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Una cana al aire como semilla literaria

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Es pueril imputar al arte la perversión
de las costumbres.

Emilia Pardo Bazán

No puedo ocultar mi extrañeza ante la señora Pardo Bazán:
ferviente católica y, a la vez, naturalista.

Émile Zola

Pocos días antes de que entrara el invierno, el 10 de diciembre de 2015, se estrenó en el Teatro María Guerrero de Madrid, bajo la dirección de Luis Luque, una obra titulada Insolación, basada en la novela de idéntico título de Emilia Pardo Bazán. La versión teatral es de Pedro Víllora: «Ana María Matute me dijo que debería leer a Pardo Bazán y me recomendó esta novela. Eso ocurrió hace diez o doce años, pero sólo fue hace seis o siete meses cuando me propuse llevarla al teatro […]. Al leer la novela se produjo en mí una especie de enamoramiento con la autora. Emilia es pura vida y disfrute de los placeres terrenales».

La protagonista de la novela y de la pieza teatral, Francisca de Asís Taboada, marquesa de Andrade, es una viuda joven y de buen ver. El personaje está encarnado en las tablas por María Adánez. José Manuel Poga encarna al joven y atractivo conquistador jerezano Diego Pacheco. Cuando, en 1889, la novela salió a la luz, la autora tenía treinta y ocho años y estaba separada de su temprano esposo José Quiroga y Pérez de Leza (se casaron el 10 de julio de 1868, ella con diecisiete años y él con veinte). Tiempo después de la separación matrimonial, Emilia Pardo Bazán se hizo primero amiga y luego amante de Benito Pérez Galdós. Muchos y expresivos detalles de esa privacidad erótica se conocen a través de las cartas que la gallega le envió al escritor canario a partir de 1881 y que don Benito conservó en su poder. ¿Con qué intención? ¿Para que pudieran leerse después de su muerte? (Galdós murió con setenta y siete años el 4 de enero de 1920 y ella con setenta el 12 de mayo de 1921).

Insolación, en el Centro Dramático Nacional. Foto de Luis Malibrán

Para entender el tono íntimo que tienen estas cartas, baste sólo con un ejemplo (carta escrita desde París):

Triste, muy triste… me quedé al separarme de ti, amado compañero, dulce vidiña. Soy de tal condición que me adhiero y me incrusto en el alma de los que me manifiestan cariño, y el trato va apretando de tal manera los nuditos del querer, que cuando menos lo pienso me encuentro con que estoy atada y no me puedo soltar […] ¿Quién reemplazará condignamente nuestras expansiones, nuestras dulces y disparatadas causeries… nuestra ternura que era la salsa secreta de todo el compagnonage y de toda el alma? […] Hemos realizado un sueño, miquiño adorado: un sueño bonito, un sueño fantástico que a los 30 años yo no creía posible.

Felices nosotros. ¡Ay! ¡Cuándo volveré a estrecharte en mis brazos, mono, felicidad mía, cuándo será! Vente pronto a Madrid, te quiero ahora como nunca, y sin ti ya no me encuentro, sin tus caricias, sin tu charla y la miel de tus bromas y de tus agudezas que tienen la sal del mundo.

Y firma: «Peinetita… que te besa un millón de veces el pelo, los ojos, la boca y el pescuezo».
El 20 de mayo de 1888 se inauguró en el parque de la Ciudadela de Barcelona la tan esperada Exposición Universal, bajo la presidencia de Alfonso XIII, que sólo tenía dos años, y de su madre, la reina regente María Cristina, que asistió al evento junto al presidente del Gobierno, Práxedes Mateo Sagasta y otras autoridades. La Exposición estuvo acompañada de otros acontecimientos culturales, como, por ejemplo, los Juegos Florales y una gran exposición pictórica.

Entre quienes asistieron a la inauguración (cuando la Exposición se clausuró había sido visitada por dos millones y medio de personas) estaban Pardo Bazán y Pérez Galdós, que habían viajado desde Madrid en el mismo tren, pero en asientos separados. En la estación de Barcelona, esperando a la escritora gallega, estaba Narcís Oller, quien habría de desempeñar un papel principal, aunque involuntario, en la presente historia.

Narcís Oller (Valls, 1846-Barcelona, 1930) fue abogado y funcionario de la Diputación de Barcelona, además de notable escritor en lengua catalana y uno de los animadores de la Renaixença. Galdós, que no era precisamente partidario de ninguna «singularidad» lingüística, había escrito a Oller en una ocasión lo siguiente: «Es tontísimo que usted escriba en catalán». A lo cual Oller le contestó con todo un manifiesto catalanista:

Escribo novela en catalán porque vivo en Catalunya, copio las costumbres y los paisajes catalanes y los tipos que retrato los oigo cada día, a todas horas, hablar en catalán. No puede usted imaginar efecto más falso y ridículo que el que me causaría hacerlos dialogar en otra lengua […] ¿No cree usted que el lenguage es una concreción del espíritu? ¿Entonces cómo se le puede divorciar de esta fusión de realidad y observación que existe en toda obra realista?

Oller fue traducido en vida a varios idiomas y él tradujo al catalán a escritores tan notables como Lev Tolstói, Carlo Goldoni o Alexandre Dumas, entre otros. Pero a lo que íbamos: Oller se convirtió en cavalier servant de la Pardo Bazán durante aquella visita e iba al hotel a buscarla cada mañana para, después, acompañarla a diferentes eventos, y fue así como la pareja Oller-Pardo Bazán se encontró en la Exposición de Pintura con José Lázaro Galdiano, amigo de Oller. Era el 27 de mayo y Galdós ya había vuelto a Madrid. Así lo contó Oller en sus memorias:

Lázaro Galdiano em crida un moment apart per suplicar-me que el presentés a l’eximia novelista gallega, de qui era admirador fervorisisim.

Al día siguiente, Oller acude puntual al hotel para buscar a la Pardo y allí le dicen que no está, pues había partido de excursión con Lázaro Galdiano hacia Arenys de Mar. Y en Arenys, durante varios días, «pasó lo que tenía que pasar». Al fin y al cabo, José Lázaro Galdiano no era precisamente una «pera podrida». Muy al contrario, Galdiano (Beire, Navarra, 1862-Madrid, 1942) era joven (once años menor que ella), apuesto y muy rico, hasta el punto que, según algunas crónicas, fue el español más acaudalado de su tiempo. Además, era culto, coleccionista de arte y notable periodista «de sociedad». De hecho, cuando se encontró en Barcelona con la escritora gallega llevaba una sección fija en La Vanguardia bajo el título de «Damas y salones», un oficio que compatibilizaba en aquellos días del «encuentro» con su trabajo en la Compañía Trasatlántica del Marqués de Comillas, naviera dedicada, entre otros fletes, al traslado hacia la Cuba en guerra de soldados, avituallamientos… y, según se rumoreaba, también de esclavos africanos. Poco después, y en ese mismo 1888, ya en Madrid, Lázaro Galdiano pondría en marcha una revista, La España moderna, que imitaba a la muy prestigiosa publicación francesa Revue des deux mondes.

Tras la aventura amorosa en Synera (así llamó Espriu a esa ciudad costera que fue la suya), las cosas entre el canario y la gallega hubieran vuelto a la «normalidad» de no producirse una metedura de pata de Narcís Oller, quien, ignorante de los lazos que unían a doña Emilia y a don Benito, y en un acto de cotilleo indigno de un «caballero», le vino con el cuento a Galdós, comentándole –supongo que entre sonrisas– la aventura de la escritora con el joven magnate. Quizá con aquel chisme de compadre quiso hacer una gracia a su amigo, pero lo que le hizo fue polvo. Galdós calló ante Oller, pero no se tragó el disgusto y escribió a su amante una carta que no se ha conservado (doña Emilia, más discreta que el canario, destruyó las cartas de éste), en la que Pérez Galdós se expresó con gran contundencia. No fue aquello un simple reproche. Así se deduce de la contestación escrita por la Pardo, que sí se ha preservado. En efecto, el enfado de Galdós debió de ser notable. Leamos in extenso parte de la respuesta que ella le envió:

Acabo de leer tu carta. Voy a sorprenderte diciéndote que adivinaba su contenido. Sé quién te enteró de todos esos detalles y comprendí a qué aludías al anunciarme un cargo grave […]. En efecto, mi infidelidad material data de Barcelona, tres días después de tu marcha.

Nada escribiré para excusarme, y sólo a título de explicación te diré que no me resolví a perder tu cariño confesando un error mo¬mentáneo de los sentidos fruto de circunstancias imprevistas. Eras mi felicidad y tuve miedo a quedarme sin ella. Creí yo que aquello sería para los dos culpables igualmente transitorio y accidental. Me equivoqué: me- encontré enseguida apasionadamente querida, y contagiada. Sólo entonces me pareció que existía un problema: sólo entonces empecé a dejarme llevar hacia donde –al parecer– me solicitaban fuerzas mayores, creyendo que llenaba yo un vacío y también obtenía la felicidad. Perdóname el agravio y el error, porque he visto que te hice mucho daño; a ti, que sólo mereces rosas y bienes, y que, eres digno del amor de la misma Santa Teresa que resu¬citase.

Deseo pedirte de viva voz que me perdones, pues te he faltado y sin disculpa ni razón.

Hasta luego; no lleves a mal nada de lo que en esta carta te escribo: la recibirás por la mañana (el jueves) y por la tarde podré desahogar un poco el corazón rogándote que no pierdas enteramente el cariño a la que te lo profesa santo y eterno.

Hasta luego, no olvides las señas. Haz por comer y no fumes mucho.

Lo de «no olvides las señas» y «haz por comer y no fumes mucho» no tiene ni precio ni desperdicio, sobre todo cuando «las señas» eran las de un muy visitado piso, que era el nido de amor que compartían y estaba en la calle La Palma, muy cerca del cuartel de Monteleón, donde Velarde y Daoíz resistieron a las tropas francesas en mayo de 1808.

Aquel desahogo erótico barcelonés (seguramente repetido más tarde en otros lugares) habría de tener, como las grandes fiestas, su octava, en este caso literaria. Ella escribiría al respecto Insolación y también Galdós produjo, como consecuencia de aquellos «hechos», La incógnita, que luego sería trasladada a las tablas bajo el título de Realidad.

Benito Pérez Galdós, por Joaquín Sorolla

Cuando Pardo Bazán terminó la lectura de La incógnita, escribió a su «reconciliado» amante lo que sigue:

Me he reconocido en aquella señora más amada por infiel y por trapacera. ¡Válgame Dios, alma mía! Puedo asegurarte que yo misma no me doy cuenta de cómo he llegado a esto. Se ha hecho ello solo; se ha arreglado como se arregla la realidad, por sí y ante sí, sin intervención de nuestra voluntad, o al menos, por mera obra del sentimiento que todo lo añasca.

Se comprueba aquí que doña Emilia sostiene que la propia voluntad de poco vale ante el fuego de la pasión. Tesis difícil de sostener, pero la complejidad de la vida se expresa mejor en la ficción que en las disculpas. Por eso, dejemos a la escritora que se explaye como mejor sabe hacerlo en la ya citada obra de ficción, Insolación, obrita que dedicó precisamente al causante del tropiezo: «A José Lázaro Galdiano en prueba de amistad».

La novelita arranca con la protagonista, Francisca de Asís Taboada, marquesa de Andrade, en la cama, aquejada de una fuerte jaqueca y preguntándose por la causa de tan fuertes dolores. Algo le ha pasado el día anterior:

«¿Pero me ha pasado eso? Señor Dios de los ejércitos, ¿lo he soñado o no? Sácame de esta duda». Y Dios contestaba: «Grandísima hipócrita, bien sabes tú cómo fue […] confiesa, Asís, que si no hubieses tomado más que sol… Vamos, a mí no me vengas tú con historias, que ya sabes que nos conocemos… ¡como que andamos juntos hace la friolera de treinta y dos abriles! Nada, aquí no valen subterfugios…

Pero, ¿qué había pasado? Lo cuenta la marquesa en primera persona. Así lo explica la autora del librito:

Asís, en la penumbra del dormitorio, entre el silencio, componía mentalmente el relato que sigue, donde claro está que no había de colocarse en el peor lugar, sino paliar el caso: aunque, señores, ello admitía bien pocos paliativos.

La historia se inicia en la tertulia semanal de la duquesa de Sahagún, a la cual es asidua Francisca de Asís. Allí le presentan a Diego Pacheco, un gaditano:

Pacheco, que llevaba con soltura el frac, me pareció distinguido, y aunque andaluz, le encontré más bien trazas inglesas.

A la tertulia asiste también un comandante de Artillería llamado Gabriel Pardo, culto y moderno, que dará algún juego más adelante. Al día siguiente, día de san Isidro, Asís acudirá puntual a la misa en San Pascual y a la salida se encontrará (¿por casualidad?) con Pacheco.

influía en ambos la transparencia y alegría de la atmósfera, haciendo comunicativa nuestra satisfacción […] la verdad es que en lo cordial de mi saludo entró por mucho la favorable impresión que me causaron las prendas personales del andaluz. ¿Por qué no han de tener las mujeres derecho para encontrar guapos a los hombres que lo sean?

Pacheco, sin perder su seriedad, con mucha calma, me explicó lo fácil y divertido que sería darse una vueltecita por la feria, a primera hora, regresando a Madrid sobre las doce o la una. ¡Si me hubiese tapado con cera los oídos entonces, cuántos males me evitaría!

Ya «metidos en harina», deciden ir a la pradera de San Isidro en berlina:

Bajábamos de la plazuela de la Cebada a la calle de Toledo. Una marea de gente, que también descendía hacia la pradera, rodeaba el coche y le impedía a veces rodar. Entre la multitud dominguera se destacaban los vistosos colorines de algún bordado pañolón de Manila, con su fleco de una tercia de ancho. Las chulas se volvían y registraban con franca curiosidad el interior de la berlina. Pacheco sacó la cabeza y le dijo a una no sé qué… hablando del pintoresco aspecto de la calle de Toledo, con sus mil tabernillas, sus puestos ambulantes de quincalla, sus anticuadas tiendas y sus paradores que se conservan lo mismito que en tiempo de Carlos cuarto.

Sorprende el notable parecido de las calles y la pradera descritos por la Pardo –que ella supone parecidas a las de cien años antes– con las que podrían describirse en la actualidad un día, como aquel, de san Isidro, casi ciento treinta años después de las evocadas por Pardo Bazán.

Pero, ¿qué pasó en la pradera que tanto preocupaba a Francisca de Asís al inicio del relato?

Don Diego, que en el coche se me figuraba reservado y tristón, se volvió muy dicharachero desde que andábamos por San Isidro, justificando su fama de buena sombra. Sujetando bien mi brazo para que las mareas de gente no nos separasen […] Es posible, bien mirado, que aquel sol, aquel barullo y aquella atmósfera popular obren sobre el cuerpo y el alma como un licor de los que más se suben a la cabeza, y rompan desde el primer momento la valla de la reserva.

Todo conduce al desenlace que el lector espera, y más cuando, presa de la «insolación», la marquesa ha de acostarse en la cama de una fonda (en realidad, una casucha) y lo hace en presencia de su acompañante, pero la narración de la noble gallega deja con la miel en los labios al rijoso lector:

Se hace de noche… Hay que salir de aquí… Veremos si puedo levantarme. ¡Qué mareo, Señor, qué mareo! […] Tendí los brazos confiadamente: el malvado me recibió en los suyos, y agarrada a su cuello, probé a saltar del camastro. Pacheco me ayudó a abrocharme, me estiró las guarniciones de mi saya de surá, me presentó el imperdible, el sombrero, el velito, el agujón, el abanico y los guantes […] y así, sostenida por Pacheco y andando muy despacio, salí a la puerta del figón […]. La voz de Pacheco no era tal voz, sino el ruido del viento en las jarcias… ¡Nada, nada, que hoy naufrago! […] Y puedo jurar que no me acuerdo de ninguna cosa más; de ninguna.

Según la de Andrade, nada se consumó en aquel cuchitril, pero la autora de la novela nos advierte al inicio del capítulo siguiente, que es el noveno:

No afirmamos que, aun dialogando con su conciencia propia, fuese la marquesa viuda de Andrade perfectamente sincera, y no omitiese algún detalle, que agravara su culpa en el terreno de la ligereza o la coquetería.

La protagonista está entregada, por otro lado, al amor maternal hacia su única hija, y añora la paz conyugal. Así lo describe con gracia la Pardo Bazán:

El amor maternal era en ella lo que había sido el cariño conyugal: sentimiento apacible, exento de esas divinas locuras que abrasan el alma y dan a la existencia sentido nuevo.

Días después vemos a la marquesa de Andrade, durante un paseo frente al Museo del Prado con su fiel amigo, el comandante de Artillería Gabriel Pardo, a quien no le importaría que la marquesa le ofreciera sus favores:

– Suponga usted que yo no abuso de la fuerza ni ese es el camino. Lo que hago es explorar con maña la situación y despertar en usted ese germen que existe en todo ser humano… Nada de violencia: si acaso, en el terreno puramente moral… Yo soy hábil y provoco en usted un momento de flaqueza…

– ¡Qué horror! ¡Don Gabriel!

Y es allí donde el artillero expresa las ideas de la Pardo Bazán al señalar cuán diferente ve la sociedad el hecho de una cana al aire si es una mujer o si ese mismo «pecado» lo comete un varón.

Sucede que se nos impone que una mujer de instintos nobles se juzga manchada, vilipendiada, infamada por toda su vida a consecuencia de un minuto de extravío…

El camino hacia la consumación de aquella pasión por el gaditano sigue avanzando hasta que un día ella consiente en acompañarlo a una venta de las afueras (Fonda de la confianza, se llamaba), que en aquellos años estaban preparadas para compartir primero comida y luego siesta:

cogiéndola por la cintura y obligándola quieras no quieras a que se acomodase en sus rodillas. Se resistió algo la dama, y al fin tuvo que acceder. Pacheco la mecía como se mece a las criaturas. Por forzosa exigencia de la postura, Asís le echó un brazo al cuello, y después de los primeros minutos, reposó la cabeza en el hombro del andaluz.

La cosa parecía ya hecha y el anhelante lector sólo espera la descripción «naturalista» del encuentro, pero todo se viene abajo a causa de un baile que el «perseguidor de la presa» se marca con una gitana de la venta, con el solo fin de mostrarle a Paquita sus habilidades. Pero la gallega se ofende y Pacheco ve cómo la presa que creía ya en el zurrón se le escapa otra vez. Y la viuda, ya en su mansión y en la cama, reflexiona así:

Todo eso que me dice de que sólo a mí… Ardides, trapacerías, costumbre de engañar, mañitas de calavera. En volviendo la esquina… ya ni se acuerda de lo que me declama. Estos andaluces nacen actores… Juicio, Asís… juicio. Para estas tercianas, hija mía, píldoras de camino de hierro… y extracto de Vigo, mañana y tarde, durante cuatro meses. ¡Bahía de Vigo, cuándo te veré!

Sin perder tiempo, a la mañana siguiente, Francisca de Asís moviliza al servicio y, dispuesta a partir a su Vigo natal, empiezan a llenarse todos los baúles y maletas. Pero llega Pacheco y su presencia desata las dos almas de la viuda:

¡Ya pronto te quedas libre de mí…! La despedía. Al reo de muerte se le da, mujer.

¿Cómo cedió y balbució que sí? Cedió obedeciendo a los dos móviles que, desde la memorable insolación de San Isidro, guiaban, sin que ella misma lo notase, su voluntad; dos resortes que podemos llamar de goma el uno y de acero el otro: el resorte de goma era la debilidad que aplaza; el resorte de acero, todavía chiquitín, menudo como pieza de reloj, era el sentimiento que así, a la chiticallando, aspiraba nada menos que a tomar plenísima posesión de sus dominios.

En efecto, la mujer es un péndulo continuo que oscila entre el instinto natural y la aprendida vergüenza.

Y, al fin, el ansioso lector se quedará tranquilo cuando Pacheco, muy digno, aquella noche,

sujetó los brazos de la señora, y mirándola de hito en hito, exclamó con firmeza:

– Piénsalo bien. Si me quedo ahora, no me voy en toda la noche. Reflexiona. No digas después que te pongo en berlina. Tú decidirás.

Asís dudó un minuto. Allá dentro percibía, a manera de inundación que todo lo arrolla, un torrente de pasión desatado. Asís articuló, oyendo su propia voz resonar como la de una persona extraña:

– Quédate.

Pardo Bazán, «naturalista» ella, nos evita lo que ocurrió entre las sábanas y nos lleva directamente al alba. Lo explica así:

Por eso, y porque no gusto de hacer mala obra, líbreme Dios de entrar hasta que el sol alumbra con dorada claridad el saloncito, colándose por la ventana que Asís, despeinada, alegre, más fresca que el amanecer, abre de par en par, sin recelo o más bien con orgullo. Pacheco está allí también, y los dos se asoman, juntos, casi enlazados, como si quisiesen quitar todo sabor clandestino a la entrevista, dar a su amor un baño de claridad solar.

Hermoso final para ese primer acto del amor que comienza, que es de lo que se ocupa Insolación.

La condesa de Pardo Bazán, primera mujer catedrática de la Universidad Central, propietaria que fue de del Pazo de Meirás (que luego pasaría a manos menos limpias), era una grandísima escritora y tengo para mí que fue la mujer más admirable de su tiempo. Defensora de la igualdad de hombres y mujeres, luchadora en pro de la dignidad femenina, bien merece que su obra sea recuperada y divulgada. Así lo señalaba no hace mucho en estas mismas páginas el escritor y crítico Justo Navarro.

Joaquin Leguina fue presidente de la Comunidad de Madrid (1983-1995). Sus últimos libros son El duelo y la revancha. Los itinerarios del antifranquismo sobrevenido (Madrid, La Esfera de los Libros, 2010), Impostores y otros artistas (Palencia, Cálamo, 2013), Historia de un despropósito. Zapatero, el gran organizador de derrotas (Barcelona, Temas de Hoy, 2014) y Los diez mitos del nacionalismo catalán (Barcelona, Temas de Hoy, 2014).

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