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ANTHONY MINGHELLA / MICHAEL ONDAATJE. El paciente inglés

El paciente inglés

ANTHONY MINGHELLA, MICHAEL ONDAATJE

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Lo primero que llama la atención de esta película es su nacimiento. Y no aludo a las ya conocidas peripecias que el director Minghella hubo de pasar para convencer a unos y a otros en varias orillas del Atlántico, el Pacífico y mares más muertos para que financiasen su película, hasta que encontró el apoyo del venerable zorro de la producción independiente que es Saul Zaentz. Me refiero al porqué, habiendo en el mundo tantas ficciones cómodas o lineales, tantas buenas novelas cristalinas, Minghella se enamoró del libro El paciente inglés (los amores, incluso literarios, pueden ser ciegos) y le vio carne de celuloide.

Me gustan la novela y la película, sin arrebatos, y me propongo aquí hablar de cómo un guionista-director posiblemente convencional ha logrado hacer una película brillante y limpia de un libro cuyas calidades poéticas son superiores a su razón narrativa. La estructura de mosaico es una de las ganancias más firmes de la novela lírica, pero no es ese rasgo el que haría difícil la conversión al cine del libro de Ondaatje; recuerdo que se han hecho películas, y algunas muy airosas, de novelas de Virginia Woolf, Proust, Musil, Saba, Benet, James Joyce. Los problemas que el libro pone al guionista –pero a veces, ay, también, e innecesariamente, al lector– son el orden temporal de su narración y la silueta, hecha de oclusiones, de los personajes, todos presentados en un crescendo físico y reflexivo que toma sus dispositivos del nouveau roman, sobre todo de la escritura trópica de Nathalie Sarraute. Un cineasta puede, si lo desea, jugar también a saltarse el eje del tiempo y a romper pautas lineales (existe, aunque no suele figurar en las candidaturas a los Oscars, un cine lírico), pero hay algo con lo que no se le permite el engaño: ha de mostrar desde el primer plano de su cinta, y ha de mostrar rostros, y aún algo más (tal vez ajeno a su voluntad pero por convención ineludible), los rostros que nos muestra corresponden en ese tipo de grandes producciones a actores conocidos del público, y muy reconocibles por él. Lo que hace Minghella es, por tanto, poner orden en la narración (convertir el mosaico en un díptico cuyas tablas casan casi simétricamente) y dejarnos ver ciertos lances, ciertas figuras, antes del tiempo que marca el libro. Un misterio se pierde en ese proceso, el del personaje de Katharine, que en la novela aparece tardíamente, como un último pliegue de la historia, y en la película abre bellísimamente el relato, con su cara inerte azotada por la ventisca y el pañuelo de gasa ondeante. Obligatoriamente, lo que en la obra de Ondaatje era la remembranza de dos reclusos mutilados –uno por unas graves quemaduras, el otro (la enfermera) por las pérdidas de la guerra y la muerte del padre– de una edad feliz en que el galanteo romántico, la aventura, la inconsciencia, eran posibles, pasa a ser en el film de Minghella la historia en paralelo del nacimiento de dos amores semejantes por su imposibilidad o su prohibición, ambos condenados al fracaso y separados sólo por un tiempo distinto y una guerra que los seis personajes implicados en el doble nudo viven con total disparidad.

Lo que dijo el director británico sobre su método de adaptación no suena mal como una fórmula a seguir en general: «Cuando escribí el guión no tenía delante el libro. Quise recordarlo y empezar desde la nada». La adaptación de un texto escrito como recuerdo filmado o rescate de unas impresiones de lector, al modo en que los buenos narradores orales cuentan en síntesis las más grandes leyendas del pasado sin traicionarlas, y consiguen así preservarlas. El cine como salvaguarda en un soporte magnético de las palabras tintadas en la página o en el tejido gris del cerebro, reforzándolas con el espesor de una memoria visual corporeizada. Y todo eso en dos años y dieciocho versiones del guión. Tal vez demasiado trabajo de mesa, sobre todo si tenemos en cuenta que el director no escapa a los senderos trillados, por ejemplo en el modo de utilizar memorias en flash-back: la cámara se acerca al rostro del paciente quemado, suena una música, las aguas turbias inundan la imagen y, zas, ya hemos pasado de un lecho de hospital en la Toscana al Egipto de los bazares.

Estando el mayor vigor de Ondaatje en las veladuras figurativas, en la trama de citas, en los reflejos paratextuales (el juego con Plutarco, con las minutas de la Sociedad Geográfica y los relatos históricos de viajeros), en el moldeado de frases como ésta: «Un fraseo tan lento, tan prolongado, que Hana tenía la sensación de que el músico no deseaba salir del diminuto vestíbulo de la introducción y entrar en la melodía, quería permanecer y permanecer allí, donde aún no había empezado la historia, como enamorado de una criada en el prólogo» (página 110 de la traducción de Carlos Manzano, en general irreprochable, aunque tal vez sea un preciosismo innecesario traducir el color brown por «carmelita»). Siendo pues las virtudes de El paciente inglés, la novela, más literarias que novelísticas, El paciente inglés, la película, podía jugar su mejor baza en la visualización extrema de un texto opaco. Y lo hace, sobre todo poniendo el rostro y el gran talento de Kristin Scott Thomas y Juliette Binoche a las mujeres de su historia, mejores ellas que los hombres. Hay sin embargo una sombra que se proyecta sobre la labor tan neta y eficaz del Minghella guionista, y que afecta al Minghella director. Si su mérito, si el mérito esencial de un buen adaptador cinematográfico de novelas es la potenciación sígnica de la letra muerta, entonces, ¿por qué en el paralelismo más puntual y visible que puede hacerse entre libro y película, la película no crece? Me refiero a la secuencia de la excursión nocturna para ver a la luz de las bengalas los frescos de Piero della Francesca que el artificiero sij tiene bajo su custodia en Arezzo.

Leída, esa escena es de las que, si eres un lector con vicios de cinéfilo, te hacen decir: cómo luciría esto en la pantalla. El resultado cinematográfico, por el contrario, es tan ramplón, que uno, con el otro vicio conocido, el de fantasear, vuelve a la página, la relee, y decide hacerse él mismo en su cabeza la planificación del episodio.

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Ficha técnica

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