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Europa en el mundo

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Hace poco más de un siglo, y casi al comienzo de La ética protestante, primera entrega de su magna tetralogía sobre las religiones y concepciones del mundo, el gran sociólogo alemán Max Weber avanzaba una afirmación que hoy resulta aún más actual: y oportuna. Decía Weber:

Cuando un hijo de la moderna civilización europea se dispone a investigar un problema cualquiera de la historia universal, es inevitable y lógico que se lo plantee desde el siguiente punto de vista: ¿qué serie de circunstancias han determinado que precisamente sólo en Occidente hayan nacido ciertos fenómenos culturales, que […] parecen marcar una dirección evolutiva de universal alcance y validez?

Esos «fenómenos culturales» no son sólo el capitalismo, como Weber indica más adelante. La racionalidad y la ciencia, el Estado y el arte, la burocracia y el funcionario especializado, el derecho formal, el Parlamento, son también «fenómenos culturales», propios del desarrollo de la Europa Occidental, y que han adquirido hoy universal alcance y validez.

Eso es lo que pretendo analizar, no la Unión Europea, sino el papel histórico de Europa en el mundo, la primera (y hasta el momento única) región y cultura (o civilización) que ha tenido y sigue teniendo alcance universal. Lo que nos obliga a ponernos en un singular punto de vista: el que el mismo Weber llamaba «punto de vista histórico-universal», el único válido, por cierto, en un mundo globalizado como el actual, en el que todas las historias regionales han confluido por primera vez en una única historia universal. Ver el mundo, y a nosotros en él, desde el punto de vista de la historia de la humanidad.

Pero el objeto de esa observación es Europa, y hablar de Europa es, inevitablemente, hacerlo de su historia y de su geografía. Cuanta más ciencia social estudio, más me convenzo de dos grandes ideas. Por una parte, que las sociedades –al igual que los individuos son su historia– tienen una fuerte dependencia de senda y su pasado marca claramente las opciones de futuro. La segunda gran idea, que se remonta a Montesquieu, e incluso antes, a Ibn Jaldún, es que la historia es, en buena medida, geografía, pues esta marca un horizonte natural de posibilidades dentro del cual tienen que adaptarse las sociedades. Ambas ideas son especialmente relevantes al hablar de Europa.

Bismarck aseguraba que Europa es geografía y nada más. Es exagerado, pero hablar de Europa es hacerlo, sin duda, de un pequeño pero complejo continente formado por al menos tres o cuatro penínsulas y algunas islas, en el extremo occidental del continente euroasiático, aislado del resto del mundo por el océano Atlántico al oeste, el mar Mediterráneo y el desierto del Sáhara al sur, y las estepas y tundras asiáticas al este, y débilmente conectado con Asia y África por el corredor de los Balcanes y el Cáucaso. Aislado, pues, por dos fronteras, que siguen siendo fronteras vivas, la del este y la del sur, conflictivas siempre, y de nuevo ahora. No es, pues, de sorprender que ese microcosmos de pueblos, aislados del resto pero también entre ellos, acabara proyectándose por el mar hacia el oeste.

Lo cual nos devuelve de la geografía a la historia, la historia de la europeización del mundo, que es lo primero que me propongo analizar antes de pasar a analizar el actual mundo poseuropeo, que será el eje de la segunda parte de mi intervención. Pero un mundo al tiempo poderosamente europeizado, que será la tercera y última parte de esta charla. Pues la paradoja –y lo adelanto– es que ha sido la europeización lo que ha permitido la emergencia de un mundo poseuropeo, con el que no tenemos más remedio que lidiar. Así pues, europeización del mundo, mundo poseuropeo y mundo europeizado serán los tres rubros de mi intervención. Vayamos con la primera.

La europeización del mundo

Y comenzaré con una anécdota que es al tiempo una categoría. En 1519, un marino español, vasco, Juan Sebastián Elcano, zarpaba desde Palos de Moguer en una flota de cinco barcos al mando de Fernando de Magallanes en busca de una ruta hacia las Indias por el oeste, el mismo proyecto frustrado de Colón. Tres años más tarde, y después de una hazaña épica en la que habían cruzado el mar Pacífico por vez primera (y lo habían nombrado así), diecisiete famélicos y moribundos marinos regresarían al mismo puerto, culminando así la primera vuelta al mundo. Fue, como creo recordar que dijo Salvador de Madariaga (hablo de memoria, ya que no he podido encontrar de nuevo la cita), una hazaña, una empresa –por recoger ese viejo término– europea, pues en esa flota había marinos portugueses y españoles, por supuesto, pero también franceses, alemanes, turcos, malteses y, claro está, italianos, como el noble veneciano Antonio Pigafetta, en cuya Relazione del primo viaggio intorno al mondo (1524) se da debida crónica de la hazaña de Elcano.

Lo traigo aquí a colación por la misma razón por la que el Instituto que tengo el honor de presidir lleva su nombre: porque Elcano es un icono, un símbolo de la globalización, que es tanto como decir de la europeización del mundo. Primus circumdedisti me, tú fuiste el primero en circunnavegarme, fue el lema que Carlos V otorgó a Elcano.

El buque escuela Juan Sebastián Elcano partiendo de la Bahía de Bayona

Si miramos cualquier mapa del mundo al uso, veremos que en su centro figuran la península ibérica y las islas británicas, y el meridiano cero, el de Greenwich, pasa por Londres cortando al sur media España. Ello no es casual, pues la ciencia de la geografía reproduce ahora la historia, y fueron marinos portugueses, españoles y británicos quienes exploraron todo el mundo, cartografiándolo y levantando sus mapas. Mapas que comenzaron a elaborarse desde puertos conocidos hacia fuera, desde lo conocido hacia lo desconocido, de modo que, lógicamente, ese extremo occidental del continente euroasiático acabó figurando en el centro de nuestra representación simbólica del mundo, que eso son los mapamundi. Europa, y para ser más preciso, la Europa atlántica y occidental, en el centro del mundo.

Aquellas exploraciones ibéricas fueron el comienzo de la europeización del mundo, de lo que los historiadores han llamado la Era de Europa. Nadie como el gran historiador británico Arnold Toynbee lo ha expresado con mayor fuerza:

Aquellos pioneros ibéricos, la vanguardia portuguesa alrededor de África hasta Goa, Malaca y Macao, y la vanguardia castellana cruzando el Atlántico hasta México y cruzando el Pacifico hasta Manila, prestaron un servicio sin parangón a la Cristiandad Occidental. Expandieron el horizonte y, potencialmente, el dominio de la sociedad que representaban, hasta que llegó a abrazar todas las tierras habitables y todos los mares navegables del globo. Debido en primer término a esta energía ibérica, la cristiandad occidental se ha desarrollado, como el grano de semilla de mostaza de la parábola, hasta llegar a ser la Gran Sociedad: un árbol bajo cuyas ramas todas las naciones de la Tierra han venido a cobijarse.

Y efectivamente, liderados por los pioneros ibéricos, y durante al menos trescientos cincuenta años, desde 1550 hasta 1900, todas las naciones se cobijaron bajo esa rama, y la historia del mundo, la historia de América, de Asia o de África, se ha escrito aquí en Europa, en Lisboa o El Escorial, en Londres, Ámsterdam, París, Berlín, más tarde en esa Europa trasplantada que son los Estados Unidos. La historia de América Latina está en el Archivo de Indias, en Sevilla, no en América, sino aquí, pues aquí se escribió y desde aquí se administró.

¿Por qué ocurrió así? ¿Pudo ser de otro modo? Por supuesto. Justo al comienzo de un libro magnifico, Armas, gérmenes y acero, Jared Diamond se preguntaba justamente por qué Hernán Cortés había conquistado México y por qué no había sido Moctezuma el conquistador de Toledo. La respuesta era, sin duda, la superioridad tecnológica de Occidente frente al resto del mundo, superioridad que no debía nada a la raza o a la mayor inteligencia, sino sólo a los recursos naturales disponibles en el continente euroasiático, desde animales domesticables (inexistentes en el África subsahariana o en las Américas) a flora trasplantable a lo largo de la misma latitud.

Y lo cierto es que las navegaciones de altura o las conquistas fueron posibles por una clara superioridad tecnológica. Dieron lugar a una inmensa fertilización cruzada de productos y de ideas en todas direcciones (pensemos, por ejemplo, en el galeón de Manila o la nao de China). Un gigantesco mestizaje de hardware y de software, que abrió las mentes a lo imposible e invitó a transgredir, a ir más allá, actitud sin la que hubiera sido imposible la Revolución Científica del siglo XVII. Y que fue la tecnociencia la que generó la Revolución Industrial que culminó la expansión europea.

Puede que hubiera algo más. Un observador marciano, un viajero persa, que hubiera estudiado el estado del mundo a comienzos del siglo XV, hubiera identificado sin duda a China como la región con mayor y más sofisticada tecnología. Sabemos, por ejemplo, que disponía de buques mucho más grandes y amarinados que los de Occidente, y que disponía de técnicas de navegación sofisticadas. A comienzos del siglo XV, el eunuco Zheng He llevó a cabo nada menos que siete grandes expediciones navales al «Océano Occidental», contando con hasta 1.681 naves de alta mar, con una eslora superior a los ciento cincuenta metros, que embarcaron aproximadamente a unas treinta mil personas y que exploraron el Sudeste asiático, Indonesia, Ceilán, la India, el Golfo Pérsico, la Península Arábiga y el este de África hasta el canal de Mozambique. Una hazaña increíble, de sofisticada tecnología y compleja logística.

Pero regresaron a puerto, y su memoria fue borrada de los archivos imperiales, en una acción digna de un relato fantástico de Borges. No sabemos bien por qué, pero sí sabemos que hubieran podido iniciar ellos esa primera globalización y, desde luego, hubieran podido ser ellos los descubridores de América. Pues, en contra de la cita reiterada de Napoleón, China nunca durmió, y pocas naciones han sido más laboriosas e ingeniosas.

¿Por qué no lo hicieron? No lo sabemos a ciencia cierta, pero lo más probable es que no lo hicieron porque no lo necesitaban, porque nada les empujaba a hacerlo. Por el contrario, una Europa hecha de Estados compitiendo unos con otros no tenía alternativa. Si no lo hacía Portugal, lo hacía España, como en la gesta de Magallanes-Elcano. Y si no, lo haría Inglaterra, o Francia, u Holanda. China no tenía competencia, mientras que en Europa la rivalidad entre Estados soberanos era un poderoso acicate para la expansión.

Así pues, fue el Oeste y no el Este quien inició la expansión por el mundo abriendo el camino a una inmensa fertilización cruzada de productos y de ideas, de flora y de fauna por estudiar y catalogar, que abrió las mentes a lo nuevo e imposible, invitando a ir más allá: Plus Ultra. Pues la ciencia no es sino experiencia certificada, contrastada, y todo lo que abre la experiencia abre el camino de la ciencia. Y tuvo que ser el Oeste quien descubrió el valor del descubrimiento, que había un universo por explorar, y que podía descubrirse a voluntad, que eso es la ciencia: el descubrimiento de cómo descubrir, la invención de la invención. Y sin ciencia no habría habido tecnología, y sin ella, sin la máquina de vapor, sin la energía del carbón o del petróleo, no hubiéramos tenido fábricas, ni industria, ni sociedad industrial, ni del conocimiento.

Es indiscutible que la Revolución Industrial fue el origen verdadero de la «Gran Divergencia» (Samuel Huntington) entre el Este y el Oeste, entre Occidente y Oriente, consolidando la superioridad europea. Impulsados por la tecnociencia los países europeos, primero, y los Estados Unidos, después, disfrutaron de una manifiesta superioridad en los campos de batalla, en la cultura y en la economía, dejando muy atrás al resto del mundo.

Las navegaciones de altura o las conquistas fueron posibles por una clara superioridad tecnológica

Todavía comienzos del siglo XIX, Lord Macartney, primer embajador de Jorge III de Inglaterra, solicitó del emperador chino abrir sus puertos al comercio británico. Pero este le contestó con altanería: «Los chinos no tenemos la mínima necesidad de las manufacturas británicas». Pues bien, era cierto. El PIB de China era entonces seis u ocho veces el del imperio británico y, hacia 1820, China e India constituían casi el 50% del PIB mundial.

Pero la divergencia Este-Oeste no haría sino agrandarse, de modo que, para mediados del pasado siglo, China e India habían descendido a poco más del 5% del PIB mundial, diez veces menos que siglo y medio antes. Y no tanto por su caída, sino por el crecimiento del resto, el crecimiento de Occidente. Y si en el año 1000 Europa occidental disfrutaba de una renta per cápita (en dólares internacionales de 1990) de unos 400 dólares, y Asia de otra similar de 450, en 1970 la renta de Europa era de 11.000 dólares y la de Asia de 1.250, una diferencia de 1 a 6.

Así se explica que en la Conferencia de Berlín de 1884, doce países europeos (pero ninguno africano) se repartieran toda África como si fuera un botín. Pues la Era Europea a la que aludo es, por supuesto, también la Era del Imperialismo y la Era del Colonialismo. Y así se explica que a comienzos de la Gran Guerra, aproximadamente tres cuartas partes del territorio y de la población del mundo, bien eran occidentales (como América), bien estaban bajo soberanía de países europeos.

Y no se trataba sólo de una ocupación de soberanía, sino de una verdadera colonización poblacional. Para esa fecha, millones de europeos habían emigrado a las colonias. No menos de un millón de españoles emigraron a América, dos millones y medio de británicos lo hicieron a Canadá, un millón y medio a Australia, medio millón a África del Sur, un millón y medio de franceses se establecieron en Argelia, doscientos mil en Marruecos, ciento cincuenta mil portugueses en Angola, ochenta mil en Mozambique. No fue sólo un dominio político: fue una verdadera colonización del mundo entero.

Aquellas fechas, comienzos del siglo XX, fueron probablemente el momento de mayor expansión de Europa sobre el mundo. Pronto comenzaría el reflujo.

Tres grandes países emergerían desde casi la nada para marcar el siglo XX con su impronta, y sólo uno de ellos era europeo. Pues casi al tiempo, en el último tercio del siglo XIX, los Estados Unidos tras la Guerra Civil (1861-1865), Japón tras la Restauración Meiji (1866-1869) y Alemania tras la unificación de Bismarck (1871), iniciaron procesos de crecimiento económico espectaculares, que se verían seguidos de expansiones territoriales igualmente potentes.

La de Estados Unidos se hará visible en la guerra hispano-norteamericana de 1898, una de las pocas guerras entre democracias que conocemos. Para entonces, 1872, el PIB de Estados Unidos había superado ya el del Reino Unido; América tomaba el lugar de Europa en el liderazgo mundial. El ascenso de Japón sorprenderá al mundo en 1904, cuando la armada rusa del Pacífico era destruida por la japonesa en la batalla de los estrechos de Tsushima. Y para finales de siglo, la Alemania guillermina superaba la producción industrial del Reino Unido y se preparaba para la guerra.

La Gran Guerra, una guerra por el espacio vital, fue el primer intento de hacer sitio en el mapa mundial a esas tres nuevas grandes potencias, intento infructuoso y baldío que alimentó, con una paz injusta y mezquina, la Segunda Guerra Mundial. El resultado de las dos guerras mundiales, guerras civiles de Europa, guerras civiles de Occidente, iba a ser letal para el predominio europeo. Ya en la Gran Guerra, tropas coloniales ayudaron a defender las metrópolis. Canadá, Australia o Nueva Zelanda entraron en guerra como dominios británicos, pero firmaron el Tratado de Versalles como países soberanos.

Pero si la Gran Guerra iba a liquidar los imperios europeos, la Segunda Guerra Mundial acabaría destruyendo también los imperios extraeuropeos, y las viejas potencias coloniales seguirían el camino de España. La descolonización iniciada en la posguerra casi total, de modo que si en 1945 las Naciones Unidas la formaban cuarenta y cinco Estados, para 1989, antes de la caída de la Unión Soviética, eran ya nada menos que 159, y se habían multiplicado por tres. Fue claramente el fin de la hegemonía europea en el mundo.

Pero más importante aún es comprender que Europa, descolonizada, iba a ser ella misma colonizada, pues hoy sabemos bien que la guerra mundial la ganaron dos potencias extraeuropeas, Estados Unidos y Rusia, por mucho que Inglaterra, o incluso Francia, trataran de apropiarse de la victoria. Y Europa quedó dividida en dos partes, cada una bajo protectorado de uno de los vencedores. La OTAN, de una parte, y el Pacto de Varsovia, de otra, controlaban los destinos de Europa, cumpliendo así al pie de la letra la sorprendente predicción que Alexis de Tocqueville había realizado ya en 1835, un siglo antes, que sigue siendo cierta y que me permito citar:

Hay hoy en la tierra dos grandes pueblos que, partiendo de puntos distintos, parecen avanzar hacia el mismo fin: los rusos y los angloamericanos. Uno tiene por principal medio de acción la libertad; el otro, la servidumbre. Su punto de partida es diferente y sus caminos, distintos; sin embargo, cada uno de ellos parece llamado por un secreto designio de la Providencia a tener un día en sus manos los destinos de medio mundo.

Tocqueville acertó plenamente. Ya fuera bajo condiciones de libertad, o bajo condiciones de servidumbre, lo cierto es que no eran ya los europeos quienes decidían. Y si media Europa pudo vivir en libertad, fue gracias a la protección de un país extraeuropeo, de cuya seguridad y defensa hemos sido free-riders desde 1945. Y seguimos siéndolo.

No sólo el mundo había pasado a ser poseuropeo; en cierto modo, la misma Europa había pasado a ser extraeuropea. Hablemos, pues, de ese mundo poseuropeo, que es el nuestro.

Un mundo poseuropeo

A partir de los años cuarenta del pasado siglo, una de las grandes figuras de la brillante intelectualidad centroeuropea, el filósofo checo Jan Pato?ka, perseguido primero por los nazis y más tarde por los comunistas, y abrumado por el drama de la guerra, el Gulag y el Holocausto, fue elaborando escritos varios publicados más tarde en francés con el título de Europa después de Europa. Para entonces ya había fallecido. En aquellos análisis, Pato?ka daba testimonio de la aparición de un mundo «poseuropeo» al que llamaba, con visión casi profética, la «era planetaria». Como antes Stefan Zweig o Ernst Jünger, aseguraba que Europa se había «suicidado» en dos guerras mundiales, pero, sin embargo, había generado una «mundialización» de Europa y sus instituciones en una «herencia espiritual europea» que habría que recuperar. Europa, concluía Pato?ka, debía repensarse en ese nuevo mundo poseuropeo. Una nueva Europa después de Europa, título que quisimos dar a un libro que editamos hace pocos años.

Analizaremos después esa «herencia espiritual» mundializada, pero veamos antes los contornos de ese mundo poseuropeo. El tema, como sabemos, no era nuevo. Ya en 1920, tras la derrota alemana, Oswald Spengler publicaría el texto de referencia obligada: La decadencia de Occidente. Pocos años más tarde, en La rebelión de las masas, Ortega advertirá que «Europa ya no manda en el mundo». «La edad de la civilización europea está acabando», reiteraba Eric Fischer en plena Segunda Guerra Mundial. Y, en 1955, el gran historiador británico Geoffrey Barraclough pronunciaba en la Universidad de Liverpool una trascendental conferencia titulada El fin de la historia europea, en la que aseguraba que, tras pasar de la Era Mediterránea a la Era Europea, y tras ella la Era Atlántica, vemos ahora emerger una Era del Pacífico que nos obliga pensar el mundo de nuevo. Ello no significa –continuaba Barraclough– «que la historia europea haya terminado», por supuesto. Pero sí «que deja de tener significación histórica» y pasa a ser una «historia regional» más, ya no «la historia del mundo», como había sido durante los últimos siglos. Unas palabras no muy distintas de las que escribiría bien poco después el gran sociólogo que fue Enrique Gómez Arboleya: “Europa […] no se basta a sí misma. [Pero] al europeizar el resto del mundo se va colocando como una individualidad entre otras individualidades».

Las décadas siguientes iban a confirmar los pronósticos de Ortega, Barraclough y Gómez Arboleya. Pues si la guerra y la descolonización fueron el primer paso, la paz dio el segundo. Detengámonos un momento en este argumento, central para entender la posición de Europa en el mundo contemporáneo.

Dicen que Auguste Comte dijo que la demografía es el destino. No es cierto: no lo dijo jamás. Pero se non e vero è ben trovato. Efectivamente, a comienzos del pasado siglo, Europa constituía algo más del 25% de la población del mundo. Y todavía a mediados del siglo representaba una quinta parte, algo más del 20%. Hoy se aproxima al 8%, y en descenso. Y hablamos de cantidad, no de calidad o de envejecimiento. ¿Por qué esta disminución brutal? La explicación es sencilla: la humanidad ha pasado de unos tres mil millones de habitantes en 1950 a más de seis mil medio siglo después, a unos nueve mil para el año 2050, para estabilizarse definitivamente en unos diez mil quinientos a finales de siglo, completando la transición demográfica: el salto desde altas tasas de natalidad y de mortalidad a bajas tasas de lo uno y lo otro. Es decir, en poco más de un siglo, se habrá triplicado desde los tres mil hasta los nueve mil millones.

Pero todo ese enorme crecimiento se ha dado en el antes llamado Tercer Mundo, fuera del área desarrollada. Actualmente, Asia aporta el 60% de la población; África, con un crecimiento espectacular, supondrá pronto un 20%; y todo el viejo Occidente, es decir, Europa y las dos Américas, será otro 20%. Seis asiáticos por cada europeo, o tres por cada occidental. Y entre los veinte países más poblados del mundo sólo hay uno europeo: Alemania.

 Mosaico romano que muestra el secuestro de Europa

Esa divergencia demográfica entre el este y el oeste, entre The West and The Rest, no tendría excesiva importancia si Europa conservara el monopolio sobre la ciencia y la tecnología del que disfrutó desde la Revolución Científica del siglo XVII. Pero ya no es así, pues, acoplada con la divergencia demográfica, se ha producido una convergencia tecnológica, consecuencia de un fenómeno bien conocido por los antropólogos y los sociólogos: la difusión de productos, instrumentos y maneras de pensar. Es más fácil copiar que inventar: lo segundo requiere tiempo y esfuerzo; lo primero es casi innato. De modo que es fácil aprender de quien hace las cosas mejor.

En 1986, y a partir de los datos históricos de Angus Maddison, el economista estadounidense William J. Baumol, en un importante trabajo publicado en la American Economic Review, elaboró la tesis de la convergencia de las economías abiertas. Baumol hablaba (recordando al viejo Thorstein Veblen) del peso o dificultad creciente del liderazgo (penalty of taking the lead), o (recordando a Aleksandr Gerschenkron y el acelerado desarrollo de la Alemania guillermina de finales del siglo XIX) de las ventajas de llegar el último (relative backwardness). Su idea central era que es más fácil transferir innovaciones que producirlas. Es lo que se ha llamado «la ventaja de llegar el último»: basta copiar al líder para avanzar deprisa. Y Baumol pudo comprobarlo al ver como las rentas per cápita de los países del G-7 habían ido aproximándose entre 1870 y 1970: todos copiaron a los Estados Unidos, de modo que el gran diferencial inicial de rentas per cápita fue cerrándose poco a poco y, al final, el peso económico de un país casi replicaba su peso demográfico. Es lo que hizo Japón en los años sesenta y los llamados Tigres Asiáticos (Corea del Sur, Taiwán y Singapur) después. Pues bien, el dato evidente es que hoy se incorporan otras economías a ese mismo proceso de convergencia, sólo que a escala mundial y con economías inmensas

¿Qué se copia? Todo. Baumol entendía por innovaciones, como nosotros, no sólo la tecnología, sino también las buenas prácticas o las buenas políticas. Unas y otras innovaciones (de hardware o de software) son, en buena medida, bienes públicos. Primero se apropian de los productos, ya se trate del motor de combustión, los teléfonos móviles o el fusil de asalto Kalashnikov AK-47; más tarde aprenden a copiarlos; más tarde los mejoran, aprendiendo su lógica. Finalmente, ellos también innovan. Y lo que pasa con los productos tecnológicos, con el hardware, sucede también con los productos culturales, con el software. Pues también se copia la contabilidad de doble entrada, los seguros, las hipotecas, los códigos de comercio, el rule of law, el Estado y, por supuesto, la racionalidad y la ciencia. Volveré más adelante sobre ello.

Y así, a medida que se difunden las tecnologías, duras y blandas, la productividad del trabajador crece y también converge. Y entonces el peso demográfico cuenta, y mucho, pues las potencias demográficas devienen en potencias económicas y el peso económico de cada país tiende a ajustarse a su peso demográfico.

China tiene una productividad algo superior al 20% que la de los Estados Unidos. Pero son mil trescientos millones de habitantes, de modo que, medido en PPA (Paridad del Poder Adquisitivo), ya en 2014 su PIB superó al de los Estados Unidos, algo que el Financial Times anuncio en portada a cinco columnas. Y el PIB de la India ha sobrepasado ya al de Japón. Y entre los veinte primeros países del mundo por PIB encontramos tan solo seis países europeos, Rusia incluida, pero siete asiáticos, cuatro americanos y tres de Oriente Medio.

Y la crisis económica no ha hecho sino acelerar esta dinámica. En 2014, el primer país europeo por tasa de crecimiento de su PIB, exceptuando a Mónaco, es Irlanda, que ocupa el lugar 77º del mundo; el Reino Unido ocupa el lugar 93; España, el 156, de un total de 198. Si nos fijamos en la media de los últimos diez años, los diez países donde más ha crecido el PIB son Qatar, Turkmenistán, Etiopía, Azerbaiyán, China, Mongolia, Angola, Sierra Leona, Panamá y Timor. Polonia es el primer europeo, en la posición 90ª.

Pero la cosa no acaba aquí, pues las potencias económicas pronto devienen en potencias políticas. Tienen capacidad negociadora, conceden préstamos, hacen inversiones, pueden comprar productos naturales o manufacturados, importan o exportan. Como demostró el European Council on Foreign Relations, en los años noventa, Europa ganaba el 72% de las votaciones en la Asamblea General de Naciones Unidas; China ganaba sólo el 49%. Pero para comienzos de este siglo, Europa ganaba sólo el 49%, mientras que China ganaba el 74%. ¿Por qué? Casi la mitad de los países representados en la ONU son muy pequeños, tienen menos de cinco millones de habitantes, y su voto es fácil de comprar. Las potencias económicas son también potencias políticas.

El último salto, inevitable, es pasar a ser potencias militares. Pero, ¿cómo no hacerlo cuando tienen que asegurar sus suministros y sus rutas comerciales? China o la India son gigantescas aspiradoras de recursos de todo tipo (ya sea petróleo, acero, cemento, cobre, algodón o carne), y más si crecen a ritmos del 7% o más. Por Malaca circulan un 70% de las importaciones de Corea del Sur, un 60% de las de Japón y Taiwán, y un 80% de las de China. Así, tal como dijo Tomé Pires, frustrado embajador portugués en la China del siglo XVI, puede decirse que «quien posee Malaca tiene en sus manos la garganta de China». Esos países emergentes construyen, por tanto, armadas oceánicas para asegurar sus suministros, armadas que a su vez exigen bases militares navales para su aprovisionamiento. Y están ya en la competición espacial y, por supuesto, en el ciberespacio. Con ello se cierra el ciclo: la demografía deviene en economía, ésta en política y todo ello poder duro, poder militar.

Todo ello tiene consecuencias importantes de todo orden: ascenso de una inmensa clase media mundial, movimientos de población, presión sobre los recursos energéticos, materias primas y alimentos, pero también sobre el agua y el medio ambiente y, finalmente, una profunda reordenación de la arquitectura política y estratégica del mundo que, desde la bipolaridad de la Guerra Fría, ha pasado a la unipolaridad de la hegemonía estadounidense pero, desde esta, se mueve aceleradamente hacia un terreno incierto, ya sea una nueva bipolaridad asimétrica, una multipolaridad también asimétrica o un mundo de poder y de Realpolitik que abraza a una Unión Europea que ha dejado eso atrás.

Pero, sobre todo, el resultado es ya una profunda alteración del centro de gravedad del mundo, que se desplaza (tanto en población como en poder político, económico y militar) hacia Asia y el Pacífico, marginando a Europa (y a España dentro de Europa) y reorientando, tanto a África como a América (del Norte y del Sur), hacia el Pacífico. Pues todo el mundo, y no sólo los Estados Unidos, Europa incluida, «pivota» hacia Asia.

La Unión Europea ha sabido construir un orden posmoderno y casi poshistórico de suma de soberanías sometidas al imperio de la ley

Mientras tanto, mientras el mundo parece reproducir escenarios westfalianos (la expresión es de Kissinger), de grandes potencias que se entienden como sujetos soberanos sin reconocer ninguna autoridad superior, un mundo multipolar pero no multilateral, la Unión Europea, por el contrario, ha sabido construir un orden posmoderno y casi poshistórico de suma de soberanías sometidas al imperio de la ley. Un orden kantiano, sí, pero rodeado de un mundo, como siempre, hobbesiano. «No nos une el amor, sino el espanto», aseguraba Borges. Europa es el producto del espanto de la Segunda Guerra Mundial, el intento de asegurar el nevermore, el nunca jamás, el intento de ahormar a Hobbes.

Y la Unión Europea ha sido un éxito, sin duda el gran invento político de este continente tras los terribles fracasos de los totalitarismos del siglo XX. Un éxito certificado por el hecho de que jamás los ciudadanos europeos han vivido con mayor seguridad y menor riesgo de guerras o conflictos, jamás han sido más libres ni han disfrutado de mayor seguridad jurídica y respeto por las personas, ni jamás han disfrutado de mayor prosperidad y bienestar.

Pero como decía Herman van Rompuy en 2010, en su discurso a los jóvenes del Colegio de Brujas acerca de Los retos para Europa en un mundo cambiante, «nuestro principal reto es cómo lidiar, en tanto que Europa, con el resto del mundo. ¿Cómo podemos imaginar a la Unión Europa en el océano geopolítico? ¿Estamos todos en el mismo barco bajo la misma bandera?» Y la respuesta es decepcionante, pues tras el fiasco –casi un engaño– del supuesto Tratado Constitucional, y la posterior puesta en marcha del de Lisboa, y aun reponiéndose de la última ampliación, la Unión Europea camina a paso lento, arrastrando los pies, sin liderazgo político y sin acabar de tener un papel claro en el nuevo orden mundial. No es una percepción de elites o expertos, pues incluso los sondeos de opinión pública realizados en el mundo ponen de manifiesto que, así como Estados Unidos y China (e incluso el Reino Unido) sí son percibidos como «grandes potencias», la Unión Europea es así percibida, es cierto, pero sólo por los europeos. En India, en Brasil, en África, la Unión Europea puede ser admirada o deseada, pero no es un poder relevante en los asuntos mundiales. Y en los organismos multilaterales, en la ONU, en el G-20, hay muchos europeos, pero poca

Europa. En la reciente cumbre del clima en París se ha visto de nuevo.
Carente de política exterior, y carente de fuerza que otorgue credibilidad a esa política exterior, la Unión Europea es incapaz de estabilizar ninguna de sus dos fronteras tradicionales: la del este, atacada por Rusia (Tocqueville tenía razón), la del sur, desestabilizada por guerras que no sabemos luchar y por masas de refugiados e inmigrantes que no sabemos integrar. Y desestabilizada en su interior por esas mismas fuerzas, superando a duras penas el Grexit, con la incógnita del Brexit, con movilizaciones antieuropeas por doquier (por cierto, no en España), con sus fronteras interiores reabiertas, y con su capital, Bruselas, paralizada durante días por la vanguardia de los nuevos bárbaros, casi una nueva Völkerwanderung que no habría asombrado a Toynbee.

Hay avances, ciertamente. La crisis del euro ha obligado a construir, a duras penas, una gobernanza económica. Parece que la crisis de los refugiados puede dar lugar, finalmente, tras más de quince años de discusiones, a una verdadera frontera exterior y a una política de inmigración. Pero la región con mayor calidad de vida del mundo –de hecho, con la mayor calidad de vida que ha habido jamás–, el mejor de los mundos conocidos, parece haber olvidado lo que Hegel nos enseñó en su dialéctica del amo y del esclavo: sólo es verdaderamente libre quien está dispuesto a arriesgar su vida por mantener su libertad; quien no está dispuesto, es ya esclavo, aunque no lo sepa. La Unión Europea necesita, más que nada, un poderoso rearme moral.

Nuestro mundo es poseuropeo, ciertamente. Incluso Europa, si se me permite, es poseuropea. Pero lo es como decía Gómez Arboleya, en un mundo profundamente europeizado, y a ello quiero dedicar el resto de estas líneas.

La «herencia espiritual europea»

Y volvamos a Arnold Toynbee: «Los historiadores futuros dirán […] que el gran suceso del siglo XX fue el impacto de la civilización occidental sobre todas las restantes sociedades vivientes y el mundo», señalaba. Y años más tarde añadía: «El encuentro entre el mundo y Occidente acabará siendo, retrospectivamente, el suceso más importante de la historia moderna». Pero, cuidado, «no ha sido Occidente quien ha sido golpeado por el mundo; ha sido el mundo quien ha sido golpeado, y golpeado con fuerza, por Occidente». Y es importante entender el alcance de esa penetración occidental más allá de su decreciente peso político.

Un ejemplo próximo de esta profunda europeización nos la ofrece América Latina. Que si merece ese nombre –y creo que lo merece– es porque esa fue la tarea que realizaron los pioneros ibéricos: latinizar, es decir, romanizar, incorporar América a la cultura grecolatina. Hoy en América se habla latín vulgar (el español o el portugués), su religión mayoritaria es la que fue religión oficial del imperio romano; su derecho tiene como base el romano, su urbanismo, su arquitectura, incluso su agricultura, es mediterránea y romana. De modo que las que fueron provincias de Roma en la península ibérica romanizaron aquel continente, incorporándolo a la civilización occidental, a la civilización europea. Como decía Xavier Zubiri agudamente, los romanos no son nuestros clásicos: nosotros somos romanos, América Latina es romana, aunque no lo sepa.

Pero es sólo un ejemplo de un proceso mucho más vasto, pues Europa ha exportado al mundo todas sus instituciones fundamentales, ha triunfado como civilización, y sus principales logros se afianzan hoy en todas partes con escasas excepciones. La más importante, sin duda, el mundo islámico o, para ser más precisos, el árabe-islámico, una excepción cuyo análisis tengo que dejar para otra ocasión. Pero que es eso: una excepción.

Efectivamente, si indagamos cuáles son las instituciones dominantes en el mundo moderno, encontraremos tres: una política, otra económica y una tercera cultural, que son otras tantas aportaciones de Europa a una emergente e in fieri civilización mundial, la primera que ha existido en la historia de la humanidad. Para comenzar, no ya la forma Estado –generalizada a todo el mundo como modelo de arquitectura política, sin alternativa alguna, pues hemos estatalizado el mundo entero–, sino el Estado democrático y liberal como forma política dominante, que hoy no confronta legitimidad alternativa algunaEl injustamente menospreciado ensayo de Francis Fukuyama, The End of History and the Last Man, publicado en 1992, sostenía acertadamente este argumento. y que, desde 1989, ha hecho progresos considerables, expandiéndose por Europa del sur y del este, América Latina, Asia e, incluso, África. Hoy, según acredita Freedom House, la mayoría de los países son democráticos (el 46%) y la mayoría de la población vive en países democráticos (el 43%).

Es más, tenía toda la razón Fukuyama cuando argumentó en El fin de la historia que la legitimidad democrática es ya la única aceptable y reconocida. Ronald Inglehart, profesor de Sociología de la Universidad de Míchigan, y sin duda el mayor experto mundial en valores comparados y responsable de los grandes estudios de valores (World Value Surveys), lo ha comprobado más allá de toda duda:

En este momento de la historia, la democracia tiene una imagen positiva abrumadora en todo el mundo. En país tras país, una clara mayoría de la población cree que «tener un sistema político democrático» es «bueno» o «muy bueno». Estos resultados representan un cambio dramático en relación con lo que ocurría en los años treinta y cuarenta.

Ello es tan cierto que poco más de media docena de países del mundo se autodefinen como «no democráticos»; todos los demás dicen serlo, aunque no lo sean, pues se trata del único discurso que proporciona legitimidad.

La segunda «invención» institucional occidental que se ha expandido por todo el mundo es la economía de mercado, lo que hace tiempo llamábamos (con terminología obsoleta), «modo de producción capitalista», tal que, de nuevo, no confronta alternativa alguna, incluso en estos momentos de manifiesta y seria crisis económica. Que, no ya la India o China, sino incluso Rusia haya adoptado este modelo económico, con notable éxito en algún caso, es todo un indicador de su solidez, al menos en comparación con otros posibles modelos hoy inexistentes. Si China ha crecido espectacularmente desde las reformas de Deng Xiao Ping de 1978, se debe a ello, no a que es un Estado autoritario o totalitario. ¿Quién cree hoy en economías centralizadas, planes quinquenales o parecidos? Al parecer, sólo algunos occidentales. Un sondeo del Pew Global Attitudes Projects de 2010 que indagaba el apoyo a la economía de mercado ponía de manifiesto que este contaba con nada menos que un 84% de apoyo en China (el mayor del mundo), seguido de Nigeria (82%), India (79%), Corea del Sur (78%) y Brasil (75%), muy por delante de países como Estados Unidos (68%) o de Europa, donde es muy inferior y, por cierto, ha decrecido.

Pero la «invención» occidental que puede ser más importante en el futuro es la cultural: una cultura basada en el dialogo racional y la prueba empírica como base del discurso y la argumentación, una cultura basada en la ciencia. Y recordemos que, para Ortega y Gasset, Europa era eso: ciencia. «Europa es ciencia», dirá en las Meditaciones del Quijote (1914).

A comienzos del pasado siglo, Thorstein Veblen publicaba el primer estudio sociológico de la ciencia, El lugar de la ciencia en la civilización moderna (1906). Y señalaba que «ningún otro ideal cultural ocupa un lugar indiscutible similar en las convicciones de la humanidad civilizada». «La ciencia –concluía Veblen con rotundidad– da su carácter a la cultura moderna». Y así es: la ciencia permea la sociedad moderna, de Occidente o de Oriente, es el depósito indiscutible de la Verdad (con mayúscula), a tal punto que incluso el papa parece rendirse ante ella, y es el motor más fuerte del cambio social, el deus ex machina de las sociedades modernas.

Así pues, democracia, mercado y ciencia. No tengo tiempo ni es la ocasión para mostrar que no se trata de tres piezas independientes que pueden o no darse juntas, sino más bien de los tres lados del mismo triangulo institucional cuyo centro lo ocupa la libertad del individuo, de modo que cada uno refuerza a los otros dos. No hay democracia sin mercado; no hay ciencia sin libertad y democracia, como demostró Robert Merton; puede haber mercado sin democracia, pero es ineficiente y corrupto, como vemos una y otra vez. ¿Cómo puedes tener libertad de conciencia sin libertad de expresión, y esta sin libertad política, y esta sin libertad económica?

En todo caso este triple acquis occidentale (si se me permite la expresión, que pretende resaltar la similitud con el acquis communautaire), democracia, mercado y ciencia, implica un profundo proceso de occidentalización del mundo, de homogeneización cultural e institucional, al tiempo que, paradójicamente, y gracias a la difusión de ese mismo acquis, Occidente va perdiendo iniciativa y poder relativo. Hoy la racionalidad y la ciencia, al igual que la tecnología que genera, la democracia o el mercado, han dejado de ser patrimonio de Occidente y los encontramos en Japón, al igual que en India, China, Brasil, Indonesia o África del Sur.

¿Por qué ocurre tal cosa, podemos preguntarnos? Por una lógica social simple y conocida que el citado Ronald Inglehart ha analizado en numerosas publicaciones alrededor de la convergencia mundial de valores y actitudes. Como escriben él mismo y Christian Welzel:

[…] la evidencia de muchos países del mundo indica que el desarrollo socioeconómico sí tiende a propulsar a varias sociedades en una dirección predecible. El desarrollo socioeconómico se origina con la innovación tecnocientífica que fomenta la productividad laboral algo que ocasiona especialización ocupacional, aumento de los niveles educativos y los niveles de renta y diversificación de la interacción humana por la que el acento sobre las relaciones de autoridad cambia para ensalzar las relaciones de la negociación. A largo plazo, esto ocasiona cambios culturales en los roles de género, las actitudes hacia la autoridad, las normas sexuales la disminución de la tasa de fecundidad, el aumento de la participación política y públicos más críticos y menos fáciles de manipular. […] El desarrollo socioeconómico tiende a impulsar a las sociedades hacia el cambio en la misma dirección, independientemente de su herencia cultural.

Subrayo esta idea: «independientemente de su herencia cultural». Y así, por ejemplo, en contra de tesis sostenidas con contumacia por los medios de comunicación, la secularización del mundo continúa imparable, no sólo en Europa (o incluso en los Estados Unidos) sino en América Latina, Asia o África, donde el discurso secular y racionalista se impone progresivamente, suavizando los conflictos religiosos y la diversidad de concepciones del mundo que implican. Asimismo, la inmensa diversidad lingüística premoderna, otro factor generador de diversidad de concepciones del mundo, se reduce aceleradamente. De acuerdo con el Atlas UNESCO de las lenguas en peligro en el mundo, de los más de seis mil idiomas existentes actualmente, más de doscientos se han extinguido en el curso de las tres últimas generaciones, 538 están en situación crítica, 502 seriamente en peligro, 632 en peligro y 607 en situación vulnerable. En pocos años quedarán algunos cientos de lenguas, pero las occidentales (inglés, español) serán dominantes. Los valores occidentales (derechos humanos, rule of law, igualdad de la mujer, libertad individual) también se generalizan.

Por citar algunos datos, el 70% de la población del mundo apoya la promoción de los derechos humanos, el 85% la selección de los gobernantes por elecciones, el 61% el derecho de practicar cualquier religión, la mayoría de los países africanos o incluso musulmanes apoyan la democracia, etcétera. Occidentalización cultural que se confirma si hacemos –con Inglehart– un análisis en términos de cohortes, pues en todas partes los más jóvenes «se apuntan al futuro», de modo que, a medida que se acentúa el cambio social, las diferencias intergeneracionales se refuerzan: los mayores sostienen todavía valores tradicionales, los adultos se mueven en universos culturales materialistas, pero los jóvenes pertenecen ya al universo posmaterialista y posindustrial. El cambio intergeneracional no hace sino exhibir la dinámica misma del cambio cultural.

Registro del viaje de Magallanes alrededor del mundo

Pero si tuviera que establecer alguna prioridad, esta tendría que ser, como lo es siempre, la técnica y el conocimiento. Pues hablamos de un proceso civilizatorio mundial en el que la variable explicativa, el motor, es la tecnociencia, que se expande y converge en todo el mundo, induciendo una homogeneización de valores y estilos de vida a través de tres procesos.

En primer lugar, a través de sus productos, que impregnan todas las sociedades y las occidentaliza. El ordenador, el teléfono móvil, los automóviles o los aviones, el GPS, las tecnologías médicas, no menos que los rascacielos, los aeropuertos, las oficinas o los centros comerciales y, de modo más general, la arquitectura, la sanidad, el transporte y las infraestructuras, incluso las técnicas agrícolas, y tantos otros cachivaches que se nos cuelan en los bolsillos, o nos llevan, o nos rodean, inducen prácticas y hábitos homogéneos. Todo ello homogeneiza y occidentaliza, al tiempo que, paradójicamente, los mismos productos se desvinculan de su origen, se desoccidentalizan. ¿Son «occidentales» los rascacielos, los aeropuertos, los centros comerciales, los pantalones vaqueros o las camisetas? Lo fueron, pero ya no.

Como lo hace también –en segundo lugar– la tecnociencia, entendida ahora como software, como lógica y modo de pensar, como cultura dominante, según lo vio Thorstein Veblen. La ciencia moderna se aprende y se practica no sólo en Boston o Cambridge, sino en Tokio, Pekín o Bombay, y se enseña en todas las escuelas y universidades del mundo. Pero el aprendizaje de la tecnociencia genera hábitos de pensamiento, manières de penser, como decía Émile Durkheim, hábitos que se trasladan de un escenario a otro, pues quien aprende a pensar en términos lógico-analíticos para abordar una cuestión técnica (cómo hacer una carretera o curar a un enfermo, por ejemplo) no podrá dejar de usar lógicas similares en otros ámbitos y, en última instancia, en su vida cotidiana.

Y como lo hace –en tercer lugar– la ciencia entendida en su dimensión social, la tecnociencia social. Pues cuando hablamos de la influencia de la ciencia, siempre pensamos en la tecnociencia dura, físico-química, en hardware, y nunca en la blanda, en las ciencias sociales, en el software cultural. Pero –como venimos insistiendo– hay también una tecnociencia social que abarca cuestiones como el buen gobierno y el rule of law, el derecho mercantil, comercial o de familia, los seguros, la contabilidad y las auditorías, las buenas políticas económicas, la gestión de problemas sociales y un largo etcétera de técnicas con inmenso impacto. En el fondo, las pautas de difusión cultural del estribo hace siglos, o del motor de combustión recientemente, no son esencialmente distintas de las que afectan a la contabilidad, los registros de propiedad o la hipoteca, tecnologías sociales que son al tiempo programas culturales. Y sin duda, como vio Max Weber, el derecho formal es una de esas tecnologías más importantes. El modo en que Japón o Turquía incorporaron el derecho europeo hace décadas es un ejemplo de ello, que hoy se extiende a numerosos países.

Pondré un ejemplo que me ha impactado por su carácter revelador, ya que afecta a lo más profundo de la socialización: la sensibilidad. En la China de Mao, y durante décadas, la música clásica europea fue rechazada como instrumento del imperialismo. El piano era el icono de un instrumento musical burgués por excelencia. Pero hete aquí que en los últimos años dos grandes pianistas chinos, Lang Lang y Yundi Li, después de cosechar éxitos enormes en Occidente, empezaron a ser conocidos en China. Ello llevó a la nueva clase media de ese país a interesarse por el piano. Pues bien, hoy se estima que hay nada menos que unos cuarenta millones de niños chinos estudiando piano, y ese país es el principal productor y consumidor de pianos, con una cuota del 77% del mercado mundial, según los analistas de ResearchMoz. Es evidente que la próxima generación de grandes pianistas estará dominada por jóvenes chinos. Pero lo más importantes es lo siguiente: ¿qué música tocan esos millones de niños y niñas chinos, qué música les emociona, les conmueve? Por supuesto, tocan a Bach o a Chopin, a Stravinsky o a Rajmáninov, se emocionan tocando música europea. Retengamos, pues, esa idea. También la educación sentimental del mundo es, en buena medida, de raíz europea.

Para acabar: creo que si pretendemos entender la dinámica cultural e institucional del mundo globalizado debemos recuperar el sentido originario –francés, por cierto– del término «civilización». Pues lo que tenemos delante no es ni un puzle o patchwork de culturas variadas, como lo percibió el historicismo, ni un conflicto o una alianza de civilizaciones, sino la emergencia de una civilización mundial in fieri que cobija a más y más culturas pero, al hacerlo, y al tiempo que les dota de instrumentos de supervivencia y revitalización, las racionaliza e impregna de formas estándar que son occidentales, formas que, al tiempo que se expanden y generalizan, dejan de ser propiamente occidentales. ¿Son occidentales los rascacielos de Tokio o Shanghái?

El sociólogo francés Gilles Lipovetsky se pregunta: «¿Eclipse del eurocentrismo significa desoccidentalizacion del planeta?» Y responde: «Miremos donde miremos modernizarse es, todavía, en cierto modo, occidentalizarse, es decir, transformarse y reestructurarse de acuerdo con núcleos fundamentales de la cultura-mundo que proceden de Europa». Y añade: «¿Acaso vemos mestizaje en el funcionamiento financiero, en el trabajo científico, en el universo técnico, en las prácticas médicas? Por el contrario, el intercambio es desigual y ningún pueblo, ninguna nación está fuera de la dinámica de Occidente y de su labor destradicionalizadora». El mundo golpeado, y golpeado con fuerza, por Occidente.

Conclusiones

Hace más de un siglo que el gran aragonés que fue Joaquín Costa –cuyo centenario celebramos en 2011– nos interpeló a los españoles, asegurando que deberíamos «cerrar con siete llaves el sepulcro del Cid» para olvidar las viejas glorias del imperio y mirar adelante. Lo hicimos en 1978, y no nos fue nada mal. Pero puede que no sólo los españoles, sino todos los europeos, hayan caído de nuevo en la tentación que denunciaba Costa.

Pues el supuesto central es que nos encontramos en una encrucijada vital: o Europa se articula como unidad para asumir un papel central en la gobernabilidad del nuevo mundo globalizado, en el «océano geopolítico», como lo llama Van Rompuy, o quedará relegada a un papel cada vez más dependiente y secundario.

Pues si bien es cierto que durante varios siglos la historia del mundo se ha escrito aquí en Europa, no lo es menos que hoy el riesgo que corremos es que se inviertan los destinos y sean otros quienes escriban nuestra propia historia, como les ocurrió antes a ellos.

El destino no está marcado, desde luego, pero los europeos –y los españoles– debemos entender que estar a la altura de los nuevos tiempos exige de nosotros un esfuerzo de generosidad, trabajo, visión e inteligencia para devolvernos al menos el protagonismo de nuestra propia historia. Pues los europeos no tenemos alternativa alguna a ese esfuerzo colectivo.

No pocos aseguran que los «cisnes negros» –los eventos improbables– son más y más frecuentes, y debemos acostumbrarnos a pensar lo impensable. La ciencia social ha fracasado rotundamente en ocasiones cruciales en las últimas décadas, y no fue capaz de prever ni la caída de la Unión Soviética, ni la amenaza del terrorismo islamista en 2001, ni la crisis económica de 2007, ni la Primavera Árabe ni el invierno que le sucedió. Y uno de los grandes expertos en historias imperiales –Niall Ferguson– nos advierte que la caída de estos puede seguir lógicas no lineales para precipitarse en pocos años a consecuencia del aleteo de una mariposa, como ocurrió con la Unión Soviética en 1989. Al fin y al cabo, el Imperio Romano se hundió en menos de cincuenta años, pero la Francia borbónica o el imperio británico tardaron aún menos. Debemos, pues, ser humildes y muy conscientes de que nuestros argumentos y escenarios pueden verse devaluados en meses por algún nuevo «cisne negro».

También dentro de Europa. La crisis económica ha supuesto un envite fuerte a la solidez de la moneda única, del euro, la corona del mercado común. Y la crisis del euro es todo un indicador de cuanto nos preocupa: no es posible avanzar en un mercado y una moneda común sin avanzar en la gobernanza económica, pero esto implica saltar desde la economía común a la política común. La crisis de los refugiados, la ausencia de una política energética común, la Europa digital o la amenaza terrorista son otras tantas cuestiones necesitadas de una Europa unida y fuerte.

¿Hay alternativa? Por supuesto, la actual, abandonarse al destino, ser un «testigo pasivo». Lo dijo Octavio Paz de nosotros en 1983 con amargas palabras:

Lo único que une a Europa es su pasividad ante el destino. Después de la Segunda Guerra Mundial las naciones del Viejo Mundo se replegaron en sí mismas y han consagrado sus inmensas energías a crear una prosperidad sin grandeza y a cultivar un hedonismo sin pasión y sin riesgos.

Prosperidad sin grandeza y hedonismo sin pasión: es un diagnostico muy duro. Evitar que Octavio Paz tenga razón es nuestro reto urgente. Construir una nueva Europa más allá de la Era de Europa. Y sólo una Europa unida podrá ser un sujeto histórico-universal capaz de sacarnos de ese pantano y colocarnos a la altura de los tiempos. Podemos llamarla como queramos, pero será una federación de Estados: serán, en todo caso, unos Estados Unidos de EuropaEste texto es una versión notablemente más extensa del leído por el autor en una conferencia pronunciada en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales el 16 de diciembre de 2015..

Emilio Lamo de Espinosa es Catedrático de Sociología en la Universidad Complutense, presidente del Real Instituto Elcano y académico de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Es coordinador del libro Europa después de Europa (Madrid, Academia Europea de Ciencias y Artes, 2010).

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Ficha técnica

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