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Algo más que películas

A PHILOSOPHY OF CINEMATIC ART

Berys Gaut

Cambridge University Press, Cambridge

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Alphaville, la película de Jean-Luc Godard, es de 1965. De ese mismo año es Doctor Zhivago. Exactamente diez años antes habían aparecido Conspiración del silencio, El hombre de Laramie, Marty, Rebelde sin causa y Atrapa a un ladrón. Prueben a verlas de nuevo y traten de imaginarlas como recién estrenadas. La película de Godard, con vocación de vanguardia, parece irrevocablemente antigua, un boceto pueril y pretenciosoLo asombroso es que, también a estas alturas de la vida, sigue con los bocetos, como se confirma su última película, Film Socialisme, un boceto que viene de otros bocetos. Esa circunstancia ha sido observada por críticos, incluso devotos. Véase, por ejemplo, Andrea Queralt, «29 esbozos para compartir. (A propósito del último plano de Vrai/faux passeport), Lumière. Internacional Godard, s.f., pp. 14-15 (accesible en http://www.elumiere.net/numeros_pdf/Lumiere_FS.pdf). El problema es que los esbozos solo se justifican desde la obra acabada. Nos interesan los esbozos de Velázquez porque cierto día terminó La rendición de Breda. Apreciamos los bocetos de los artistas con obras. El plano de un edificio no es una obra arquitectónica y el boceto de una paella no es comestible.. Y es que pocas cosas han envejecido más deprisa que el cine que nacía con pretensión de modernidad. Bueno, sí, una: la literatura generada en los entornos de ese cine, casi toda ella en la estela de dos disciplinas que querían venderse como ciencia de primera: la semiótica y el psicoanálisis. Los escritos de los Barthes, Deleuze y, sobre todo, Lacan, cuando resultaban inteligibles, no iban más allá de ocurrencias desigualmente ingeniosas, envueltas, eso sí, en un léxico campanudo. Si drenamos aquella literatura en busca de una idea reconocible, apenas nos queda la tesis de que el cine es un tipo de lenguaje. La idea no era nueva, venía de Eisenstein, pero sí la decoración cientificista con que se arropaba.

A criticar las tesis centrales de esa literatura, que todavía contamina buena parte de las teorías sobre el cine, se dedican no pocas páginas de A Philosophy of Cinematic Art. Un empeño en el que Gaut no está solo. De hecho, su trabajo se inscribe en lo que bien puede reconocerse –al menos así lo presenta el autor en la pequeña historia con que abre el libro– como la tercera época de la reflexión sobre el cine y que se identifica, antes que por otra cosa, por ciertas coincidencias en las perspectivas y los procedimientos: las herramientas de la filosofía analítica y, más recientemente, y según podía anticiparse, las ciencias cognitivas. Y poco más, porque los autores de esa adscripción están en franca y limpia polémica entre ellos, como lo confirma este mismo trabajo, cuyos capítulos avanzan en permanente discusión con otros estudiosos analíticos. Eso sí, todos, o casi todos, parten del mismo punto de partida, el obligado cuando uno llega de nuevo a la fiesta y con ganas de hacerse sitio: echarle las cuentas al gallito del lugar, a las teorías dominantes, en particular a la mencionada tesis del cine como lenguaje. Una labor para la que estos autores están más que adiestrados. Al cabo, la estrategia básica de los analíticos ante los problemas filosóficos consiste en diseccionar los lenguajes con que hablamos de ellos, en preguntase cómo funcionan el lenguaje de la ciencia, el de la religión o el de la moral.

La conclusión podía anticiparse: el cine no se parece en nada relevante a un lenguaje y la comparación confunde más que aclara. Una opinión que, de hecho, había admitido –eso sí, con la boca pequeña– el gran teórico de la tesis del «lenguaje cinematográfico», Christian Metz, cuando reconocía que, en su trato con el mundo, el cine, a diferencia del signo lingüístico, no es convencional y, lo que es más importante, que carece de unidades de significación míninas, el equivalente a las palabras. Si las tomas no operan como las palabras, de poco sirve la pirueta de comparar el montaje –que combinaría las tomas para dar pie a unos hipotéticos enunciados– con la gramática. La comparación quiebra por su base.

Gaut, y con él buena parte de los estudiosos de la tercera generación, entronca con los problemas que preocuparon a los teóricos anteriores a la torrentera semiótico-psicoanalítica, con la primera teoría de cine. De hecho, el ensayo arranca con una pregunta formulada por un estudioso clásico del arte, Rudolf Arnheim: ¿es un arte el cine? La pregunta, de 1933, a estas alturas, puede parecer bastante idiota, pero, como tantas veces sucede con las preguntas adanistas, en su trastienda hay asuntos de envergadura. Después de todo, Roger Scruton, quien la ha reformulado recientemente para contestarla negativamente, no es un tuercebotasRoger Scruton, Aesthetic Understanding: Essays in the Philosophy of Art and Culture, Londres, Methuen, 1983, pp. 127 y ss.. Según él, el cine no es un arte por la misma razón que no lo es un cedé, que reproduce una sinfonía, o un libro, de papel o electrónico, que recoge unos poemas. Esos artefactos reproducen un arte que está «ahí delante», que es previo. Su relación con el arte es, por una vía más o menos complicada, causal: el arte está en el origen y una secuencia de procesos físico-químicos desemboca en un registro. Pero ahí se acaba el cuento. En el soporte no hay un agente, no hay intención, como la que cuaja en una pintura, realista o no, cuando el «creador» piensa y levanta una realidad. En todo caso, será arte lo que se coloca frente a la cámara, pero no lo que no hace sino «reproducir o reflejar» lo que se pone ante ella. Si algo es la exacta reproducción de un objeto, no hay ocasión para la expresión. No está de más recordar que, a diferencia de Scruton, Arnheim sí creía que el cine es arte, precisamente porque hay diferencias entre la imagen y el objeto. En la imagen hay tareas de edición, hay una imagen bidimensional, hay un marco en torno a la imagen, entre otras cosas. Por eso mismo, el cine mudo era, a su parecer, «más arte» que el sonoro, porque las diferencias eran mayores.

La discusión, después de Hitchcock, Welles, Coppola, Hawks, Wyler o Lean, está zanjada de la mejor manera y hoy tiene no poco de artificio filosófico. Pero si vale la pena recordarla es porque, tirando de ese hilo, el autor construye la trama de los diversos debates filosóficos actuales en torno al cine: el realismo, la autoría, la interpretación (de las obras), la narración, los mecanismos psicológicos y emocionales de identificación. En cada uno de ellos asoma la vieja pregunta. Dada la base fotográfica del cine resulta inevitable el debate –de André Bazin, de Siegfried Kracauer– acerca de cuál es el realismo del cine, acerca de si un «realismo» que es simple proyección tiene que ver con el arte. Si, dando un paso, se acepta que hay arte, la pregunta siguiente es quién es el artista y, casi de corrido, si podemos hablar de los directores como los genuinos creadores, como suponía la teoría del cine de autor de Andrew Sarris, o hay algo parecido a una obra colectiva, con intenciones cohonestadas, y qué significa eso. Si se acepta todo lo anterior, la interpretación es el siguiente eslabón: el «significado» de la obra viene ya dado (por las intenciones del autor) o, por el contrario, lo crea el espectador o la crítica al atribuirle uno determinado. Por el mismo camino, en sucesivos capítulos, el autor va enhebrando reflexiones acerca de otros asuntos, como la narración cinematográfica, sus afinidades y diferencias respecto a la literaria, o los complejos mecanismos de identificación entre el espectador y los protagonistas y las situaciones en que se desenvuelve la acción.

Resumidos los asuntos en cuatro líneas, podría parecer que vamos de trivialidad en trivialidad. Puedo asegurarles que no es el caso, que las discusiones del autor sobre realismo, narración, autoría o dispositivos cognitivos y emocionalesLos aspectos cognitivos están desarrollados más extensamente en otro ensayo, muy interesante, sobre un asunto que no aparece en el trabajo comentado, las relaciones entre ética y estética, en el que el autor defiende la evaluación ética del arte. Véase Berys Gaut, Arts, Emotion, and Ethics, Oxford, Oxford University Press, 2007. presentan mil matices y el lector –al menos este lector– descubre reflexiones de provecho también para otras disciplinas artísticas con las que el cine guarda parentescos o, al menos, comparte problemas, como es el caso de la pintura (a cuenta del realismo) y la literatura (a cuenta de la narración). La estrategia, propia de los analíticos (y de la mejor escolástica), de aclarar las polémicas mediante distingos se confirma particularmente provechosa en esos terrenos, tan frecuentados por los creadores, que se lanzan un poco a bulto y, a veces, con no poca pompa. Con todo, el mayor interés de la perspectiva de Gaut radica en una elección que modifica el conjunto del debate, de cada uno de esos debates. Y es que, a su parecer, el cine, «el medio de las imágenes en movimiento», en su caracterización, es algo más que el cinematógrafo, que el cine tradicional, basado en los fotogramas, deudor de un «ahí delante». En su opinión, cualquier definición cabal del cine ha de ser capaz de dar cuenta –de capturar– del cine digital, del cine de animaciones y de los videojuegos, a los que Gaut denomina «cine interactivo».

No son pocas las implicaciones de ese reajuste. La primera, histórica: el cine de toda la vida, el cine de celuloide, vendría a ser un paréntesis en la biografía del medio, una biografía que comenzaría, por lo menos, en 1833, con el zoótropo inventado por William Horner, aquella máquina estroboscópica compuesta por tambores circulares en los que el espectador veía moverse unas imágenes dibujadas sobre tiras de papel, y que estaría ahora revitalizándose con los nuevos soportes y técnicas. Gaut incluso se atreve a conjeturar otra historia posible del cine, a partir del supuesto de que la fotografía no se hubiera descubierto y, luego, matrimoniado con el cine. Pero, más allá de la reconstrucción de la genealogía, las implicaciones mayores de esta ampliación del foco afectan, sobre todo, al modo de entender el cine, a los debates centrales que han ocupado a los analistas del cine, que ahora aparecen iluminados desde otra perspectiva, comenzando por el primero, por el que se suscitaba la pregunta de Arnheim, que, sencillamente, se disuelve una vez que se entiende que el cine no está atado al soporte fotográfico y, por ende, no es deudor de un «ahí delante» que reflejar. Y detrás de ese debate, los otros. El realismo, desparecidas las constricciones del mundo real, manipulable solo hasta un límite, comienza a ser una cuestión que atañe más al cómo se cuenta que al qué se cuenta. Las ilimitadas posibilidades de manipular la imagen acaban con muchas ataduras narrativas. Y lo mismo sucede con la autoría que, según Gaut, es esencialmente colectiva, lo que, por supuesto, requiere dilucidar qué es eso de «intenciones y acciones de grupo», un asunto de notable interés para las ciencias sociales, dicho sea de paso.

Podría parecer que Gaut, en realidad, antes que encarar los debates, los evita, incluso que hace trampas, cuando procede mediante una estrategia estipulativa: si se cambia la definición de cine, entonces hablamos de otra cosa y el debate entre unos y otros deja de tener sentido, como no tiene sentido un debate en torno al entrenamiento en el deporte entre dos personas que tomen como referencia la halterofilia y el ajedrez. Pero no creo que sea el caso de Gaut. Este proporciona razones independientes –de las que luego utiliza en sus argumentos– y atendibles para agavillar bajo el rótulo de cine los distintos soportes y técnicas. De hecho, su proceder responde a una elección teórica muy parecida a la que, en filosofía de la mente, da pie al funcionalismo, según el cual hay diversos estados físicos e incluso no físicos que pueden materializar el mismo estado mental. La comparación, del propio Gaut, le permite detectar las propiedades esenciales del medio y, a partir de ahí, levantar su reflexión. La mejor prueba de que el autor no aborda los debates mediante la argucia de hablar de otra cosa es que, aunque los nuevos soportes le permiten muchas veces ilustrar con más claridad sus tesis, no duda en recurrir, a la vez, al cine de siempre para ver que también allí valen, lo que, a la postre, refuerza su decisión de ampliar la perspectiva, de incorporar las nuevas técnicas. Sucede ejemplarmente con la discusión sobre la idea de «correcta interpretación» a partir de Rashomon, la clásica película de Kurosawa.

La propuesta de Gaut no está libre de polémicas. Él mismo, en el capítulo final, destaca su originalidad –que es otro modo de reconocer sus puntos discutibles– al contraponerla a la otra opinión, extendida entre los filósofos de arte, según la cual, las teorías de arte deben tener un alcance general. Es el caso, según él, de Noël Carroll, seguramente el filósofo analítico del arte que más se ha ocupado del cineLa caracterización de Carroll por parte de Gaut seguramente requeriría algunos matices; después de todo, es el autor de una obra –con la que guarda muchas afinidades la aquí comentada, comenzando por la crítica a la tradición heredada– como The Philosophy of Motion Pictures (Londres, Blackwell, 2008). Al referirse a su disgusto en sus años de formación frente al estructuralismo y al marxismo francés, el filtrado por el psicoanálisis, y a las películas que «filosofaban a través del cine», en particular Godard, dice que experimentó la misma sensación de encontrarse frente al dogmatismo católico de los hermanos maristas en la escuela primaria. Para esa parte de su vida, y su ideas sobre el cine, merece la pena leer la larga entrevista realizada por Ray Privett y James Kreul en Senses of Cinema: «The Strange Case of Noël Carroll. A Conversation with the Controversial Film Philosopher», accesible en http://archive.sensesofcinema.com/contents/01/13/carroll.html. , para quien no cabe una estética específica del cine y, a lo sumo, hay lugar para análisis concretos de obras o para reflexiones asistemáticas de aspectos parciales del género. Por el contrario, Gaut, como Lessing, por citar al clásico, cree que el camino más prometedor para la reflexión estética –aunque no el único– es la exploración de teorías específicas, asociadas a cada disciplina artística, a sus particulares medios expresivos. Así, por ejemplo, a su parecer, el esencial conservadurismo de la novela, aferrada sin apenas variaciones a sus moldes clásicos, frente a la enorme capacidad de renovación de la plástica se explicaría, en buena medida, por la peculiaridad de sus respectivos mimbres, pues mientras la novela, por el propio carácter convencional de las palabras, está obligada a la disciplina, a limitar la arbitrariedad, la pintura puede permitirse el jugueteo, el uso de las distorsiones formales, amparada, como está, dada su naturaleza visual, en nuestra capacidad cognitiva, plástica y adaptativa, para el reconocimiento.

Decía Truffaut que «quien ama el cine ama la vida». Es posible. Lo que es menos seguro es que «quien ama la literatura sobre el cine ame la vida», e incluso pudiera suceder que no ame el cine. Al fin y al cabo, el análisis químico de la sopa no tiene sabor a sopa, decía Einstein, y un manual de sexología no proporciona orgasmos, añado yo. Son consideraciones que el lector de ensayos de teoría estética, al menos de esta naturaleza, nunca debe olvidar si se decide a explorar esta literatura para no atragantarse ante discusiones plagadas de meandros, de debates que, a veces, pueden parecer peregrinos, y de distinciones que, aunque casi siempre aclaran, en alguna ocasión no se sabe muy bien para qué sirven y, como las escolásticas, según es fama, no nos ayudan a avanzar por camino alguno y, de tanto que se elevan, acaban en gaseosas, sin que les quede el amarre firme y preciso de la buena ciencia que siempre salva a la filosofía de la ciencia, un género con el que la teoría del cine emparenta en más de un sentido. Hecha la advertencia a los navegantes, que no pretende ser disuasoria, tampoco debemos olvidar que, aunque el manual de sexo no produce orgasmos, puede ayudar a que, cuando se dé la ocasión, con lo aprendido, los orgasmos sean de mejor calidad.

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