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«El encanto del matrimonio es que obliga a las dos partes a llevar una vida de engaños», dice un personaje de Oscar Wilde. Babel, del dramaturgo australiano Andrew Bovell, indaga en la segunda mitad del epigrama mientras niega enérgicamente la primera. ¿Encanto? Engañar a un cónyuge es, en esta obra, el primer paso de un vía crucis. La acción comienza in medias res, si no in flagrante delicto, con dos parejas de protoadúlteros en sendas habitaciones de hotel. Una línea imaginaria divide el escenario, y hay dos camas ubicadas en el centro, indicando una situación especular. Las parejas tardan en decidirse. En vez de actuar, hablan. Y, a cada lado, dicen palabras casi idénticas. El contrapunto es mérito de Bovell, pero uno elogia también a la directora, Tamzin Townsend, por cómo ha coreografiado el ballet vocal de los cuatro actores, que recorren la escena mientras alternan réplicas, o las pronuncian a un tiempo. Las divergencias son claves, porque acentúan una suerte de efecto mariposa: ínfimas variaciones llevan a resultados muy distintos.

En este caso, de hecho, resultados opuestos. Tras varios rodeos y diálogos que le quitarían el entusiasmo a cualquiera («Háblame de tu esposa»; «¿Por qué me lo pides?»; «Quiero saber algo sobre la mujer a la que haré daño»), una de las parejas consuma el affaire, mientras que la otra se echa atrás. Tal como adivinamos por más de un indicio, las parejas se han intercambiado sin saberlo. La obra no vuelve a alcanzar el impacto de ese primer cuadro, pero el verdadero drama empieza cuando los adúlteros regresan a casa, con el forcejeo psicológico que surge entre los distintos personajes y las dudas interiores de cada uno. Sonia (Aitana Sánchez-Gijón) y Álex (Jorge Bosch) deciden confesar lo que han estado a punto de hacer; Leo (Pedro Casablanc) y Marta (Pilar Castro), en cambio, intentan hacerse los desentendidos, aunque acaban siendo descubiertos de la manera más banal: por el olor del tercero. Hasta ahí, la obra se atiene al ámbito de la intimidad, pero a partir del segundo acto se expande en un caso policíaco sobre la desaparición de una psicoanalista llamada Valerie, para explorar los riegos no sólo psicológicos, sino físicos, de caer en el engaño. Por contacto, la vida de los otros ilumina la de los personajes principales.

Hay, al menos, dos subtramas más, que ahondan en temas como la incomunicación, la pérdida, la insensibilidad y la obsesión. Sin desvelar la intriga, puede decirse que nueve personajes –interpretados por los mismos cuatro actores– acaban enredados en una única madeja de historias. Parte del placer es ir devanando los hilos narrativos («Ah, la amante del marido es también…»), pero resulta difícil suspender la incredulidad ante las numerosísimas coincidencias. Uno acepta, con reparos, el enroque involuntario de cónyuges. Más increíble es que, además, los hombres se crucen en un bar; cuando las mujeres hacen lo propio, se desafían ya las leyes de la probabilidad. Y no digamos que el sospechoso de raptar a la psicoanalista sea el vecino de Marta, o que una paciente de aquella sea la examante de un conocido de Leo, o que sea el propio Leo quien lleve el caso de la desaparición, pues –oportunamente– es policía. En la realidad, pocas veces el azar conspira de esa manera. Y un cotejo en lo relativo a la ficción: en la estupenda adaptación cinematográfica de la obra, Lantana (2001), las coincidencias se reducen a la mitad, lo que hace la historia el doble de verosímil.

Pero quizá no debamos buscar aquí verosimilitud, sino una especie de simbología sobre cómo los desconocidos indefectiblemente se vinculan y acaban influyéndose en el complejo mundo moderno. Es otra forma del efecto mariposa: alguien engaña, y las consecuencias repercuten en muchos. En ese planteamiento, Babel, que se estrenó en 1992, es típica de su época, cuando las formas narrativas se dejaron seducir por nociones de la globalización económica y cayeron rendidas ante las redes sociales. Un caso faro fue, sin duda, Seis grados de separación (1990), la pieza de John Guare que popularizó la idea de que, entre dos personas cualesquiera del mundo, a lo sumo hay seis intermediarios. Pero el concepto prendió en todos los formatos. En literatura, Don DeLillo lo amplió a todo el siglo XX en la magnífica Submundo (1997). En cine, Robert Altman lo llevó a Los Ángeles en Vidas cruzadas (1993) y, tiempo después, Paul Thomas Anderson le dio un giro fantástico en Magnolia (1999). Luego se lo vio en México en Amores perros (2000), de Alejandro González Iñárritu, que lo elevó a su apoteosis de histeria en Babel (la película, 2006), donde un rifle disparado en Marruecos conecta historias en México, Japón y Estados Unidos. No sé si es fortuito que el título elegido en castellano para la adaptación de la obra de Bovell, que en el original se llama Speaking in Tongues, remita a la superproducción hollywoodense. En todo caso, ambas conjugan el examen de vínculos concretos con la búsqueda de un vértigo abstracto: ¡mirad, estamos todos conectados!

Las escenas en paralelo y los saltos temporales, así como la disposición autorial de que sólo cuatro actores interpreten nueve papeles, acentúan los puntos de contacto entre las identidades. Y lo propio hace el montaje de Townsend, que mantiene a los actores muy cerca unos de otros, en una escenografía de superficies metálicas y exiguo mobiliario que conserva una apropiada pátina de los años noventa. La acción, con todo, parece trasladada al presente, una decisión no muy feliz de la adaptación de Pedro Costa, en particular en cuanto al modo de comunicarse de los personajes, que una y otra vez se ven obligados a explicar por qué no usan móviles (que pocos tenían en 1992), con frases instrumentales como «me he quedado sin batería». Pero esos son detalles. De manera más general, las actuaciones están llenas de aciertos, desde la ironía campechana de Pedro Casablanc como Leo al apocamiento de Jorge Bosch como Álex; destacan Pilar Castro y Aitana Sánchez-Gijón al interpretar a dos personajes sumamente distintos cada una. Lo más interesante de la obra, en fin de cuentas, no son sus arabescos conceptuales, sino sus potentes realidades emocionales.

* * *

Un tratamiento más descarnado de la infidelidad puede verse en Traición, de Harold Pinter, repuesta en el teatro Galileo, tras el merecido éxito del año pasado. La obra es gozosamente monotemática. En vez de una red de personajes, hay un triángulo, formado por un matrimonio y un amigo del marido. Y en vez de pasar unos pocos días en las vidas de los personajes, los observamos durante nueve años. De manera poco usual, las escenas avanzan en orden cronológico inverso. En la primera, Emma (Cecilia Solaguren) se reúne con su examante Nico (Alberto San Juan), dos años después de terminado el affaire. La siguiente vez que los vemos, deciden romper; en la que viene después, están en pleno arrobamiento. Por alguna razón, en el programa se dice que «esta forma de estructurar la obra la despoja de todo artificio», pero en realidad es un artificio en el sentido más estricto: un dispositivo para dosificar la información. Al presentarse primeros los efectos y después las causas de los hechos, se complejiza la relación entre lo que ve el espectador y lo que saben los personajes. Y el drama estriba también en los desequilibrios de lo que saben estos últimos. Vamos descubriendo, de año en año y de escena en escena, qué le ocultó cada cual al otro y cómo han vivido en medio de una traición múltiple.

Escrita en 1978, Traición es uno de los mejores ejemplos de cómo Pinter, un gran admirador de Beckett, supo llevar algunas inquietudes del teatro del absurdo – sequedad verbal, incertidumbre, malentendidos– a una situación cotidiana, que en este caso había vivido en carne propia. Decir que la escritura es autobiográfica no es decir mucho, pero el autor escribió mirándose no sólo a sí mismo, sino a una época y una microsociedad: el Londres artístico-literario de los años setenta. (Emma dirige una galería de arte, y su marido y Nico son editores de ficción.) De ahí que se pierda una dimensión importante al trasladar el drama a Madrid entre 1984 y 1993, como ha hecho María Fernández Ache, la adaptadora y directora. Sería mejor confiar en que la audiencia puede comprender un contexto distinto del propio. En esta adaptación no se comprende por qué los españoles se comportan como ingleses, o con qué fin dramático: por ejemplo, el cuasialcoholismo de los personajes, que beben ríos de cerveza, ginebra, vino o whisky, es un blanco satírico que sólo se explica en su contexto original. Para enturbiar las cosas, el personaje del marido es un inglés expatriado, por la simple razón de que lo interpreta el actor inglés Will Keen. No estoy en contra de los acentos extranjeros, ni mucho menos de los extranjeros, en la escena española. El problema es que, mientras que el personaje de Pinter es un tipo social reconocible, aquí es una serie de interrogantes. El más obvio: ¿cómo llegó a gran editor literario en Madrid, en vista de su errático castellano?

Lo de errático no es metáfora. Keen recita el texto en un sonsonete que derrapa continuamente de registro, de la ironía a la vanidad, de la vanidad a la petulancia, sin hacer propio ninguno. Lo más frustrante es que eso puede distraernos del innegable talento del actor, cuya gestualidad y presencia física crean momentos de suma tensión: cada vez que su personaje y el de Nico comparten la escena, se tiene la impresión de que algo está a punto de estallar. La tensión nunca abandona a los actores, sólo muta. La química entre Cecilia Solaguren y Alberto San Juan es palpable. Y la sensualidad de la primera, como Emma, hace muy creíble que el segundo, como Nico, pierda en más de un momento la cabeza. Por lo demás, San Juan logra un efecto asombroso, que yo nunca había visto en vivo: conforme avanza la obra, rejuvenece. En la primera escena, es un hombre de cuarenta y tantos de vuelta de todo; en la última, ambientada nueve años antes, es un treintañero que aún no se ha sacudido el romanticismo de encima. Esa brillante metamorfosis deja flotando una pregunta: ¿cuál es la mayor traición: la de los amantes o la del tiempo, que los destruye?

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