía muchas generaciones. Una enfermedad misteriosa había dejado ciegos a sus habitantes que, con el pasar del tiempo, también olvidaron la existencia de un ancho mundo exterior. Lo primero que se le ocurre al protagonista, Núñez, es el dicho de que, en el país de los ciegos el tuerto es el rey. Pero los ciegos tenían un país en el que «todo había sido hecho de acuerdo a sus necesidades», y «todos sus métodos y procedimientos surgían naturalmente de sus necesidades especiales». En ese país alguien con dos ojos, que había visto el mar y las grandes ciudades y el cielo y las estrellas, era un ser inferior, al borde de la imbecilidad y delirante de conceptos ininteligibles. Núñez se da cuenta de que la única manera de valerse de la ventaja de sus ojos era la violencia traicionera, pero finalmente descubre que no poseía la infame capacidad de golpear a un ciego a mansalva y se declara vencido. Esa es una decencia que no han tenido todos los intelectuales en el poder.

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