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¿Pero hubo alguna vez once mil artistas?

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El que fuera durante largo tiempo catedrático de Filosofía de la Universidad de Columbia (hoy emérito), Arthur C. Danto, no es un personaje corriente en el ecosistema académico porque, además de filosofar sobre el Arte, practica la crítica en el influyente The Nation, lo cual lo convierte en víctima de la ira de ambos gremios. «¿No será su teoría del Arte una justificación de efímeros gustos personales?», se preguntan los filósofos. «¿No será que el oficio filosófico determina su selección artística?», insinúan los críticos. Lo cierto es que son escasísimos los teóricos del Arte que además han ejercido de críticos. El primero bien pudo ser Diderot, y el último Clement Greenberg. Quizás Danto esté más cerca de Diderot que de Greenberg.

El libro que nos sirve de excusa para hablar de él, La Madonna del futuro, no es un ensayo filosófico, como los anteriormente publicados por Paidós, sino una colección de críticas surgidas al azar de las exposiciones. ¿Y para qué leer sobre objetos que exigen un examen visual, siendo así que jamás o muy difícilmente veremos esos objetos? Diderot informaba a las coronas europeas acerca de la pintura francesa mediante descripciones a veces más narrativas que formales. Todavía en 1765 la pintura parecía sostenerse sobre los hombros de un discurso lingüístico externo. Lo propio de la pintura era el tema, el asunto, el argumento, el «texto», encarnado en una diversidad discreta de rasgos formales. Se diría que semejante tratamiento es inútil si nos proponemos «explicar» un Malevich, un Mondrian o un Rothko, no digamos un montón de basuras de Robert Morris o un Beuys con su liebre muerta en brazos. Sin embargo, Danto sostiene que lo esencial, en las obras de arte contemporáneas, no es el objeto físico: «La obra es el objeto, más el plano interpretativo mediante el cual se transforma en arte» (Madonna, pág. 305). En consecuencia, lo que otorga a la obra su estatuto artístico es «el plano interpretativo», no el objeto. Si en un Vermeer la excelencia técnica es primaria y el valor visual salta a la vista, difícilmente podemos decir lo mismo de un Acconci o de un Kossuth. En innumerables obras de arte contemporáneo, la visión del objeto es secundaria y la interpretación es primaria. A partir de esta experiencia contemporánea, Danto deduce condiciones universales: «Las artes visuales no pueden definirse tomando en consideración aquello que ven los ojos» («Responses and Replies», Danto and his Critics, 1993, pág. 197). Es una revolución respecto a la estética formalista que dominó buena parte del siglo XX.

El momento decisivo de la experiencia contemporánea se produjo entre 1913 y 1917, cuando Duchamp abrió una puerta que conduce a nuestro abismo. Es perfectamente legítimo (e incluso preferible) explicar lingüísticamente la pieza llamada «Fontaine», ya que el observador ingenuo tendrá graves dificultades para diferenciarla de un urinario. Explicarla lingüísticamente quiere decir que no es imprescindible verla en directo, basta con una fotografía. Como consecuencia de aquel cataclismo, Diderot regresa del pasado cargado de razón: yo mismo puedo explicar en mis clases la pieza Walking a line, de Robert Long, pero es imposible que los alumnos la vean. Sólo puedo mostrar una mísera fotografía que documenta la obra en 1972 y en alguna montaña del Perú. Sin embargo, eso no impide que esté hablando de una obra de arte imprescindible para la historia del arte contemporáneo. Como éste, miles de objetos artísticos del siglo XX apenas tienen fisicidad, pero están preñados de verbo. En ellos pesa más la interpretación que el objeto físico. ¿Cómo es posible semejante cosa, si estamos hablando de «artes visuales»?

La muy difundida estética de Danto nació en 1964, cuando chocó contra las Brillo Boxes de Andy Warhol. Hasta entonces había sido un correcto filósofo analítico dedicado a la crítica de los discursos históricos. Todavía un año más tarde, en 1965, publicó su Analytical Philosophy of History, una típica y muy útil producción universitaria, pero en aquel cerebro confortablemente académico la obra de Warhol había disparado una pregunta que se convirtió en obsesión: ¿Por qué esa cosa es una caja de productos para la limpieza en mi casa, pero una obra de arte en la galería? La pregunta se desarrolló más tarde bajo diferentes formas: ¿Por qué una máscara ritual africana fue un horrendo signo de barbarie hasta que Derain y Picasso decidieron que aquello era Arte? ¿Por qué un puente sobre el Sena deja de ser un puente y pasa a ser una obra de arte cuando Christo lo envuelve con lonas? ¿Y por qué no sucede lo mismo cada vez que una empresa constructora envuelve con lonas un edificio en restauración? ¿Por qué el famoso Negro sobre negro de Malevich es una pieza clave de la historia del arte, pero no lo es una pizarra de las mismas dimensiones y características físicas? El leibniziano «problema de los indiscernibles» había anidado en su cabeza. Danto se percató de que el arte contemporáneo, independientemente de lo que cada cual opinara sobre el mismo, era un gigantesco almacén de paradojas, no muy distintas de las que trataban de resolver los filósofos de la ciencia o, para el caso, cualquier miembro de la cámara de los lores analíticos.

El dilema que hoy nos parece claro no era tan evidente en 1964, cuando sólo unos pocos se tomaban en serio las posvanguardias. Y el dilema era que, o bien Danto lograba dilucidar el enigmático estatuto físico del arte contemporáneo, o bien, en efecto, ya no podía seguir utilizando la palabra «Arte». En el desarrollo de su perplejidad, Danto arribó a una conclusión polémica: podemos seguir utilizando la palabra «Arte» siempre que la refiramos a una actividad que ha concluido su tarea porque ha llegado a la autoconciencia. Lo que ahora llamamos «obras de arte» son, por lo tanto, obras póstumas aparecidas tras la muerte del Arte.

Danto escribe «arte» con minúscula, pero, como habrá observado el lector atento, me parece más claro escribirlo con mayúscula para diferenciarlo de «las artes». Lo que se ha acabado es el Arte, tal y como lo definió el romanticismo alemán. Eso no quiere decir, claro está, que vayan a desaparecer las artes, sino todo lo contrario. Liberadas de su responsabilidad metafísica y trascendental (el Arte, como la Religión, es el refugio del Valor en una civilización progresivamente nihilista), las artes pueden ahora regresar a su diversidad y pujar en el mercado sin mala conciencia, exactamente como siempre han hecho, pero sin necesidad de disfrazarse de Teología.

La estética de Danto, que tiene ya un tamaño intimidatorio, ha venido editándose con lentitud en español, pero dignamente. El último título hasta la fecha, su Madonna, por ejemplo, ha sido traducido con excelencia por el catedrático de estética de la Autónoma de Barcelona, Gerard Vilar, y es un acierto, porque a pesar de su apariencia asequible, el texto esconde problemas léxicos considerables, como el intraducible concepto de aboutness. No tiene Danto, sin embargo, la solidez analítica de Goodman, ni la abrumadora paciencia de Wollheim, no le respalda una tradición académica de hormigón armado como a Belting o a Gadamer, carece de la creatividad de Derrida, o del glamour del grupo de la revista October. Su virtud es la capacidad de síntesis, el estilo asequible, la audacia de las conclusiones. Los aficionados conocemos sus debilidades filosóficas, pero le seguimos con docilidad porque, a diferencia de sus colegas, se arriesga. Y en consecuencia, recibe innumerables críticas.

La más atacada de sus proposiciones es el intento (¿desesperado?) de hacer compatible el historicismo hegeliano y el esencialismo. Lo resumo brutalmente: o bien lo que llamamos Arte es una práctica cambiante según las condiciones sociohistóricas y no hay un qué es del arte sino tan solo un cuándo se da; o bien tiene un significado atemporal que responde a una definición capaz de abarcar la totalidad del Arte. Danto no es ambiguo: «Soy un esencialista desvergonzado, tan concernido por especificar las condiciones necesarias y suficientes, como lo estaría en compañía de Sócrates persiguiendo definiciones» («Responses and Replies », pág. 194). Sin embargo, dice, ese sentido esencial del Arte se manifiesta históricamente: «El contenido de las creencias está relacionado con su situación histórica […], los contenidos se desarrollan, sin duda, históricamente» (ibid., pág. 195). Así que, por muy Uno y Perdurable que sea el Arte, ni «Fontaine» podría haber sido Arte en el siglo XVIII, ni las Brillo Boxes de Warhol habrían sido Arte en 1910. El Arte es Uno, pero cambia constantemente de máscara. Lo que expresan esas máscaras es el contexto teórico que hace posible, en cada momento histórico, un tipo de objeto artístico pero no otro. La interpretación decide la artisticidad del objeto, y no lo contrario.

Resuena aquí el eco de Hegel, del que Danto hace una lectura herética. Para Hegel el Arte, en efecto, es una práctica cognitiva que busca su sentido en un despliegue fenoménico. Llegado a su final, con la aparición del Estado técnico-administrativo, el Arte alcanza la autoconciencia y se disuelve en la Filosofía. Danto (y se le ha reprochado con frecuencia) acepta la teleología hegeliana, pero fuera del sistema, lo que en principio parece inaceptable. Según Danto, alcanzada la autoconciencia del arte tras la soberanía de las vanguardias y su autoanálisis, el Arte puede prescindir de toda responsabilidad histórica (la búsqueda de su propia esencia), el metadiscurso del Arte ha concluido, y las artes son ahora poshistóricas. Como escribe en el espléndido artículo que concluye su Madonna, a medida que el Arte perdía intensión ganaba extensión; y una vez desaparecidas todas las condiciones intensivas, ahora el Arte es «la totalidad de la vida». O, como repite tantas veces, «cualquier cosa puede ser Arte». Y lo dice a favor, afirmativamente, no con el aburrido reproche de un filisteo.

Lo que fascina del pensamiento de Danto es que sus debilidades son tan o más interesantes que sus firmezas, porque nos permiten indagar adecuadamente algunos asuntos oscuros, como los siguientes: ¿es una intromisión inaceptable que la Filosofía se haga cargo del Arte? ¿No es un modo de darlo por acabado, de manera que sería la propia Filosofía la causa que lo hunde? Pero entonces, ¿cómo podría permitirlo el Arte? ¿O será la trivialidad en la que se mueve el Arte desde 1960 lo que ha facilitado que la Filosofía lo parasite, como las pulgas al perro viejo? Y esa trivialidad, ¿es realmente un disfraz que esconde profundos pensamientos, o una idiotez?

Demasiadas preguntas. Hay muchas más, todas presentes en algún lugar u otro de la obra de Danto. ¿Deben ser las obras de arte síntomas ético-estéticos de la miseria social y el espanto de la barbarie, como pretende Adorno? ¿O más bien afirmaciones alegóricas de un mundo sin significado, como alguna vez mantuvo Benjamin? ¿O el único medio de aceptar dignamente nuestro sinsentido, como quiso Nietzsche? ¿O simples asilos para el consuelo de almas bellas, como pretende la plebe exquisita?

Sin duda es inquietante que el Arte, como afirman Hegel y Danto, haya ido precisando cada vez más apoyo teórico para «darse a entender». Pudiera ser que, como cree un amigo mío cuyo nombre oculto para que no me abronque, lo que llamamos «Arte» sólo existió mientras el mundo era un asunto serio, pero se vino abajo en cuanto la civilización griega lo convirtió en una feria de las vanidades subjetivas. ¿Puede decirse, sin incitar a la risa, que el Arte no ha dejado de decaer desde Egipto y Babilonia? ¿O bien es todo lo contrario y el Arte siempre estuvo al servicio de la Autoridad Competente hasta que ahora, por fin, tras conquistar su soberanía, ha decidido suicidarse de una vez?

No deseo cansar al lector con la interminable lista de interrogantes que suscita la lectura de Danto, pero no querría concluir sin añadir algo propio. Tengo para mí que buena parte de lo que Danto presenta como el desequilibrio entre intensión y extensión está en íntima relación con el desarrollo del art-world y la teoría institucional que George Dickie desarrollaría con escaso éxito. Podría, sin embargo, ponerse a cubierto bajo otra analogía, la de la democratización absoluta del Arte. Esta democratización no consiste tan solo en el acceso de millones de personas a un mercado que hasta 1950 había sido minúsculo. La irrupción de las técnicas audiovisuales de formación de masas, sin duda, ha cambiado por completo la extensión del concepto romántico de Arte. Hay algo más, sin embargo. Del mismo modo que la democratización de la Palabra Divina llevada a cabo por la Reforma protestante cambió por completo nuestro concepto de «Religión cristiana», que el Arte no pertenezca a un puñado de humanos sino a la totalidad, transfigura el concepto profundamente, y no sólo por razones sociológicas à la Bourdieu.

Cuando Nietzsche afirmaba el valor de Carmen de Bizet, o de la zarzuela española, por encima de Parsifal, no estaba sino anunciando el cataclismo y el jolgorio que conlleva. En la actualidad es muy difícil responder a la pregunta: ¿por qué Beuys y no más bien Schwarzenegger?, sin caer en la insoportable levedad del ser progresoide (generalmente adorniano), o en la no menos insoportable levedad del ser relativista (generalmente derridiano). El «plano interpretativo» que eleva a Arte el objeto, según dije que dijo Danto, puede hoy practicarse desde luego sobre cualquier cosa y sacar un cum laude. Buena parte de la obra de Slavoj Zizek, por poner un ejemplo de filósofo de masas, a eso se dedica. Elevara-obra-de-arte se ha convertido en una tarea habitual y académica, pero suele ejercerse como si el problema previo, la naturaleza misma de lo que llamamos «Arte», ya hubiera sido esclarecido. Y eso no tiene nada que ver con Danto. La tarea insoportable consiste en averiguar si ese Arte liberado de sus ataduras teológicas, autoconsciente y libre, sigue formando parte de la definición que lo hizo posible, o ya ha escapado, con su libertad y su definición, hacia la nada. Y si esa nada es la infinita diversidad alborozada que promete Danto.

No digo que Danto tenga respuesta para todo, sino que suele construir muy bien las preguntas. Tal y como están las cosas, es mil veces preferible una pregunta insoportable que un millón de respuestas correctísimas.

BIBLIOGRAFÍA
Arthur C. Danto:
Qué es Filosofía, trad. Miguel Hernández Sola. Alianza, Madrid, 1976. (El título español no va entre signos de interrogación porque trata de mantener la afirmación del original: What Philosophy Is, 1968).
Arthur C. Danto: Historia y narración, trad. Eduardo Bustos. Paidós, Barcelona, 1989, 160 págs., 8,94 (tres capítulos de Analytical Philosophy of History, 1965).
Arthur C. Danto: La transfiguración dellugar común, trad. Ángel Mollá Román. Paidós, Barcelona, 2002, 308 págs., 16,54 (The Transfiguration of the Commonplace, 1981).
Arthur C. Danto: La Madonna del futuro, trad. Gerard Vilar. Paidós, Barcelona, 2003, 504 págs., 27,88 (The Madonna of the Future, 2000. La edición española no ha conservado la portada original americana, encargada expresamente por Danto, con lo que se pierde el sentido del título).
Arthur C. Danto: Después del fin del Arte, trad. Elena Neerman. Paidós, Barcelona, 1999, 254 págs., 15,6 (After the End of Art, 1997).

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