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¿Es así como se acaba la democracia?

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En la noche de las elecciones, casi en cuanto estuvo claro que lo impensable se había convertido en una cruda realidad, Paul Krugman preguntó en The New York Times si Estados Unidos no era ahora un Estado fallido. Los politólogos que estudian normalmente la democracia estadounidense en un espléndido aislamiento están empezando a desviar su atención hacia África y Latinoamérica. Quieren saber qué sucede cuando los autoritarios ganan elecciones y la democracia se transforma poco a poco en algo diferente. El demagogo que prometió matar a los terroristas junto con sus familias está trasladando a su propia familia al palacio presidencial. Antes incluso de que se produzca la ocupación, sus hijos ya están siendo situados en posiciones de poder. Ahí lo tenemos en televisión, dorado y reluciente, con su mujer a su lado y tres de sus hijos en fila por detrás, preparados para recoger lo que papá tenga que ofrecer. Aquí lo tenemos de vuelta en Twitter, desencadenado tras la victoria, revolviéndose contra sus adversarios en la prensa libre. Su hijo de diez años es aún demasiado joven para unírseles, pero estaba al lado de su padre en la noche de las elecciones, y su aspecto apenas mostraba menos desconcierto que el de cualquiera de nosotros mientras Trump pronunciaba el discurso tras su triunfo electoral, notablemente conciliatorio. Palabras de conciliación seguidas de la implacable apropiación personal de la maquinaria gubernamental, con sus hijos a remolque. ¿No es así como se acaba la democracia?

Decir que éstas son las preguntas equivocadas no es menospreciar la crisis a que se enfrenta la república estadounidense y, en realidad, todo el mundo. Estados Unidos no es un Estado fallido. ¿Cómo lo sabemos? Porque eso es lo que Trump dijo que era durante la campaña electoral y estaba mintiendo. Retrató a su país como un lugar plagado de instituciones fallidas y corrupción generalizada, con los suburbios de sus ciudades asolados por la violencia y su clase política interesada únicamente en enriquecerse. Sería un gran error pensar que ganó porque la gente le creyó. Si le hubieran creído, difícilmente habrían votado por él: poner a un hombre como Trump al frente significaría realmente el final para la democracia estadounidense, porque lo habría dejado libre para hacer todo el daño posible. La gente votó por él porque no le creyeron. Querían cambiar, pero también tenían confianza en la durabilidad y la decencia básicas de las instituciones políticas de Estados Unidos para protegerles de los peores efectos de ese cambio. Querían a Trump para agitar un sistema que esperaban que les protegiera asimismo de la temeridad de un hombre como Trump. ¿Cómo explicar si no que muchas personas que se declararon alarmadas por la idea de una presidencia de Trump votaran también por él? La campaña de Clinton cometió un error de libro al elegir centrarse en los defectos evidentes en la personalidad de Trump como el motivo para mantenerlo fuera de la Casa Blanca. Como si esos defectos se encontrasen ocultos. Para sus partidarios ya formaban parte del todo: insistir sobre ellos no consiguió otra cosa que hacer que los demócratas sonaran como si fueran el pastor mentiroso. Si este tipo fuera tan peligroso como ellos dicen, ¿sería realmente un candidato serio a la presidencia? Debe de ser, sin embargo, un candidato serio a la presidencia si no paran de decir que es tan peligroso. Quod erat demonstrandum, no es tan peligroso como dicen.

Esta es la crisis a que se enfrentan las democracias occidentales: ya hemos dejado de saber qué aspecto tiene el fracaso y no tenemos ni idea de cuán grande es el peligro en que estamos inmersos. El lenguaje de los Estados fallidos no encaja con el momento actual porque evoca imágenes que son completamente inapropiadas para una sociedad como los Estados Unidos contemporáneos. No habrá un conflicto civil extendido, ni tanques en las calles, ni generales en televisión anunciando que el orden ha quedado restaurado. La victoria de Trump ha sido saludada con algunas protestas diseminadas por todo el país, acompañadas de violencia esporádica. Si hubiera sido derrotado por un estrecho margen y se hubiera negado luego a admitirlo, la historia podría haber sido diferente. Pero aun así me resulta difícil creer que se hubiera visto trastocado el orden cívico en Estados Unidos. La violencia habría sido, sin duda, mayor y buena parte de ella habría sido aborrecible. Pero una resistencia armada generalizada al régimen resulta aún muy difícil de imaginar. Estados Unidos no tiene nada que ver con las sociedades en que sabemos lo que sucede cuando la política se va a pique, incluida la propia Europa en los años treinta del siglo pasado, lo que suele esgrimirse como advertencia de lo que podría estar esperando a la vuelta de la esquina. Los Estados Unidos contemporáneos son mucho más prósperos que otros Estados en los que la democracia ha fracasado en el pasado, por muy desigualmente que se encuentre distribuida esa prosperidad. Su población es mucho más vieja. El desorden civil tiende a producirse en sociedades en las que la edad media se sitúa en poco más de los veinte años; en Estados Unidos se halla cerca de los cuarenta. Sus jóvenes están mucho mejor educados, o al menos educados durante mucho más tiempo. Sus niveles de violencia, aunque elevados para la media europea en el siglo XXI, son bajos sea cual sea el criterio histórico de medición. Sus frustraciones son las de un país en el que todo esto es cierto y, sin embargo, las cosas siguen yendo rematadamente mal. Son problemas del Primer Mundo. Eso no hace que sean en absoluto menos serios. Simplemente hace que resulte mucho más difícil encontrar precedentes históricos de lo que sucederá a continuación.

La campaña de Clinton, que incluyó a Obama en su último tramo, hizo que pareciera como si Trump fuera un cuerpo extraño, claramente situado al margen de las normas democráticas básicas, capaz de derribar absolutamente todo en caso de que triunfase. En el segundo debate presidencial, Clinton lo acusó de hecho de trabajar para una potencia extranjera hostil, de ser un títere del régimen ruso. De haber sido eso cierto, los responsables de la seguridad nacional deberían estar ahora actuando rápidamente a fin de proteger a la república. La aparición de generales en televisión para hacerse con el control sería una respuesta apropiada al riesgo derivado de que las claves secretas nucleares hayan caído en manos enemigas. El Estado norteamericano ha actuado, en cambio, tan rápidamente como lo hace normalmente para acoger a su nuevo jefe y ofrecer sus servicios a su causa, en la esperanza de conseguir que esa causa resulte razonablemente eficaz. Obama apareció en televisión para insistir en que desea lo mejor para Trump, porque si a Trump le salen las cosas bien, otro tanto le sucederá a Estados Unidos. Esto sugiere que las personas que votaron por él estaban en lo cierto al sospechar que el sistema haría todo cuanto estuviese en su mano para mitigar el golpe de su elección. También significa que si Trump plantea una seria amenaza a la democracia estadounidense, carecemos del lenguaje para expresarlo.

Sin embargo, los verdaderos peligros de hacer de pastor mentiroso se encuentran al otro lado. Trump dijo que Estados Unidos era una sociedad fracturada y que él venía a recomponerla. Pero no está fracturada del modo que dijo, por lo que él no puede recomponerla. Trump tendrá que convertirse, en cambio, en algo mucho más parecido a un político convencional, que no cumpla sus promesas, que contrate a personas experimentadas de Washington para ayudarle a gestionar la ciénaga, no a drenarla. Ya ha empezado a suceder. Lo que resulta tan temible de esta perspectiva es que Trump carece de experiencia de cómo hacer nada de todo esto: no es un político, y todo apunta a que será hecho mal, dando torpes bandazos y con brotes regulares de absoluta incompetencia. Estos episodios se disimularán después con nuevas oleadas de grandilocuencia trumpiana. Ese es supuestamente el trabajo de Steve Bannon y sus colegas de Breitbart, ya debidamente instalados en el Ala Oeste. Ellos están ahí para tapar los follones con nuevas teorías conspiratorias. Pero la incompetencia quedará también recubierta por la capacidad funcional del Estado norteamericano, que fue diseñado para absorber grandes cantidades de gobierno ineficaz a fin de impedir que personas realmente malas sean capaces de gobernar eficazmente. En un país que ha visto un mayor número de malos presidentes que buenos, Trump no es uno de esos cuerpos extraños. Ni siquiera es el más repugnante de todos ellos.

Peter Thiel, el multimillonario de Silicon Valley que se la jugó al declararse públicamente favorable a Trump antes del día de las elecciones y que es probable que se vea ahora recompensado con su propia posición privilegiada en el gobierno, afirmó que una presidencia de Trump significaría tener en cuenta a la realidad. Si eso fuera cierto, entonces la realidad podría tener una oportunidad mejor de defenderse. Parece mucho más probable, en cambio, que esto oculte lo que está sucediendo con otra capa más de bravuconería y confusión. El meollo de la defensa de Trump por parte de Thiel era que la generación de estadounidenses representados por los Clinton ?los niños nacidos inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, cuando se disparó el número de nacimientos? habían inflado una burbuja tras otra en su deseo desesperado de evitar enfrentarse a la dura verdad y proseguir con su propia existencia muelle. No habían sido simplemente burbujas de equidad y burbujas en la política de vivienda: había burbujas humanitarias y burbujas de corrección política; cualquier cosa para mantener lejos de la puerta al lobo de cómo-son-en-realidad-las-cosas. Sin embargo, la idea de que Trump, que pertenece a la misma generación y ha sido tan mimado como el que más, ofrece algo diferente resulta risible. Es probable que la burbuja de Trump sea la mayor de todas.

Sus planes inmediatos pasan por realizar unos gastos masivos en infraestructuras aprobados por el Congreso, junto con grandes bajadas de impuestos. Hay pocas barreras en su camino. Puede confiar en los republicanos para implementar las bajadas de impuestos y en los demócratas para apoyar los proyectos de infraestructuras. El impulso a corto plazo que dé este estímulo a la economía puede luego utilizarlo para comprar tiempo mientras fracase en el cumplimiento del resto de promesas que hizo durante la campaña: sobre inmigración, sobre creación de puestos de trabajo en las fábricas, sobre declarar la guerra a los terroristas y sobre compartir el amor en casa. Es posible que pueda incluso defender durante un tiempo que al ofrecer algo a uno y otro lado de la línea divisoria que separa a los dos partidos está empezando a tender un puente entre ambos. Pero todo lo que estará haciendo es tapar las enormes grietas. Las bajadas de impuestos, unidas al gasto gubernamental no dotado de fondos, desatarán la inflación y crearán las condiciones para una crisis futura. Todo ello dará también lugar a un choque frontal con la Reserva Federal y ahí no le resultará nada fácil a Trump salirse con la suya. Si intenta sustituir a Janet Yellen o meter en el consejo a sus propios candidatos, el partidismo se verá enormemente reafirmado. La realidad acabará volviéndose contra Trump. Cuando lo haga, se sentirá inclinado a atacar. Pero para entonces puede que ya sea demasiado tarde. Estará atrapado.

Entretanto, las verdaderas amenazas a largo plazo a que se enfrenta la sociedad estadounidense seguirán sin abordarse. Si nos aferramos a los riesgos de la violencia política directa, ponemos un listón demasiado bajo que Trump podrá sortear con relativa facilidad. La violencia verdaderamente destructiva de la sociedad estadounidense se produce bajo la superficie y suele pasar inadvertida para todos excepto para sus víctimas. Es la violencia de un sistema de prisiones que encarcela y priva del derecho a voto a segmentos significativos de la población adulta, especialmente varones jóvenes afroamericanos. Es la epidemia de la violencia cometida por blancos sobre blancos la que se calcula que se ha cobrado las vidas de casi cien mil estadounidenses desde 1999 y que, sin embargo, ha permanecido más o menos invisible, hasta que repararon en ella los economistas Anne Case y Angus Deaton en un artículo académico publicado en 2015. Estas muertes son el resultado de violencia autoinfligida, ya se trate de suicidios o de sobredosis de drogas y alcohol («envenenamientos», en el lenguaje del informe), que afectan especialmente a estadounidenses blancos que viven en las partes del país que han votado abrumadoramente a Trump: el sur, los Apalaches, el Cinturón Industrial. Es mucho más probable que las personas de estas comunidades se maten a sí mismas a que maten a otras y lo cierto es que están muriendo más jóvenes de lo que lo hicieron sus padres, una tendencia que resulta única en una sociedad desarrollada. La victoria de Trump podría brindar a las víctimas de esta epidemia un respiro superficial ?incluida la oportunidad de dirigir parte de su autoaversión hacia el exterior?, pero hará poco por abordar las causas de su desesperanza subyacente. Estados Unidos es una sociedad en la que muchas personas en edad laboral han tirado la toalla y otras han visto cómo un sistema de justicia criminal violentamente punitivo les ha arrebatado la oportunidad de llevar una vida decente. Si está fallando, es aquí donde está fallando. Cuando estalle la burbuja de Trump, no se habrá producido ese cara a cara con esta realidad. Pero sí que habrá una sensación cada vez mayor de traición.

No es probable que suceda nada demasiado dramático. Ese cara a cara con la realidad puede posponerse un poco más

Una administración Trump no tendrá ninguna dificultad para cumplir sus promesas electorales sobre el cambio climático, ya que prometió no hacer nada y hacer nada es relativamente sencillo. Es posible que deshacer toda la agenda medioambiental promovida durante la presidencia de Obama le resulte una tarea más difícil, pero dado que Obama se vio obligado a recurrir a órdenes ejecutivas para conseguir buena parte de esto ?durante seis años se ha chocado con el muro de que la legislación pertinente fuese aprobada por el Congreso?, a un nuevo ejecutivo le resultará mucho más sencillo echar por tierra todo el trabajo de su predecesor. En el campo de la política exterior, Trump podrá asimismo recoger muy pronto aquellos frutos que están al alcance de la mano: anular acuerdos que se encuentran aún pendientes de firma, renunciar al apoyo de regímenes carentes de influencia, encontrar a gente normal, con poco poder, a la que intimidar. Trump ha mostrado que está encantado de seguir el camino más fácil, que es el que ha acabado por conducirlo hasta la Casa Blanca. ¿Por qué iba ahora a detenerse? Estados Unidos adoptará poses para impresionar y magnificará su verdadera influencia. Pero se rehuirán las decisiones difíciles y se conciliará con los enemigos. Será quizás en el ámbito internacional donde habrá un momento de verdad cuando uno de estos enemigos se decida a someter a Estados Unidos a la prueba de una abierta confrontación. Pero parece improbable. Las instituciones que salvaguardan la seguridad nacional siguen siendo una máquina formidable y nadie se las tomaría a la ligera. El funcionamiento básico del sistema político estadounidense proporciona a Trump toda la cobertura que necesita para que finja estar desmantelándolo. Lo que hará en realidad es proseguir con su erosión sistemática. No es probable que suceda nada demasiado dramático, lo que quiere decir que ese cara a cara con la realidad puede posponerse aún un poco más. Eso sería seguramente mejor que permitir que algo verdaderamente dramático suceda durante la presidencia de Trump. ¿Quién podría querer algo así? Probablemente ni siquiera las personas que votaron por él.

El meollo de la defensa que Thiel hizo de Trump era que Estados Unidos se ha convertido en una sociedad renuente al riesgo, temerosa del cambio radical necesario para su supervivencia. Necesita una descarga eléctrica. Pero Trump no es un electricista: es un alborotador malicioso. Las personas que votaron por él no pensaban que estuvieran incurriendo en un riesgo enorme; simplemente deseaban reprender a un sistema del que siguen dependiendo para su seguridad esencial. Esto es lo que tiene en común con el Brexit el voto a Trump. Al optar por abandonar la Unión Europea, podría parecer que la mayoría de los votantes británicos estaban comportándose con una temeridad extraordinaria. Pero, en realidad, su comportamiento reflejaba también su confianza esencial en el sistema político con el que estaban tan ostensiblemente disgustados, porque creían que seguía siendo capaz de protegerlos de las consecuencias de su decisión. A veces se dice que Trump atrae a sus partidarios porque representa la figura paternal autoritaria que quieren que les proteja de toda la gente mala que hay ahí fuera convirtiendo sus vidas en un infierno. Eso no puede ser cierto: Trump es un chiquillo, el político más infantil que he conocido en toda mi vida. El padre en esta relación es el propio Estado norteamericano, que permite que los votantes tengan un berrinche y unan sus fuerzas con el chico que peor se porta de toda la clase, porque confían en que los adultos estarán siempre ahí para hacer que las cosas vuelvan a la normalidad.

Aquí es donde radican los verdaderos riesgos. No es posible seguir comportándose así sin dañar la maquinaria esencial del gobierno democrático. Se necesita una inteligencia política extraordinariamente bien afinada para dirigir la rabia popular hacia las partes del Estado que necesitan reformas, al tiempo que se dejan intactas las partes que hacen posible esa reforma. Trump ?al igual que el Brexit? no es eso. Es la encarnación misma de los instrumentos más romos, que agitan indiscriminadamente los cimientos con nada que ofrecer a modo de apoyo. En estas condiciones, la reacción más probable para los adultos que se encuentran dentro de la habitación es agacharse y esperar a que pase la tormenta. Mientras lo hacen, la política se atrofia y el cambio necesario queda pospuesto por el imperativo primordial de evitar el colapso sistémico. El deseo comprensible de mantener los tanques lejos de las calles y los cajeros abiertos se interpone en el camino de abordar las amenazas a largo plazo a que nos enfrentamos. Una descarga eléctrica que no es tal seguida de una parálisis institucional, y durante todo ese tiempo los verdaderos peligros siguen creciendo. En última instancia, así es como se acaba la democracia.

David Runciman es catedrático de Política en la Universidad de Cambridge. Sus últimos libros son The Politics of Good Intentions. History, Fear and Hypocrisy in the New World Order (Princeton, Princeton University Press, 2006), Representation (con Monica Brito Vieira; Cambridge, Polity Press, 2008), Political Hypocrisy. The Mask of Power from Hobbes to Orwell and Beyond (Princeton, Princeton University Press, 2008), The Confidence Trap. A History of Democracy in Crisis from the First World War to the Present (Princeton, Princeton University Press, 2013) y Politics. Ideas in Profile (Londres, Profile Books, 2014).

Traducción de Luis Gago
© The London Review of Books

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Ficha técnica

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