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Chéjov después de Beckett

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Estrenada en 1901, Las tres hermanas fue la primera obra que Chéjov escribió expresamente para el Teatro del Arte de Moscú, la compañía que habían fundado Konstantín Stanislavski y Vladímir Nemirovich-Danchenko en 1897 y que se convertiría en una de las leyendas del teatro ruso. El Teatro del Arte ya había montado La gaviota y Tío Vania, con una recepción mayormente positiva, y Chéjov confiaba en Stanislavski como en un director afín a sus intenciones dramáticas. Pero ahora tenía en mente también a una actriz, Olga Kniepper, para quien compuso el papel de Masha y con quien contraería matrimonio pocos meses después del estreno. Desde su concepción, la obra se sitúa en una intersección muy rica de la vida pública y privada del autor.

Aunque la intersección se produjo en Moscú, Las tres hermanas habla, como es sabido, de un Moscú inalcanzable, un espacio marcado por la nostalgia de las protagonistas, que se han criado en la capital pero, desde hace años, languidecen en un pueblo de provincias. La situación de Chéjov guardaba ciertos parecidos con la de sus personajes, y no es insensato hacer una lectura biográfica. Desde finales de la década de 1890, Chéjov vivía, como sus personajes, en una especie de exilio interno, impuesto en su caso por una avanzada tuberculosis que le exigía un clima más benévolo que el del norte. Confinado buena parte del año a su residencia de Crimea, escribió allí esta obra sobre la distancia que lo separaba de la metrópolis, donde a la sazón despegaba su carrera teatral y pasaba largas temporadas Olga. En tales circunstancias, no parece muy exagerado decir, con su biógrafa Rosamund Bartlett, que «el deseo de ir a Moscú que impregna Las tres hermanas refleja el deseo de Chéjov de estar cerca de su actriz favorita»; y hasta hay pruebas de ello en la siguiente carta: «Me muero de ganas de que me digas que haga las maletas y vaya a Moscú. ¡Moscú, Moscú! Estas palabras no son el estribillo de Tres Hermanas, sino de Un Marido».

De acuerdo, pero no de cualquier marido, sino de un hombre capaz de escribir Las tres hermanas. La lectura biográfica se vuelve más interesante cuando uno observa que, como autor exitoso, Chéjov se diferenciaba de sus personajes en un aspecto fundamental: tenía a su alcance dos realidades de las que supo extraer inesperados paralelismos. Muchos años más tarde, el escritor ruso Eduard Limónov –según cuenta Emmanuel Carrère– notó que los lavabos de acero de una cárcel siberiana eran iguales a los de un lujoso hotel de Nueva York diseñados por Philippe Starck y se dio cuenta de que muy pocos hombres tendrían simultáneamente conocimiento de dos «universos tan diversos». De manera similar, Chéjov conocía tanto la supuestamente rutilante sociedad moscovita como el inmovilismo embrutecido de la Rusia profunda (sus cuentos son un testimonio especialmente potente de lo segundo). Y, en Las tres hermanas, lo que hizo fue establecer, no simplemente un contraste, sino una dialéctica entre ambos ámbitos. Si de un lado está el encandilamiento que produce un mundo idealizado, del otro aparece una existencia exigua, que precisamente ese ideal inane constriñe cada vez más.

Puede que esta combinación, que es también característica de otros dramas de Chéjov, como La gaviota, fuera la causante del desconcierto de los primeros espectadores de la obra. ¿Se trataba de una simple reflexión sobre la nostalgia o sobre anhelos incumplidos? ¿Hablaba la obra del fracaso de una familia, de una clase, de la existencia? Dicho de otro modo, ¿cuál era su radio de acción simbólico? Los primeros montajes de Stanislavski, por lo que se sabe, dirimían este tipo de preguntas anclando la obra en un estricto naturalismo, con decorados que marcaban el tipo de «construcción ilusionista» que, una generación más tarde, Brecht tanto le criticaría al teatro burgués. Para el Teatro del Arte, la obra se refería a una realidad familiar específicamente rusa más que a abstracciones como la «condición humana». Y tenía buenas razones para ello. Pero sin duda la posibilidad de un Chéjov menos aferrado a un aquí y un ahora está presente en el texto; ninguna otra cosa quiere decirse al llamarlo «universal». Más aún, cuando uno empieza a notar –como hace José  Sanchis Sinisterra en sus notas a la producción de Éramos tres hermanas– «los frecuentes “diálogos de sordos”, las interrupciones mutuas, los monólogos que caen en el vacío, el “tiempo flotante” que a menudo lastra la acción dramática», el universo de Chéjov cobra un notable parecido con el de Beckett o Pinter.

Estas «Variaciones» de  Sanchis Sinisterra tiran precisamente para ese lado. La obra no es una reescritura completamente libre, como puede serlo Rosencrantz and Guildenstern Are Dead, en la que Tom Stoppard se mueve por el revés de la trama de Hamlet; pero tampoco es una simple adaptación, con dos o tres ajustes de dramaturgia. El texto de Chéjov ha sido cortado, mezclado, reordenado y hasta remixado de tal manera que, aunque se preservan casi todos los puntos argumentales, se altera fundamentalmente el foco. Un buen ejemplo de ello es la frase que da título a la obra, tomada de la exclamación de sorpresa que suelta, en Chéjov, el personaje de Vershínin al ver a las muchachas al cabo de varios años: «Pero eran ustedes tres hermanas. Lo recuerdo: tres niñas». Cosa muy distinta a decir: «éramos tres hermanas». Porque con la persona gramatical cambia la perspectiva, y con el cambio irrumpe un interrogante: ¿por qué «éramos»? La obra sugiere una respuesta inquietante, que comentaré en un momento, pero antes debe señalarse el cambio más radical que ha introducido  Sanchis Sinisterra. Ha quitado de en medio, nada menos, a todos los personajes secundarios, dejando en escena sólo a las tres hermanas, o a las tres hermanas solas. Es un indudable golpe de genio: ¿qué mejor manera de realzar su aislamiento?

En términos prácticos, esto quiere decir que las actrices refieren muchas veces las frases de los demás personajes, hablan otras tantas al vacío y hasta recitan las didascalias para situarnos en la acción. Pero, si la acción nunca es lo más importante en Chéjov, aquí es apenas una excusa para representar una serie de estados emocionales. Empezamos, en el primer acto, por la alegría juvenil de Irina, que acaba de acordarse de que es el día de su santo y dice: «De pronto me sentí feliz»; la felicidad culmina en el banquete donde su hermano Andréi declara su compromiso con Natasha, una muchachita pueblerina de la que hasta entonces se burlan las hermanas, envalentonadas por la idea de que pronto volverán a Moscú («ya estaremos allí para el otoño») y por la compañía galante de los soldados que están asentados en la región. En el segundo acto, Moscú está más lejos («Sueño con Moscú todas las noches […]. Nos iremos allá en junio»), y el malestar aumenta por obra de una sorprendentemente artera Natasha. En el tercero, empiezan las desgracias, las frustraciones, los amores malogrados; y en el cuarto sobreviene la resignación, que resuena como campanadas en las frases «hay que vivir» con que se cierra esta versión antes de la música final.

Hablé de actos un poco en referencia a la división original, un poco para entendernos, pero el montaje de Carles Alfaro no divide de manera tradicional la representación, sino que presenta los cuatro bloques uno tras otro, separados apenas por canciones que entona y toca al piano la polifacética Mamen García (Irina). Ni ella ni la otras dos actrices, por lo demás, salen un solo momento de escena, lo que mantiene la continuidad de la acción. Simbólicamente, se diría además que los personajes no pueden salir del espacio en que se encuentran, un poco como los personajes de A puerta cerrada, de Sartre. ¿Y dónde se encuentran, a todo esto? En un espacio que no es un espacio reconocible; y el escenario, soberbiamente diseñado por el director y por Vanessa Actif, acentúa una claustrofóbica sensación de encierro: situado en medio de las dos plateas, tiene la forma de un cubo rodeado por cuatro paredes negras, dos de las cuales están hechas de una fina red translúcida. Incluso plenamente iluminadas, ahí dentro las actrices parecen espectros, una impresión a la que contribuye el hecho de estar caracterizadas como ancianas, con pelucas grises y espeso maquillaje blanco. La edad en sí no tiene nada de espectral, pero en toda la obra los personajes se presentan como mujeres jóvenes («Tengo veinte años», dice Irina).

Todo lo cual hace pensar, no tanto en el infierno sartrearno como en esos limbos indefinidos que habitan (es un decir) los personajes de Beckett.  Sanchis Sinisterra afirma que es como si sus tres hermanas «hubieran caído en una obra de Beckett». Y el director, en una entrevista, recuerda que, al leer el texto, no pudo «evitar sentir a esos tres seres en un limbo de la edad». En cualquier caso, la obra parece condenarlas a repetir acciones y revivir deseos truncados más cruelmente que en Chéjov, como si los sucesos transcurrieran no el mundo sino en la memoria, y, para más inri, en la memoria típica de la obsesión. En un momento, Masha (una estupenda Mariana Cordero) le pide a sus hermanas que le cuenten una y otra vez la historia de un amor perdido. Y en cuanto acaban dice: «De nuevo», un poco como la mujer de Rockaby, de Samuel Beckett, que repite la palabra «más» cuando se interrumpen los movimientos de la mecedora que impulsan sus balbuceos. En este contexto, el «Hay que vivir» final de las hermanas recuerda a las duras últimas palabras de El innombrable: «Tienes que seguir, no puedo seguir, voy a seguir». También cobra un sentido muy resonante la frase de Masha: «Todo es absurdo». Y hay filosas ironías en las huecas expresiones de deseos de Olga (a quien da cuerpo una luminosa Julieta Serrano).

El efecto general, al que contribuyen tres interpretaciones de primer nivel, como rara vez se ven juntas en una misma obra, es el de asistir, en palabras del director, a «un Beckett con alma de Chéjov» (o quizá viceversa), que pone a dialogar y saca a relucir las intuiciones clave de ambos dramaturgos. «¿Es lícito efectuar sobre un texto ya clásico tan violenta intervención quirúrgica?», se pregunta en las notas  Sanchis Sinisterra. A lo cual la única respuesta, en vista del magnífico resultado, es que es no sólo lícito, sino necesario. Sumado a ello la admirable aportación del director, no me sorprendería que este montaje se convierta en un clásico por cuenta propia. Llegados a este punto, sería vano enumerar los aciertos de iluminación, vestuario, maquillaje, musicalización, interpretación, etc. Eso sí: no se pierdan la oportunidad de disfrutarlos.

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