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Realmente bueno matando

Objective Troy. A Terrorist, a President and the Rise of the Drone

Scott Shane

Londres, Bantam, 2015

416 pp. £20.00

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Los pacifistas escasean. La mayoría de la gente piensa que la violencia letal puede utilizarse en defensa propia, o en defensa de otros, frente a amenazas potencialmente letales. La acción militar se justifica por medio de una versión institucional colectiva de este derecho humano básico, que pone un límite externo al derecho a la vida. Los agresores letales que no pueden ser detenidos por medios menos extremos son candidatos a ser objeto de un ataque letal y esto no viola su derecho a la vida en tanto que sigan constituyendo una amenaza. Matar en defensa propia es diferente de una ejecución, que consiste en matar a alguien que ya ha dejado de ser una amenaza como castigo por su conducta pasada. También es distinto, por regla general, del asesinato, que puede llevarse a cabo por una amplia variedad de razones: venganza, odio político o religioso, pasión nacionalista, etcétera, aunque ocasionalmente el objetivo puede ser alguien que suponga una amenaza letal para el asesino o su comunidad.

El desarrollo de la guerra con drones ha situado estas distinciones bajo presión y eso ayuda a explicar la reacción visceral que muchas personas tienen contra ella, a pesar de que sea mucho menos destructiva que las formas más tradicionales de violencia militar. Los drones o VANT (vehículos aéreos no tripulados) son más selectivos en su función de matar enemigos, producen menores daños colaterales a los no combatientes y no imponen riesgo físico alguno a quienes los pilotan, ya que se encuentran sentados en una estación de control a miles de kilómetros de distancia. ¿Hay quien dé más?

En Objective Troy, Scott Shane explica por qué Barack Obama, cuando fue elegido presidente, favoreció la guerra con drones como su principal táctica antiterrorista por encima de las guerras convencionales libradas por su antecesor:

El número de conspiradores de Al Qaeda cuyo objetivo era atacar a estadounidenses ascendía a centenares. Sin embargo, varios cientos de miles de iraquíes y afganos, y alrededor de cuatro mil soldados estadounidenses, habían muerto en las dos grandes guerras desde 2001. […] Si es que se utilizaba juiciosamente, el dron ofrecía –o así lo parecía– una manera de equiparar la solución al problema, eliminando a los verdaderos enemigos de Estados Unidos uno a uno.

«Vamos a matar a esas personas que están intentando matarnos», solía decir Obama.
Una de esas personas era Anwar al-Awlaki, un ciudadano estadounidense que había pasado la mitad de su vida en Estados Unidos y que, cuando Obama llegó a la presidencia, estaba actuando dentro de Yemen como un destacado miembro de Al Qaeda en la Península Arábiga. El fascinante libro de Shane entrelaza narraciones de la vida de Awlaki y de los avances legales y militares que culminaron con su muerte tras el ataque de un dron el 30 de septiembre de 2011. Shane, un periodista especializado en seguridad nacional de The New York Times, basa su relato en un gran número de entrevistas, una pertinaz investigación y en los años pasados siguiendo muy de cerca el curso de estos hechos, y plantea las importantes cuestiones de la justificación –legal y moral– que han provocado las acciones de Estados Unidos.

Awlaki era miembro de una prominente familia yemení proestadounidense y nació en Estados Unidos mientras su padre estaba realizando estudios de posgrado de Agronomía con una beca Fulbright (el padre sería nombrado más tarde ministro de Agricultura de Yemen). La familia regresó a Yemen en 1977, pero después de concluir allí su educación secundaria, Awlaki volvió a Estados Unidos para estudiar Ingeniería en la Colorado State University. Fue en la pequeña comunidad musulmana local donde hizo los contactos que acabarían desembocando en su dedicación al islam conservador, después de dejar atrás la religión meramente convencional de su familia. Tras finalizar sus estudios, dejó la ingeniería para hacerse imán y ocupó puestos en diversas mezquitas de Denver, San Diego y Falls Church (Virginia), un suburbio de Washington, que es donde se encontraba en el momento de los ataques del 11 de septiembre de 2001. Por entonces estaba empezando a ser muy conocido por sus sermones, que circularon primero en casetes, luego en discos compactos y que finalmente se difundieron en YouTube. 

Los drones son más selectivos en su función de matar enemigos, producen menores daños colaterales y no imponen riesgo físico a quienes los pilotan. ¿Hay quien dé más?

En aquel momento condenó los ataques del 11 de septiembre, y aunque también expresó su preocupación por la sospecha generalizada que recayó sobre los musulmanes tras los atentados, aún no había ningún signo de radicalismo político. Aun así, estuvo bajo vigilancia del FBI, porque dos de los terroristas del 11 de septiembre habían frecuentado su mezquita en San Diego e incluso se habían reunido individualmente con él en varias ocasiones. Aunque el FBI concluyó que no existían pruebas de su implicación en actos terroristas, su vigilancia desveló que frecuentaba regularmente prostitutas en Washington, y cuando una agencia de señoritas de compañía le avisó de que estaban investigándolo, decidió abandonar el país en 2002, temeroso de que la revelación de sus costumbres pudiera arruinar su carrera como un destacado exponente del islam conservador.

De vuelta en Yemen, amplió la difusión de sus sermones por medio de Internet y, en respuesta a las guerras en Afganistán e Irak, fue abrazando poco a poco la idea de que la obligación de todo musulmán consistía en resistir la agresión de Occidente, por medio de la violencia si era necesario. Su fluidez en inglés y sus dotes retóricas estaban convirtiéndolo en el defensor más notorio de la yihad radical y muchos de los que eran arrestados por planificar o llevar a cabo actos terroristas citaban su influencia. Pero Awlaki no era sólo un propagandista: en 2009 pasó a involucrarse personalmente en las acciones de Al Qaeda en la Península Arábiga. Uno de sus admiradores en Internet, Umar Farouk Abdulmutallab, el nigeriano que se convertiría en el “terrorista de los calzoncillos-bomba”, entró en contacto con él y fue Awlaki quien organizó que le proporcionaran en Yemen un artefacto explosivo que logró sortear el control de seguridad del aeropuerto, pero que no llegó a explotar cuando Abdulmutallab intentó detonarlo poco antes de que su avión aterrizara en Detroit el 25 de diciembre de 2009. Fue Abdulmutallab quien informó a las autoridades estadounidenses del papel de Awlaki, que incluyó también la preparación del vídeo del martirio.

Este cuasifallo tuvo un efecto electrizante en la Administración Obama, que cumplía por entonces su primer año. Como observa Shane,

Al igual que Bush y sus asesores –en realidad, al igual que el pueblo estadounidense–, Obama y sus adláteres se habían radicalizado como consecuencia de la amenaza que suponían los radicales islámicos. Antes del 11 de septiembre, cualquiera que hubiese propuesto utilizar misiles en un país con el que no estábamos en guerra para matar semana tras semana a terroristas sospechosos, se habría encontrado con una fuerte oposición. La Administración Bush, de hecho, había condenado repetida y explícitamente la práctica de Israel de matar a dirigentes y a otros militantes de Hamás con misiles y otras armas.

Estos escrúpulos no sobrevivieron al 11 de septiembre. Se utilizaron drones Predator armados con misiles Hellfire para provocar muertes selectivas primero en Afganistán y luego fuera de las zonas en guerra: en Yemen y en zonas tribales de Pakistán. Y el programa fue asumido por Obama. El 5 de febrero de 2010, con el apoyo de una resolución legal secreta del Departamento de Justicia, se añadió el nombre de Awlaki a la lista de personas a matar bajo el nombre en clave de Objetivo Troya.

La legitimidad de la guerra con drones se ha visto persistentemente refutada, por Amnistía Internacional y Human Rights Watch entre otros, por múltiples motivos: 1) que sus objetivos podrían no ser combatientes de acuerdo con las leyes de guerra; 2) que los datos aportados por los servicios de inteligencia y utilizados para identificar y localizar a los objetivos son con frecuencia poco fiables; 3) que el concepto de una «amenaza inminente» utilizada como el fundamento para una acción letal se ha visto burdamente distorsionado, más allá de los límites de la legítima defensa propia; 4) que se producen inaceptables daños colaterales a civiles, sin que sean reconocidos o se realice ningún intento de compensación; 5) que elegir a personas como objetivos fuera de una zona en guerra equivale a una ejecución extrajudicial; 6) que se desestima sistemáticamente la alternativa de la captura y el juicio; 7) que la lejanía y la seguridad de los operadores de los drones fomenta una actitud despreocupada hacia el hecho de matar. Otro problema es el secreto del programa, que ha estado fundamentalmente en manos de la CIA, y la negativa por parte de la Administración Obama a hacer públicas bien sus acciones, bien los principios y los datos aportados por los servicios de inteligencia que se esconden tras ellas. El padre de Awlaki inició en dos ocasiones procedimientos legales en los tribunales estadounidenses para cuestionar que su hijo hubiera sido elegido como objetivo: primero cuando se filtró la información de que lo habían incluido en la lista de personas a matar, y más tarde de nuevo después de que ya lo hubieran matado. En ambos casos, el Gobierno consiguió evitar que se iniciara un procedimiento judicial sobre el programa de drones sobre la base de que este tipo de decisiones militares quedan fuera de la jurisdicción de los tribunales. Shane escribe:

En junio de 2010, después de informar que se había añadido a Awlaki a la lista de personas a matar, presenté una solicitud amparándome en la Ley de Libertad de Información para recabar todas las opiniones legales del Departamento de Justicia sobre los ataques selectivos. No solicité información sensible de los servicios de inteligencia sobre muertes concretas, sino sobre la base legal del programa. El Departamento de Justicia rechazó sumariamente mi solicitud, y cuando The New York Times y la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles presentaron una demanda, la Administración adoptó la postura de que no podía ni confirmar ni negar la existencia de un programa de drones en Pakistán, aunque el propio Obama sí que se había referido públicamente a él. Un tribunal de apelación falló finalmene a nuestro favor casi cuatro años después de mi solicitud inicial. Finalmente recibimos copias drásticamente censuradas de los dos dictámenes legales de 2010 firmados por David Barron y Marty Lederman, en los que defendían que era legal y constitucional matar a Awlaki.

En un giro sombrío de esta historia, lo cierto es que Barron y Lederman debían los puestos que ocupaban en la Oficina de Asesoramiento Legal del Departamento de Justicia a «sus mordaces análisis» de los memorandos que justificaban la tortura y que habían sido publicados en la Harvard Law Review, así como a otras opiniones sobre temas de seguridad nacional producidas por la Oficina de Asesoramiento Legal durante la Administración Bush. Obama tomó nota y les ofreció un cargo cuando fue elegido presidente. Un año más tarde se les confió la tarea de determinar con la mayor rapidez posible si sería legal matar a Awlaki, un ciudadano estadounidense.

*  * *

Aunque la petición de una opinión legal vino desencadenada por la nacionalidad de Awlaki, y a pesar de que Barron y Lederman subrayaron que su opinión defendía únicamente que era en este caso concreto donde concurrían las condiciones de legalidad, lo que dijeron lleva aparejado un razonamiento general que rebate algunos de los argumentos escépticos enumerados más arriba. La esencia del caso, sin los detalles de los servicios de inteligencia, fue expuesta posteriormente por el entonces fiscal general, Eric Holder, en un Informe Blanco que fue obtenido por un perioista en 2013.

MQ-9 Reaper, vehículo de ataque aéreo no tripulado

El principal argumento del Departamento de Justicia era que matar a un destacado miembro de Al Qaeda que participa en la preparación y la realización de ataques contra Estados Unidos se justifica como un acto de defensa propia nacional amparado por las leyes de la guerra, aun en el caso de que el objetivo no esté operando desde una zona de guerra activa, y que su nacionalidad estadounidense no lo inmuniza contra el ataque. Dado que la campaña contra Al Qaeda no es un conflicto con las fuerzas armadas uniformadas de un Estado beligerante, Estados Unidos ha de recurrir a la inteligencia de varios tipos, tanto para identificar a personas que considera terroristas activos como para localizarlos. Pero ese es el carácter inevitable de tener que enfrentarse a una organización pequeña y móvil cuyos combatientes no se encuentran organizados dentro de un ejército, y cuyas células pueden localizarse en cualquier parte. (Como alternativa a las leyes de justificación de la guerra, los Estados Unidos estaban también preparados para utilizar la analogía de la acción policial frente a una amenaza letal. Si un francotirador está disparando a personas desde una posición estratégica protegida que le impide ser capturado, resulta permisible matarlo para impedir que siga matando a más personas.)

Sin embargo, esas justificaciones no disipan la persistente sensación de que esos ataques selectivos con resultado de muerte son ejecuciones más que actos en defensa propia. Shane califica el asesinato de Awlaki como «una ejecución sin las formalidades de la acusación, el juicio y la sentencia», y en la misma dirección apunta la afirmación de Obama cuando anunció la muerte de Osama bin Laden y afirmó que «se ha hecho justicia». Aquello no fue el ataque de un dron, por supuesto, y teóricamente podría haberse traducido en la detención y no en la muerte de bin Laden. Pero resulta inconfundible el aroma de represalia por los ataques del 11 de septiembre.

La CIA contaba con un programa secreto de asesinatos (un objetivo era Fidel Castro, por ejemplo), al que se puso fin por una orden ejecutiva después de que fuera expuesto en unas sesiones presididas por el senador Frank Church en los años setenta. Pero el Departamento de Justicia de Obama insistió en que un ataque contra Awlaki llevado a cabo con un dron no sería un asesinato, o una ejecución extrajudicial, o una privación de la vida sin el debido proceso legal, tal y como se encuentra prohibido por la Quinta Enmienda. El debido proceso, afirmaba el Informe Blanco, no tiene por qué significar un proceso judicial: en un caso como este, basta con que «un funcionario informado, de alto nivel, del Gobierno estadounidense […] [determine] que la persona seleccionada constituye una amenaza inminente de un ataque violento contra los Estados Unidos», aun en el supuesto de que se base en información proporcionada por los servicios secretos de inteligencia. En el caso de Al Qaeda, el Departamento de Justicia argumentó que el concepto de amenaza inminente debería ampliarse para poder aplicarse a cualquier persona que estuviese implicada, a largo plazo, en la realización de ataques letales contra los Estados Unios, ya que con objeto de hacer frente a esa amenaza resulta necesario poder detenerla en algún momento en el curso de su planificación, preparación o ejecución, sin tener que esperar hasta que esté a punto de ejecutarse. Esto es comparable, de alguna manera, a la legitimidad, en acciones de guerra, de atacar a las fuerzas enemigas en cualquier momento, estén o no luchando activamente, siempre y cuando no se hayan rendido.

Se especificaban otras dos condiciones: la captura debe ser inviable y la operación debe «llevarse a cabo de una manera congruente con los principios aplicables de la legislación de guerra», incluida la minimización de los daños colaterales. Shane observa que el coste potencial de vidas estadounidenses en un intento de capturar a alguien como Awlaki se traduce en que no resulta nada sorprendente que esta opción quede descartada sistemáticamente como inviable desde el momento en que es posible recurrir a los ataques con drones. En cuanto a los daños colaterales, se han producido algunos desastres horribles, especialmente cuando grupos de civiles absolutamente inocentes han sido abatidos por error. Sin embargo, en contraste con la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos atacó deliberadamente a un gran número de civiles, y con Vietnam, cuando apenas se intentó limitar los daños colaterales a los no combatientes, las actuales hostilidades parecen dar cabida a un esfuerzo genuino, aunque con un éxito sólo parcial, de limitar los datos colaterales a lo que es a un tiempo inevitable y proporcional al valor del objetivo militar. En esta misma vena de proporcionalidad, Obama apeló frecuentemente a las muertes civiles que se producen en un ataque terrorista llevado a cabo con éxito para justificar el riesgo de daños colaterales en una operación antiterrorista concebida para frustrarlo.

«En comparación con las dos grandes guerras sobre el terreno que había heredado Obama –escribe Shane–, el número de no combatientes que han muerto en ataques con drones ha sido muy pequeño: cientos frente a cientos de miles». No obstante, esto ha suscitado algunas de las críticas más encendidas, y Shane cree que la escala relativamente pequeña de estas muertes no intencionadas ayuda a explicar la rabia:

Un factor en el oscuro retrato de los drones es que los relatos superan a los hechos en la imaginación humana y los ataques con drones producían relatos irresistibles. La rabia que producían a menudo los drones suponía una reacción visceral a la espeluznante imagen de robots volantes asesinos y a la arrogancia de invadir como si nada el espacio aéreo de otro país. Pero también se trataba de una cuestión de proporción. Los bombardeos de saturación al estilo de la Segunda Guerra Mundial o Vietnam, o las invasiones terrestres de ciudades como Faluya en Irak, produjeron estadísticas, no relatos; cuando el número de muertos ascendía a miles de personas, los relatos individuales se perdían en medio de esta inmensidad. Los ataques con drones, con un total de dos o cinco o diez víctimas mortales, eran mucho más fáciles de aprehender y contarse como detallados relatos personales. En 2013 empezaron a visitar Washington los supervivientes de ataques con drones con el apoyo de grupos de derechos humanos y ofrecieron relatos devastadores de ataques que habían fallado en sus objetivos.

Esto enlaza con otro aspecto: los drones suponen un alejamiento de la destrucción impersonal que tipifica la guerra moderna y tecnológicamente avanzada, en la que el atacante raramente percibe a sus víctimas concretas. El piloto del dron, por el contrario, aun cuando se encuentre a miles de kilómetros del blanco, pasa muchas horas observando minuciosamente a su víctima y a las personas que están en su entorno más cercano, aguardando el momento adecuado para el ataque. Los relatos son tanto sobre los que matan como sobre los que mueren.

Un informe de las Naciones Unidas afirma de los drones que «existe el riesgo de desarrollar una mentalidad de matar como si se tratara de una “PlayStation”»

El informe sobre asesinatos selectivos de 2010 de las Naciones Unidas redactado por Philip Alston afirma de los drones que, «dado que sus operadores se encuentran a miles de kilómetros del campo de batalla, y llevan a cabo las operaciones íntegramente por medio de pantallas de odenador y señales remotas de audio, existe el riesgo de desarrollar una mentalidad de matar como si se tratara de una “PlayStation”». Pero Shane arguye de manera creíble que esto no se ve confirmado por la experiencia de quienes lo han hecho, puesto que dan cuenta de una intensa y perturbadora conciencia de la humanidad individual de aquellas personas que observan: no sólo de los no combatientes que se hallan cerca de ellas, sino también de quienes son sus verdaderos objetivos: «El daño psicológico infligido a los pilotos de drones y operadores de sensores era, paradójicamente, mucho mayor que el de aquellas personas que pilotaban cazas y bombarderos tradicionales», afirma.

El carácter personal de este tipo de ataques mortales recorre todo el camino hasta llegar a la cúspide. Obama «no confiaba en las agencias que llevaban a cabo los ataques para evaluar su propio trabajo. Pensaba que era su propia responsabilidad dedicar el tiempo necesario –varias horas cada semana– para estar al corriente de las operaciones y a menudo para emitir su propio juicio sobre lo que estaba justificado y sobre lo que era demasiado arriesgado». «Era el árbitro supremo de un proceso de “nominaciones” para designar quiénes serían los terroristas a los que había que matar o capturar, y prácticamente no se produjo ninguna detención por parte de las agencias estadounidenses […]. Cuando la CIA informó de que había surgido una rara oportunidad para llevar a cabo un ataque con un dron contra un importante terrorista –pero que su familia se encontraba con él–, era el presidente quien se reservaba para sí mismo el cálculo moral final». «En varias ocasiones Obama dijo apesadumbrado a sus colaboradores que había descubierto un talento inesperado como presidente: “Resulta –dijo– que soy realmente bueno matando gente”».

El presidente en cuanto asesino nos muestra un nuevo y escalofriante rostro del comandante en jefe. Sospecho que es la naturaleza personal e individualizada de la guerra con drones lo que a muchas personas les parece tan repugnante. Es más fácil resignarse a la matanza de multitudes sin rostro por medio de los misiles, las bombas y la artillería convencionales, con los inevitables daños colaterales que comportan, en busca de objetivos militares legítimos. La guerra es el infierno, como todos sabemos. Pero cuando el presidente pone a alguien en una lista de personas que hay que matar por medio de un ataque preciso con drones, crea la sensación ilusoria de una responsabilidad más directa por esa muerte que por el otro tipo. Se percibe como si se tratara de una ejecución, aunque no es más que guerra al por menor, y la responsabilidad, individual y colectiva, es igualmente grande en ambos casos.

¿Existe una diferencia moral por el hecho de que este tipo de acciones no exponga a quienes matan a un riesgo físico? ¿Es una condición de la aceptabilidad de la guerra que quienes matan deban poner en riesgo sus vidas? Esto posee una plausibilidad emocional, pero procede de una imagen del combatiente que resulta aplicable sólo de un modo selectivo. Quienes lanzan misiles o arrojan bombas son, por supuesto, blancos militares legítmos, pero con frecuencia las capacidades de los bandos beligerantes son tan asimétricas que los más poderosos se hallan, en la práctica, exentos de riesgos.

Habría sido necesaria una contención monumental para que Estados Unidos no invadiera Afganistán después del 11 de septiembre; pero una campaña contra Al Qaeda con blancos mucho más selectivos, con la ayuda de drones, podría haber logrado idénticos resultados contra la amenaza terrorista a un coste mucho menor. Habría dejado a los talibanes en el poder, pero liberar a Afganistán de esa tiranía no fue la justificación para la invasión. Ahora, tras el derrocamiento de otros tiranos en Irak y Libia, la base de operaciones para las redes terroristas no ha hecho más que crecer. Shane concluye su libro con un epitafio por la estrategia de la respuesta limitada de Obama:

La tan cacareada precisión del dron no fue capaz de enfrentarse a un ejército de fanáticos bien armados que estaban ocupando enormes franjas de terreno en Siria e Irak. Aun con su renuencia y consternación evidentes, Obama metió a Estados Unidos en una nueva y prolongada guerra en Oriente Medio. Comenzó en septiembre de 2014 con ataques aéreos y con asesores, y no resultaba nada fácil aventurar cuándo o cómo terminaría.

Thomas Nagel es catedrático emérito de Filosofía en la Universidad de Nueva York. Sus últimos libros son Secular Philosophy and the Religious Temperament. Essays 2002-2008 (Oxford, Oxford University Press, 2010) y La mente y el cosmos. Por qué la concepción neo-darwinista materialista de la naturaleza es, casi con certeza, falsa (Madrid, Biblioteca Nueva, 2014).

Traducción de Luis Gago

Este artículo fue publicado originalmente por
© The London Review of Books

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